Capítulo XVII

«¡Concéntrate en la ópera o será un desastre!», se dijo en el camerino del Colón. Siguió arreglándose y Tuli le vino a la cabeza. «¡Qué distinto esto de aquello!», pensó. Con Tuli se arreglaba para cantar tangos en un burdel de La Boca; aquí se preparaba para descollar en uno de los teatros líricos más famosos del mundo. Sin embargo, la sensación no resultaba muy distinta.

Alguien llamó a la puerta: un asistente del régisseur le comunicó el inicio del espectáculo. Se puso nerviosa, la ansiedad la invadió y comenzó a sacudir las piernas y a retocarse el maquillaje. Llegó Moreschi y, como siempre, le brindó palabras de aliento. Le dijo que en la sala no cabía un alfiler, y que su padre, Otilia y Cheia ya se habían ubicado. Hasta De la Plaza, el presidente, ocupaba el palco oficial.

—¿No vio a Gastón María? —preguntó, llena de esperanzas de que su hermano hubiese salido del escondite para verla cantar. Habían pasado más de tres meses de su huida; eran mediados de septiembre y nada se sabía de él. Su padre no parecía alarmado, y, seguro de que su hijo regresaría cuando se le acabara el dinero, se limitaba a esperar su aparición.

—No, querida, no lo vi. —Micaela bajó la cabeza—. Te dejo —añadió Moreschi después—. Necesito ultimar detalles con Mancinelli.

Se quedó pensando en Gastón María, y desembocó irremediablemente en Varzi. «¿Qué más puedo hacer yo? Hice lo que pude, aunque todo me salió mal.» Se sintió descorazonada; por más vueltas que le daba al asunto, nada la tranquilizaba. «Olvida el problema», se dijo sin convicción.

Saludó al público por cuarta vez y la ovacionaron como la primera. En el palco de su familia, Cheia agitaba las manos y su padre, de pie, vociferaba «¡Bravo!» sin recato. Eloy, impertérrito, no le quitaba la vista de encima.

Le costó llegar al camerino; a cada paso debía saludar o aceptar congratulaciones. Moreschi la escoltaba y recibía las muestras de admiración a la par de ella. Por fin, entraron. Ramos de flores y cajas con moños vistosos casi no dejaban espacio. Se dejó caer en el taburete de la toilette y se quitó el tocado. A poco, llegó Emilia, una joven designada para ayudarla. Moreschi se calzó las gafas y leyó las tarjetas. El presidente De la Plaza había enviado un arreglo floral especialmente llamativo. Otros, no tan exuberantes, representaban a las familias más encumbradas de la ciudad.

—¿Y esto? —preguntó Moreschi.

—Lo trajo un muchacho minutos antes de que la señorita entrara —explicó Emilia.

—No tiene tarjeta —comentó el maestro.

—¿Me permite ver? —pidió Micaela.

Moreschi le acercó un paquete no muy grande envuelto en papel de seda, atado con un moño verde esmeralda. Se deshizo del envoltorio y, de una cajita, sacó una orquídea blanca, su flor predilecta. Se emocionó y, por más que buscó el remitente, no lo halló.

—Fue usted, maestro —afirmó Micaela, con picardía.

—No, querida —aseguró Moreschi, apenado al caer en la cuenta de que no le había comprado nada.

—¿Quiénes enviaron presentes?

Moreschi repasó los nombres de las tarjetas: De la Plaza, Díaz Funes, Anchorena, Peña, Pinedo, Cañé, Luro, pero nunca dijo Cáceres. Micaela sonrió divertida: la orquídea debía de ser de él, no le cabían dudas.

El éxito de Lakmé ocupó todo su tiempo: si no se encontraba en el teatro empeñada en un ensayo o en el arreglo de algún detalle, atendía a los periodistas y críticos; los había de todas las nacionalidades, inclusive uno yanqui, en quien Moreschi tenía puesta su atención en miras al Metropolitan de Nueva York.

Si antes habían abundado las invitaciones, ahora la abrumaban, y debía declinar la mayoría por falta de tiempo. No tardaron en llegar los ofrecimientos para nuevas presentaciones. Mancinelli la quería en su compañía hasta el final de la temporada en el Colón, que, inusualmente, terminaba en noviembre. Importantes teatros de Brasil, Chile, Perú y México la reclamaban, y, como la guerra continuaba en Europa, Moreschi sabía que, tarde o temprano, Micaela terminaría por aceptar alguna de las propuestas.

Sí, el entorno rutilante de esos días, similar al de la Opera en París o al del alia Scala en Milán, la mantenía bastante distraída, pero la noche llegaba e irremediablemente caía con todo su peso. Gastón María representaba siempre su mayor aflicción. Días atrás, mamá Cheia había recibido una esquela donde el joven Urtiaga Four se limitaba a informar que se encontraba bien, y resultó suficiente para tranquilizarla.

