Capítulo XIV
La mansión Urtiaga Four deslumbraba la noche de la fiesta. Se había organizado todo con buen gusto. Desde el portón de hierro hasta el salón de baile, cada detalle se destacaba sin ostentación, pero con elegancia. Una vez más, Otilia había dado muestras de excelente anfitriona.
Automóviles y coches de caballos comenzaron a llegar. El mayordomo y sus asistentes recibían a los invitados y los desembarazaban de guantes, estolas, paletós, bastones y chisteras. Personalidades de alcurnia, altos funcionarios de gobierno y extranjeros destacados, sólo ellos accedían a la gran velada donde escucharían cantar por primera vez en el país a la divina Four.
Micaela, un poco nerviosa, llamó a la puerta de la habitación de su padre; necesitaba consultarlo acerca de un invitado.
—Pasa, querida —invitó su padre, mientras luchaba con el cuello flèche y el botón de quita y pon—. ¡Ay, caraj…! —insultó, cuando el botón se le escapó de la mano y rodó bajo la cama—. ¡Perdóname, Micaela! Este cuello me está sacando canas verdes. Rubén siempre me ayuda, pero ahora está ocupado con la fiesta.
Micaela se acercó, tomó otro de los botones del dressoir y arregló el cuello de su padre. Rafael, incómodo al principio, se relajó después.
—No has cambiado en nada —dijo—. Siempre tranquila e impertérrita. No sé de quién lo heredaste. —Micaela no respondió y continuó con el lazo—. Cuando eras chica, tu parsimonia de adulto me daba miedo. Tenías en la mirada la tristeza de una mujer de cuarenta años.
—Sí, pero sólo tenía ocho —agregó ella, sin levantar la vista.
—Sí, ocho —coincidió su padre, y se quedó un rato callado—. ¿Alguna vez te dije que sos igual a tu madre?
Micaela buscó el saco del frac y lo ayudó a ponérselo.
—Igual —repitió—. Igual de hermosa e igual de triste.
—Aún la ama, ¿verdad?
—Con todo mi corazón, hija. Y no pasa un día que no piense en ella.
Una lágrima rodó por la mejilla de Rafael y Micaela la limpió con la mano. Besó a su padre en la mejilla y salió del dormitorio, sin recordar la consulta que quería hacerle.
—Gracias— dijo Rafael, antes de que la muchacha cruzara la puerta—. Por ayudarme con el cuello —agregó.
Se sirvió la cena. Micaela apenas probó bocado; necesitaba estar ligera para la próxima etapa de la fiesta, su presentación como soprano. Se excusó con su madrastra antes del postre y dejó el comedor. Seguida por Cheia y Moreschi, compareció en el salón de baile, donde la pequeña orquesta templaba los instrumentos.
Moreschi y Mancinelli se apartaron para resolver ciertas cuestiones, Cheia controló que en cada silla hubiera un programa con el detalle de lo que se cantaría, y Micaela intercambió algunas palabras con la mezzosoprano que interpretaría a Malika y con el barítono que haría de Nilakantha, dos personajes de Lakmé.
Al rato, las puertas del salón se abrieron de par en par y los invitados entraron, con Otilia a la cabeza, del brazo de su sobrino. Micaela le echó un vistazo a Eloy; lucía muy apuesto, su altura y constitución lo distinguían fácilmente del resto. Cabellos rubios, ojos celestes, piel blanca. «La antítesis de Carlo Varzi», pensó. Cáceres se le acercó y la obligó a componerse rápidamente.
—Luce bellísima esta noche, señorita.
Micaela sonrió e inclinó la cabeza.
—¡Qué lástima que el señor Harvey no haya podido venir! —se lamentó ella.
—Sí, una lástima. ¿Qué cantará?
Micaela se acercó a una silla, tomó un programa y se lo entregó. Eloy miró con sorpresa la primera carilla.
—«A la memoria de mi madre, Isabel Dallarizza» —leyó—. Tengo entendido que su madre era actriz.
—Y de las mejores, señor.
Mancinelli los interrumpió con el anuncio del inminente comienzo de la presentación. Micaela comprobó que los espectadores se demoraban en la primera carilla del programa y la comentaban con la persona de al lado. Buscó a Otilia y no pudo evitar una sonrisa al encontrarla muy enojada.
Mancinelli oficio de maestro de ceremonias y anunció la próxima temporada de la divina Four en el Colón. Prosiguió con el comentario resumido de la primera aria, mientras el auditorio escuchaba con la vista en el programa.
