Capítulo XXV

Antes de casarse, no obstante la oposición de su maestro, Micaela había decidido tomarse un año sabático, deseosa de atender a su esposo y ocuparse de su nuevo hogar. Pronto, las ilusiones se hicieron añicos y entendió que el canto constituiría el mejor refugio.

Moreschi se entusiasmó y sin pérdida de tiempo evaluó y organizó los ofrecimientos. El teatro municipal de Santiago de Chile recibió de buen grado la aceptación de la divina Four para participar en el Festival de Beethoven a principios del año siguiente, tanto en la ópera Fidelio como en la Novena Sinfonía. A finales de noviembre, y como cierre de la temporada, el Colón estrenaría La flauta mágica, de Mozart, y Micaela interpretaría a La Reina de la noche.

Sus actividades la mantenían ajetreada, lejos de pensamientos escabrosos y problemas sin solución inmediata. De todas maneras, el temple ambiguo de Eloy la sumía en la mayor de las desesperanzas; por momentos, la dulzura y el encanto lo convertían en una persona adorable; en otros, se tornaba hosco y solitario. A causa de su deficiencia física, se subestimaba, y creía ver en cada hombre un posible amante de Micaela. La celaba de todos, a excepción de Nathaniel Harvey, quien, a juicio de la joven, sostenía la única insinuación notoria, rayana en la insolencia. Si antes Harvey le había resultado gracioso y afable, ahora lo encontraba afectado y falso.

La situación conllevaba cierta dificultad, y requería tacto y prudencia. Según Eloy, durante su enfermedad en la India, Nathaniel Harvey se había mantenido incondicionalmente a su lado; lo cuidó y veló noches enteras. Inclusive, lo trasladó a su casa y ordenó a sus sirvientes que lo atendieran como a un rey, en especial a Ralikhanta, a quien deslindó de las demás responsabilidades domésticas. El mismo Harvey hablaba con los médicos y se encargaba de conseguir las medicinas, escasas y costosas. El agradecimiento cubría con una venda los ojos de Eloy y le impedía aquilatar los deméritos de su amigo. Sin duda, Nathaniel Harvey ejercía una ostensible ascendencia sobre su esposo.

Por más que se esforzaba, Micaela no podía amar a Eloy Cáceres; lo apreciaba y se compadecía de él, pero nada más. Después de la noche de la confesión, la armonía y el buen trato caracterizaron su relación, y el conocimiento que cada uno tenía del otro parecía de años. Si Cáceres se mostraba dispuesto, conversaban largo y tendido; si ostentaba ese gesto adusto, Micaela se retiraba y lo dejaba solo en su estudio. Al principio le resultó incómodo, incluso chocante, pero, con el tiempo, Micaela se acostumbró a las visitas nocturnas de su esposo, y, pese a que no tenían acercamientos amorosos, conversaban como viejos amigos.

—¿Por qué te fuiste a vivir a la India? —le preguntó Micaela una noche que lo notó más afable que de costumbre.

—Me fui a la India siguiendo a una mujer —respondió llanamente—. ¿Te acordás que te conté que mi tía me envió a estudiar a Cambridge?

—Sí, me acuerdo.

—En Londres, conocí a la hija de un general británico. Iniciamos una relación. Al cabo de un año, me dijo que a su padre lo trasladaban a la India y que ella debía ir con él. No podíamos casarnos todavía; recién graduado, yo no tenía un céntimo, y ella estaba acostumbrada a la buena vida. Como ya trabajaba en la compañía de ferrocarriles, pedí el traslado a la India y me lo concedieron. Era raro que alguien se aventurara de buen grado a esas tierras lejanas. Como ya sabes, en la India contraje esa enfermedad. Los médicos hablaban a diario con mi prometida y, cuando le dijeron que yo… Bueno, que yo había quedado incapacitado, rompió nuestro compromiso y regresó a Inglaterra. Nathaniel me contó que se casó con un general inglés, colega de su padre.

—Cuánto lo lamento, Eloy. No sabía que, además de todo, habías sufrido un desengaño amoroso. Lo siento. ¿La querías mucho?

