Capítulo XXVI
A causa de unos asuntos de la Cancillería, Micaela y Eloy llegaron tarde a la fiesta en lo de Urtiaga Four, y, al entrar en el vestíbulo, advirtieron que la mayoría de los invitados se encontraba presente. Regina Pacini se les abalanzó en el recibo.
—¡Buenas noches, señor Canciller! Mi esposo y otros de sus amigos lo esperan ansiosos en el comedor. No sé qué asunto los tiene muy intrigados. Vaya, vaya, nomás. Yo me encargo de su mujercita.
Impaciente por discutir los temas que le interesaban, Eloy saludó a las damas y se evadió rumbo a la sala. Al verlo desaparecer tras los cortinados, Regina adoptó una actitud más confidente, tomó del brazo a Micaela y la guió al estudio de su padre.
—¡Por fin llegaste, querida! —exclamó, una vez cerrada la puerta—. Pensé que ya no venías. Necesito hablar con vos. ¡No sabes la noticia que voy a darte! ¡Estoy que no puedo con la impaciencia!
—Vas a tener que contenerte un poco más. Debo saludar a los invitados. Ni siquiera le dije feliz cumpleaños a mi padre. Además, Moreschi debe de estar esperándome para…
—¡Qué importa todo eso con lo que tengo para decirte! —se exasperó la mujer—. ¡Ya te conseguí amante! —remató.
Micaela se desorientó, pero luego, al recordar la lista de pretendientes de días atrás, rió con ganas, y Regina se ofendió.
—No te vas a reír cuando lo veas —vaticinó la mujer—. Yo misma te lo voy a presentar.
—¿Está aquí, en la fiesta?
—Sí, acabo de conocerlo. No perdamos tiempo; ya me di cuenta de que hay varias interesadas en él.
Micaela y Regina abandonaron el estudio y se dirigieron a la sala. Había mucha gente y resultaba difícil caminar a gusto; gran parte de los comensales se había agolpado en la puerta del comedor ante la inminencia de la cena.
—¡Señora Cáceres! —llamó Harvey, y las obligó a detenerse.
En medio de gestos de hastío por parte de Regina y pellizcos de Micaela, saludaron al inglés, que, sin inmutarse por la presencia de la señora de Alvear, reanudó sus lisonjas e insinuaciones, y pidió a Micaela que le concediera el primer vals.
—Con su permiso, mister —intervino Regina—, pero esta noche, mi amiga está destinada a otros menesteres. No insista.
Nathaniel contempló a Micaela, que se dejaba arrastrar por su amiga, mientras volteaba y le echaba vistazos de niña avergonzada. Harvey insultó por lo bajo.
—¿Cómo has sido capaz de hablarle así al señor Harvey, Regina? —se enojó Micaela—. ¿No te das cuenta de que es el mejor amigo de Eloy?
—Justamente, por ser el mejor amigo de tu esposo debería mirarte como a una hermana y no como a la cereza del postre. ¡Bah! Que no se haga el ofendido, si es más artero que un zorro.
Se toparon con Gastón María y Gioacchina que habían llegado del campo a primeras horas de la tarde. Micaela se alegró al verlos felices y saludables, y con soltura abrazó y besó a su hermano.
—¿Y mi sobrino? Lo trajeron, ¿verdad? —se impacientó.
—Sí, está arriba, en la recámara de tu hermano, con la señora Bennet —respondió la madre—. Si querés, más tarde, te acompaño a verlo. —Lo propuso en un tono dulce y espontáneo que Micaela envidió. «Es perfecta», se dijo.
—Vas a ver a tu sobrino, pero más tarde. Ahora tenés que saludar a otros invitados —insistió Regina, y se alejó con Micaela—. ¡Mira, ahí está! Ese es el hombre ideal para vos —expresó, y señaló a un grupo reunido a unos pasos—. El más alto, el que está al lado de la señorita Ortigoza.
Micaela, divertida con la ocurrencia, se prestó al juego y buscó ansiosa entre los invitados. El más alto, al lado de la señorita Ortigoza. Se aferró al brazo de su amiga al divisar a Carlo Varzi, muy apuesto de smoking, que conversaba con soltura a sólo unos metros de ella; varias mujeres lo rodeaban.
