Capítulo XXII

Pese a su desgano, Micaela simuló entusiasmo y asistió a la fiesta de los Paz, de las familias más encumbradas e influyentes de Buenos Aires, propietaria de un periódico que apoyaba la gestión de su padre. No podía faltar: la señora Paz, miembro de la Junta Directiva del Colón, deseaba honrarla como a la figura más destacada del año.

La animaba la idea de concurrir con Eloy Cáceres, y la noticia de que Nathaniel Harvey también iría le quitó el último vestigio de pereza. Junto a ellos, no la pasaría nada mal, por el contrario, recibiría gustosa las galanterías del señor Cáceres, mientras las bromas del ingeniero inglés complementarían la diversión.

Rafael consintió a su hija, pese a las quejas de su esposa, y llegaron a lo de Paz en la victoria. Micaela disfrutó el paseo, sentada junto a su padre y frente a Eloy; Otilia, sujetándose innecesariamente el sombrero, mostró su peor gesto durante el corto trayecto.

A pesar de calurosa, la noche le agradó por lo estrellada y tranquila, y, a medida que Pascual azuzaba los caballos, una brisa fresca y aromática le acariciaba el rostro y le provocaba ansias de llegar y bailar la velada entera.

¿Por qué tuvo que preguntarse en ese preciso instante, en el cual todo iba tan bien, qué estaría haciendo Carlo Varzi? Se desazonó ostensiblemente, tanto que Eloy lo notó y se inclinó para observarla mejor.

—¿Se siente bien, señorita?

Su padre la miró con preocupación, le tomó la mano y reiteró la pregunta. Otilia la miró de reojo y volvió la vista a la calle. Enojada consigo por no controlar sus recuerdos, minimizó el mohín, aunque los caballeros insistían en aludir a su palidez.

—Será por el calor. El calor siempre me afecta sobremanera —mintió.

Eloy le quitó el abanico a su tía, que dio un respingo, y lo aventó cerca del rostro de Micaela.

—Eso es, hijo —apoyó Rafael—, eso es. Un poco de aire le va a venir muy bien.

Micaela incómoda hasta el sonrojo, repetía en vano que ya era suficiente. Al observar la escena, Otilia cambió la cara y apoyó a su sobrino.

—No podría haber esperado nada mejor de vos, querido Eloy. Te eduqué como a un gentleman y eso es lo que sos —se jactó.

La fila de lujosos coches y modernos automóviles salía del perímetro de la mansión y avanzaba sobre la cuadra. Pasaron no pocos minutos antes de que la victoria de los Urtiaga Four se detuviera bajo el pórtico y sus ocupantes descendieran. Rafael ofreció su brazo a Otilia y lo mismo hizo Eloy con Micaela.

Entraron en el salón, atestado de gente, y la mayoría de las miradas se posó en ellos. Micaela deslumbró con su belleza y elegancia, y su vestido fue blanco de comentarios. Cheia se había esmerado en el peinado, un chignon en la base de la nuca, sostenido por horquillas de perlas, y enmarcado por pequeños bucles. El rostro despejado y apenas maquillado revelaba la perfección de su piel y el rojo de sus labios.

Micaela fisgó de reojo a su acompañante, atildado y circunspecto como siempre, elegante en su jacquet.

—Está hermosa esta noche, señorita —comentó Eloy, y la sorprendió con una mirada y un tono de voz que no eran los habituales; quizá, vislumbró algo de fervor en el conjunto.

La señora Paz les dio la bienvenida, acompañada por elogios dirigidos especialmente a Micaela, a quien no dudó en llamar su invitada de honor. Condujo al grupo dentro del salón de fiestas, réplica de la Salle de Gardes de Versailles, según informó, y añadió detalles acerca de la calidad de los mármoles y de las boiseries de fresno que Micaela no escuchó.

—Por favor, senador Urtiaga Four —indicó la señora Paz—. Mi esposo está con el señor presidente. Ansían conversar con usted. —Y señaló otro extremo de la sala.

Al verlos avanzar, el grupo de hombres se abrió y dio paso a Victorino de la Plaza, un hombre petiso y moreno, que salió al encuentro de Micaela.

—¡Por fin ha llegado la invitada de honor! —exclamó, con sincera alegría, el primer mandatario.

—Jamás consentiría semejante distinción encontrándose en la velada el presidente de la República —contestó Micaela.

Rafael sonrió, ufano de la soltura y del ingenio de su hija. Continuaron los saludos y las presentaciones y, al cabo, el grupo de hombres volvió a cerrarse y dejó atrapados a Rafael y a Eloy; la anfitriona, Otilia y Micaela se vieron forzadas a buscar diversión en otra parte. Obligadas a detenerse a cada paso para saludar, tardaron en llegar a la sala de música donde Moreschi y Mancinelli daban las últimas indicaciones a la orquesta.

—Estoy tan agradecida, maestro —comentó la señora Paz a Moreschi—, de que haya venido un rato antes para ayudar con la organización de la música. A usted también, maestro Mancinelli, le estoy inmensamente agradecida. Es un honor. Verdaderamente un honor. ¡Y la divina Four cantando en mi casa!