—Sí, la quería mucho, pero de nada sirvió. Me abandonó porque no iba a poder complacerla en la cama. Yo tenía mucho más para darle. El amor no puede reducirse solamente a eso. Yo tenía mucho más para darle —reiteró, nostálgico.

—¿Cómo se llamaba?

—Fanny Sharpe.

—Lindo nombre. Seguro que es bonita.

—¿Estás celosa? —inquirió Eloy, con una sonrisa.

—¿Celosa? No. ¿Por qué habría de estar celosa?

—Me encantaría que estuvieras celosa de Fanny.

Eloy abandonó la silla, la tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo. Le susurró que la amaba y la besó febrilmente. Por primera vez, Micaela sintió la pasión sincera de su esposo y se dejó llevar, inmersa en un mundo de ilusiones que resurgieron después de tanto tiempo.

—Micaela, no, por favor. No puedo. —La separó de su pecho y apartó la vista—. Perdóname, me dejé llevar y te ilusioné, pero no puedo.

Micaela controló su agitación, que en ese momento la humillaba sobremanera, y se acomodó la bata y el cabello.

—Está bien, querido, no te aflijas. Algún día podrás.

—No, nunca voy a poder. ¿No lo entendés? Nunca voy a poder.

—No seas pesimista, Eloy. Acordamos consultar a otros médicos. Quizá, lo tuyo tenga cura. Entonces…

—¡Entonces, nada! —se irritó Cáceres—. ¡No me exijas algo que nunca te voy a poder dar! Me llena de frustración. Ya te dije lo que los médicos diagnosticaron, ¿por qué insistís? ¿Para atormentarme aun más?

—Siempre es bueno pedir una segunda opinión —afirmó Micaela, de mal modo—. No te podés quedar con lo que te dijeron los doctores de la India, un país tan primitivo.

—No te equivoques, Micaela, la India no es un país primitivo. Lejos de eso, está lleno de una sabiduría que vos nunca entenderías. —Luego de una pausa, agregó—: Pensé que eras distinta, pero veo que sos igual a todas. Igual a Fanny. Lo único que te importa es la cama. Otras cosas importantes, que yo podría darte como nadie, no te interesan. —Dejó la habitación e hizo temblar las paredes de un portazo.

Al día siguiente, Eloy le pidió perdón. Micaela se lo concedió, pero su cariño se había resentido, y supo con certeza que, más allá de la posible recuperación de su esposo, nunca compartiría la cama con él. Abandonarlo en ese momento significaba enterrarlo vivo; decidió esperar, con sus expectativas puestas en que superase la impotencia, para luego pedirle la separación sin culpas. En el ínterin, su relación continuaría como hasta entonces, armoniosa, llena de cumplidos y halagos, pero no volvería a existir un acercamiento físico entre ellos.

Pasaba la mayor parte del día fuera de la casa, ocupada en sus actividades líricas y sociales. Los ensayos y ejercitaciones continuaba realizándolos en casa de su padre, donde Moreschi la esperaba a diario, lleno de un entusiasmo que contrastaba con su desánimo, el cual no pasaba inadvertido para el maestro.

—Te falta fuerza, Micaela —salía recriminarle—. Esta aria requiere toda tu potencia, si no, pierde sentido. Escucha. —Y Moreschi entonaba alguna estrofa de La flauta mágica.

Algunas tardes, su amiga Regina Pacini organizaba eventos y tertulias en las que el canto lírico constituía siempre la excusa. No pasó mucho, y Regina le confesó que paliaba la frustración por su truncada carrera de soprano con actividades afines.

—Al menos, me mantengo cerca del ambiente artístico, sin manchar el buen nombre de mi esposo —comentaba—. Es increíble que tu padre se sienta tan orgulloso de tener una hija soprano; después de todo, él es uno de los miembros más conspicuos de la sociedad porteña y, a este tipo de gente, las mujeres arriba de un escenario le ponen los pelos de punta. ¿Nunca te dijo nada al respecto?

—Hace muchos años que mi padre perdió el derecho a decirme nada —fue la respuesta; luego, agregó—: No te olvides, Regina, que mi madre era actriz.