—Vamos, Regina, acompáñame arriba —alcanzó a farfullar.
—¡No, que arriba ni arriba! —La guió en dirección al grupo, se abrió paso y plantó a Micaela frente a Varzi—. Disculpe que lo interrumpa, señor Varzi, pero quiero presentarle a Micaela Urtiaga Four, la amiga de quien estuve hablándole. La divina Four —agregó, oronda.
—La divina Four —repitió Carlo, con una sonrisa—. Un gusto. —Le tomó la mano y apenas la rozó con los labios. Retomó su plática y no la miró nuevamente.
Al volverle la sangre al cuerpo, Micaela atinó a excusarse y abandonó deprisa el salón. Corrió escaleras arriba y se refugió en su antiguo dormitorio, donde se tiró sobre la cama y se largó a llorar. «¿Por qué estoy llorando?». Hundió la cabeza entre los almohadones y se desahogó. El llanto mermó un rato después y sólo quedaron suspiros quejumbrosos y un fuerte dolor de cabeza.
«¿Acaso ha enloquecido para presentarse con ese descaro en casa de mi padre? ¿Y qué con Gioacchina? ¿Habrá venido a verme a mí? No creo. Si quería verme, ¿por qué esperó tanto tiempo? ¿Por qué no me buscó antes? Está aquí por su hermana, no por mí.» La forma en que la había saludado ratificó su presunción, y se desoló. «Jamás voy a poder sacarlo de mi cabeza. No importa qué suceda en mi vida, nunca me olvidaré de él.» Mamá Cheia entró en la habitación sin llamar y se sorprendió al verla recostada y con mal aspecto.
—¡Micaela, hace rato que llevo buscándote! Están por sentarse a comer y tu padre está muy ofendido porque no lo saludaste. Apúrate, te esperan.
Se acomodó el peinado, se retocó el maquillaje y alisó el vestido; bajó muy desganada del brazo de mamá Cheia. En el rellano, tropezaron con la Pacini.
—Veo que la encontraste, Cheia. ¿Dónde te habías metido?
Micaela le indicó a su nana que se adelantara, ella y Regina la seguirían en unos instantes. Cheia se alejó refunfuñando y, hasta que no entró en el comedor, Micaela no se animó a preguntar.
—¿Ya se fue el señor que me presentaste?
—¿Por qué se iría? ¿Acaso no es un invitado? Claro que no se fue: está muy ubicado en una de las mesas, junto a tu hermano y su mujer. Acabo de enterarme que es amigo de Gastón María. ¿Nunca lo habías visto? —Micaela apenas sacudió la cabeza—. ¡Qué hombre! Lo viste bien, ¿no? Me di cuenta el impacto que te provocó. ¿Por qué te fuiste, tonta? Tendrías que haberte quedado, para darle charla. Todas están embobadas con él.
—¿De qué hablaba?
—Contaba que es de Nápoles. Su abuelo es dueño de una compañía naviera. Su familia es de las más antiguas de la región. Entre sus ancestros se cuentan muchas personalidades destacadas en el arte y la política. Sus abuelos viven en uno de los palacios más antiguos y lujosos de la región de la Campania.
Ante el asombro por semejante embuste, Micaela no acertó a articular palabra. Regina le mencionó la cena y se encaminaron al salón. La comida resultó un martirio; sin quererlo, una y otra vez sus ojos se volvían hacia Varzi, que, muy animado en la mesa, no le dirigía un vistazo. Pese a la turbación, se alegró de que Carlo se hallara cerca de su hermana, aunque fuera como un extraño, y se deleitó al comprobar que a Gioacchina le caía en gracia, pues reía con sus comentarios y lo escuchaba atentamente. No pasaron inadvertidas para Micaela las atenciones que Carlo brindaba a su hermana, como tampoco el brillo de sus ojos cada vez que Gioacchina le hablaba o le sonreía. Trató de combatir los celos, pero no lo consiguió; aprovechó la excusa de las arias que entonaría luego, y se marchó a su alcoba.