Sin querer, su mente divagaba y tomaba derroteros increíbles. A veces, unas ganas locas de bailar el tango la llevaban a ensayar pasos en su recámara, sola, sin música ni compañero, con La cumparsita sonándole en la cabeza. Cerraba los ojos y aparecían los de Varzi. Podía sentir su mano férrea circundándola, la rodilla hendida en su entrepierna, el olor de su piel sudada, el brillo de su pelo engominado, su rostro brutal y hermoso. ¡Qué castigo!

En la segunda semana de Lakmé, el Colón descollaba como en la primera, siempre lleno, no sólo de porteños sino también de provincianos y gente de países limítrofes.

Terminó de acicalarse sin dificultad; ya lo hacía como un autómata. En el espejo se reflejaba la última orquídea blanca que Cáceres le había enviado, como de costumbre, en la cajita de papel de seda blanco y con el moño verde. Rió, entre halagada y divertida. A pesar de que el misterio se repetía y de que las flores continuaban llegando sin remitente, la actitud enigmática y romántica de Eloy, usualmente hierático y formal, le encantaba. Se había mostrado más atento desde su regreso del Brasil; siempre pendiente, no le quitaba los ojos de encima, y, pese a que, con la muerte de Sáenz Peña y la asunción de De la Plaza, su proyecto para ocupar el Ministerio de Relaciones Exteriores se había visto desfavorecido, no lucía frustrado, al menos no con ella.

—Señorita Urtiaga Four, un minuto y empieza —le avisó Emilia, su asistente, y volvió a dejarla sola.

Micaela salió al escenario y, antes de que le tocara cantar, echó un vistazo disimulado a los palcos más cercanos en busca de gente conocida, en especial de su hermano. Le llamó la atención que el palco de proscenio, usualmente vacío, tuviese el cortinado entrecerrado y que, por un resquicio, asomara la silueta de alguien. No pudo saber de quién se trataba hasta que Varzi descorrió las cortinas y la miró a los ojos. Micaela terminó la cavatina a duras penas. Siguió Nilakantha, y sobrevino un momento para reponerse, aunque el barítono terminaba pronto y le tocaba a ella otra vez. No lograba concentrarse con Varzi ahí, al alcance de la mano. Hizo un esfuerzo para abstraerse del entorno, pero la turbación no cedía y los del elenco advirtieron su cambio. «Este maldito hombre no va a trastornarme. No me importa que esté aquí», se dijo, sin firmeza, pero tanto lo repitió que el primer acto pasó normalmente.

Micaela se lanzó sobre Moreschi que, entre bambalinas, la veía actuar.

—¡Está Varzi! —exclamó.

—¿Qué Varzi? —preguntó, como un tonto.

—¡Cómo qué Varzi! ¡Maestro, por Dios! ¡Carlo Varzi, el proxeneta! Está ahí, sentado en el palco de proscenio. Más cerca, imposible.

Aunque se sorprendió muchísimo, Moreschi le dio poca importancia para no exacerbar el ánimo de su pupila.

—Bueno, querida, si tiene suficiente dinero para pagar un palco, nadie puede impedirle que lo haga.

Antes de volver a escena, se prohibió mirarlo; no obstante y pese al empeño, en varias ocasiones lo hizo de reojo. Varzi, elegante en su smoking, serio como no lo había visto antes, la contemplaba sólo a ella, sin interesar quién cantara. Su actitud la desconcertó; había esperado una sonrisa sardónica, quizá un gesto lascivo, en cambio, se topó con la actitud de un crítico. ¿Por qué la miraba así, con esa intensidad que le hacía perder el control? «¡Deje de mirarme así!», le ordenó con la mente.

Cerró los ojos para entonar «el aria de las campanitas», la más difícil. Al volverlos a abrir y tomar conciencia de que el teatro se venía abajo de aplausos y vítores, entendió que lo había hecho mejor que nunca, y se ruborizó.

Cayó el telón, y el elenco salió a agradecer al público. Micaela avistó el palco de Varzi. No había nadie: Varzi se había ido. Una desilusión aplastante la invadió y abandonó el escenario rápidamente. Llegó al camerino, cerró la puerta deprisa y se dejó caer en un confidente. Emilia le quitó el tocado y los zapatos.

—¡Madonna mia! —prorrumpió Moreschi—. ¡Excelente! ¡Soberbio! ¡Magistral! Nunca habías cantado tan bien Où va la jeune Hindoue. ¡Como un ángel! ¡Como un ángel! —repitió, entre conmovido y entusiasmado, sin conseguir la atención de Micaela que continuaba repantigada en el confidente con la vista perdida y la mente en otro lado.

