Capítulo XII
En todo este embrollo con Varzi, lo más difícil era escabullirse de la mansión sin levantar sospechas. Los días que cantaba en el Carmesí se tornaban un infierno hasta que, sorteados los compromisos y las preguntas indiscretas, se dirigía al burdel conducida por Pascualito.
Mamá Cheia se quedaba con el corazón en la boca, rezando el rosario, y se preguntaba si lo que Micaela hacía era pecado, e, inclinada a creer que sí, se mortificaba, segura de que, terca como era, jamás lograría convencerla para que se confesara con el padre Miguel. Paradójicamente, el más calmo resultaba el maestro Moreschi, quien, a pesar del pánico que le causaba saberla en medio de un ambiente tan peligroso, aceptaba la situación. Se convirtió en su principal encubridor, e inventaba salidas que lo obligaban a pasar varias horas fuera de la mansión sin rumbo fijo. No obstante, tenía varios conocidos y allegados en Buenos Aires, incluso, un amigo de la juventud, Luigi Mancinelli, dueño de la Gran Compañía Lírica Italiana, de gira por Sudamérica, que tenía en el Colón su destino más importante. Alessandro y él planeaban la próxima presentación de la divina Four, aunque Moreschi sabía que, hasta dentro de cuatro meses, su protegida sólo cantaría tangos.
Micaela, por su parte, simulaba un espíritu alegre y una actitud positiva. Por más que la situación la sumía en la mayor de las zozobras, no quería que la vieran desmoronada. Sensaciones extrañas y encontradas la martirizaban. Los días que cantaba en el burdel, la torturaba una ansiedad inexplicable, semejante a un fuerte anhelo que se contraponía con lo que debía experimentar. Se trataba de un sentimiento nuevo que ni los más famosos escenarios ni los aplausos más fogosos le habían provocado. El asunto con Varzi la afectaba tan íntimamente, la trastornaba de tal forma, que se sorprendía del cambio de su propia naturaleza, tradicionalmente firme, juiciosa y sosegada.
Se le hizo costumbre no ver a Varzi entre el público. Lo buscaba en los recovecos más oscuros y en la penumbra de la planta alta, pero nunca lograba divisarlo. Sin embargo, y como surgido de la nada, el proxeneta, o cafishio, según la jerga de los parroquianos, se le abalanzaba cuando ella dejaba el escenario y la arrastraba hasta la pista de baile. Sin esperar, Cacciaguida y los músicos tocaban alguno de los tangos favoritos del jefe. La mente de Micaela comenzaba a girar, mientras su cuerpo lo hacía a manos de Varzi, y, por más que la danza se asemejaba más a un duelo en el cual cada uno quería demostrar quién era el dominante, su coreografía descollaba por lo armoniosa y estética.
—Alguna noche de éstas —dijo Moreschi—, te acompaño a ese lugar. El Carmesí, ¿verdad?
—¿Se volvió loco, maestro? ¡Ni se le ocurra! ¡Se lo prohíbo!
—¿Por qué? —se obstinó Alessandro—. Sabes que me gusta bailar el tango y lo hago bien. Tengo deseos de bailar. Aún recuerdo con alegría las veces que lo bailaba con Marlene o contigo en el bistro del Charonne.
—O en el boliche de la rué Fontaine —acotó Micaela, llena de nostalgia—. Ése era el que más le gustaba a Marlene.
—¡Qué bien bailaba Marlene! ¡Qué ganas tengo de bailar de nuevo!
—¿No se da cuenta de que es peligroso que se exponga? —retomó Micaela, para dejar de lado los recuerdos—. ¡No, de ninguna manera! Usted se queda aquí.
—En realidad, te confieso, me mueve otro deseo, además del tango. Quiero conocer a ese hombre, Carlo Varzi.
—¿Para qué? Ya le dije todo lo que se puede saber de él.
—No creo que sepas todo acerca de él. Me parece que detrás de ese hombre hay algo más. ¿No piensas que esta situación es demasiado absurda e ilógica? ¿Tú, cantando tangos en un burdel para pagar las deudas de tu hermano? No tiene sentido.
—Ese pensamiento me martiriza día y noche. Sí, es cierto, yo también lo he notado.