Micaela miró hacia el sector donde se encontraba Eloy. Lo halló muy enfrascado en su conversación con el presidente. Rafael lo observaba con semblante satisfecho y el resto de los hombres, con admiración. Por más que Micaela insistió con la mirada, Eloy no volteó una vez.

Poco se cumplió de lo que había previsto: el señor Cáceres habló de política gran parte de la noche, mientras Nathaniel Harvey, en quien había puesto el resto de sus esperanzas, recibió de buen grado las atenciones de Mariana Paz, hija de la anfitriona y única heredera de la fortuna de sus padres. A pesar de estos reveses, Micaela no la pasó mal en absoluto.

—Ahí viene la Pacini —comentó Otilia, desdeñosa—. Es una insolente. Me ha pedido que te la presente.

—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó Micaela.

—No la soporto, es una advenediza —alcanzó a responder antes de saludar a la dama en cuestión—. ¡Regina, querida! —prorrumpió, y extendió sus manos para tomar las de ella—. Te veía aproximarte y no pude dejar de comentarle a Micaela el hermoso vestido que tenés esta noche. ¡Ah, querida! Por fin puedo presentarte a mi hija, Micaela Urtiaga Four. Micaela, la señora Regina Pacini, esposa del señor Marcelo de Alvear.

Micaela y Regina se saludaron con afabilidad y de inmediato se trabó una conversación amena y espontánea. «La Pacini», como la llamaban los porteños, no pertenecía a la clase alta de Buenos Aires, pero un conveniente matrimonio con Marcelo de Alvear, hijo del aristocrático primer intendente de la ciudad capital, don Torcuato, la había llevado a las altas esferas de la sociedad, finiquitando así su carrera de cantante lírica.

Había demasiadas cosas que unían a Micaela y a Regina, por sobre todo el amor a la música y al canto, y habrían conversado la noche entera, olvidándose de la fiesta y de los invitados, si no fuera que, antes de cenar, Micaela fue requerida para interpretar unas arias de Rossini, compositor dilecto de la anfitriona. Moreschi realizó la selección y complació a la señora Paz y al resto de la concurrencia, y, pese a que hacía tiempo que no entonaba esas melodías, Micaela volvió a sorprender por el dominio de su voz, dúctil y extensa. De entre los presentes, Regina la aplaudió con sincera algarabía y la ovacionó sin importarle la continencia del resto.

Y antes de pasar al comedor, Micaela recibió las felicitaciones del presidente De la Plaza, de algunos senadores amigos de su padre y, con especial emoción, de Cáceres que le murmuró, entre serio y risueño, que las dos primeras piezas del baile se las debía a él. Disfrutó el resto de la velada, a pesar de que, durante la comida, debió anular su oído izquierdo para no escuchar a su madrastra, incapaz de comentar otra cosa aparte de la exquisitez de las ostras chilenas, lo soberbio del paté trufado y lo «a punto» del faisán, y aguzar el derecho para deleitarse con las anécdotas de Regina Pacini. Nathaniel, a salvo por un rato de los encantos de Mariana Paz, participó interesado en la conversación, y Eloy, aunque callado, se mantuvo atento con la vista fija, la mayoría de las veces, en ella.

Durante los dos primeros valses, cumplió la palabra empeñada y bailó con Cáceres, que se mostró ansioso y efusivo al comentarle que sus viejos planes de hacerse cargo de la Cancillería volvían a tomar su rumbo.

—¡Cuánto me alegro! —expresó Micaela—. Usted ha trabajado tanto que sería una injusticia que no lo lograra. Además, estoy segura de que no habrá mejor Canciller que usted, señor Cáceres. Dudo que muchos piensen lo contrario.

—A pesar de que la conozco poco, he podido ver que su opinión es raramente concedida. Por lo tanto, lo que acaba de decirme es de mucho valor para mí.

Al llegar a casa y quedar a solas en su dormitorio, por primera vez en mucho tiempo se sintió bien. Había conocido a una nueva amiga, con la cual se encontraría al día siguiente a la hora del té, y a un nuevo amigo, porque Eloy Cáceres, con su actitud más abierta y humana, le había mostrado una faceta de su personalidad que le gustaba muchísimo.

Desde su llegada a Buenos Aires, Micaela sostenía una comunicación epistolar con algunos colegas europeos y, cuando les comentó que deseba regresar porque los echaba de menos, a ellos y a París, no tardaron en responderle que no se aventurara por esas tierras belicosas y que permaneciera donde estaba. Estas sugerencias, sumadas a los comentarios, casi ruegos de Eloy, sepultaron la idea de volver, al menos por un tiempo. Moreschi, más tranquilo con la decisión final de su pupila, se consagró a planificar las actividades líricas del año siguiente, con el apoyo de Mancinelli que ya hablaba de una gira por Sudamérica.

Se aproximaba el final de 1914, y Micaela no concebía que ya se hubiese cumplido un año de la muerte de Marlene; le parecía una centuria. Su hermano se había casado y tenía un hijo. Recordó la noche en que Gastón María llegó herido a casa de su padre, la noche que escuchó hablar del Napo Varzi. También regresó a su mente la primera vez en el Carmesí, y la segunda, y la tercera. Todas guardaban algún secreto. Y la última vez, tan dolorosa y humillante.