Carrera de soprano truncada y todo, Micaela envidiaba a la Pacini: resultaba evidente que amaba a su esposo y que vivía feliz junto a él. Habría dado cualquier cosa por la mitad de su dicha.

En algunas ocasiones, después de los ensayos en el Colón, le pedía a Ralikhanta que la llevase de paseo por la ciudad y lo obligaba a detenerse en algún sitio de su preferencia donde solía permanecer un buen rato en absorta contemplación del paisaje. En una oportunidad, el indio se sorprendió cuando le pidió que la llevase a La Boca, e intentó disuadirla.

—Es una zona de gente mala, llena de casas públicas y delincuentes —interpuso como excusa—. Mi señora no debería ir a semejante lugar.

—¿Conoces La Boca, Ralikhanta? —Micaela advirtió que el hombre se incomodaba—. Digo, como hablas con tanto conocimiento.

—No, señora, no la conozco en absoluto. Es lo que se comenta.

Decidió no seguir indagando, podía pecar de indiscreta; después de todo, el pobre indio tenía derecho a satisfacer sus deseos sexuales de la forma que quisiera y donde quisiera. A su juicio, y aunque mamá Cheia opinara lo contrario, Ralikhanta era un buen hombre, un tanto extraño, con costumbres excéntricas, pero cálido, bondadoso y fiel. Pasaba la mayor parte del día a su servicio, ya que Eloy, con chofer y automóvil provistos por la Cancillería, prescindía de él por el momento. No sólo se había convertido en un colaborador indispensable, sino que su silencio tranquilo y su mirada pacífica la confortaban. La sensación de que Ralikhanta conocía todo acerca de ella, sus secretos más íntimos, sus pasiones y su desgracia, le aliviaban el peso de sus penas, en ocasiones, abrumador.

—¿Cómo te va con la profesora de castellano? —quiso saber.

—La verdad, señora, que hace una semana que no tomo clases —respondió, incómodo.

—¿Por qué? ¿Cómo es eso?

—Está bien, señora, es mejor así. No quiero tener problemas.

—Fue el señor Cáceres, ¿verdad? —arriesgó Micaela—. No me digas nada, fue él.

—No quiero que mi señora tenga problemas por mi causa.

—No hay problema para mí, Ralikhanta —repuso Micaela, muy dueña de sí—. Entiendo que evites inconvenientes con el señor Cáceres, pero tampoco es posible que no puedas comunicarte con tus semejantes. Si el señor Cáceres no está de acuerdo con la profesora, yo misma te daré clases.

Ralikhanta se escandalizó, pero la firmeza de su patrona lo dejó sin argumentos y debió aceptar. Por su parte, Micaela comenzó a elucubrar los pretextos que esgrimiría ante su esposo. Eloy resultaba un hombre difícil, aunque aceptó que, por complacerla, había claudicado a muchas de sus costumbres de solterón. El servicio doméstico lo molestaba hasta el punto de ponerlo de pésimo humor; no soportaba a Tomasa y a Marita el día entero en la casa; que lo tocaran todo y que se metieran donde no las llamaban podía con su carácter medido. Después de muchas idas y vueltas, finalmente entendió que, como canciller, no podía prescindir de una buena doméstica y de una excelente cocinera; no obstante, impuso una condición: la limpieza de su despacho y de su dormitorio quedaría a cargo de Ralikhanta, poseedor de la única copia de llaves. Con respecto a mamá Cheia, Eloy había optado por una actitud más diplomática, pese a que la idea de albergarla en su casa no le agradaba en absoluto, y dio la bienvenida a la mujer que casi jugaba el papel de suegra. Con el tiempo, se dio cuenta de que la negra era su aliada, y de que siempre lo defendía cuando su esposa se enojaba con él.