No deseaba regresar al salón y, menos aún, de pie frente a los invitados, cantar las arias dilectas de su padre; Varzi la intimidaba como a una niña. Inspiró profundamente, se obligó a tranquilizarse y apeló a la mayor concentración para evitar un bochorno. Sin otra posibilidad, abandonó la habitación.
Distinguió luz en el interior de la recámara de su hermano y se acercó animada por la idea de cargar a su sobrino, pero se detuvo de golpe al columbrar a Varzi con Francisco en brazos y la señora Bennet a su lado. Se escondió tras el dintel para espiar por el resquicio de la puerta. La institutriz comentaba acerca de los adelantos del niño, pero Micaela se abstrajo en la imagen de Varzi que sostenía al bebé sobre su regazo. Le resultó extraño el gesto tranquilo de su rostro y que sonriera todo el tiempo, maravillado. Besó a Francisco repetidas veces y le murmuró cosas imposibles de escuchar.
—Es tan parecido a usted, señor —aseguró la institutriz—. Mire, sus mismos ojos.
—No diga eso, señora Bennet.
Micaela advirtió el cambio en Varzi, la voz más grave y la mirada endurecida, y aguzó el oído para no perder palabra.
—Francisco tiene sus mismas facciones, señor. ¿Por qué no voy a decírselo si es la verdad?
—Porque yo soy igual a mi padre.
La mujer, desorientada, recibió al niño.
—Como siempre, señora Bennet, estaremos en contacto. Cualquier cosa, me avisa. —Carlo sacó la billetera y dejó dinero sobre la cama—. ¿Mi cuñado trata bien a Gioacchina? Quiero decir, ¿le pega o le grita?
—¡No, señor Varzi, quédese tranquilo! El señor Gastón María ha cambiado mucho y para bien. Se nota que quiere a su hermana y jamás he visto u oído que la trate mal o le grite. Estamos muy tranquilos en el campo. ¿Cuándo nos visitará otra vez en la estancia, señor?
—Urtiaga Four no quiere que vuelva al campo por el momento. Pero yo tenía muchas ganas de ver a mi hermana y lo obligué a que me invitara esta noche. Gionachina no sabe quién soy y tengo que aprovechar las escasas oportunidades que se presentan para verla sin levantar sospechas.
—Si quiere, señor, usted puede ir al pueblo que está cerca de la estancia y hospedarse en la posada. Con alguna excusa, yo le llevaría a Francisquito para que lo viera.
—Ya veremos, señora Bennet, ya veremos.
Micaela se apresuró a desaparecer cuando Varzi se despidió de la inglesa.
«Pero yo tenía muchas ganas de ver a mi hermana y lo obligué a que me invitara esta noche.» Ilusa si por un instante había imaginado que Varzi se encontraba en casa de su padre para verla a ella. Carlo Varzi jamás le perdonaría la traición con Cáceres. Su actitud, displicente y fría, hablaba por sí sola, y reproche era lo único que Micaela distinguía en las maneras de su antiguo amante. Se enfureció cuando las escenas de Carlo y Sonia, juntos en la cama, le volvieron a la cabeza. Bajó deprisa los últimos peldaños y entró decidida en el salón de música. La ira la ayudó a enfrentar al auditorio sin inhibiciones.
Aún la aplaudían cuando divisó a Carlo escabullirse hacia el hall; le costó abandonar la sala y dirigirse tras él. Cáceres la siguió con la mirada, pero alguien se acercó a felicitarlo por su gestión como canciller y la perdió de vista. A pesar de que el hall se hallaba en penumbras, Micaela supo de inmediato que Varzi no estaba allí y cruzó en dirección al jardín de invierno.
Carlo había salido a la terraza y fumaba impasiblemente apoyado sobre la balaustrada, con la vista fija en la luna llena. Apagó el cigarro antes de terminarlo y volvió la mirada al jardín. Se maravilló con la imponencia de los cipreses, la hermosura de la fuente y los parterres bien cuidados. En un instante, el embeleso se tornó en mortificación, y, mal predispuesto, decidió volver a la fiesta.
