Capítulo XV

A la mañana siguiente y con el objeto de comentar los pormenores de la velada, la familia se reunió a desayunar, incluso Otilia, que acostumbraba hacerlo en su recámara. Ansiosa como una adolescente, sólo quería hablar del inminente nombramiento de Eloy. El espectáculo rutilante de Micaela no significaba nada en comparación con lo de su sobrino. A poco, había hartado con su parrafada y, aunque la mayoría hacía esfuerzos por contestarle y dirigirle uno que otro comentario, Gastón María se dedicó a tomarle el pelo y hacerle burlas.

—No creas que no me doy cuenta de que estás escorchándome —le previno Otilia—. Lo que pasa —continuó—, es que te morís de la envidia porque mi sobrino es tanto y vos tan poco.

Gastón María soltó una carcajada y le dijo cosas aun menos apropiadas. Micaela miró a su padre, que mantenía esa actitud indolente que lo caracterizaba cuando el tema atañía a su hijo o a su esposa, y le pidió su intervención con un gesto. Rafael puso fin a la discusión y, para desviar tensiones, le preguntó algo a Cheia. Micaela, por su parte, agradeció que Moreschi no estuviese en la casa esa mañana: tanto su hermano como su madrastra la habrían avergonzado terriblemente.

—La fiesta fue todo un éxito, ¿no, hija? —preguntó Rafael, y dio pie para volver al tema.

—La hija del juez Mario de Montefeltro no dejó de mirarte en toda la noche, Gastón María —contraatacó Otilia—. Anita de Montefeltro sería una esposa estupenda para vos.

—Sí —ratificó su padre—. Creo que ya sería bueno que tomaras el toro por las astas y encaminaras tu vida.

Gastón María comenzó con su acostumbrada jarana hasta que Micaela lo interrumpió.

—Papá tiene razón, Gastón María. Ya te divertiste lo suficiente. Ahora es tiempo de que sientes cabeza. ¿O cuál es tu idea de futuro?

El joven, atacado por los cuatro flancos, buscó apoyo en mamá Cheia.

—No la mires a mamá —ordenó Micaela—. Por más que te mime y te malcríe, ella sabe mejor que nadie que tu vida no puede seguir así.

—¡Dejen de molestar! —bramó, y se puso de pie—. Yo nunca me voy a casar. ¡Nunca! ¿Entendieron? —Y salió del comedor hecho una furia.

Mamá Cheia intentó seguirlo, pero Micaela la tomó por el brazo y la obligó a sentarse.

—No, mamá —dijo—. Es hora de que Gastón María deje de jugar como lo está haciendo. Mucha gente sufre por su culpa.

Dejó la mesa y subió a su recámara preocupada y disgustada. Gastón María era un tarambana; aunque le doliera, tenía que admitirlo. Su desparpajo ya no resultaba gracioso; su irresponsabilidad afectaba y dañaba a los que lo querían. Lo adoraba, pero estaba perdiendo la paciencia.

Sentía agobio, y Varzi representaba su mayor pesar, no sólo por ser el proxeneta que la tenía atrapada, sino por su enigmático proceder. Desde aquella conversación con Moreschi, para Micaela había quedado claro que los problemas de Gastón María con Carlo Varzi excedían el dinero.

Esa noche tenía función en el Carmesí y, pese a ser temprano, se preparó y salió sin mayores inconvenientes: su padre trabajaba en el Senado, Otilia, como siempre, en Harrod’s, tomando el té o viendo un desfile de modas, y Gastón María, con sus amigotes.

Pascualito se sorprendió de que su patrona deseara ir tan temprano al burdel, pero no comentó nada y preparó el automóvil. Llegaron pasadas las cinco. El lugar le resultó increíblemente familiar y Micaela sonrió al evocar el espanto que le había causado la primera vez. No halló a nadie en la planta baja, tampoco en el camerino. Decidió ponerse cómoda y eligió uno de los vestidos que Tuli tenía apartado para ella. Alguien entró, y reconoció las voces de Edelmira y Tuli.

—Esa chica se va a enfermar si sigue así —aseguró la mujer.

—¡Pobre Polaquita! Se va a morir de amor —suspiró Tuli.

—¡Pero qué carajo, esta Milonguita! Venir a enamorarse del copetudo ese del Urtiaga Four.

—El Napo se la tiene jurada al jailaife ese —agregó Tuli—. Lo va a destripar ha dicho. Yo no sé qué espera.