Micaela se despertó sin bríos. Esa madrugada, Eloy había sufrido otra de sus crisis, y, si bien había acudido a su dormitorio, no entró y dejó el asunto en manos de Ralikhanta. En medio de sus exclamaciones, Eloy farfullaba palabras ininteligibles. ¿Acaso había vociferado «puta» varias veces? No, resultaba muy improbable, y, aunque se tentó con preguntarle al indio, resolvió no hacerlo. Se levantó alrededor de las nueve cuando apareció mamá Cheia con el desayuno.

—Tu marido desayunó muy temprano y se fue. Me pidió que te recordara que esta noche van a venir a cenar el cónsul de México y su esposa. ¿Tenés todo listo? ¿Sabés qué te vas a poner? ¿Ya dispusiste qué se va a servir? —Micaela apenas asintió, y Cheia cambió el tono para decirle—: ¿No sería mejor que te levantaras más temprano para desayunar con tu marido? Parece querer compañía a esa hora porque me da charla.

«¿No sería mejor que pudiera hacer el amor como cualquier hombre?», replicó para sí.

—Desayuna muy temprano —fue la excusa—. Prácticamente duerme tres o cuatro horas por noche. No sé de dónde saca tanta energía para trabajar.

—Estas esposas jóvenes que no están dispuestas a hacer ningún sacrificio por sus esposos… —se quejó la negra, y Micaela encontró tan injusto el comentario que casi le cuenta la verdad. Después de todo, el mayor sacrificio lo hacía ella, y cada día le costaba más encontrarle sentido.

—¿Escuchaste sus gritos anoche? —preguntó en cambio.

—Sí. ¡Pobre señor Cáceres! ¿Qué cosas lo atormentarán para ponerlo en ese estado?

—Nada lo atormenta, mamá. ¿Te acordás de esa fiebre que tuvo en la India? Según me dijo el propio Eloy, uno de los estigmas que le dejó la enfermedad fue el de las pesadillas. El pobre Ralikhanta debe despertarlo y suministrarle su medicina, algo a base de opio, seguramente.

—Para eso está Ralikhanta, para servir al señor Cáceres —aseveró Cheia, con solemnidad—. De todas formas —continuó, menos hierática—, ¿realmente crees que la enfermedad le haya dejado esa secuela? Yo nunca he sabido que fiebres altas, por más malignas que sean, dejen ese tipo de secuelas.

Cheia abandonó el dormitorio y Micaela terminó de vestirse. Bebió el café, sin probar las masas. Por esos días, la atormentaban tantos problemas que ni hambre tenía. «¡Qué irónico es todo esto!», pensó. «Me casé con Eloy buscando paz y estabilidad y sólo conseguí amargura y confusión.»

Moreschi la esperaba en casa de su padre para ensayar; pronto se estrenaría la obra y aún restaban detalles por pulir.

—¡Micaela, querida! —Otilia la interceptó en el vestíbulo—. ¡Qué alegría que te encuentro! Sé que venís casi a diario y nunca nos vemos. ¿Cómo está mi sobrino?

—Bien, gracias.

Otilia la tomó del brazo y, con un ademán confidente, la guió hasta la sala.

—Me comentó Eloy que duermen en cuartos separados.

Micaela arqueó las cejas y, sutilmente, se desembarazó de su mano.

—Quiero que sepas, querida, que me parece una decisión muy acertada por parte de mi sobrino.

—No quiero parecerte impertinente, Otilia, pero no creo que ése sea asunto de tu incumbencia.

—No te enojes, Micaela. Tenés que saber que Eloy lo hace por vos, por lo mucho que te quiere. No desea que te molesten las pesadillas que sufre de noche.

—De todas formas, no tiene sentido —aseguró Micaela—. Dormimos en cuartos separados e igualmente escucho todo.

—¡Me lo vas a decir a mí que viví con él desde que era chico! Por más lejos que me fuera a dormir, los chillidos de Eloy inundaban la casa por completo. Inclusive, hubo épocas en que era sonámbulo.

—¿Eloy sufre estas pesadillas desde que era chico? —Micaela la miró tan ceñuda que Otilia se desconcertó y no contestó nada—. ¿Desde cuándo sufre estas pesadillas?

—Bueno, querida —dudó la mujer—, las sufre desde que… Bueno, desde que murieron sus padres, creo.