Moreschi, que no conseguía permanecer quieto, se despidió arguyendo que el director de la orquesta necesitaba cruzar unas palabras con él. Antes de que Alessandro cerrara la puerta, Micaela escuchó las voces alegres del exterior, y su desgano se acentuó.

—¡Ah, me olvidaba, señorita! —prorrumpió Emilia—. Un chico trajo esta carta para usted hace un momento nomás.

Micaela se deshizo del sobre y leyó: «Un auto te espera en la calle Tucumán, en la esquina con Libertad. C.V.» El tono imperioso y la precisión de la orden la sedujeron. Rehusó la ayuda de Emilia, a quien despidió sin explicaciones, y se cambió deprisa. Eligió un vestido que aún no había estrenado, diseño de una joven couturière que revolucionaba la moda en París por esos días, una tal Coco Chanel. De encaje lila con forro de tafetán en el mismo tono, resultaba osado por lo profundo del escote espejo; muy ceñido a la cintura, no obstante la falta de corsé, largo y acampanado en la parte baja, Micaela lucía espléndida en él. Completó el atuendo con guantes blancos y un sombrero no muy ostentoso. Se envolvió en la túnica y, antes de salir, se perfumó con una loción que Moreschi le había traído de Europa.

Echó un vistazo al hall principal desde el foyer y se dio cuenta de que no pasaría inadvertida. Volvió a la zona de los camerinos, y un empleado le indicó la salida por la calle Tucumán. En la esquina la esperaba un automóvil negro y un hombre bien vestido, que la ayudó a subir sin pronunciar palabra. Con los visillos corridos, Micaela no podía ver hacia dónde la conducía. Se inquietó: ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? Sí, loca de remate. Otra vez en las fauces del lobo, otra vez en sus garras como una estúpida. Se había precipitado, pero le pediría al chofer que parara y bajaría. Pasó un momento y se dejó llevar.

El automóvil se detuvo. Micaela miró a su alrededor sin saber dónde se encontraba, aunque algo de ese sitio le resultó familiar. El chofer le indicó la entrada a una casa estilo colonial que le recordó a la del Paseo de Julio.

—¿Dónde estamos?

—En San Telmo, señorita.

¡San Telmo!, barrio de inquilinatos, burdeles y compadritos. Barrio de gente como Varzi. El chofer insistió en que se aproximara a la entrada y agitó una campanilla que colgaba de una cancela de hierro forjado. Una mujer abrió la puerta.

—Adelante, señorita Urtiaga Four —invitó.

—¿Frida?

—Sí, señorita. Veo que se acuerda de mí. Pase. El señor Varzi la recibirá en un momento. Está esperándola ansiosamente.

La tomó del brazo y casi la arrastró al interior de la casona. En el recibo, le pidió la túnica, el sombrero y los guantes.

—Acompáñeme a la sala, por favor.

Salieron del vestíbulo, cruzaron un patio cubierto por una parra y entraron en una sala apenas iluminada. Ya desde el patio, Micaela escuchó su propia voz en un disco de pasta.

—Tome asiento. Carlo no tardará en venir. —Y se fue.

El fonógrafo sonaba con la interpretación de Aída que había grabado el año anterior para la RCA Victor. Curioseó otros discos y vio que Varzi tenía las pocas grabaciones que había hecho. También encontró música de Beethoven, Tchaikovski, Mendelssohn y un disco de Carmen, a cargo de otra soprano.

Oyó un ruido en la sala contigua, completamente a oscuras. Distinguió la braza de un cigarro y el brillo lustroso de un cabello engominado. Carlo dio unos pasos y se evidenció en medio de la penumbra. Y aunque esperaba el inevitable encuentro, al verlo ahí, tan cerca, tan real, necesitó apoyarse contra un mueble.

—Hola, Marlene —dijo, en un tono tranquilo, inusual.

—¿Qué quiere de mí? —replicó ella.

Carlo sonrió lastimosamente, apagó el cigarro y avanzó. Micaela trató de hacerse hacia atrás, pero el bargueño se lo impidió. Se deslizó a un costado, sin quitar los ojos de los de Carlo.

—¿Qué quiere de mí? —repitió—. ¿Sabe algo de mi hermano?

No podía culpar a Varzi, había entrado en su juego libremente. Subyugada, se había dejado conducir hasta él, que ahora, de pie frente a ella, lograba dominarla como a una inexperta. Se encontraba tan próximo, a sólo dos o tres pasos, y la miraba como en el teatro, serio, incólume.

—¿Por qué me trajo aquí? —insistió.

—Los compré hace poco —comentó Carlo, y señaló los discos—. El fonógrafo también es nuevo. Lo compré para vos.