Odiaba a Carlo Varzi, lo odiaba con cada fibra de su ser. Lo odiaba por ser el hombre que era y por haber hecho de ella la mujer que era, una mujer triste, melancólica, a la que nada animaba demasiado. Ni en la música encontraba sosiego. Lo odiaba por eso.

Hacía días que no escuchaba de él. Ya no llegaban a casa de su padre los costosos arreglos florales ni las cajas con bombones. Ni una carta, ni siquiera una esquela, nada. Las funciones en el Colón habían terminado y con ellas la oportunidad de tenerlo cerca, en el palco más bajo. Mejor así. Carlo Varzi no tenía nada que ofrecerle, nada bueno, al menos, y ella trocaría su amor en indiferencia, sí, su inmenso amor en un inmenso desinterés. Pero, ¿cómo hacer para no pensar en él a cada instante? ¿Cómo hacer para no sobresaltarse cada vez que llegaba la correspondencia? ¿Para no buscar un pretexto e ir a la parte sur de la ciudad?

Carlo Varzi se había hartado de ella, y no volvería a saber de él. ¡Ya no volvería a saber de él! Imposible. En un tiempo no muy lejano habían vivido una pasión tan intensa que la idea de no volver a verlo le parecía descabellada. ¡No, no era descabellada! Lo mejor que podía sucederle era que Varzi no volviera a cruzarse en su camino.

Dejó a un lado la sensiblería y razonó que, por haber estado en manos de un hombre como él, sin escrúpulos ni principios, todo había terminado convenientemente bien. Al principio, la idea de una extorsión la había sumido en el pánico. ¿Y si la obligaba a regresar bajo la amenaza de contarle todo a la prensa o a su familia? También la atormentaba la posibilidad de que enviara a Mudo y a Cabecita a buscarla y de que la subieran al coche a la fuerza y la llevaran hasta él. Evitaba salir sola, aunque no tenía dudas que ninguna escolta detendría a los matones de Carlo Varzi. ¿Quién les haría frente? ¿Moreschi? ¿Pascualito?

La mayor parte del día padecía estos soliloquios. Le gustaba dormir porque en ese momento no lo tenía en la cabeza, y, si soñaba con él, a la mañana siguiente no lo recordaba. Porque si escribía una carta, cada dos líneas se detenía y pensaba en Varzi; si leía la partitura de una nueva ópera, cada dos notas, su rostro moreno y malicioso la inquietaba; si tocaba el piano lo mismo, y si comía, si caminaba, si se miraba en el espejo, si tomaba un baño, en fin, si respiraba.

Los momentos junto a Eloy resultaban tranquilos, y no pasó mucho hasta darse cuenta de que sus amabilidades y galanterías no tenían otro objetivo que conquistarla.

—Deberías buscarte un pretendiente —sugirió Regina Pacini.

Micaela levantó la vista sobre la taza. A veces, las ocurrencias y los modos de su amiga le recordaban, en parte, a los de Marlene.

—Sos joven, hermosa y talentosa. Debes de tener miles de pretendientes. Deberías decidirte por alguno y casarte —concluyó.

—¿Casarme? —repitió Micaela—. No, casarme me quitaría la libertad que es lo más sagrado que tengo. De seguro, tendría que dejar de cantar y no podría soportarlo.

—Tenés razón, querida. Yo tuve que abandonar mi carrera. Mi esposo y su familia no lo veían con buenos ojos. Pero yo lo amo mucho y lo hice por él —agregó, triunfal—. El día que te enamores no habrá obstáculos para estar con tu hombre.

Esas palabras la conmovieron e hizo un esfuerzo para no inquietarse frente a su amiga.

—Podrías tener un amante —insistió Regina—. Un amante es mejor.

—Ahora entiendo por qué Otilia y sus amiguitas no te quieren —dedujo Micaela—. Sos demasiado liberal y frontal para ellas. Pero a mí me gustas así.

Regina rió con ganas e insistió en la idea del amante.

—¿Y qué pasa con el doctor Cáceres? Se comenta que te arrastra el ala. ¿Es verdad?

—Es muy galante y atento conmigo, pero nada más. Por momentos, es el hombre más encantador y adorable del mundo; por otros, luce a miles de kilómetros y su mirada seria y su gesto me dan miedo.

—No tenés que preocuparte —aseguró la Pacini—. Así son los políticos. Mi esposo es igual. Existen momentos en que podría atropellado una manada de caballos y no se daría por enterado. Pero existen otros en que… ¡Ay, qué romántico es mi Marcelo!

Micaela envidió la dicha de su amiga y ansió encontrar la paz y el sosiego que, a leguas se notaba, Regina vivía en su hogar. Volvió de su momentáneo ensimismamiento cuando la Pacini le recordó el tema de la fundación para ayudar a jóvenes de escasos recursos que deseaban estudiar canto lírico.