Se quedó de una pieza al descubrir a Micaela en la puerta, que lo observaba inmutable. Lucía pálida, ¿o era el reflejo de la luna sobre su piel? Los ojos le brillaban con melancolía. Consiguió reponerse, dominar la sorpresa y apaciguar la excitación.
—No sé qué estoy haciendo aquí —la escuchó decir.
Carlo avanzó unos pasos y se detuvo muy cerca; la contempló largamente antes de hablar.
—Yo sí sé que estás haciendo aquí. Marlene —susurró, un instante después—. Mi Marlene.
Los ojos de Micaela se colmaron de lágrimas incontenibles, que cayeron por sus mejillas hasta que Carlo las secó con la mano.
—Es un desperdicio —aseguró él—. Buenos músicos, mucho espacio, la mujer más hermosa que vi alguna vez, y no puedo bailar un tango con ella. —La tomó por la cintura y la atrajo hacia su pecho—. Vení a casa. Pasemos la noche juntos. Te extraño, Abelardo y yo te extrañamos, a vos y a Eloísa.
—Carlo, por favor —rogó, sin convicción—, déjame. ¿No te das cuenta de que mi esposo está a unos metros de este lugar?
—¿Tu esposo? ¿Ese mentecato afeminado que no te miró siquiera una vez? ¿Ese te preocupa? Con tu hermosura, yo no te habría dejado un segundo. ¡No me hables de tu esposo! ¡No lo menciones!
—¡Y de quién tendríamos que hablar, entonces! —prorrumpió, y se separó de él—. ¿De Sonia? ¿De Sonia y de tus amoríos con ella?
—Sonia está muerta —afirmó Carlo—. Sí, muerta —repitió, ante el azoro de Micaela—. La tarde que nos encontraste, la eché de mis locales, le dije que no la quería en el Carmesí ni en ningún otro lado. Se marchó al día siguiente y supe después que la había asesinado el «mocha lenguas».
Micaela intentó retornar a la mansión, pero Carlo la tomó de la mano y la arrastró hasta la balaustrada, donde la apoyó y la encerró entre sus brazos. Casi le rozó los labios al decirle:
—Nunca me diste la oportunidad de explicarte lo que sucedió esa tarde.
—Nunca te di la oportunidad porque no había nada que explicar. Sos el tipo de hombre que si no tiene un serrallo no puede vivir, y yo no estaba dispuesta a aceptar esa regla de juego.
—Durante el tiempo que fuiste mi mujer, nunca estuve con otra. —Micaela quiso replicar, pero Carlo la acalló con un dedo sobre la boca—. Déjame hablar, Marlene. Esa tarde, la tarde que me encontraste con Sonia, te había mandado buscar con Cabecita. Como los días anteriores, volvió solo y me dijo que no podías venir. Mejor dicho, que no querías venir. Hacía tiempo que me evadías, que no deseabas verme. Me molestaba tu actitud de nena caprichosa, pero más me molestaba no tenerte entre mis brazos, no poder besarte y hacerte el amor. Me desesperé, me llené de coraje e indignación. Te odié por no querer estar conmigo, por negarme tu cara, tu cuerpo, tu pasión. En ese momento, llegó Sonia y…
—Y el señor no pudo contener su excitación, y, como los animales, se dejó llevar por el instinto. ¿A quién querés engañar, Carlo? Sé muy bien cómo sos, sé que lo único que te interesa es la carne. Ves a la mujer como a un instrumento capaz de satisfacer tu necesidad sexual. Y yo, como idiota, caí bajo tus encantos. Me gustaría saber qué habría sucedido si me encontrabas a mí con otro en la cama.
—¡Te habría matado!
—Sos un descarado. Yo tengo que comprender tu engaño porque estabas lleno de coraje y odio. En cambio, si me hubieras encontrado con otro, me habrías matado. Sos el machista por antonomasia, Carlo Varzi. Te desprecio. No quiero volver a verte. ¡Soltame, tengo que volver a la fiesta con mi esposo!