—Che, Tuli —empezó Edelmira, en tono confidencial—. Vos que sabes todo, a vos que nada se te escapa, vamos, contame, che. ¿Por qué el Napo se la tiene jurada al bienudo?

—Me mata Cabecita si te digo.

—Dale, Tulito hermoso…

—No vengas a hacerme cosquillas vos…

—Dale, no me dejes con las ganas —insistió la mujer—. Soy una tumba. ¡Por ésta! —y se hizo la cruz sobre los labios.

—Si llegas a abrir la jeta, te la parto —amenazó Tuli—. Lo que pasa con Urtiaga Four es bastante grave. El muy hijo de puta dejó embarazada a la protegida del Napo y no quiere casarse con ella.

Micaela sintió un temblor en el cuerpo.

—¿El Napo tiene una protegida? ¿Quién es? ¿Una amante? —preguntó Edelmira.

—¡Con esa mente podrida que tenes, para vos todas son amantes! No, no es su amante. Es una chica, jovencita, muy jovencita, que el Napo cuida como si fuera de oro. La tiene en una cajita de cristal. Y este guacho de Urtiaga Four viene y se la mancilla.

Micaela se sentó en el suelo y se cubrió la cara con las manos.

—Pero esto no es lo peor —continuó Tuli, y Micaela se puso en guardia—. Lo peor de lo peor es lo que el jailaife hizo después de que se enteró que la papirusa le iba a dar un hijo. Pero no puedo contártelo.

Edelmira le rogó en vano. Micaela esperó tras el biombo a que dejaran el camerino. Tenía el ánimo descompuesto y la respiración fatigosa. «¡Señor Varzi!», pensó, «¡Este era su gran misterio!».

—Tengo que hablar con el señor Varzi —se dijo—. Tengo que hacerlo —repitió, decidida.

Terminó de abrocharse el vestido y salió como loca del camerino.

—¡Señor Varzi! —gritó en el corredor—. ¡Señor Varzi!

Edelmira y Tuli aparecieron e intentaron calmarla. Micaela, fuera de sí, no los miraba ni les respondía; continuaba llamándolo, temerosa de que no estuviese en el burdel.

—¡Señor Varzi! ¿Dónde está el señor Varzi?

Carlo reconoció la voz desde la planta baja y subió los escalones de dos en dos.

—¡Señor Varzi! —exclamó Micaela al verlo; se le abalanzó y lo tomó por las solapas—. ¡Señor Varzi! ¿Por qué no me dijo la verdad? ¿Por qué? ¿Por qué?

Carlo paseó su mirada atónita de Tuli a Edelmira en busca de una explicación. Ambos se sacudieron de hombros y le devolvieron un gesto de confusión. Carlo tomó a Micaela, desfallecida para ese momento, y la guió hasta su oficina. La ayudó a sentarse y se dispuso a servirle una copa.

—¡No me dé nada! —prorrumpió—. ¡No quiero tomar esa cosa horrible! Dígame, por favor, y no me mienta más, qué es todo este asunto de su protegida y de mi hermano. ¿Es cierto que mi hermano la embarazó y que no quiere casarse con ella? ¿Qué otra cosa peor le ha hecho? ¡Quiero saber! ¡Ay, Gastón, qué bajo has caído! —se cubrió el rostro y empezó a llorar.

Varzi quedó sin palabras, con la mente en blanco. Recobrada en parte, Micaela insistió con firmeza que quería conocer la verdad. Carlo se dirigió al escritorio, tomó una fotografía del cajón y se la entregó. Había una joven, de unos dieciséis o diecisiete años, muy bonita.

—Esa fotografía es un poco vieja —comentó Carlo—. La miro tanto que la ajé toda.

Al ver que Varzi no proseguía, Micaela se animó y lo interrogó.

—Es una niña muy hermosa. ¿Es su protegida?

—No, no es mi protegida, es mi hermana Gioacchina. Mi querida y adorada Gioacchina.

Micaela quitó los ojos del retrato y lo contempló sin reservas. ¿Era ese hombre el mismo que ella conocía, el malevo bruto y despiadado? Sí, lo era. Sus ojos negros y su rostro hermoso permanecían inmutables; en cambio, se le había suavizado la voz, y sus movimientos, avizores y rápidos, parecían aletargados. Lucía triste.

—¿Su hermana, señor Varzi?

—Ahí tiene dieciséis años. Hace poco cumplió los veintiuno. Pero sigue tan linda y angelical como en esa fotografía. Igual a mi madre.