De regreso de lo de Alvear, pensó en Carlo todo el camino. ¿Cuánto hacía que no lo veía o sabía de él? Más de dos meses. Había comenzado 1915, y ni una noticia suya. Además de doloroso, le resultaba increíble que todo hubiese terminado. Albergaba el triste presagio de que ya no volvería a sentirse como entre sus brazos. Siguió con sus cavilaciones el resto de la tarde, durante la cena y después, mientras compartía un momento en familia.

La primera en despedirse y dejar fumoir fue Cheia. Al cabo, y ufano por haberle ganado el partido de ajedrez a Cáceres, Rafael deseó las buenas noches y se marchó. De inmediato, Otilia apartó la revista que hojeaba y le preguntó a Nathaniel Harvey si le había mostrado alguna vez la colección de arte de la planta alta.

—¿Nunca se la mostré? ¡Qué descuido, señor Harvey! ¡Qué falta de cortesía! Tengo esculturas y pinturas de los artistas más prestigiosos de Europa. Por favor, venga, ya mismo voy a mostrárselos.

Nathaniel insistió en dejar la visita guiada al museo familiar para otro momento, pero Otilia se obstinó como una niña de cinco años. Rechazarla habría significado una grosería. La educación del inglés pesó más que su desgano, y terminó por aceptar.

—Iremos usted y yo, solos —agregó Otilia, satisfecha—. Mi sobrino conoce la colección de memoria. ¿Para qué aburrirlo nuevamente? Y Micaela sólo encuentra placer en la música. ¿Para qué torturarla sin necesidad? Venga, vamos.

—No me gustaría dejarlo solo, señor Cáceres —dijo Micaela, luego de que Otilia y el inglés salieron—. Pero mañana es un día lleno de compromisos y debo acostarme temprano. —Se puso de pie y Eloy la imitó—. ¿Por qué no acompaña a su amigo y a su tía?

—Por favor, señorita, no se retire aún. Tengo que hablarle.

Eloy se acercó y Micaela lo miró con asombro. Lucía perturbado, un poco pálido.

—Sí, cómo no, señor Cáceres. ¿Nos sentamos?

—Sí, claro.

—¿Desea tomar algo?

—No, gracias. —Eloy acercó la silla al canapé de Micaela—. Verá usted, señorita… Micaela. —Le tomó las manos y ella las notó frías y sudorosas—. Micaela, ya no puedo ocultar mis sentimientos. Hace tiempo que los reprimo, pero ya no quiero hacerlo. Permítame decirle cuánto la admiro y la amo.

Eloy la observaba con anhelo, expectante y temeroso de la respuesta, pero Micaela, aturdida como estaba, no sabía qué decir.

—¿Por qué reprimía sus sentimientos, señor Cáceres? —fue lo que articuló, casi sin pensar.

—Por miedo. Sí, por miedo —repitió, al ver la expresión de ella—. Yo no soy nadie. Usted, en cambio, es la mejor soprano del mundo, aclamada donde quiera que vaya. Usted es hermosa, además de buena, pura y juiciosa. Usted es perfecta, Micaela. —Y le besó las manos con un fervor inusitado—. Usted es la divina Four y yo no sé si tengo derecho. Yo no soy nadie.

—No diga eso, señor Cáceres, por favor. Usted es un excelente hombre. Aspira a la Cancillería de la Nación; no creo que ése sea un puesto para un don nadie. Yo lo admiro y lo respeto. Y aunque lo decepcione, señor, permítame decirle que estoy muy lejos de ser perfecta. Créame.

—¡No, no! ¡Usted sí es perfecta! —aseguró, exaltado—. Yo no me canso de observarla. Todo lo hace bien y con corrección. Es una dama para caminar, para hablar, para comer, para todo. Nada lo hace mal. Canta como los ángeles, además de ser buena persona, de tener una nobleza sin parangón. Usted, Micaela, con su belleza y su don, podría ser soberbia y vanidosa. En cambio, es toda dulzura y bondad. Y yo la amo por ser así. Usted es pura, muy pura. —Y volvió a besarle las manos—. Micaela, adorada Micaela, cásese conmigo. Cásese conmigo y sálveme.

Se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear, llena de dudas. Cáceres no era un chiquillo, sino un hombre de casi cuarenta años. ¿Tanta pasión le inspiraba para provocarle deseos de abandonar su letárgica y cómoda soltería? ¿Tanto la amaba? Había demasiadas cosas de que hablar, cuestiones que resolver, reparos que aclarar.

—No crea que por casarse conmigo perderá su libertad —se apresuró Eloy, pues había malinterpretado el silencio de Micaela—. Podrá seguir con su carrera como hasta ahora.

Ni por un segundo había pensado en su carrera. En realidad, estaba pensado en Carlo Varzi. La puerta se abrió y Nathaniel entró. Al verlos tan próximos y con las manos tomadas, se detuvo en seco y quedó in albis. Se repuso de inmediato e hizo ademán de salir.

—Por favor, señor Harvey —llamó Micaela—, no se vaya. Pase, por favor. De todas formas, yo ya me iba. Mañana tengo un día agotador.

Eloy le echó un vistazo desesperado, pero no musitó.