Micaela cantó por más de una hora. La selección resultó un acierto y la concurrencia pasó un momento magnífico. La consagración llegó con las dos últimas piezas. Mancinelli explicó que correspondían a la ópera en que Micaela participaría próximamente en el teatro y que, por ser la primera vez que la soprano las interpretaba, constituían un hito en su carrera. Un murmullo invadió la sala y el público se ufanó con la distinción.
La mezzosoprano y, en especial, Micaela lograron, según los críticos presentes, una interpretación acabada y perfecta del dueto Viens, Malika. La dulzura y el brillo de su canto fascinaron a los invitados, y el asombro los embargó cuando Micaela, en la parte final del «aria de las campanitas», con su voz poderosa y extensa, llegó, sin esfuerzos, a la nota más aguda. De pie, la ovacionaron largamente. Rafael, muy emocionado, se le acercó, le besó las manos y le susurró, con voz estrangulada, que su madre se habría sentido muy orgullosa.
Luego vino el baile. Los sirvientes recogieron las sillas, los músicos iniciaron con un vals y las parejas no demoraron en colmar el salón. Micaela recibía sin tregua los saludos de sus admiradores. El director del Colón y los miembros de la Junta Directiva no cesaban de alabarla. Algunos periodistas, invitados por Otilia, querían entrevistarla. Agotada por el asedio, se escabulló al jardín de invierno. Abrió la puertaventana y una ventisca fría la reanimó. Le gustó el perfume fresco del sereno y el cielo estrellado. Se quedó mirándolo, absorta.
—Miss Urtiaga Four —llamó alguien, provocándole un sobresalto.
Era el sirviente de Eloy, del cual no recordaba el nombre.
—¡Señor! —se enojó—. ¡Me asustó terriblemente!
El hombre se aproximó con la actitud servil de un esclavo, y Micaela recordó la noche en La Boca cuando le había parecido verlo en el Daimler–Benz de Eloy. Se disculpó con ella y le indicó que su español era muy pobre; le pidió que le hablara en inglés.
Micaela le preguntó qué necesitaba. El sirviente le indicó que el señor Cáceres la esperaba en el escritorio de su padre e, intrigada, lo siguió sin cuestionar. Eloy se puso de pie al verla entrar y salió a recibirla. Le habló al sirviente en hindi antes de cerrar la puerta tras de él. Imperturbable como siempre, la invitó a sentarse.
—Señorita Urtiaga Four —empezó, y le tomó las manos—. Está usted bellísima esta noche y ha cantado como un ángel. Su voz es el don más extraordinario del que he sido testigo. Su interpretación de la última aria ha sido un canto en el cual, parafraseando a Dante, han puesto mano el Cielo y la Tierra… —así continuó, sin soltarla.
—Por favor, señor Cáceres, no me lisonjee —dijo Micaela, y se liberó.
—Discúlpeme si la he incomodado.
—¿Usted quería hablar conmigo? Su asistente me dijo que quería verme.
—Sí, claro. Presumo que habrá escuchado lo que se comenta entre los invitados.
—Conversé con tantas personas hoy que sinceramente… —se justificó Micaela.
—Siendo usted La Reina de la noche, vanidosa presunción la mía pensar que haya llegado a sus oídos lo que se comenta de mí.
—¿Le sucede algo grave, señor Cáceres? Me preocupa.
—¡No, no, nada grave! En realidad, me alegro de que no haya escuchado nada y de que sea yo el que le dé una noticia que me alegra mucho. En las altas esferas del gobierno se baraja mi nombre para posible Ministro de Relaciones Exteriores.
El comentario inesperado y la desconcertante actitud del señor Cáceres la asombraron. Eloy la miró esperando una respuesta que nunca llegó.
—Quizá —retomó al cabo—, las ansias por progresar en mi carrera me lleven a sobrestimar esta noticia. Entiendo que para usted no signifique lo mismo.
—¡Oh, no, por favor! —Micaela se reprochó la falta de tacto e intentó repararla—. La noticia es importantísima. Sucede que me tomó por sorpresa y no supe qué decir. Por todo lo que hemos conversado, sé las expectativas que tiene puestas en su carrera y conozco los esfuerzos que usted hace. Sucede que nunca pensé que una oportunidad así llegaría tan pronto.
—En gran parte, se lo debo a su padre. Sus conexiones han permitido que mi nombre haya entrado entre los posibles candidatos.