Micaela se movió con la clara intención de salir de allí. Carlo la tomó por los hombros, la dio vuelta, obligándola a apoyarse en el bargueño, y le reclinó el pecho contra la espalda. Un instante después, su mano le oprimía el vientre. La volvió un poco hacia él con delicadeza. Su mirada la despojó de voluntad y el roce de sus dedos le aceleró el corazón. Apretó los párpados e imaginó su cara de malo, de cruel, y se estremeció con repulsión, convencida de que jamás se entregaría a un hombre sin honor, a un orillero asesino.

—¿Tanto me odias, Marlene? —lo escuchó decir, y fue brusco al ponerla de nuevo frente a él. Micaela lo arrostró en contra de sus convicciones, pues sabía que no debía mirarlo.

—No —dijo.

—No, ¿qué? —preguntó Carlo.

—Que no lo odio —musitó apenas.

Un calor que le ascendía desde la parte inferior se apoderó incluso de sus mejillas; intentó bajar el rostro, pero Carlo se lo impidió.

—No, tontita, que te estoy mirando.

Atormentada, inerme frente a él, le dio la espalda.

—Basta —ordenó.

Las manos de Carlo la liberaron, y oyó que se alejaba.

—Pasemos al comedor a cenar.

«¿A cenar?». La situación se tornaba confusa segundo a segundo. Había que marcharse, pronto, tenía que salir de ahí. En un instante, su mirada se cruzó con la de Varzi, y, aunque intentó llamar a Frida para pedirle el abrigo, avanzó en dirección a él y, con un movimiento de cabeza, le dio a entender que aceptaba la invitación.

Entraron en la sala. Varzi encendió las luces y Micaela se dedicó a inspeccionar el comedor. La única ventana daba a la calle, con una reja colonial similar a la de la cancela. Una araña iluminaba la mesa, muy bien puesta. El mobiliario clásico la sorprendió, no tenía nada que envidiarle al que Otilia había traído de París.

—Espero que le guste la decoración, froilan —deseó Frida, mientras acomodaba una fuente sobre la mesa. Micaela la miró confundida, e intentó descifrar sin éxito el comentario.

—Con la fortuna que gastaste, debe de ser el mejor mobiliario del mundo —se quejó Carlo.

La mujer le lanzó un vistazo, murmuró en alemán y salió. Micaela hubiera preferido que se quedara, no quería estar sola con Varzi. Entonces, ¿para qué había aceptado cenar con él? Simuló abstraerse en un cuadro. A poco, y como si la estuviese aferrando por la cintura, lo sintió a sus espaldas.

—¿Te gusta mi casa?

La pregunta le dio risa y se tapó la boca.

—Lo poco que conozco, sí, me gusta. Me hace acordar a la casa de mi infancia.

Le volvieron las ganas de reír, esta vez a carcajadas, ya no por la pregunta sino por lo cómico de la absurda situación. Se contuvo; Varzi parecía tomárselo con mucha seriedad.

—¿Por qué me trajo a su casa, señor Varzi? ¿Es por el asunto de mi hermano?

Entró Frida con una fuente.

—¿Todavía no invitaste a la señorita a tomar asiento? —lo reprendió.

Varzi le enseñó su sitio, a la derecha de la cabecera. Se aproximó, indecisa. «¿Qué estoy haciendo? Nada me retiene, sólo mi voluntad. ¿Qué me pasa? ¿Adonde quiero llegar?», y mientras las preguntas se precipitaban, tomó asiento. Miró a Varzi, aún de pie, y se dio cuenta de que estaba inquieto. Luego, descubrió al costado de su plato una cajita blanca con un moño verde esmeralda. Varzi le indicó que la abriera. Le temblaron las manos: la misma orquídea blanca. Había sido Carlo Varzi, todo el tiempo había sido él. «Y yo que pensaba en Eloy.» Se rió.

—¿De qué te reís? —quiso saber, ofendido.

—Cada vez que estoy con usted, señor Varzi, lo único que hago es preguntarme: ¿Qué hago aquí? ¿Acaso me volví loca? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué no me alejo de este hombre tan malo? Es lo único que me pasa por la mente.

—En cambio, cada vez que estoy con vos, yo me pregunto: ¿Por qué es tan linda? ¿De qué color son sus ojos? ¿Cómo será el perfume de su pelo? ¿Cómo será besarle los labios? ¿Por qué no me la llevo a la cama?

Micaela soltó la orquídea e hizo el intento de levantarse, pero Carlo le apoyó una mano sobre el hombro y la obligó a permanecer en la silla. Frida entró con otra bandeja. Micaela, alterada y sin fuerza en las manos, no atinó a nada, y Varzi le sirvió.

—Espero que le guste la comida alemana, froilan —dijo la mujer.

—No creo que le guste —replicó Carlo, y Frida puso cara de desconsuelo.