¿Madre? ¿Hermana? Después de todo, Carlo Varzi era un ser humano y, en apariencia, con sentimientos nobles.

—Por favor, señor Varzi, no me tenga sobre ascuas. Quiero saber, necesito saber, qué circunstancias unieron la vida de mi hermano con la de esta joven.

—Por razones que no voy a explicarle, mi hermana piensa que estoy muerto. Ella vive en una casa decente con una mujer honorable que se encarga de su educación y cuidado. La señora Bennet es una institutriz inglesa de las mejores y, ayudada por la buena disposición y la naturaleza dócil de Gioacchina, ha hecho de ella una dama de sociedad tan distinguida como usted, se lo aseguro. Gracias a mis conexiones con las altas esferas, mi hermana accede a los mismos círculos sociales donde se mueve su familia.

—¿Gioacchina Varzi? No, no recuerdo a nadie…

—Gioacchina Portineri.

De todos modos, Micaela no reconoció el nombre.

—Ella lleva el apellido de nuestra madre.

—¿De su madre?

—Su hermano enloqueció por ella y no dejó de perseguirla. Es bonita, dulce y culta. Es mi tesoro más grande, lo único puro y hermoso que tengo en la vida. Y Urtiaga Four la tomó como si… —Cerró el puño y una contracción le endureció el rostro—. La desgració y la dejó embarazada. Por más que lo amenacé de mil maneras, su hermano nunca accedió a cumplir con ella y…

—Señor Varzi —lo detuvo Micaela—, me deja pasmada. No sé qué decir. Hay muchas cosas que no entiendo y otras que me gustaría saber. Pero antes de seguir, quiero prometerle que haré lo imposible para que mi hermano asuma su responsabilidad.

Varzi asintió, con poco entusiasmo.

—¿Dónde está su hermana? ¿Su salud es buena?

—Por su estado, mi hermana debió salir de la ciudad junto a la señora Bennet. Hasta la última noticia que recibí, de salud se encuentra perfectamente, aunque, de ánimo, no puedo decir lo mismo.

Micaela se apiadó de la joven, que tenía que ocultarse, escapar de su casa, de sus amigos y afectos, avergonzada y humillada, todo por culpa del irresponsable de Gastón María. Pasaban los segundos y la ira de Micaela aumentaba.

—Tengo entendido que la mala acción de mi hermano no termina aquí. ¿Hay algo más que deba saber?

—Su hermano intentó forzarla a terminar con el embarazo. Trató de sacarla a la rastra de la casa para llevarla con una curandera. Si no fuese por la señora Bennet no sé qué habría sucedido.

—¡Oh, Dios mío! ¿Puede ser cierto?

—Entiendo que no crea en la palabra de un hombre como yo —dijo Varzi, ostensiblemente ofendido.

Micaela se apresuró a aclararle que le creía, sólo que le resultaba una verdad tan dolorosa que deseaba que no fuese cierta.

—Yo soy el primero en desearlo, señorita Urtiaga Four, pero es la triste realidad. Mi hermana Gioacchina está esperando un hijo de su hermano y él se ha comportado como el peor de los rufianes.

Micaela y Carlo se miraron largamente; había tantas cosas que aclarar, tantas verdades que exigir. A esa altura, ninguno de los dos tenía claro si quería echar luz sobre las sórdidas cuestiones que los habían mantenido unidos todo ese tiempo.

—Debo irme. —Micaela se puso de pie repentinamente—. Hay algo que quiero hacer y no puede esperar.

—¿Va a volver?

—Sí, señor Varzi. Usted y yo tenemos un trato, y pienso cumplirlo.

Micaela entró en la casa de su padre hecha una furia. Rubén, el mayordomo, se sobresaltó cuando la joven patrona le preguntó, muy exaltada, dónde se encontraba Gastón María.

—En el salón de los escudos, jugando al billar con unos amigos.

—¡Micaela! —exclamó Gastón María al verla—. ¡Qué suerte que llegaste! Estos amigos míos quieren conocerte.

—Señores, por favor —dijo—, permítanme quedarme a solas con mi hermano. Tengo algo urgente que hablar con él.

Se miraron entre sí, confundidos, dejaron los tacos sobre la mesa y salieron.

—¡Te volviste loca! —gritó Gastón María.

—No seas grosero. No me hables así.

—Está bien. ¿Qué pasa? ¿Qué tenés que decirme?

—Gioacchina Portineri, eso tengo que decirte.