—Y ahora —continuó Alessandro—, esa manía de bailar contigo. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Sólo para humillarte y rebajarte?
—¿Qué insinúa, maestro?
—No, no insinúo nada. Sólo me hago preguntas y no encuentro respuestas. ¿Y todo por una deuda de juego? Me cuesta creerlo. Hablamos de un hombre acostumbrado a esas lides.
—Téngalo por seguro —acotó la joven.
—Se trata de un hombre que vive rodeado de personas que le deben. Estimo que el dinero debe correr como agua en las mesas de juego y más de uno debe salir quebrado del Carmesí. ¿Con cada jugador se ensañará de esta manera? —Al cabo, se preguntó—: ¿Qué quiere Carlo Varzi, en realidad?
Micaela, apremiada por el planteo de Moreschi, intentó, en vano, buscarle una explicación. Las conjeturas surgían confusas y sin lógica; presentía que al hombre lo movían la furia y la venganza, quizá, el deseo de humillarla. La forma en que la tomaba entre sus brazos, la manera en que la miraba, lo brusco que era por momentos, sus frases cargadas de ironía: evidentemente, Varzi era un hombre despechado.
Casi un mes más tarde, Micaela recibió noticias de Gastón María que la intranquilizaron. Supo que había abandonado la estancia de Azul y, junto a un grupo de amigos, se había marchado a Alta Gracia, una ciudad de Córdoba. Pronto conoció el motivo de esta sorpresiva partida. Eloy le contó que en ese lugar acababa de inaugurarse un casino, cerca del Sierras, el hotel más lujoso de la zona. Abrumada por la idea de que su hermano continuaba en el vicio, Micaela perdió la compostura. Eloy, muy caballeresco, trató de reanimarla. Le ofreció una bebida fuerte y tomó sus manos frías.
—¿Qué pena la aqueja, señorita? Hace tiempo que noto que usted no es la misma.
Segura de que podía contar con la discreción de Eloy, pensó confesarle la verdad. Además, la impulsaba la creencia de que él sería su mejor asidero. Con todo, guardó silencio.
En el camerino, las prostitutas conversaban y se lamentaban por sus cuitas. Apartada, Micaela escuchaba con atención a esas mujeres incultas y groseras al hablar. Tal como le había sucedido con Cabecita y los músicos, les entendía poco, aunque, con el paso de los días, se acostumbraba a ese argot de malevos y meretrices.
Ellas no reparaban en su presencia. Sólo Tuli le hablaba, que, embelesado con su belleza y cualidades de cantante, no cesaba de elogiarla. Le destinaba mucho tiempo, y, a pesar de la diferencia que hacía, las prostitutas no le reclamaban. La aparente apatía ocultaba, en realidad, admiración y respeto, fundados no sólo en su canto magnífico, sino en el convencimiento de que era la nueva mujer de Varzi. En cierta forma, le estaban agradecidas porque había conseguido sacar a Sonia del Carmesí. Nunca habían soportado su vanidad y desdén.
—Me parece que al Mudo, el «mocha lenguas» le cortó la suya —comentó una de las más jóvenes.
Micaela levantó la vista y estuvo a punto de preguntar qué era el «mocha lenguas».
—¡No, qué va! —respondió otra—. Anteanoche, cuando me tomó por sorpresa, me metió un chupón que casi me ahoga. ¡Y te juro que tenía lengua!
—¿Te lo llevaste a la catrera?—quiso saber la más vieja de todas.
—¿Y qué querías que hiciera? Me tiró unas viyuyas. Migajas nomás, pero no me animé a quejarme.
—Yo creía que el Mudo no chamuyaba porque no tenía lengua. Dicen que alguien se la cortó de un cuchillazo.
—¡No seas terca! Te digo que tiene una y muy grande —insistió la que se había acostado con él—. Si no habla debe de ser porque no tiene nada que decir.
—Dicen que con el único que habla es con el Napo, pero yo nunca los vi chamuyando.
—Más que haberle cortado la lengua el «mocha lenguas», a mí me parece que Mudo es el «mocha lenguas» —dijo una chica nueva que, por lo general, permanecía callada.
—¿Qué decís, Mabel? —saltaron las otras al unísono.