—Sí, por supuesto —acordó Nathaniel, adusto—. Todos tenemos que trabajar mañana. Mejor nos vamos, Eloy.

Micaela se asomó a la puerta y llamó al mayordomo, que se presento con los sombreros y bastones, y acompañó a los señores a la salida.

Al día siguiente, Micaela bajó a desayunar temprano. Cheia y su padre, sentados a la mesa, conversaban animadamente; Rafael, con el diario en la mano, explicaba una noticia, mientras la nana asentía con gravedad. Al verlos desde la puerta, Micaela pensó en la alegría que les causaría si les contaba acerca de los sentimientos del señor Cáceres y la propuesta de matrimonio; su padre, en especial, se mostraría complacido. Y mamá Cheia, con tal de saber lejos al fantasma de Carlo Varzi, le prestaría su consentimiento sin hesitar.

—¿Qué haces aquí?

Moreschi la sorprendió por detrás y juntos entraron al comedor. Micaela saludó con un beso a su nana y a su padre y tomó asiento.

—¿Te sentís bien, Micaela? —preguntó Cheia—. Tenés ojeras. ¿Dormiste bien, querida?

—No, realmente, no.

Cheia y Moreschi la miraron con compasión. Días atrás habían comentado lo taciturna y callada que la encontraban, y estuvieron de acuerdo en la razón de su tristeza.

—Sí, es cierto, no te ves nada bien —opinó Rafael.

Continuó una retahíla de consejos que la joven recibió de buen grado, con la actitud de quien sabe que nada de lo que le ofrezcan aliviará su pena.

—Hoy salgo para la estancia de Azul —dijo Rafael, a continuación—. Voy a pasar unos días con mi nieto. ¿Por qué no me acompañas, hija? El aire de campo y ver a tu hermano y a tu sobrino te van a sentar muy bien.

Ni Cheia ni Moreschi apoyaron la moción, y Micaela la rechazó de raíz. Los días que siguieron fueron de relativa calma en lo de Urtiaga Four sin el desfile de amigos y conocidos del senador. Otilia, aprovechando la ausencia de su esposo, incrementó sus horas fuera de casa y sólo regresaba para dormir. Cheia había aceptado la invitación y partido junto a Rafael al campo de Azul. Con Moreschi y la música por toda compañía, Micaela ansiaba la agitada vida social del año anterior sólo para no pensar. La calma del verano porteño la exasperaba y la predisponía peor aún.

En ausencia de su padre, Eloy no visitó la casa. En más de una oportunidad, Micaela se sintió tentada a enviarle un mensaje con una invitación a cenar, pero no lo hizo. Después de la conversación que habían sostenido, la idea de volver a verlo la aterraba. Sin embargo, aceptaba que lo echaba de menos. Echaba de menos sus conversaciones, siempre interesantes, su caballerosidad y buena educación, los partidos de ajedrez y la copa que tomaban en el fumoir, en definitiva, echaba de menos a Eloy porque la alejaba de sus penas y le daba paz. Sí, paz. Sus ojos claros eran un remanso y su voz profunda y suave, una melodía que la aletargaba.

Cheia y su padre regresaron de la estancia a mediados de febrero. Pasó una hora, y Micaela aún continuaba escuchando acerca de las gracias y encantos de su sobrino.

—Sin duda, es igualito a mí —aseveró Rafael.

—Discúlpeme, señor —dijo Cheia—, pero no creo que se parezca a usted en un pelo. Es morenito y además tiene esos ojitos achinados y pequeños. Sinceramente, no sé a quién se parece.

Cheia se calló de súbito cuando vio el rostro demudado de Micaela, que se disculpó y salió. La nana la encontró en su dormitorio, llorando. La abrazó y le prodigó palabras de consuelo; le aseguró también que ningún dolor duraba la vida entera.

—Después de que murió mi bebé —continuó la negra—, pensé que nunca volvería a ser feliz, que nunca volvería a sonreír. No pasó mucho y Dios me los puso a ustedes dos en el camino, mis dos angelitos. Y no te voy a negar que, cada tanto, se me asoma una lágrima cuando pienso en mi Miguelito, pero luego escucho tu voz o la de tu hermano llamándome o pidiéndome algo, o cuando me dan un beso o me dicen que me quieren, y ahí tengo mi recompensa, mi alivio a tanto sufrimiento. —Cheia cambió el gesto para decirle—: Tenés que olvidar a ese hombre. El no era bueno para vos. A su lado, solamente ibas a encontrar sufrimiento y humillación.

—Yo quiero olvidarme de él, mamá, te lo juro, pero, ¿cómo hago?

—El tiempo, querida. El tiempo te va a curar las heridas. Y mientras tanto, búscate otro amor, trata de amar a otro hombre. Moreschi siempre me cuenta la cantidad de pretendientes que tenías en Europa. Aquí, en Buenos Aires, yo misma he visto cómo te miran los amigos de tu hermano o los de tu padre. Pero tenés que abrir tu corazón, predisponerte bien. Si te empecinas con ese prostibulero, no vas a ver más allá de tus narices.