—Estoy convencida, señor Cáceres, de que mi padre ha puesto sus esperanzas en el mejor. Sepa que él jamás lo ayudaría si usted no lo mereciera.
Eloy se mostró complacido y la cara se le iluminó con una sonrisa. Conversaron un rato más y Cáceres aprovechó para contarle que al día siguiente, muy temprano, partiría rumbo al Brasil en misión diplomática.
—Del éxito de esta misión depende, en parte, lo otro —explicó.
Micaela le deseó suerte y le preguntó si regresaría para el estreno de Lakmé.
—Por nada del mundo me lo perdería —aseguró.
Se despidieron, Eloy tenía que regresar a su casa y Micaela a la fiesta. Salió desconcertada del estudio de su padre: si bien había trabado amistad con el señor Cáceres, nunca esperó esa deferencia. Cierto que últimamente lo notaba más caballeresco y atento, y, aunque en ocasiones lo había descubierto mirándola con insistencia, en Eloy encontraba al hermano responsable y preocupado que no tenía.
Lo escuchó hablar con su sirviente en el vestíbulo y se escondió para ver qué hacían. A poco, Ralikhanta volvió con sus guantes, su paletó y su galera, le ayudó a ponérselos y juntos salieron por la puerta principal. Regresó sin ganas al salón de baile. En la entrada, la interceptó Otilia.
—¿Viste a mi sobrino? —preguntó.
—Acaba de irse.
—¡Cómo que acaba de irse! ¿Sin despedirse? ¿Qué le habrá pasado? ¡Y yo que quería contarle lo que se comenta!
—¿Qué se comenta? —sonsacó Micaela.
—Que va a ser el próximo Ministro de Relaciones Exteriores. ¡El próximo canciller!
—¡Oh! —simuló la joven.
Escuchó con estoicismo a su madrastra durante un momento y volvió a la fiesta. Moreschi y Mancinelli le salieron al encuentro y se pusieron a conversar.
—La mujer más linda de la noche no va a rechazarme para este vals, ¿verdad?
Micaela se dio vuelta y se encontró con su tío Raúl Miguens. El hombre esperaba la respuesta.
—Le agradezco, tío, pero estoy un poco cansada. —Y le dio la espalda para continuar con la charla.
—¡Ah, no! —dijo Miguens, divertido—. No voy a aceptar una negativa.
Moreschi y Mancinelli, ajenos a la aversión de Micaela hacia ese hombre, la instaron y tuvo que ceder. Durante la comida, sentada junto a él, había soportado su discurso acerca de la moral y el bien común, endilgado con el histrionismo de un político barato. Su mujer, la tía Luisa, lo miraba extasiada mientras Miguens disertaba. «Se merecen», pensó.
—Supongo que estarás cansada de recibir felicitaciones esta noche —barruntó Miguens, y como ella no agregó nada, el hombre siguió—: Ahora es mi turno para decirte que estuviste maravillosa. Nunca me gustó la ópera, pero de ahora en más me va a encantar; eso sí, solamente las veces que vos cantes.
Micaela ocultó un resoplido y miró hacia otro lado. Pasó un rato en silencio, y creyó que, por fin, su tío se había dado cuenta de que no quería volver a escucharlo. Sus esperanzas se deshicieron cuando Miguens retomó.
—Si no estuviera casado con tu tía —dijo, seriamente—, me casaría con vos.
Micaela se paró en seco y se libró de su abrazo incestuoso.
—Pero yo —aclaró—, ni en un millón de años lo aceptaría. —Dio media vuelta y se fue.
Varzi abrió la ventana de su oficina y volvió al escritorio. Cabecita entró sin llamar, y Mudo aguardó en la puerta hasta que Varzi le indicó que pasara.
—¿Qué hay? —preguntó Carlo.
—Venimos de lo de Marlene —respondió Cabecita—. ¡Mamma mia, la garufa que hay esta noche en esa casa! ¡Un fiestón de la puta madre! ¡Y qué digo casa! ¡Palacio, mejor! ¡Esa mina tiene más guita que los chorros, Napo!
—¿Qué más averiguaron?
—Le tiramos unas viyuyas a un sirviente y nos chamuyó que la fiesta era para que Marlene cantara eso que canta ella.
Carlo miró a Mudo, y el hombre asintió.
—Está bien —dijo Varzi—. Vayan abajo que yo ya voy.