—¡Te dije que no lo mencionaras enfrente de mí!
Micaela se replegó contra la barandilla. Carlo tenía el rostro encarnado y abría muy grandes los ojos.
—Me traicionaste con ese pelele de mierda y, ya ves, no te maté todavía, aunque ganas no me faltan. —La sujetó por el cabello y le rodeó la cintura—. No soporto pensar que te toca, que te besa; me vuelvo loco imaginando que te hace su mujer. ¡Ah, lo degollaría! ¡Lo odio y te odio a vos por haberte entregado a él!
No obstante el esfuerzo por reprimirse, Micaela comenzó a sollozar y a temblar. La furia de Carlo la atemorizaba y la desconcertaba a la vez. Los celos lo habían sacado de sí. ¿Celos de machista con orgullo mancillado o celos de hombre enamorado?
—¿Por qué viniste esta noche a casa de mi padre? —preguntó, entre lágrimas—. Para ver a tu hermana, ¿no? Para verla a ella y a tu sobrino.
—¡Estúpida! A Gioacchina y a Francisco los veo cuando quiero. Esta noche vine a verte a vos.
—¿Y por qué no me buscaste antes? Pasaron muchos meses desde la última vez que nos vimos.
—¿Te olvidas que, en un principio, te busqué, te mandé flores, cartas, y que nunca me respondiste?
—¿No te das cuenta de que no quiero nada con vos? ¿Por qué volvés ahora? ¿Para atormentarme, para quitarme la paz? ¿Por qué ahora? ¿Por qué?
La voz de Eloy que llamaba a Micaela rompió el sortilegio, y, aunque Carlo tuvo la intención de escabullirse al parque, ella se desembarazó de él y, antes de correr hacia la mansión, le ordenó en un susurro acerado:
—No vuelvas a molestarme. Déjame en paz.
Columbró la figura de su esposo en el jardín de invierno y se acercó con presteza.
—Micaela, hace rato que estoy buscándote —manifestó Cáceres—. ¿Dónde te habías metido?
—Necesitaba un poco de aire fresco y salí a la terraza. Vamos, ahora quiero estar en la fiesta.
Regresó a la sala del brazo de su esposo y, en lo que restó de la noche, no volvió a ver a Varzi.
—Soy un idiota —dijo Carlo, medio escondido detrás de un ligustro, mientras la observaba reintegrarse a la fiesta junto a Cáceres. No volvería a entrar, no señor. Antes muerto que verla bailar con el bienudo. Cabecita y Mudo se sobresaltaron cuando Carlo subió a la parte trasera del automóvil y dio un portazo.
—¡Ey, Napo, flor de julepe nos diste! —se quejó Cabecita—. ¿Qué pasó? ¿Ya se terminó la garufa? Por la jeta que traes, parece que no te fue nada bien con Marlene. ¡Ay! —exclamó, cuando Mudo le asestó un codazo.
—Cerrá el pico, Cabeza —amenazó Varzi—, y llévame a casa.
Al pasar cerca del portón principal, Carlo volteó a mirar. El brillo reinante en el interior de la mansión se delataba a través de las ventanas, y el recuerdo del boato del lugar y del refinamiento de la gente lo pusieron de mal humor. ¡Cuánto lujo y derroche! El mejor champán, comida exótica, las mujeres mejor vestidas, los hombres más distinguidos. El salón de baile logró impresionarlo, refulgente con sus molduras en oro, sus arañas con centenares de caireles, el piso de madera bruñida, los exquisitos adornos, los óleos y las esculturas. Escuchó hablar en francés y en inglés. Las mujeres comentaban su último viaje a Europa y se lamentaban por la guerra, que no les permitía regresar de compras. Los hombres, cigarro en mano, polemizaban acerca de la Ley Sáenz Peña que pondría al país en manos de la gentuza.
«La gentuza», repitió Carlo para sí, «yo soy la gentuza.» Mudo tenía razón, Marlene nunca dejaría ese entorno rutilante. «¿No te das cuenta que esa mina no pertenece a nuestro mundo? Ella se casó con Eloy Cáceres, el Canciller de la República… Ella es de la jailaife y ahí se va a quedar. Así son éstas.» Además, ¿qué tenía él para ofrecerle? Por más que cambiara de vida, jamás alcanzaría su nivel.