—¡Ah, no sé, che! A mí ese hombre me da mala espina. Yo lo esquivo. Cada vez que lo veo me meo del julepe.
—Entonces, mejor anda usando pañales, queridita, porque lo vas a ver seguidito por acá.
Las demás lanzaron una carcajada, y Micaela volteó para ocultar la risa. Entró Tuli y quiso saber el motivo de la jarana.
—Hablábamos del Mudo —respondió Mabel, la nueva—. ¿Tenés idea si es mudo de nacimiento?
—No —dijo Tuli—. ¿Vieron ese tajo que tiene en la garganta? Bueno, un compadrito de Palermo se lo hizo hace mucho tiempo y lo dejó mudo. El Napo le salvó la vida en esa oportunidad y mató al tipo que lo hirió. De ahí en más, el Mudo lo ve al Napo como a un dios. Le es más fiel que un perro. Hay quienes dicen que lo han escuchado hablar con él, con voz ronca, muy fea.
—Tuli —llamó Micaela, una vez que las muchachas se hubieron ido.
—¿Sí, princesa?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¡Cómo no, princesa! Usted sabe que soy su doncella más fiel. Pregunte no más.
—¿Qué es ese asunto del… «mocha lenguas»? ¿Es así? ¿«Mocha lenguas»?
—¡Ay, mi querida! Ése es un asunto que nos tiene mal a todas. ¿No leíste nada en el diario?
—No, no leo los diarios. ¿De qué se trata? —insistió, impaciente.
—Se trata de un asesino de prostitutas. Las degüella y les corta la lengua. —Micaela hizo un gesto de espanto—. Sí, mi querida. Vaya una a saber qué alma tan atormentada tiene ese hombre para hacer algo así. Ya mató a muchas, no sé a cuántas.
—¿Se sabe algo? Me refiero, ¿la policía sabe algo?
—La cana no sube nada. No tiene ni una pista. Parece que el hombre es muy precavido. Dice el diario que trabaja como un cirujano. Corta la lengua con mucha prolijidad. Lo más aterrador de todo es que se lleva la lengua con él, porque la cana nunca la puede encontrar.
Micaela se estremeció. Ella, en medio de esas prostitutas, bien podía ser víctima del «mocha lenguas». El temor dio lugar a la rabia: sus penas y angustias se debían a Gastón María que, para ese momento, malgastaría el dinero en Alta Gracia. Tuli notó su turbación y se apresuró a darle ánimos.
—Marlene, querida, no tengas miedo de nada. Vos no. Varzi te cuida como si estuvieras hecha de oro. El no va a dejar que nadie te ponga un dedo encima. Vos sos su mujer ahora.
—¡Qué! —exclamó la joven, y se puso de pie—. ¿Su mujer? ¡Yo no soy la mujer de nadie! ¡De nadie! ¿Me entendiste?
Tuli dio un paso atrás. Marlene, siempre delicada y prudente, lo sorprendió con ese arranque de furia. La miró extrañado: sólo una demente podía rechazar a un hombre como el Napo, rico y buen mozo.
Micaela comprendió que había sido una grosera con la persona menos indicada. Junto con Cacciaguida, Tuli era el único que la trataba con afabilidad y respeto. Se recompuso y le pidió perdón.
—¿Por qué dijiste que soy la mujer de Varzi? —quiso saber.
—Bueno, todos lo piensan.
«¿Todos?», se descorazonó Micaela.
—Lo que pasa —continuó Tuli—, es que te mira de una forma que te come. Además, solamente baila el tango con vos y no deja que ningún otro te saque a bailar.
—¿Y por ese motivo crees que soy su mujer? Pues entérate, Tuli: yo no soy la mujer de Varzi ni de nadie. Decíselo a todos: Micae… Marlene no es de nadie.
Tuli se retiró y ella se quedó para terminar de arreglarse.
«Él no va a dejar que nadie te ponga un dedo encima. Vos sos su mujer ahora.» Si el propósito de Varzi era humillarla, ¡por Dios que lo estaba consiguiendo!
Salió del camerino convencida de que no aceptaría otro tango con él. Le pareció obvio que la gente pensara estupideces si los veía bailar como lo hacían, y sintió vergüenza al recordar las manos de Varzi ajustadas a su cintura.