El efecto del nombre fue inmediato: Gastón María palideció.

—Ya sé todo lo que hay que saber respecto del tema. ¿Tenés algo para decir en tu defensa? Y no inventes cosas, no me mientas. Te conozco mejor que nadie y sabría si me estás mintiendo. Por favor, con la poca hombría que tenés…

—¡Cómo te atreves a decir que tengo poca hombría! —se enfureció Gastón María.

—¡Ah, el señorito tiene el tupé de ofenderse! ¿Cómo llamas a esto? Dejar embarazada a una chica inocente, abandonarla, no casarse con ella y, para rematarla, obligarla a que se haga un aborto. Yo tengo muchos calificativos, y te aseguro que ninguno halagüeño. ¿Vos cómo lo llamarías? ¿Tener hombría? Si es así, querido hermano, lo que sí tenés es bastante trastocados los principios.

—¡No seas sarcástica! ¿Querés?

Micaela pensó que la discusión podría seguir por ese rumbo indeterminado e infructuoso durante horas, sin lograr nada. Había que rectificar el tenor de la conversación.

—Mira, Gastón María, yo no quiero ser juez en este lío. Solamente quiero ayudarte a buscar la mejor solución.

Pero Gastón María seguía molesto y no cejaba en sus impertinencias. De mal modo, le inquirió cómo se había enterado del asunto; Micaela se negó a responder, y, pacientemente, soportó sus atrevimientos, que le resultaron los de un joven de quince años y no los de un hombre de veintitrés a punto de ser padre. Gastón María puso en tela de juicio la paternidad del niño. Micaela le pidió que fuese sincero y que, por un momento, dejara de lado sus bajezas. Avergonzado, Gastón María no insistió, y la actitud tranquila de su hermana lo obligó a aplacarse. Tomaron asiento y conversaron largo y tendido, y, aunque Micaela estaba indignada por la desvergüenza de su hermano, mantuvo la calma. Lo escuchó con atención y le habló con firmeza, se cuidó de no mencionar a Varzi y tuvo que hacer esfuerzos para no estropear la coherencia de su relato.

Luego de la charla, Micaela sacó en claro que Gastón María estaba muy confundido y desorientado. Sin principios ni moral, había tirado su vida por la borda, a pesar de contar con los medios para acceder a cualquier situación provechosa. No estudiaba, no trabajaba, y vivía de la renta de su padre. Juergas, alcohol y otros vicios ocupaban sus días. Después de todo, en medio de semejante desquicio, resultaba admirable que no hubiese terminado peor mucho antes.

—Me avergüenzo de vos, Gastón María —retomó Micaela—. Lo que hiciste con la señorita Portineri no tiene nombre. Tengo entendido que es una joven buena y educada. Me pregunto por qué te ensañaste con ella. Estoy segura de que no te faltan mujeres que te satisfagan, mujeres de la mala vida que valgan tanto como vos. Si algo te queda de esa hombría que decís tener, busca en tu conciencia la solución. Hasta tanto no resuelvas honorablemente la situación de esa pobre chica, no voy a volver a dirigirte la palabra.

Después de la discusión con su hermano y de regreso al Carmesí, a Micaela le dolía la cabeza. Un agotamiento en todo el cuerpo la obligó a reclinarse sobre el asiento, y se quedó dormida. Pascualito la despertó al llegar, y bajó del automóvil a los tumbos. Se acomodó un poco el peinado y entró en el burdel. Era tarde y había mucha clientela. Pasó desapercibida, aunque hubo alguien que dio un respingo en su mesa y la siguió ávidamente con la mirada.

En el desorden del camerino, no hallaba la ropa, ni el maquillaje, ni la peluca. Apareció Tuli y, con eficiencia, la ayudó a cambiarse. La puerta se abrió de golpe y provocó un estruendo. Una figura colosal se proyectó bajo el dintel y, a causa de la luz tenue, hasta que no avanzó unos pasos, Micaela no advirtió que se trataba de su tío Raúl Miguens.

—¡Tío Raúl! —exclamó horrorizada.

Tuli, confundido, le indicó que no se podía entrar e intentó tomarlo por el brazo, pero Miguens, quizá más corpulento que Mudo, lo quitó del medio.

—¡Qué sorpresa más grata, querida sobrina! ¡Sabía que eras vos! Esos ojos, esa boca, esa forma de mover las caderas son sólo tuyos. ¡Pero qué cosa! Anoche, en la fiesta, eras una cantante de ópera; hoy, una puta.