—Che, Napo —retomó Cabecita—, ¿cómo la encontraste a Marlene? ¿No es cierto que está desmejorada?
—No sé —respondió Carlo, lacónico.
—¿Será porque trabaja mucho? Todo el día de aquí para allá, no para un segundo. Si no está en el Colón, tiene algún compromiso. A su casa no llega sino hasta la noche y…
—Ya sé todo eso —interrumpió Carlo.
—Sí, claro. Che, Napo, ¿estaba linda? Con Mudo, apenas la vimos cuando entró. ¿Qué tal, estaba linda?
—No me fijé.
—Durante este tiempo que estuvimos siguiéndola, Mudo y yo nos dimos cuenta de que, día a día, tiene peor cara. Tendrías que estar contento, por lo menos se nota a leguas que Cáceres no es bueno en la cama, si no, tendría que estar resplandeciente.
—¡Me hartaste! —vociferó Carlo; lo tomó por el cuello y lo obligó a frenar de súbito—. ¡Te dije que cerraras el pico porque no estoy para jodas! ¡Bájate del auto y volvé caminando! ¡Dale, que no tengo toda la noche!
Mudo tomó el lugar de su compañero, arrancó el automóvil a toda prisa y dejó a Cabecita en medio de la calle.
—Me parece que se te fue la mano —intervino Mudo—. Cabecita quería levantarte el ánimo.
—¡Que le levante el ánimo a su abuela!
Sobrevino un silencio en el que Mudo reflexionó la conveniencia de platicar con su jefe. A punto de desistir, se le ocurrió preguntar por Gioacchina.
—¿Cómo están tu hermana y Francisco?
—Ellos están bien.
—Entonces, ¿qué carajo te pasa? Es por Marlene, ¿no? Conmigo no simules, Napo, te conozco. —Luego de una pausa, agregó—: ¡Menos mal que no ibas a la garufa para verla a ella! —Carlo lanzó un gruñido y dio vuelta la cara—. ¡Qué berretín que tenés con esa paica! ¡Mamma mia, pareces un nene encaprichado con un juguete!
—No te preocupes, Mudo, hoy me di cuenta de que Marlene, mejor dicho, que Micaela Urtiaga Four es un imposible. No voy a volver a insistir.
Esa noche, después de la fiesta, Eloy la visitó en su alcoba. Micaela se extrañó, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez. También se incomodó, y deseó que hablara rápidamente y que la dejara sola.
—Seguí con lo que estabas haciendo —le indicó su esposo, y se sentó próximo a ella.
Micaela volvió a la toilette y continuó cepillándose. Por el espejo, advirtió que Eloy la miraba con deseo y sintió repulsión. Se asustó cuando su esposo habló.
—Estabas muy hermosa esta noche. No hubo uno en la fiesta que no te admirara. Tengo que confesarte que me sentí orgulloso, pero también me dieron muchos celos; no pude evitarlo. —Caminó hacia ella, se arrodilló y puso la cabeza sobre su regazo—. Micaela, mi amor, sé que te he descuidado que te he desatendido. Perdóname. Decime que me perdonas.
—Eloy, por favor…
—No soporto que otros hombres te miren. Esta noche, más de uno te habría llevado gustoso a la cama.
—¡Eloy, basta!
—Es cierto, ¿por qué vamos a negarlo? Alguno de ellos podría darte lo que yo no. Soy un egoísta por no permitirte tener un amante que satisfaga tus deseos de mujer, pero te juro, mi amor, no tolero la idea de que otro te ponga un dedo encima. Perdóname.
—Prometí que no te dejaría y voy a cumplir mi palabra. Pero vos no cumplís la tuya. —Eloy levantó el rostro y miró sin entender—. ¿Te olvidas que prometiste consultar a un médico? Cada vez que te pregunto o te menciono el tema te irritas y cambias la conversación. Yo comprendo, es una cuestión humillante, pero debes hacer algo para recuperar tu virilidad. No podes dejarte vencer.