En el salón no cabía un alfiler. La popularidad de Marlene había sobrepasado los lindes de La Boca, y público de otros arrabales llegaba para escuchar su voz y admirar su belleza. Como cada noche, Mudo la escoltó para protegerla de los desaforados. Micaela echó un vistazo fugaz al rostro desagradable de su guardaespaldas, recordó el comentario de Mabel y pensó que quizá se encontraría más segura con ese hombre lejos de ella. Si no era el «mocha lenguas», tampoco tenía cara de santo.
Desde la primera presentación, el repertorio había crecido considerablemente. Carmelo, Cacciaguida y Micaela habían trabajado duro en la composición de nuevos tangos, con arreglos originales que gustaban al público pese a haber mitigado el carácter grosero y pícaro de algunas letras. El matiz triste, taciturno y melancólico prevalecía aún en cada estrofa.
Subió al escenario, y los hombres prorrumpieron en aplausos. Algunos le arrojaron claveles, otros insistieron en sus muecas lascivas. Aceptó el afecto con una sonrisa y evitó a los que la ofendían. Se abocó al tango con pasión, suspendida en un mundo ilusorio al que sólo accedía mientras cantaba. Interpretó La morocha, que resultaba de los mejores números del espectáculo.
El público se arrobaba escuchándola y, hombres simples e ignorantes como eran, sin necesidad de apariencias, no dudaban en prodigarle reconocimiento y admiración.
Varzi apareció mientras Micaela cantaba el último tango. Entró por la puerta principal y ahí se quedó, contemplándola. A pesar de estar alejado del escenario, la atrajo con la intensidad de su mirada y, en un instante, le desbarató la seguridad. Al terminar el espectáculo, dejó apresuradamente la tarima para escapar de sus garras, pero Mudo interpuso su mole al pie de la escalera y Carlo la tomó por detrás. Trató de quitárselo de encima con disimulo. Pensó abofetearlo otra vez y gritarle unas cuantas verdades, pero al mirar en torno y comprobar que los ojos de un centenar de personas se posaban en ella y en el cafishio, prefirió ahorrarse la escena y bailar.
Más tarde, esa misma noche, dejó el Carmesí enojada consigo. Había decidido no bailar con Varzi y había terminado entre sus brazos danzando como amantes. Salió del burdel al aire frío de la madrugada invernal, se embozó en su capa y caminó hacia el automóvil donde la esperaba Pascualito. La calle, solitaria y oscura, la aterró y la historia del «mocha lenguas» le volvió a la memoria.
La sobresaltó el ruido de un coche que doblaba en la esquina, y lo siguió con la mirada. El vehículo se detuvo en la cuadra siguiente y un individuo pequeño descendió y entró en una casa. Intrigada y convencida de que tanto el automóvil como el hombre le resultaban familiares, Micaela aguardó en la acera. A poco, el hombre salió acompañado de una mujer, subieron al coche y se marcharon a toda prisa.
—¿Por qué se queda ahí parada? ¿No ve que es peligroso? —la reprendió Pascualito, mientras le abría la puerta y la instaba a subir.
—Discúlpame, tenés razón. Pero me quedé viendo ese automóvil que paró en la otra cuadra. ¿Lo viste? Me resultó conocido.
—Sí, lo vi —aseguró el chofer—. Era un Daimler-Benz, igualito al que tiene el doctor Cáceres. Por eso le debe de haber parecido conocido.
—¿Viste quién conducía, Pascualito?
—No, señorita, esta calle es una boca de lobo.
—Me pareció que el que conducía era el sirviente del señor Cáceres. ¿Cómo se llama?
Antes de que Pascualito le contestara, Micaela gritó al divisar una figura oscura en la ventanilla.
—¡No se asuste, señorita Marlene! ¡No se asuste! ¡Soy yo, Cabecita!
Micaela tardó unos segundos en reponerse antes de preguntarle de mala manera qué quería.
—El jefe me manda a decir que esta noche él la va a llevar en su auto. Che, Pascualito, dice el Napo que nos sigas por detrás.