—¡Micaela! —interrumpió Moreschi—. Hace rato que llevo esperándote.

Otilia aprovechó para excusarse y salió a toda prisa. Esa noche, durante la cena, el cónsul mexicano y su esposa se mostraron encantadores, y su espontánea simpatía contagió los ánimos alicaídos de Micaela y Eloy.

—En la ciudad de México —comentó el cónsul—, tenemos un teatro lírico que, me animo a decir, no tiene nada que envidiarle a los de Europa. Sería un honor que nos visitara, señora Cáceres.

—El director del teatro —continuó la esposa—, es amigo personal de nuestra familia y siempre habla de la divina Four. Dice que es una de las mejores sopranos que ha conocido el mundo.

—Muchas gracias —contestó Micaela, y miró a Eloy, que ostentaba una sonrisa de oreja a oreja. Cáceres le tomó la mano y se la besó. Semejante muestra de cariño frente a terceros la dejó inerme y casi le hizo olvidar el tema de las pesadillas.

—¿Te imaginas, querido —continuó la esposa del cónsul—, si Felipe Bracho (el director del teatro) —aclaró, para sus anfitriones—, se enterara de que estuvimos cenando en casa de la divina Four?

—Estoy seguro —agregó el mexicano— de que sufriría un ataque de envidia. Para evitar los celos de nuestro querido amigo podríamos convencer a la señora Cáceres de que nos hiciera el honor de cantar en nuestro teatro —sugirió a su esposa.

—No me cabe duda —acotó la mujer— de que Felipe cambiaría el programa de este año si con eso consiguiera tenerla entre los roles protagónicos. ¿Aceptaría usted, querida? ¿Le gustaría cantar en nuestro país?

—No creo que mi esposo ponga ninguna objeción —dijo, al tiempo que dispensaba una mirada elocuente a Cáceres.

—No, por supuesto que no, Micaela. Me encantaría que aceptaras.

—Entonces —retomó la joven—, sólo resta hablarlo con mi maestro y decidir la fecha. México será un buen lugar para cantar; lo sé.

En otras circunstancias, Micaela habría declinado la invitación; ahora, en cambio, aceptaba todo cuanto significase alejarse de su hogar.

—Pasemos a la sala a tomar el café —convidó la dueña de casa.

—La comida estuvo exquisita, señora Cáceres —comentó el cónsul.

—Además —añadió su esposa—, permítame felicitarla por la casa, es hermosa. —Y continuó alabando los detalles del decorado y el mobiliario.

Micaela quedó encantada con el matrimonio mexicano y los invitó a la celebración del cumpleaños de su padre la semana entrante.

—¡Oh, sí, el senador Urtiaga Four! —proclamó el mexicano—. Un hombre muy respetado en este país. Será un honor para nosotros concurrir.

—Tampoco nos perderemos La flauta mágica —aseguró su esposa, antes de marcharse.

La cena había sido un éxito, y Cáceres, de excelente humor, decidió visitarla en su recámara. Al verlo de buen talante, Micaela se atrevió a plantear el tema de las pesadillas.

—¿Por qué me dijiste que sufrías pesadillas con motivo de la fiebre? —Eloy la contempló, entre confundido y sorprendido—. Hoy me contó Otilia que tenés pesadillas desde niño. Más específicamente, desde que murieron tus padres.

Cáceres le dio la espalda y farfulló unas palabras en contra de la indiscreción de su tía.

—¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Qué tiene de malo que las pesadillas sean producto de una u otra cosa? Sé que tus padres murieron en un accidente, pero nunca me dijiste cómo fue.

Eloy se volvió y la enfrentó con mal gesto. Micaela se demudó y, aunque intentó mantenerse incólume, la mirada de su esposo le dio pánico.

—Es cierto —aceptó Eloy—, las pesadillas las sufro como consecuencia de la muerte de mis padres. No quería que lo supieras; preferí que pensaras que eran producto de algo orgánico, ajeno a mis emociones. Temí que creyeras que estaba medio loco. ¡Además de impotente, loco!