—Sí —musitó apenas—, me gusta.

—¿Ah, sí? —se interesó Frida—. ¿Comió alguna vez comida alemana?

—Sí, muchas veces —respondió Micaela, con más ánimo.

—No me diga. ¿Y donde?

—Bueno… En varios lugares… La primera vez fue en Munich, en un festival de música.

—¡Oh, sí! El festival de Munich. Mi esposo Johann y yo íbamos casi todos los años. También íbamos al de Bayreuth. Cósima Wagner era conocida de mi esposo y siempre nos invitaba. Yo lo disfrutaba especialmente, porque soy oriunda de Offenbach, que si bien no pertenece al estado de Baviera, está a la orilla del Main, el mismo río que divide a Bayreuth. Yo solía pensar: «Las mismas aguas que riegan mi tierra, riegan las de Bayreuth». Me sentía realmente como en casa cada vez que iba a ese festival.

—Sí, claro, el festival anual de Bayreuth. Yo participé algunas veces.

—¿En serio? —se asombró Frida—. ¿Conoció a Ernest van Dick, ese tenor tan famoso? Recuerdo que era el preferido de Cósima.

—Sí, claro, Ernest y yo cantamos una vez en Tannhauser. Junto a Caruso, es uno de los mejores que conozco.

—Aunque supongo que usted preferirá las óperas de Rossini y de Puccini a las de Wagner ya que…

—¡Bueno, basta de ópera! —interrumpió Varzi, harto de un tema del que no tenía mayor conocimiento.

Frida tomó la fuente, dispuesta a marcharse.

—¿No cena con nosotros, Frida? —preguntó la joven.

Varzi, con una mueca significativa, le dio a entender que desapareciera.

—No, querida. Esta noche como en la cocina. —Y se fue.

—Preferís compartir la mesa con ella que es más de tu clase, ¿no? Que sabe más de tus óperas y esas cosas.

—¡Ay, señor Varzi! Déjese de estupideces y dígame, de una vez y por todas, para qué me trajo aquí. —Tomó la orquídea y la sacudió un poco—. Y qué significa esto también, si es tan amable.

—Es tu flor preferida.

—¡Quiere sacarme de las casillas! ¡Está claro!

Otra vez amenazó levantarse. Carlo la aferró de la mano y, con gesto suplicante, le dijo:

—No te vayas, Marlene. Quédate a cenar conmigo. —Y enseguida, rectificó el tono—: ¡Pero cómo! ¿No compartirías una comida con un viejo socio?

Volvió a sentarse, completamente vencida. Varzi aún le tomaba la mano y ya no le importaba. La mano de Carlo Varzi: suave, morena, sin vello; recordó cómo la había impresionado aquella noche. Lindas uñas. Cuadradas, bien cuidadas. Sin pensar, se la acarició. Carlo respondió al contacto y la apretó un poco más.

—Señor Varzi, no entiendo nada.

—¿Qué no entendés?

—Y ahora, ¿qué quiere?

—Cenar con vos.

Micaela negó con la cabeza, se deshizo de su mano y lo miró fijamente. Los ojos negros de Carlo, impenetrables e insondables en otro tiempo, se mostraban generosos y le permitían ver que anhelaba su compañía.

—Cenaré con usted. Espero no arrepentirme.

Carlo sonrió y sus facciones se revelaron más hermosas que nunca. Micaela dio un respiro profundo para disimular el placer que le había provocado esa sonrisa.

—Tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar.

—Antes que nada, quiero felicitarte. Aunque no sé nada de ópera, por cómo te aplaudían, me di cuenta de que habías estado más que bien.

—Gracias, pero al verlo ahí, sentado en el palco, tan cerca, casi me hace pasar un papelón. Por un momento pensé que la voz no me saldría.

Carlo se divirtió con la confesión. Micaela tomó la orquídea, admiró su exquisita belleza y volvió a mirarlo a él.

—¿Cómo sabe que la orquídea blanca es mi flor preferida? Muy pocos lo saben.

—Era la flor preferida de tu madre. —Micaela se sobresaltó—. Tu hermano se lo comentó a mi hermana; me lo dijo la señora Bennet.

—¿Mi hermano? ¿Dónde está? ¿Lo ha visto? ¿Le hizo algo? ¿Le hizo daño?

—¡No! —prorrumpió Carlo, herido—. No le hice nada. Parece haber rectificado su conducta. —Micaela hizo un ceño—. Así parece. Después de la muerte de Miguens, vino a verme y me preguntó dónde estaba Gioacchina. Me pidió perdón por su comportamiento y me dijo que quería casarse con ella.

—¿En serio? ¡Oh, señor Varzi, qué felicidad! ¡Qué alegría!