Todo parecía tan resuelto que Micaela no mostró objeción. Es más, aprovecharía la oportunidad para pedirle a Varzi que permitiera regresar a Gastón María; como fuera, le arrancaría la promesa de que no le haría daño, y, aunque no confiaba en la palabra de un proxeneta, por el momento, era su único recurso.
Micaela subió al coche y, a poco, llegó Varzi, que se ubicó en la parte trasera junto a ella. Mudo conducía y Cabecita iba sentado a su lado.
Lo contempló de reojo y volvió a sorprenderse de su atractivo. Usaba el chambergo requintado sobre la frente y apenas si se le veían los ojos. La mandíbula, recia y cuadrada, se le tensaba mientras le daba órdenes a Mudo. Varzi era como el tigre de Bengala que había visto en el zoológico de París tiempo atrás: un ser de líneas perfectas, una criatura hermosa, fascinante, de movimientos eróticos, de una fuerza increíble, pero terrible, maligno y asesino.
—¿Por qué me miras así? —le preguntó.
—Quiero pedirle dos favores —se apresuró Micaela, y omitió la pregunta tan difícil de responder.
—No creo que estés en condiciones de pedirme nada. Pero, teniendo en cuenta que mis ganancias han aumentado desde que estás en el Carmesí, te concedo que me pidas los dos favores.
—Primero quiero pedirle que permita a mi hermano regresar a Buenos Aires.
—Yo no le impido a tu hermano volver a Buenos Aires. El puede hacer lo que quiera.
—¡Señor Varzi, por favor! No se burle de mí, se lo suplico.
—Yo no me burlo de vos, Marlene.
Ninguno de los dos habló por un rato. De repente, Carlo dijo:
—Decile a tu hermano que no siga perdiendo guita en Alta Gracia y que vuelva.
—¿Me promete que no le va a hacer daño?
—Si yo quisiera, tu hermano ya estaría muerto.
—¡No, por favor! ¡No lo diga ni en broma!
Varzi miró hacia otro lado, enfadado, dispuesto a no volver a dirigirle la palabra.
—No crees en mí —aseguró, un momento después—. Estás segura de que no voy a cumplir.
Micaela no pudo, ni quiso acotar, y creyó ver cierto abatimiento en su semblante.
—Me dijiste que tenías dos favores que pedirme. ¿Cuál es el otro?
—Quería pedirle que no vuelva a obligarme a bailar el tango.
—¿Obligarte? Yo no creo que te obligue a bailar conmigo. Pareces muy contenta de hacerlo. Bailas de una forma que yo nunca había visto. Tu cuerpo entero goza cuando bailas conmigo.
—¿Cómo se atreve a tratarme así? ¿Por qué, después de todo lo que tengo que hacer, aún le quedan ánimos para humillarme de esa forma? —Micaela tomó un pañuelo de su escarcela—. ¿No se da cuenta de que estoy jugándome la carrera, la vida?
—¿Por qué no querés bailar más?
—Es que la gente está hablando tonteras y no quiero verme más perjudicada de lo que ya estoy con todo este asunto.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice la gente?
Micaela no contestaría esa pregunta ni en un millón de años.
—¿Que sos mi mujer?
En la oscuridad del coche, Varzi jamás habría notado su palidez. Demudada, sintió un vuelco en el estómago y, en vano, intentó replicar.
—Lo que pasa es que solamente bailo el tango con la que es mi mujer. Por eso la gente está hablando. Conocen mis costumbres.
Ante tal desparpajo, Micaela dudó entre agradecerle la explicación o partirle algo en la cabeza.
—Está bien, señor Varzi —dijo—. Entiendo que ésa sea su costumbre. Pero como no es la mía, mejor nos detenemos aquí para que la gente no nos malinterprete.
Varzi la aferró por la cintura y la atrajo hacia él.
—No sería mala idea dar la razón a la gente. ¿No te parece, Marlene?
Micaela intentó gritar e insultarlo, pero no lo consiguió; se había quedado sin aire. Los labios de Varzi casi rozaban los suyos, la punta de la nariz le acariciaba la mejilla y una mano en la nuca le imposibilitaba moverse. El automóvil se detuvo, y ella permaneció tiesa entre los brazos de él. Finalmente, y con bastante dominio de sí, le dijo:
—No se equivoque, señor Varzi. Por más que vista esta ropa y me maquille de esta manera, sigo siendo la mujer respetable que usted conoció. Ahora, ¡quíteme las manos de encima!