—No digas eso, Eloy. Vos no estás loco. Que tengas pesadillas no significa que hayas perdido la cordura.

—Pero vos sos tan normal, tan… Tan perfecta, que yo me siento nada a tu lado.

—Estás equivocado. Yo no soy perfecta en absoluto. Como todos, tengo mis cuestiones ocultas, mis miserias y problemas. ¿O acaso te olvidas cómo murió mi madre? Gastón María y yo teníamos ocho años cuando la encontramos en la tina del baño con las venas abiertas. ¿Pensás que eso no me afectó? Después de la muerte de mamá, no hablaba, prácticamente no comía, me pasaba el día encerrada en mi cuarto mirando hacia la calle. Y, cuando estaba segura de que nadie me miraba, lloraba desconsoladamente. Mi padre pensó que me volvería loca.

—¡Micaela, mi amor! —Eloy la arrebujó contra su pecho y le besó la coronilla.

—Después vino el viaje a Europa, el internado en Suiza y, por sobre todo, soeur Emma, a quien abrí mi corazón. Ella ahondó en las partes más oscuras de mi alma. Estoy segura de que, sin ella, habría muerto de pena. Soy lo que soy gracias a Emma, que, no sólo descubrió mi talento para el canto, sino que me ayudó a recuperar la seguridad en mí misma. ¿Por qué no me dejas ser lo que Emma fue para mí? ¿Por qué me escondes tus penas? ¿Por qué no me permitís ayudarte? Eloy, quiero ser tu amiga.

Con ojos llenos de lágrimas, Cáceres volvió a tomarla entre sus brazos y, sin soltarla, le confió en un susurro:

—No puedo olvidar la noche en que murieron mis padres. —Micaela lo guió hasta el sofá y lo instó a proseguir—. Vivíamos en el campo, en una de las estancias de mi familia. Ahora que me pongo a pensar, nunca conocí a un hombre más enamorado y devoto de su esposa. Para mi padre, mi madre era el ser más puro, bueno y hermoso del mundo. —Se mantuvo caviloso antes de continuar—: Hacía poco, mi padre había despedido al capataz de la hacienda, un hombre de lo peor. Robaba ganado. Una noche, mientras dormíamos, este hombre, completamente ebrio, le prendió fuego a la casa. Mi padre se despertó y lo encontró en la sala, donde forcejearon. A pesar de que estaba borracho, era un hombre corpulento; golpeó a mi padre y lo dejó desvanecido. Cuando mi padre recobró la conciencia, la casa ardía en llamas. Primero me rescató a mí. Cuando quiso hacerlo con mi madre, ambos murieron. ¿Te das cuenta, Micaela? Todo fue mi culpa. ¡Mi culpa! ¡Por salvarme a mí! Quizá hubiera sido mejor morir los tres.

Volvió a compadecerlo y lloró con él. Más tarde, sola en su recámara, sintió ahogo y opresión, y, a pesar de que deseaba escapar de allí, escrúpulos muy profundos la retenían.

Micaela sentía una soledad abrumadora. Cuando vivía en Europa, la situación no distaba de la actual: ella y Moreschi ensayaban el día entero y, por las noches, disfrutaban las funciones. Sin embargo, allí, en Europa, no había experimentado esa sensación de vacío y tristeza. Últimamente, cenaba sin Eloy, con Cheia como única compañía. Su esposo no llegaba hasta muy entrada la noche, incluso de madrugada. Le preguntaba, y la mayoría de las veces las cuestiones de trabajo habían ocupado su tiempo; reuniones con los del partido o cenas en el Club del Progreso constituían también frecuentes excusas. Casi se había vuelto una costumbre contar con él sólo para las actividades sociales, en las cuales la necesitaba como anfitriona o acompañante, y donde se pavoneaba con ella, la famosa divina Four. Por el momento, Micaela asimilaba las reglas del juego y las aceptaba, a la espera del momento propicio en el cual pudiera dejarlo. Esta idea la inquietaba, pues Eloy vivía con la firme convicción de que ella jamás lo abandonaría y de que iniciarían una vida normal de pareja luego de la curación.