—¡Tío, por favor! —suplicó Micaela—. Yo puedo explicarle…

—¡No, qué va! No me expliques nada. Me calentás más ahora que sos una puta. Ya estoy imaginándome las cosas que voy a hacerte en la cama.

—¡Qué dice, desgraciado! —reaccionó—. ¡Depravado! ¡Asqueroso! ¿No se da cuenta de que está hablando con su sobrina?

—Es lo que más me gusta, que seas mi sobrina. —Y se arrojó sobre ella.

La apretó contra su cuerpo, la levantó en el aire y le estampó un beso en el pecho. Micaela gritó y bramó sin esperanzas de que la escucharan. La música del salón y los gemidos y jadeos del corredor le jugaban en contra. Pataleó e intentó morderlo, pero fue en vano; la fuerza de su tío resultaba inconmensurable frente a la de ella.

La tumbó en el suelo bruscamente. Acuclillado a su lado, la sujetó por el cuello, mientras luchaba para deshacerse del cinto y de la cremallera. Micaela se sacudía y le asestaba golpes. Al fin y cuando pudo con el pantalón y los calzoncillos, su tío se le tiró encima, asfixiándola, aplastándola. Ella quedó inerme bajo semejante peso y sólo le quedó pedir socorro. No le costó mucho a Raúl Miguens deshacerse del vestido y convertirlo en jirones. Le pasó la lengua por los pechos, el cuello, la boca y la besó desaforadamente.

Tuli se levantó muy abombado, pero al ver el espectáculo que tenía enfrente, pareció reponerse de inmediato y salió en busca de ayuda. Corrió a la oficina de Carlo y lo encontró meditabundo en su escritorio.

—¡Napo, vení! —irrumpió—. ¡Miguens está violando a Marlene!

Varzi salió propulsado de la habitación con Tuli por detrás. Cerca de la zona del camerino, escucharon con claridad los gritos desgarradores de la joven y, al llegar, vieron que Miguens le propinaba una bofetada de revés.

Carlo lo tomó por la espalda y se lo quitó de encima con facilidad. Micaela quedó tirada en el suelo, desmayada. Tuli se arrojó a su lado y la arrastró para alejarla de la pelea. Le acercó una botella con perfume que la despabiló, aunque siguió allí tendida junto a él, arrinconados e imposibilitados de escapar sin riesgo de salir lastimados.

Forcejearon hasta que Carlo, de un empujón, tiró de espaldas a Miguens, que se incorporó furibundo y volvió a arremeter.

—¡Te voy a matar! —dijo, y sacó un cuchillo.

Se aproximó amenazante, con el cuerpo agazapado, cortando el aire con el arma. Varzi, inerme, sólo contaba con su destreza para capear los cuchillazos que le lanzaba el adversario. Movía el cuerpo hacia uno y otro costado, mientras buscaba a su alrededor con qué defenderse. Retrocedió hasta el tocador, tomó un par de tijeras y se lanzó a la pelea. Ambos demostraban maestría en la lucha y, aunque Raúl Miguens era más corpulento, Carlo resultaba más ágil y no menos fuerte.

Micaela soltó un alarido cuando su tío hirió a Carlo en el brazo, que apenas hizo un gesto de dolor y continuó. Miguens, en ventaja, lo tomó con rudeza y le apretó la herida; Varzi rugió como una fiera e intentó clavarle las tijeras en el pecho. Se produjo un confuso enredo de cuerpos que Micaela y Tuli seguían con ojos desorbitados sin distinguir quién llevaba la delantera.

En un segundo pasó todo: Carlo hundió varias veces las tijeras en el vientre de Miguens y la sangre coloreó su camisa blanca rápidamente. El cuchillo se le resbaló de las manos y, a poco, cayó exánime. Micaela volvió a desmayarse.

Volvió en sí en una cama que no era la suya. Una luz lánguida le permitía ver a duras penas que había alguien sentado a su lado.

—No se asuste, señorita —dijo la persona—. No, por favor, no se levante —le pidió, al tiempo que encendía otra lámpara.

Micaela vio con claridad a una mujer de unos cincuenta y cinco años, blanca, regordeta, de ojos celestes, de aspecto y tonada inconfundiblemente germánicos. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? ¿Cómo había llegado hasta ahí? Su angustia fue manifiesta.

—No se altere, querida, ahora está a salvo, en casa del señor Varzi.