—No tan rápido, Marlene. Gioacchina lo rechazó, le dijo que no quería volver a verlo. Está muy resentida. La señora Bennet me comentó por carta que Gastón María va todos los días a verla. Al principio, ni lo recibía; ahora, gracias a la intervención de la señora Bennet y al amor que siente por tu hermano, Gioacchina está aflojando. Creo que, tarde o temprano, se van a casar. Me gustaría que fuera antes de que naciera el bebé, pero falta muy poco.

—¿Dónde están?

—No puedo decírtelo. Gastón María me pidió que no se lo dijera a nadie. Quiere estar solo y tranquilo por un tiempo —concluyó Carlo.

Micaela asintió y cambió de tema. Le preguntó por Tuli, Cacciaguida, los músicos, incluso por algunas de las muchachas; se había encariñado con Polaquita y Edelmira. Varzi le comentó que la echaban de menos, en especial Tuli y Cacciaguida. Lo habían vuelto loco a preguntas acerca del motivo de su repentina desaparición.

—Si querés, un día de éstos, los traigo aquí para que charles con ellos.

Ya le resultaba difícil continuar a la mesa de ese hombre sin poner en duda su cordura. «Si querés, un día de éstos, los traigo aquí para que charles con ellos». ¿Acaso pensaba que volvería a su casa? ¿Qué le pasaba por la mente? Agotada de conjeturar, decidió adoptar una actitud más pasiva.

Frida sirvió el último plato y se retiró.

—¿Frida es su ama de llaves, señor Varzi?

—¿Así le dicen ustedes? ¿Ama de llaves? Suena bien: ama de llaves. —Rió, y Micaela lo miró enojada—. En realidad, Frida era la esposa de mi gran amigo Johann. Después de quedar viuda, se hizo cargo de mi casa. Es como una madre para mí.

Micaela contempló los detalles de la decoración, cómo relucía el piso de madera y la platería, lo bien puesta que estaba la mesa, el ramo de rosas blancas como centro, el mantel de hilo, la vajilla de porcelana, y ratificó lo que había pensado de esa mujer la noche de la muerte de Miguens: se trataba de una persona decente, culta, con la educación y las maneras de una señora. ¿Qué hacía con un hombre como Carlo Varzi? «Es como una madre para mí». Y de seguro Frida también lo quería; lo había dejado entrever aquella misma noche cuando lo defendió a capa y espada. Que Carlo no tiene culpa de nada, que es hijo de las circunstancias, que esto, que aquello. ¿Sabría Frida quién era realmente Carlo Varzi y de qué vivía? ¿Y quién había sido el tal Johann? ¿Dónde se habrían hecho amigos? Conocido de Cósima Wagner, habitué del festival de Munich y de Bayreuth. Un misterio.

—Me dijiste que esta casa te hacía acordar a la de tu infancia.

—Sí, esta casa es de estilo colonial. La casa de mi familia, que nos perteneció por muchísimos años, era muy parecida a ésta. Un patio central donde convergían todas las salas y los dormitorios. Mi padre la vendió. Luego, la demolieron y se construyó una financiera.

—No creo que estés en contra del cambio. Estoy seguro de que el palacete de tu padre es diez veces mejor —comentó, no sin cierto sarcasmo.

—No estoy a favor ni en contra. La casa de mi padre no me pertenece; no es mi hogar. Yo soy una invitada. Mi hogar está en París. Ahí tengo mi casa, mis amigos, mi mundo. Si no existiera esta guerra, ya habría regresado.

Carlo se puso serio y desvió la mirada. Micaela pensó que le diría algo; en cambio, bebió un poco de vino y continuó comiendo lentamente.

—Cuando era chico —dijo Varzi, al cabo—, y volvía de trabajar, siempre pasaba por la puerta de esta casa. En aquella época era un conventillo de lo peor. El conventillo donde yo vivía era un paraíso comparado con éste. Me paraba en la vereda de enfrente y la miraba un buen rato. Me gustaba mucho. Y más me gustaba porque había pertenecido a un virrey, creo que al Virrey del Pino. La Casa de la Virreina Vieja, así la llamaban. Fue construida en 1788. Se la compré a un gallego, el dueño del inquilinato, y la remocé por completo. Le hice poner agua corriente y luz eléctrica. Quedó muy bien. ¿Qué opinas?

—Ya le dije que lo poco que conozco, me gusta.

Aunque le costaba creer lo que conversaban, se sentía extrañamente cómoda, además de halagada; tenía el certero presentimiento de que Varzi no le contaba a cualquiera la historia de la Casa de la Virreina Vieja.