Las palabras de Cheia la transportaron al día en que, moribunda, Marlene le había dado su último consejo. «Prométeme algo, Micaela. Prométeme que no te olvidarás de amar. Que buscarás a un hombre a quien quieras con todo el corazón y que te casarás con él. No hay otro modo de ser feliz en este mundo que amando, créeme.»

Micaela llamó a la puerta del estudio de su padre y entró. Al verla, Eloy se puso de pie con presteza.

—Buenas tardes, señor Cáceres. Hacía tiempo que no venía a visitarnos —comentó, con cierta alacridad que desorientó a Eloy—. Parece que solamente la presencia de mi padre lo atrae a esta casa.

—No, en absoluto, señorita. Encuentro agradable la compañía de toda la familia de don Rafael. Lo que sucede es que mi trabajo me ha mantenido más que ocupado estos días.

Micaela captó la impaciencia de su padre; evidentemente, había interrumpido una conversación importante.

—Muy bien, señor Cáceres. No lo entretengo más. Mi padre luce ansioso por continuar su charla. Si me hace el favor, cuando termine con él, lo espero en la sala de música. Quiero hacerle un comentario. —Dio media vuelta y abandonó el despacho, sin percatarse de que dejaba a Eloy en medio de una agitación que supo ocultar a los ojos de Urtiaga Four.

Media hora después, Micaela detuvo la Marcha turca que ejecutaba en el piano y lo invitó a pasar.

—¿Una taza de té? —ofreció a Cáceres, y le indicó el sofá—. Está recién hecho. Cheia acaba de traérmelo.

Eloy agradeció el té y tomó asiento después de Micaela. Por un momento, sólo se escuchó el golpeteo de las cucharas contra la loza, tintineo que casi acaba con la cordura de Cáceres, que intentaba lucir tan incólume y hierático como de costumbre. Micaela, en cambio, estaba tranquila.

—No tuvimos oportunidad de conversar después de lo de la otra noche —empezó la joven, y levantó la vista: Eloy se había congelado, con la taza a medio camino entre su boca y el plato. Ocultó una sonrisa y prosiguió—: Discúlpeme si en aquella oportunidad no le dije nada. Me tomó tan de sorpresa que…

—No, por favor, señorita, no se disculpe. El que debe disculparse soy yo. Todavía no me explico cómo me atreví a importunarla con mis estupideces. Le aseguró que no volverá a suceder y…

—¿Estupideces?

—Le pido que me disculpe. Me dejé llevar por un impulso y lo único que conseguí fue molestarla. No volverá a ocurrir. De ahora en más…

—Señor Cáceres, ¿quiere decir que retiró su propuesta?

Aturrullado, Eloy tartamudeó y debió dejar la taza sobre la bandeja.

—¿Ya no quiere casarse conmigo?

—¡No, claro que no! ¡Digo, claro que quiero casarme con usted! Digo que no retiré mi propuesta matrimonial. Aún sigue en pie. ¿Puedo permitirme pensar que usted la ha considerado y que desea ser mi esposa?

—Sí, acepto ser su esposa.

Eloy saltó del sofá y arrastró a Micaela con él. La rodeó con los brazos y la apretujó contra el pecho.

—Micaela, querida Micaela. No puedo creer que me hayas aceptado. No puedo creerlo. —La separó un poco de sí para preguntarle—: ¿Estás segura? ¿No vas a arrepentirte? Mi situación, me refiero, mi situación económica es muy diferente a la de tu padre. Yo no voy a poder brindarte los lujos a los que estás acostumbrada, pero, te prometo, trataré de complacerte en lo que pueda. Nada te va a faltar y…

Micaela lo acalló apoyándole un dedo sobre los labios y, en puntas de pie, lo besó.

El nombramiento de Eloy como nuevo canciller llegó al poco tiempo y, junto con él, la inminencia de un viaje a Norteamérica. Como de ningún modo se iría sin casarse, el matrimonio se adelantó varios meses, y Micaela no presentó objeción. Tampoco Otilia, pese a saber que los días no le alcanzarían para preparar la boda. Aceptó el cambio de fecha de buen grado, sin chistar. Con tal que su sobrino desposara a la hija del senador Urtiaga Four, ya sabría ella cómo arreglárselas.

Rafael sentía una alegría inefable y Cheia y Moreschi, gran alivio. Gastón María, en cambio, escribió una larga carta a su hermana donde le expresó su desacuerdo y dijo de todo acerca de su futuro cuñado. Después de mucho rogar, Micaela logró convencerlo para que asistiera a la boda, aunque Gioacchina y el niño permanecerían en la estancia, en compañía de la señora Bennet.

Nunca se manifestó tanto como en los días previos a la boda la diferencia de criterio entre madrastra e hijastra. Sin embargo, como Micaela no estaba dispuesta a desperdiciar días enteros en los preparativos de un evento que duraría pocas horas, delegó la organización en Otilia, previa imposición de tres condiciones: la fiesta no superaría los sesenta invitados; no habría anuncios en los periódicos —se mantendría en absoluta reserva—; y la ceremonia religiosa no tendría lugar en la mansión, como se acostumbraba entre los de la clase alta, sino en la Iglesia de la Merced, donde se habían casado su padre y su madre.