—¿A salvo? —preguntó, mordaz—. ¿Cómo puedo estar a salvo en casa de un delincuente?

El rostro pálido de la señora se tiñó de rojo, la mirada se le endureció y su voz perdió la dulzura al decir:

—No le permito. Carlo no es ningún delincuente. —Y se puso de pie.

Micaela trató de refutarla, pero la mujer estaba decidida a seguir.

—La vida llevó a Carlo a donde está. Si tiene faltas, son hijas de las circunstancias y no porque sea naturalmente inclinado al mal. No debería juzgarlo tan duramente sin conocer sus desventuras y pesares. Es un buen hombre, que ha sufrido lo que nadie.

Ese panegírico la dejó muda. Miró a la defensora de Varzi con asombro, convencida de que se trataba de una persona de aspecto decente. Vestía con sobriedad y su forma de expresarse y de moverse eran las de una señora. Intentó preguntarle de dónde conocía a Varzi y si realmente lo conocía, pero no pudo: la puerta se abrió en ese momento y Carlo entró. Se paseaba enojado de un lado a otro, sin levantar la vista. Micaela se percató de que ya le habían vendado el brazo y de que todavía llevaba la camisa manchada con sangre.

—Frida —dijo de pronto a la mujer—, déjanos solos, por favor.

—Sí, Carlo, por supuesto.

Frida dejó la habitación sin despedirse. Varzi aguardó a que cerrara la puerta para mirar a Micaela por primera vez.

—¿Llegué a tiempo? —preguntó de mal modo.

Micaela asintió, incapaz de hablar ahora que las imágenes se repetían en su cabeza.

—¡Miguens, reventado, mal parido! —insultó Varzi.

—¿Qué pasó con él?

—¿Que qué pasó con él? Usted vio lo que pasó con él. ¡Está muerto! Iba a violarla, a tomarla por la fuerza y yo lo maté. Soy un asesino. ¡Qué más da si yo para usted siempre fui una basura! Algo que se rechaza, que da asco.

Micaela se inmutó, confundida por semejante desplante.

—¡Ganó, señorita Micaela Urtiaga Four! ¡Usted me ganó! Ya no quiero volver a verla. No vuelva a cantar en mis humillantes burdeles ni a exponerse en medio de putas y compadritos. ¡Se acabó! ¡Usted ganó! ¡Basta!

—Pero, señor Varzi, ¿y mi hermano…?

—¡Se acabó! ¡Basta!

Dio media vuelta y salió dando un portazo. Micaela se quedó un momento recostada, sin saber qué hacer. Se levantó dispuesta a abandonar ese lugar cuanto antes. Al ponerse de pie, la asaltó un mareo, y una puntada en la mandíbula le recordó el sopapo de Miguens. ¡Raúl Miguens, su tío, el esposo de la hermana de su padre, muerto! Ahogó un gemido y se apoyó contra la pared.

Mudo llamó a la puerta y entró.

Usté sí que se salvó esta noche, señorita —dijo, sin pensar precisamente en Miguens.

La tomó del brazo y le indicó con la cabeza que lo acompañara. Micaela, más desconcertada por escucharlo hablar que por lo que le había dicho, no atinó a nada. Se quedó mirándolo hasta que la obligó a avanzar. Mudo conducía, Cabecita iba sentado a su lado; Micaela, en el asiento de atrás, cerró los ojos para contener las lágrimas.

—Se durmió —aseguró Cabecita, y al escuchar que la pensaban dormida, continuó fingiendo—. ¡Qué hijo de mil puta ese Miguens! —prosiguió el matón—. Mira que volver al burdel cuando el Napo se lo tenía prohibido. La última vez se salvó de que lo matara de milagro. ¡Qué caradura! Con la cantidad de guita que le debía, ¡encima darse el lújete de pegarle a las chicas! A la Edelmira le dio una biaba la última vez que la dejó tilinga por varios días. ¡Y ahora meterse con Marlene! ¡Con Marlene! ¡Ya se lo iba a permitir el Napo! ¡Justamente con ella!

Micaela se esforzó en permanecer callada y quieta en el asiento de atrás, aunque cada palabra de Cabecita desataba una tormenta de conjeturas que ansiaba descifrar.

—Parece que Miguens era de esos que se calientan si sopapean un buen rato a la mina. ¡Qué marica de mierda! Después, lo veías dándose aires de bienudo y jailaife, tirándosela de honesto y laburador. ¡Si todos supieran la mierda que era!