—Quizá nunca pueda curarme —aseguró Eloy, y se puso de pie—. El doctor Manoratti no me dio esperanzas.
—¿Por qué no me lo dijiste? Yo tengo derecho a saber.
—¿Y para qué querés saber, eh? ¿Para dejarme? ¿Para irte con otro que pueda satisfacer tus deseos carnales?
—No creo merecer este sarcasmo. No voy a soportar tu grosería. Te ruego que dejes mi habitación, quiero estar sola. —Micaela abandonó la silla y señaló la puerta—. Por favor, estoy muy cansada.
Eloy se tomó la cabeza y cerró los ojos.
—Perdóname, mi amor —dijo, y se acercó a ella—. Perdóname, soy un cretino, un tirano. ¿Cómo voy a tratarte así? ¿Cómo, si te adoro? No quiero perderte, por eso actúo como un patán. Me muero si te pierdo.
«¿Qué hago, Dios mío? Esto es una farsa. No puede seguir.» Se le agolparon las palabras en la boca, pero no halló valor para confesarle que no lo amaba, que nunca lo amaría, aunque superara la enfermedad. La desesperación de Cáceres la obligó a desistir.
—No te atormentes. Vamos a consultar a otros médicos, alguna cura debe de existir.
Eloy le dio la espalda y caminó hacia la ventana.
—Voy a visitar a un médico francés muy famoso —dijo—, que Manoratti me recomendó. Se llama Charcot. La guerra lo ahuyentó de su país. Por ahora, está radicado en Buenos Aires. El es mi última oportunidad.
Micaela conocía muy bien al doctor Charcot. Amante de la ópera y fanático de la divina Four, habían compartido decenas de veladas y fiestas en París. Sabía de las técnicas del francés, objetadas por la medicina tradicional. El hipnotismo, el mesmerismo y las teorías de un tal Freud constituían sus herramientas para curar. ¿Creería Manoratti que el mal de Eloy no era físico sino psíquico? Micaela calló la amistad con el médico y se limitó a conceder su apoyo a Cáceres sin mayor entusiasmo.
Esa noche durmió mal y de a ratos. Dio vueltas en la cama, atormentada por su matrimonio, por la enfermedad de Eloy y el encuentro con Varzi. A la mañana siguiente, no tenía ganas de levantarse. Cheia la sedujo con un baño de sales que prepararía de inmediato. Se envolvió en la bata y, atraída por los ruidos del exterior, miró a través de la ventana. ¡Qué distinto ese paisaje céntrico al de París! ¡Qué distinto, incluso, al de la casa de su padre! El día, gris y lluvioso, no colaboraba con su desaliento. Odiaba la calle San Martín, angosta y vieja; carretas, galeras y el tramway la tornaban intransitable y fragorosa. En medio de la congestión, un tranvía se detuvo frente a su casa, y descubrió con sorpresa que el mayoral tocaba un tango con la corneta. «Es un desperdicio, recordó. Buenos músicos, mucho espacio, la mujer más hermosa que vi alguna vez, y no puedo bailar un tango con ella.» «Carlo Varzi, ¿por qué tuve que conocerte?». Volvió la mirada a la habitación y le pareció fea y sórdida.
La lluvia la persuadió de pasar la tarde en casa, y mandó un mensaje a Regina donde declinaba su invitación. El convencimiento de que su amiga comentaría acerca de Varzi le esfumó las pocas ganas que tenía de verla.
Ralikhanta se apersonó en la sala y anunció al señor Harvey. Micaela hizo un mohín, y el sirviente se aproximó para susurrarle:
—Aún no he dicho al señor Harvey que mi señora se encuentra en casa. No debería recibirlo si no se siente bien. Luce pálida. ¿Desea un poco de té?
Micaela le sonrió con ternura.
—Gracias, Ralikhanta, pero voy a recibirlo. Decile que pase.