—¡En la Merced! —se escandalizó Otilia—. Pero si queda en la peor zona de la ciudad. ¡Qué espanto! ¡Qué dirán nuestras amistades!

Micaela intentó mantener la calma y explicarle sus motivos.

—Después de todo —acotó Otilia, sarcástica—, el hecho de que tu padre y tu madre se hayan casado en ese lugar no es de buen agüero si tenemos en cuenta la forma en que terminó ese matrimonio.

El comentario, inopinado y cruel, la dejó sin habla y, hasta que Otilia abandonó la habitación, no pensó ni dijo nada. Sólo consiguió asombrarse por lo distinto que era Eloy de la mujer que lo había criado; esta idea desembocó en otra: lo poco que conocía al hombre con el que se casaría, y, aunque se angustió la tarde entera, al llegar Eloy a la hora de la cena, su sonrisa y su mirada le devolvieron el buen ánimo.

A Micaela le habría gustado que Eloy la invitara a los Estados Unidos, pero como no se lo proponía y la fecha se aproximaba, decidió pedírselo.

—Me encantaría llevarte conmigo, querida, pero es imposible. ¡Oh, Micaela, no te pongas triste, te lo suplico! Sé que sos muy comprensiva, y quizá estoy abusando. No me cabe la menor duda de que ninguna mujer aceptaría que su esposo partiese de viaje el día después de la boda, pero ésta es una misión muy importante para mi carrera. Me atrevería a decir que es decisiva. Con la guerra en Europa y las presiones que recibe la Argentina para abandonar su neutralidad, las conversaciones con los norteamericanos son importantísimas. No tendré tiempo para nada más y no quiero descuidarte. Por lo menos, aquí estás con tus familiares. En Washington, estarías sola el día entero. Cuando regrese, te prometo, tendremos nuestra luna de miel.

El día de la boda, la familia Urtiaga Four madrugó. La ceremonia se celebraría cerca del mediodía y restaban algunos detalles. Cheia entró en el dormitorio de Micaela y, muy alterada, la obligó a levantarse, la ayudó con el vestido y la atosigó con recomendaciones. Micaela sonrió: por lo visto, sólo ella mantenía la calma. Rafael estaba emocionado; Otilia, insoportable; Gastón María, que había llegado de Azul la noche anterior, insistía en su malhumor, en completo desacuerdo con la elección de Micaela. La joven no concebía tanto descaro por parte de su hermano y se preguntaba con qué autoridad juzgaba a un hombre como Eloy, trabajador, culto y educado.

Al entrar en la iglesia del brazo de su padre, y encontrarse con la mirada y el gesto feliz de su prometido, Micaela se convenció de que hacía lo correcto. No amaba a Eloy Cáceres, pero lo respetaba y le tenía gran afecto, y, con la convicción de que con el tiempo llegaría a quererlo, juró frente al altar serle fiel.

Los invitados y los curiosos se congregaron a la salida para felicitar a los recién casados. Caras conocidas y desconocidas los circundaban; Micaela repetía «gracias, gracias» a cualquiera que se le acercaba. Eloy, más dueño de sí, incluso conversaba con quienes lo saludaban. En medio de la confusión, a Micaela le pareció escuchar que alguien gritaba su nombre. Marlene. El grito se repitió, y Micaela pugnó entre el gentío para ubicar de dónde provenía.

—¡Marlene! ¡Maldita seas, Marlene!

En medio del atrio, desmelenado y desastrado, con una botella en la mano y el chambergo en otra, Carlo Varzi continuó maldiciéndola.

—¡Saquen a ese tipejo de aquí! —ordenó Otilia, abochornada—. ¡Te advertí, Micaela! Este es un barrio de gentuza. Sabía que algo así podía ocurrir, por eso insistí en que la ceremonia se celebrase en casa.

La mujer prosiguió, pero Micaela no la escuchaba. A punto de perder la compostura, buscó a su hermano entre los invitados y se tranquilizó a medias al ver que Gastón María avanzaba en dirección al cafishio. Mudo y Cabecita aparecieron de algún lado y, entre los tres, lo llevaron hacia la calle. En unos segundos, la imagen de Varzi se perdió y su voz se acalló. Micaela no recordaba haber experimentado en su vida mayor agonía.

—¿Qué haces aquí. Varzi? —preguntó Gastón María, al encontrarse a salvo de las miradas curiosas—. ¿Acaso te volviste loco? ¿Qué mierda haces acá? ¡Apestas a alcohol!

Carlo, completamente ebrio, trató de asirlo por las solapas, pero trastabilló, y sus matones lo sostuvieron.

—Vamos, Carlo —dijo Cabecita.

—¡No! —repuso él, enfurecido—. ¡Sos un imbécil, Urtiaga Four! ¿Por qué mierda no me avisaste antes?

—¿Avisarte? —replicó Gastón, desorientado—. Si llegué anoche, ¿cuándo querías que te avisara? Esta mañana te mandé una nota con Pascualito. Además, te aclaré que venía solo al casamiento de mi hermana y que Gioacchina…

—¡No, imbécil! ¿Por qué no me avisaste de Marlene?