«¡Me merezco el embrollo en el que me metí!», se decía, colérica. «Esto me pasa por engañar a Eloy y engañarme a mí misma.» Sabía que la separación traería ciertos inconvenientes, como el escándalo social y perjuicios en la carrera política de Cáceres. ¿Dañaría su buen nombre o su futuro como soprano por este error? Invadida por dudas, intentaba no desmoronarse.

De algo se encontraba segura: no amaba a Eloy Cáceres y nunca podría hacerlo. Demasiadas cosas la habían desilusionado. Su carácter ambiguo y su actitud reticente impedían un verdadero acercamiento. ¿Cómo llegarían a conocerse si Eloy delimitaba el territorio a su alrededor como los animales y nada ni nadie podía sobrepasar esos lindes? Micaela apostaba que, más allá de la falta de sexo, habrían alcanzado un entendimiento más pleno si las barreras de Eloy no se irguiesen tan firmes. Sus celos, potenciados con el bajo concepto que tenía de sí, lo llevaban a adoptar una actitud hostil e invariablemente triste.

Micaela sentía deseos de preguntarle a Ralikhanta acerca de su esposo, ya que tenía la certeza de que nadie lo conocía como él. También le habría gustado indagar sobre la vida de Nathaniel Harvey, pero siempre se abstuvo de preguntar, de uno u otro. Esa actitud de servil lacayo, la mirada impasible y las maneras silenciosas, casi invisibles, convertían a Ralikhanta en un hombre especial. En ocasiones, Micaela lo sorprendía observándola con cariño; en otras, con dureza, y existían momentos en que lo hacía con conmiseración. Sin remedio, llegó a encariñarse con su extraño sirviente indio.

Ralikhanta, por su parte, acentuó el afecto que, desde un principio, había tomado por Micaela. No podía olvidar sus buenos modales y su calidez, menos aún, la entrada gratis para la función de Lakmé. Desde que abandonó a su familia en Calcuta y se puso al servicio de los ingleses, nunca le habían prodigado los gestos sinceramente humildes y bondadosos de su señora Micaela. Y el esmero que ponía en enseñarle su idioma superaba cuanto él hubiese imaginado.

Micaela se sorprendía de la inteligencia del indio. A pesar de la dificultad del castellano, lleno de complejidades gramaticales y conjugaciones verbales, Ralikhanta se abnegaba y estudiaba con esmero, rara vez cometía errores y a diario mostraba avances considerables.

Madam, do you…?

—En castellano, Ralikhanta —instaba Micaela, y, poco a poco, logró que se relacionara con el personal de servicio, avergonzado en un principio, pues Tomasa y Marita se burlaban de su pésima pronunciación.

Esa noche, después de la lección de castellano, Micaela despidió a Ralikhanta y a mamá Cheia, y permaneció en la sala a la espera de su marido. Esa mañana Eloy había visitado a un médico, y Micaela no aguardaría hasta el día siguiente para conocer las novedades. Al llegar, Cáceres se la topó en el recibo.

—Estaba esperándote —explicó la joven, y se acercó a besarlo, cuando percibió un fuerte olor a alcohol—. Es tarde —agregó, con la mirada en el reloj de la sala—. ¿Tenías mucho trabajo?

—No. En realidad, cené en casa de Harvey. Unos viejos colegas de la compañía ferroviaria están en Buenos Aires y querían verme.

El motivo de su ausencia la molestó sobremanera, pero no comentó al respecto. Lo ayudó a quitarse el paleto, le recibió el sombrero y los guantes, y le preguntó si deseaba una taza de café.

—No, querida, muchas gracias. ¿Por qué no vas a dormir? Es muy tarde. No quiero que Moreschi se enoje conmigo si después estás cansada —aclaró, risueño.

—¿Fuiste al médico? —arremetió Micaela, y Eloy cambió la cara—. Estaba esperándote para preguntarte. ¿Cómo te fue?

—No deberías haber esperado hasta esta hora. Mañana por la mañana te habrías enterado igual.

—Es difícil que vos y yo desayunemos juntos.

—A mí me gustaría mucho que lo hiciéramos.