Carlo obedeció sin hesitar.
Cheia le abrió la puerta trasera, la que daba a las habitaciones de la servidumbre y a la cocina, y Micaela, aún turbada por el episodio con Varzi, entró trastabillando. Le pidió un té de tilo bien cargado, con mucha azúcar.
—¿Qué pasó, mi reina? Estás pálida —preguntó la negra—. ¡Tenés las manos heladas!
Micaela le relató los penosos acontecimientos, aunque se cuidó de mencionar lo referente a sus sensaciones contradictorias. Cheia la reprendió y no ayudó en nada. Micaela había buscado en ella a una amiga, pero el rol de madre de su nana las alejaba. Se le presentó la cara de Marlene y necesitó estar a solas. Se despidió de Cheia y partió muy abatida.
En la intimidad del dormitorio, se sintió a resguardo de todo y de todos. Por esos días existían demasiadas cosas que la contrariaban. Deseaba que los cuatro meses hubiesen pasado y que París fuera de nuevo su hogar. Añoraba volver; no había otro lugar mejor. Marlene ya no era un recuerdo penoso, se había convertido en una guía, en un consuelo.
—¿Qué hago, Marlene? —preguntó en voz alta—. ¿Qué hago?
Se la imaginó pidiéndole, con disposición abierta y franca, que le contara acerca del tal Varzi. Sonrió, segura de que habría empezado por preguntarle si era atractivo. Micaela la hubiese mirado con picardía y, después de un rato, le habría dicho: «¡Oh, sí! El más apuesto que hayas visto.» Marlene, ansiosa como una colegiala, habría querido conocer lo demás: cómo hablaba, cómo se movía, cómo miraba. Y le habría encantado saber que bailaba el tango mejor que nadie.
Después de que Micaela se perdió en la parte trasera de la mansión, Varzi le ordenó a Mudo que volvieran al Carmesí, pero antes de llegar a la primera esquina, se desdijo y le indicó que lo llevara a su casa. Mudo y Cabecita se miraron, sin preguntar ni comentar nada.
Carlo se abstrajo rápidamente del contexto y se perdió en los recuerdos, frustrado al no poder definir si le resultaban placenteros o desagradables. Se dejó llevar por lo que su memoria aún tenía fresco. Un momento le bastó; retrepó en el asiento, carraspeó y se frotó la cara para deshacerse del estado letárgico que le jugaba una mala pasada. Se instó a no perder de vista los planes trazados. En ese aspecto, se sentía victorioso, aunque faltaba el golpe final para que la deshonra de la señorita Urtiaga Four fuese completa.
Mudo, como siempre, no emitía sonido, pero Cabecita, que hablaba por los dos, ya no soportaba el silencio.
—Che, Napo —empezó—, ¿tenés idea de dónde sabe bailar tan bien el tango?
Carlo, concentrado en lo suyo, lo miró confundido.
—¿De qué hablas?
—De Marlene. ¿Sabes dónde aprendió a bailar así? La muy guacha se mueve como naides.
—No —respondió Varzi, lacónicamente.
—¿Querés que averigüemos?
—No. Solamente hagan lo que les dije antes: vigílenla día y noche, no le pierdan pisada.
—Está bien —aceptó Cabecita, y Mudo asintió.
—¿Qué hizo ayer?
—Estuvo en su casa toda la mañana, cantando esas canciones raras que ella canta.
—Arias de ópera, animal —lo corrigió Carlo.
—Eso.
—¿Cómo sabes que estaba cantando?
—Porque me metí en el jardín por la parte de atrás y la vi. Estaba cerca de una ventana de la planta baja. Tiene un vozarrón más fuerte que cuando canta tango. Traspasaba el vidrio, ¿sabes? Después la vino a buscar el fifí ese y pasó toda la tarde con él.
—¿Qué fifí? —preguntó Carlo, alarmado.
—El tal Eloy Cáceres. Fifí como naides, medio amanerao pá caminar. Más finoli que una mina. ¡Buah!
La mirada de Carlo se ensombreció y unos celos locos se apoderaron de él.