¡Qué hombre hermoso! Le fascinaba su mandíbula cuando masticaba porque se le remarcaba el hueso y se le tensaban los músculos. Le gustaba su boca, brillante a causa del aceite de la ensalada, su piel, oscura y suave, bien afeitada, el sombreado natural de sus párpados que le confería esa veta tenebrosa, y el cuello, ancho y fuerte. Micaela le recorrió con la vista el contorno de la espalda y bajó por los brazos; la camisa se le había subido un poco y le permitió ver la muñeca, gruesa y fibrosa; y la mano que tantas veces la había tocado.

Un ruido en la otra sala atrajo su atención. Parecían los movimientos de varias personas, que corrían muebles o acomodaban cosas, pero la penumbra mantenía velado el misterio. Inquirió a Varzi con el gesto, aunque no hizo falta una explicación. Oyó dos o más violines, un bandoneón, una guitarra: en la otra sala, una orquesta había empezado a tocar un tango. Varzi se puso de pie, dejó la servilleta sobre la mesa, se quitó el saco y le extendió la mano.

—Baila conmigo, Marlene.

Dudó un instante, luego aceptó. Carlo la guió hasta el patio de la parra con lentitud, el cuerpo erecto y la cabeza firme; resultaba evidente que se preparaba para la danza. En medio del solado, la tomó por la cintura con rudeza y le hizo doler, pero ella no protestó, y, como en el Carmesí, se dejó envolver por la cadencia lasciva y embriagadora del tango, que, entre los brazos de Varzi, se potenciaba y, por momentos, la hacía desfallecer, aunque trataba de mantenerse atenta a sus pasos y giros, lo seguía con precisión y parecía anticiparse al próximo corte o quebrada.

Libre de nuevo, desató los deseos que había reprimido la noche entera. Carlo la sintió aflojarse y la estrechó un poco más. Aceleró el baile, y Micaela le respondió envolviéndole la cadera con la pierna; él le corrió la falda del vestido, la tomó por la pantorrilla y la hizo girar sobre el otro pie. Le acarició la pierna, y Micaela cerró los ojos para reprimir en vano un gemido que lo enloqueció.

Los pies se detuvieron repentinamente. Carlo la atrajo hasta casi pegar su rostro al de ella, volvió a separarla y continuaron con las figuras, cada vez más vertiginosas y eróticas. Por último, la doblegó hasta el piso y, al incorporarla, la sujetó por la nuca y le besó los labios. Micaela quedó inerte, con los brazos caídos a los costados y la cabeza inmóvil entre los dedos de Varzi. A medida que la boca del malevo se abría con desenfado, ella experimentaba una oleada de calor, un cosquilleo en la entrepierna también, que luego se tornó un dolor punzante. Se abrazó a él y le respondió con igual frenesí.

Varzi la tomó de la mano y la hizo entrar por otra de las puertaventanas que daban al patio. Encendió la luz, y Micaela reconoció la habitación donde había despertado la noche de Miguens. El sonido del tango menguó cuando Carlo cerró la puerta. Se quitó la camisa y la tiró al suelo. Micaela admiró el juego de los músculos en su pecho y, fascinada, lo tocó, dibujando con el índice el contorno de los pectorales. Varzi la dejó hacer, aunque se había agitado y le costaba mantenerse quieto. Tuvo la intención de quitarle el vestido, pero Micaela se alejó un poco y lo miró aterrada, consciente de que era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Marlene —susurró.

—Señor Varzi, déjeme ir.

—Decime Carlo. —Y la besó en el cuello.

—Carlo…

Lo llamó por el nombre y se olvidó de lo que iba a recriminarle. Dijo basta y se rindió. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, derrotada. Carlo se deshizo del vestido y de la enagua con facilidad, le soltó el cabello y la obligó a acostarse sobre la cama. Y allí, sobre la cama de Varzi, prácticamente desnuda, con las manos fuertes de él sobre su piel, volvió a atormentarse con la idea de que se trataba de un hombre sin escrúpulos, de lo peor, de lo más bajo, un proxeneta, un asesino. Ahogó un sollozo, y Carlo, recostado a su lado, percibió el pánico.

—¿Qué te pasa? —preguntó, con una ternura que la angustió aun más—. Te deseo. No hay nada que desee más. No te voy a lastimar. Confia en mí. —Y le besó la espalda, repetidas veces, hasta que logró distenderla—. Así, muy bien, relájate.

Le pasó los labios húmedos por la nuca, le inspiró el perfume del cuello y admiró la tersura de su cabello rubio mientras le resbalaba entre los dedos oscuros. Por fin, le quitó la bombacha y le besó las nalgas.

—Te voy a dejar las medias puestas. Me gustas así, toda desnuda con las medias puestas.