Antes de irse, Cabecita comentó que no había muchos clientes esa noche.
—Cuando no canta Marlene, viene la mitad de gente. —Y salió con Mudo por detrás.
—¡Che, Mudo! —llamó Varzi, y le hizo una seña para que se quedara—. ¿Se metieron en el jardín? —Mudo asintió—. ¿La viste? —El hombre volvió a asentir—. ¿Estaba con el infeliz ese, el tal Cáceres? —El matón negó y Varzi apenas sesgó los labios. Llenó dos copas, alcanzó una al matón y se acercó a la ventana.
—¿Adonde querés llegar? —irrumpió Mudo, en un bisbiseo ronco que habría estremecido a las piedras.
—No sé —aceptó Carlo.
—Dijiste que te ibas a divertir con la hermana del pipiolo Urtiaga Four —insistió el matón—, y que después, cuando te cansaras, te ibas a encargar de él, un laburito más que fácil para vos.
—¡Sí, sí! —saltó Varzi—. No hace falta que me hagas acordar de cada maldita cosa que dije.
—Pero me parece que la diversión con la hermanita de Urtiaga Four todavía no empieza y va para largo.
—¿Que la mejor soprano del mundo cante tangos en un quilombo no te parece divertido?
—Puede ser —convino Mudo—. Pero no es suficiente.
—Para mí, nada va a ser suficiente.
—¿Y?
—¿Y qué? —bramó Carlo.
—¿Cuándo vas a jugar con la hermanita y cuándo vas a pasar por el cuchillo al hermanito?
Mudo tomó asiento y se sirvió otra copa. Le dolía la garganta de tanto hablar, pero necesitaba aclarar ciertos puntos. No le gustaba nada el tinte que tomaba el asunto de Marlene y su hermano. Si de él dependiera, Gastón María Urtiaga Four ya no contaría el cuento. Había creído que, después de que el Napo lo hirió, en cuestión de días le asestaría el puntazo mortal. Pero no había resultado de ese modo. Si Marlene no hubiese aparecido aquella noche con el manojo de joyas, Urtiaga Four ya estaría muerto. Su sorpresiva puesta en escena llevó a Varzi a idear ese estúpido juego que lo complicó todo, a su juicio, innecesariamente. Convencido de que no obtendrían nada del maldito bienudo, Mudo se preguntaba para qué dejarlo vivir un minuto más. La actitud de su jefe lo contrariaba.
—El tiempo corre y el asunto que vos sabes se complica cada vez más —aseguró el matón.
—El tiempo corre —repitió Varzi—. Sí, y con el tiempo no puedo hacer nada.
—Entonces, ¿qué estás esperando? Ese hijo de puta te humilló y te arruinó. Ahora tiene que pagar.
—Vos sabes que lo mejor sería que Urtiaga Four se hiciera cargo del muerto. Tengo el palpito de que puedo convencerlo.
—¡Qué va, Napo! —saltó Mudo, y levantó un poco el tono áspero de su susurro—. ¡No jodás! Sabes mejor que naides que ese bienudo hijo de puta nunca se va a hacer cargo del muerto. Hace mucho que nos conocemos y sabes que siempre te digo lo que pienso. ¿Querés que te diga lo que pienso ahora? —Varzi asintió—. Que estás metido hasta los cardeuses con la Marlene esa y que no querés matar a Urtiaga Four por ella.
—¡Qué decís, Mudo! —vociferó Varzi—. ¿Tás píantao o qué?
—Entonces, ¿por qué mierda no te coges a la soprano esa y te sacas de encima al hermano? No me digas que estás esperando que la papirusa caiga rendida a tus pies. Te mira de una manera que te echa veneno por los ojos. No se te va a acercar nunca. Vamos a hacer esto —propuso—: yo te la traigo mañana a la rastra hasta aquí, la tiras al suelo, le abrís las piernas y te divertís un rato. Después, bien tranquilito, buscas al hermano y lo destripas. Eso sí, antes de destriparlo, que se entere bien enterado de lo que le hiciste a la hermana, con lujo de detalles ¿eh?, como lo habíamos pensado. ¿Te acordás, no?
Varzi se quedó sin aliento. El relato descarnado de lo que él mismo había planeado tiempo atrás lo abrumó; sin embargo, supo ocultar su debilidad frente a Mudo.
—Hecho. Mañana, entonces —acordó.
Mudo asintió y no volvió a hablar durante el resto de la noche.