—¿De Marlene? ¿Qué Marlene?

—De Marlene, mi Marlene. ¿Por qué no me avisaste que se…

—¡Bueno, basta! —tronó Mudo, y lo acalló de inmediato.

Gastón María quedó perplejo al escucharlo hablar y olvidó por un instante el desquicio de Varzi, instante que el matón aprovechó para arrastrar a su jefe hasta el automóvil y arrojarlo dentro.

Cuando Gastón María regresó al atrio, la mayoría de la gente había partido hacia la mansión, y Micaela y su esposo saludaban a los últimos invitados. Sus miradas se encontraron, y Gastón María descubrió tal turbación en su hermana que se acercó aprisa.

—¿Qué pasó? ¿Qué quería ese hombre?

—Nada, Mica, nada. Quédate tranquila. Un pobre borracho llamando a no sé quién. Ya se fue, no te preocupes. No va a volver a molestar.

Carlo se echó abundante agua al rostro y se secó con brutalidad. Arrojó la toalla al piso y golpeó la pared con el puño. Tuli le alcanzó una taza de café, que Varzi bebió de mala gana.

—¡Ay, Napo, qué desgracia! —exclamó Tuli, histriónico como de costumbre, y Carlo lo miró sobre el borde de la taza—. ¡Pero me imagino lo hermosa que debe de haber estado Marlene! Estaba hermosa, ¿no es cierto, Napo? ¿Cómo era el vestido de novia?

—¡Raja de acá antes de que te mate! —vociferó Carlo, y el otro desapareció.

Lanzó un resuello: en la habitación contigua lo esperaban Cabecita y Mudo para rendirle cuentas.

—¿Tienen algo que decir antes de que los pase a los dos por el cuchillo?

Avanzó lentamente hacia sus matones, con mirada aviesa que hizo estremecer inclusive a Mudo.

—Yo te puedo explicar, Napo —balbuceó Cabecita.

—¿Qué mierda me vas a explicar? ¿Que son un par de inútiles? ¿Que les pago para que se rasquen las pelotas? ¿Me quieren decir qué carajo hicieron todo este tiempo que no se enteraron de que Marlene se iba a casar con el infeliz de Cáceres?

—Nosotros estuvimos al pie del cañón, como siempre —se defendió Cabecita—. La seguíamos a todas partes, pero no nos dimos cuenta de nada. Me parece que querían que nadie se enterara. Ni en los diarios salió el aviso del casorio.

—¡No puede ser! —afirmó Carlo—. ¡No puede ser que no se hayan enterado de que Marlene y ese cretino se iban a casar! ¡Carajo! ¡Carajo y mil veces carajo!

Sobrevino un silencio en el cual sólo se escuchaba la respiración agitada de Varzi.

—¿Y la sierva esa, la tal Carmencita? ¿No era que si le tiraban unas viyuyas la mina soltaba prenda? ¿Qué mierda pasó con ella?

—Hace tiempo que la echaron de lo de Urtiaga Four. Parece que quedó embarazada…

—¡No me importa lo que le pasó! —Y preguntó, con mordacidad—: ¿No había otra para sobornar? ¿La mina esa era la única sirvienta de semejante mansión?

—No, claro que no —respondió Cabecita—. Lo que pasa es que, últimamente, era difícil meterse en el jardín o hablar con las siervas. La negra Cheia, la que es ama de llaves, nos tenía rejunados. Una vez nos mandó decir con Pascualito que si no nos mandábamos a mudar, iba a llamar a la cana.

—Ya no voy a hablar más de lo inútiles que fueron —retomó Varzi, en un tono más bajo, aunque igualmente duro—. Ya está. De ahora en más van a cumplir mis órdenes a rajatabla, si no vayan buscando laburo en otra parte. Quiero que sigan a Marlene adonde vaya, que sepan qué hace, qué come, cuándo duerme, cuándo sale, cuándo entra, todo, absolutamente todo. No voy a tolerar excusas.

Varzi les indicó la salida y Cabecita dejó la habitación. Mudo, por su parte, simuló impavidez. No obstante los años que llevaban juntos y que en incontables ocasiones habían compartido situaciones de riesgo, no recordaba a Carlo en ese estado, completamente fuera de control, desorientado, y lo peor, entristecido.

—Napo —suplicó Mudo, hastiado de una persecución que, a su criterio, llevaría a su jefe a la perdición—. ¿Por qué no te resignas? ¿No te das cuenta de que esa mina no pertenece a nuestro mundo? ¿Qué pretendes siguiéndola a todos lados? Ella se casó con Eloy Cáceres. —Y acotó, con ironía—: el Canciller de la República. Marlene no iba a elegir menos para casarse. Ella es de la jailaife y ahí se va a quedar. Así son éstas.

—Escúchame bien, Mudo. Marlene es mi mujer. Mi mujer. De nadie más. Si querés trabajar para mí, vas a tener que digerir esta idea. Si no la entendés, te podes ir. Marlene es mía y nadie, ni siquiera ella misma, nos va a separar. ¿Capito?

Mudo asintió, y Carlo le indicó que se marchara.