Una tormenta arreciaba en el interior de Micaela. Se debatía entre lo físico, una sensación fuerte, perturbadora, exquisitamente perturbadora, y la vergüenza, la indecisión, la incertidumbre, el pudor. Los dedos de Carlo le acariciaban las piernas, subían lentamente, la recorrían con impudicia, sus labios le depositaban pequeños besos. Le demostró que su osadía no tenía límites al entreabrirle los muslos e internarle la mano, menos aún el placer que podía procurarle. Se arqueó, gimió. Varzi sonrió complacido y se tendió sobre ella.

—Me volvés loco, Marlene, estoy loco por vos. —Y aunque murmuró otras cosas, Micaela no entendió. Parecía ido, farfullaba y respiraba agitado.

Varzi dejó la cama para quitarse el resto del smoking. En su apuro, lanzó los zapatos por el aire, se deshizo de las polainas a la fuerza y el pantalón terminó cerca de la camisa. Micaela se incorporó para verlo: completamente desnudo, se proyectó delante de ella como una estatua de piedra oscura. Sudaba, y los músculos se le remarcaban por el esfuerzo. Su virilidad apabullante le dio miedo; así y todo, volvió a llamarlo por el nombre y le extendió la mano.

Se acomodó sobre ella, le interpuso una rodilla entre las piernas y la obligó a abrirse. Sintió las dos cosas al mismo tiempo: que Micaela pegaba un grito y que, con su miembro, le rasgaba algo en el interior.

—¿Sos virgen? ¡Dios mío! ¿Por qué no me avisaste, eh? —le reprochó—. ¿Por qué no me dijiste? —insistió, mientras la besaba y le apartaba el cabello revuelto de la cara.

—Me dolió, me duele —se quejó Micaela, inmóvil. Carlo, aún dentro de ella, por el momento se mantenía quieto.

—Claro que te dolió. ¿Por qué no me avisaste? Fui un bruto. Yo pensé que…

—Me daba vergüenza.

—¿Vergüenza? —se asombró Carlo—. ¿Vergüenza de ser mía y de nadie más?

Se perdió en su cuello y reinició la embestida, ahora más cuidadosa, aunque no menos firme. Micaela sufrió hasta que los jadeos de Varzi, el movimiento ondulante de su pelvis y su rostro contraído de gozo la transportaron a un mundo mórbido y cálido, donde sólo escuchaba sus ruidos y no sentía dolor.

Separó más las piernas y las elevó para rodear por completo la parte baja de la espalda de él; se plegó a sus ondulaciones y el cuerpo se le agitó instintivamente. Carlo la tomaba con fuerza y parecía querer fundirla en su torso, sus movimientos se aceleraban y ella los imitaba. Un calor se apoderaba de su cuerpo, presagiando un final que culminaría con su cordura. Micaela lo sintió venir y contuvo la respiración. El gemido profundo y desgarrador de Varzi acentuó el placer indescriptible que se expandió entre sus piernas.

El coche se detuvo en la esquina de los Urtiaga Four. Tal como le había ordenado su patrón, el chofer acompañó a Micaela hasta el portón trasero y, recién cuando la vio a salvo, se marchó.

Si la puerta de la cocina estaba con llave, tendría que llamar a la ventana de Cheia y sería un desastre. Probó el picaporte y la puerta cedió, lo que significaba que la nana ya se había levantado. La leña que ardía en la cocina confirmó sus sospechas.

Corrió a su habitación en puntas de pie, temerosa de encontrársela. Se descalzó en el comienzo de la escalera y subió aprisa. Entró en su dormitorio y corrió el cerrojo. Dejó los zapatos tirados, se deshizo de la túnica, de los guantes, del sombrero, con nerviosismo, como si le picaran sobre el cuerpo. Se quitó el vestido, la enagua y la ropa interior. Desnuda, con las medias puestas, abrió el ropero y se contempló en el espejo. «Te voy a dejar las medias puestas. Me gustas así, toda desnuda con las medias puestas.» Cerró los ojos y se acarició el vello del pubis, internó los dedos y lo recordó moviéndose sobre ella, gimiendo, jadeando. Todavía lo sentía entre las piernas, aún lo tenía dentro.

Abrió los ojos súbitamente, horrorizada, y se retiró del espejo. Tomaría un baño, olía a él y no lo toleraba. Llenó la tina, esparció sales aromáticas y resbaló dentro, muy lentamente, hasta que el agua tibia la cubrió por completo. Emergió, un poco agitada; segundos después, la respiración se le había normalizado, y el calor del agua la adormeció.

Jamás había experimentado esa sensación, ese deseo insoslayable de ser poseída. Guiada por el instinto, se había entregado a él, que la tomó por completo, se adentró en ella y le hizo entender con caricias y jadeos lo que después le confirmó con palabras. «Para mí siempre vas a ser Marlene. ¡Marlene, mi mujer!»

«Nunca más volveré a verlo», se dijo.