Al ver a Nathaniel, Micaela se dio cuenta de que acababa de afeitarse y de cortarse el pelo; con seguridad, el traje era nuevo. Al acercarse a ella y besarle la mano, su inclinación desprendió un aroma a lavanda que inundo el espacio a su alrededor.
—Eloy no se encuentra, Nathaniel —informó la joven—. Y estoy segura de que va a volver muy tarde esta noche.
—No vine a ver a Eloy. Vine a verla a usted.
—Ah.
Micaela lo invitó a sentarse en el canapé; ella, en cambio, ocupó el sillón de tres cuerpos, lo más alejada posible. Ralikhanta trajo el servicio de té y lo dejó sobre una mesita, cerca de su señora. Nathaniel aguardó la ausencia del indio para volver a hablar.
—Luce muy hermosa hoy. El verde le sienta más que bien. Realza el color de sus ojos. Gracias —dijo, cuando Micaela le alcanzó la taza—. ¿Podría preguntarle de qué color son sus ojos? Por más que me empeño, no puedo descubrirlo.
—No tienen un color definido. Son como los de mi madre —respondió, sin mirarlo.
—Me parece que son violeta. —Harvey dejó la taza, se ubicó al lado de Micaela y le acercó el rostro—. Sí, definitivamente son violeta, y muy hermosos. Toda usted es hermosa. —Le tomó la mano y se la besó—. Micaela, necesito confesarle que la adoro.
—¡Por favor, señor Harvey! —Y se puso de pie—. Usted es el mejor amigo de mi esposo, ¿cómo es posible una traición como ésta?
—Justamente —afirmó—. Por ser el mejor amigo de su esposo, sé que él no puede hacerla feliz. Conmigo, en cambio, podría gozar como nunca imaginó. ¡Ah, Micaela! ¡No puedo reprimir más este deseo! ¡Si fueras mía, ese gesto de tristeza se borraría de tu rostro! ¡Sé mía!
—¡Señor Harvey! ¡He soportado suficiente! Voy a pedirle que deje en este instante mi casa y que no regrese jamás.
—¿Sabes por qué me enloqueces? Porque te resistes. Siempre estás a la defensiva, en actitud huidiza; te quiero atrapar y te me escapas como agua entre los dedos. Me vuelves loco cuando te haces rogar. Como anoche, que no quisiste bailar conmigo. No pude dormir pensando en ti, en tu cuerpo desnudo sobre el mío…
—¡Por Dios! —exclamó Micaela—. ¡Cállese! ¡Deje de decir estupideces y márchese!
—¿Por qué te niegas a ser mi mujer? Eloy no puede ni quiere tocarte. Yo sí. ¡Te deseo, te deseo tanto! Déjame besarte, internarme en tu boca, jugar con tu lengua.
—¡Ralikhanta! —bramó, en el instante en que Harvey intentó avanzar sobre ella.
—Quisiera saber con quién estás acostándote para rechazarme. Lo mataría con mis propias manos.
—Ralikhanta —dijo Micaela, cuando el sirviente se apersonó en la sala—, acompaña al señor Harvey. Ya se va.
—No creas que te libraste de mí —aseguró el inglés, antes de marcharse.
Ralikhanta lo siguió hasta el vestíbulo y trancó la puerta. Volvió donde su señora y la encontró lloriqueando. Imperturbable, le acercó una taza de té.
—Gracias, Ralikhanta —dijo, y bebió—. No quiero que comentes con nadie este penoso incidente.
—Disculpe mi impertinencia, señora, creo que el señor Cáceres debería enterarse de lo que acaba de suceder.
—No, Ralikhanta. Estoy harta, no quiero saber nada de discusiones y conflictos. ¿Quién sabe la versión de los hechos que Harvey le daría? No, Ralikhanta, no quiero más problemas.
—Está bien, señora, comprendo perfectamente. Mientras el señor Cáceres no esté en la casa, no dejaré entrar al señor Harvey. —Micaela asintió—. Pero déjeme aconsejarle algo. Aléjese de Harvey. Es un mal hombre, perverso y siniestro. No permita que vuelva a acercársele.
Dio media vuelta, recogió el servicio de té y se marchó a la cocina.