—Y a mí me gustaría mucho que cenáramos juntos al menos dos veces por semana —contraatacó ella.

Una pausa de unos segundos sumió a la sala en un silencio incómodo. Micaela le sostenía la mirada, consciente de que su esposo se encontraba a punto de perder los estribos. Finalmente, Eloy hizo el ademán de marcharse.

—¡No, Eloy! —pronunció Micaela, y el hombre se detuvo—. Por favor, contame cómo te fue con el doctor Manoratti.

—Todavía no hay mucho que contar —respondió Cáceres, lacónicamente—. Me encargó una serie de exámenes y análisis que van a tomar varios días. Después te cuento —dijo, y se evadió por el pasillo hacia su recámara.

«¿Por qué hace todo tan difícil?», se quejó Micaela. Luego de cavilar un rato, comprendió lo humillante que debía de ser para Eloy hablar de su incapacidad. Se marchó a dormir llena de ideas y sentimientos encontrados.

Se levantó más tarde que de costumbre, deprimida y sin deseos de trabajar. Envió una nota a Moreschi en la cual posponía su encuentro hasta después del almuerzo. Cheia la encontró pálida y ojerosa, y se preocupó. Le recriminó la falta de apetito y lo delgada que estaba.

—Ni sueñes con un bebé así de débil. Para quedar embarazada, tenés que alimentarte más.

«Para quedar embarazada necesito que Eloy me haga el amor», se dijo, y consiguió agravar su estado de ánimo. Le brillaron los ojos y, aunque trató de controlarse, Cheia advirtió su tristeza.

—¿Qué pasa, mi reina? —preguntó—. Hace días que te noto tristona. ¿Qué pasa, mi amor? ¿Tenés algún problema? Es el señor Cáceres, ¿no? Últimamente, falta mucho de la casa y no te presta atención. Pero no tenés que preocuparte. Yo sé que te quiere muchísimo. Lo que pasa es que es un hombre muy ocupado. Tenés que estar orgullosa de él. Dicen que se desempeña muy bien como canciller. ¡Es tan inteligente! Por algo te eligió, mi reina. Quédate tranquila, esta vieja te dice que tu esposo está enamoradísimo de vos. Todas las mañanas, mientras le sirvo el desayuno, me pregunta si estás bien, si necesitas algo; quiere saber lo que hiciste el día anterior, con quién estuviste. ¡Pobre, le encantaría desayunar con vos!

Dudó en confesarle la verdad a su nana, sin esperanzarse en que le brindara una solución, pero confiada en que el desahogo la ayudaría a sobrellevar el problema. Lo intentó en varias oportunidades y al final decidió no hacerlo; además de intuir que Cheia no la comprendería, el tema la avergonzaba sobremanera.

Ralikhanta regresó de lo de Urtiaga Four con una nota de Moreschi que confirmaba la hora de su próximo encuentro. Aún restaba tiempo suficiente para visitar a su amiga Regina.

—¡Micaela! ¡Qué sorpresa! ¿No tendrías que estar en los ensayos?

—Sí, pero…

—¡Qué importa! Me alegra muchísimo que hayas venido.

Entraron en la habitación donde Regina pasaba la mayor parte del tiempo. La ventana empañada filtraba la luz grisácea del exterior. La lluvia golpeaba el vidrio y el fuego crepitaba en el hogar. Micaela echó un vistazo a su alrededor y se mortificó aun más. Se dejó caer con pesadez en el sillón que le señaló su amiga.

—Te sirvo un poco de café. Está recién hecho. Delia lo prepara riquísimo.

—No, gracias, Regina.

—¡Cómo que no! Sí, acompáñame con un café. Me pasé la mañana reprimiéndome para no tomar tanto y, ahora que estás vos, me das la excusa perfecta. ¡Qué alegría que hayas venido! Además, te va a venir bien. Te noto un poco pálida. ¿Te sentís mal? —Micaela negó con la cabeza y bajó el rostro—. No lo niegues, querida, vos no estás bien.

Regina dejó la taza, se acercó a su amiga y se postró frente a ella. Micaela había comenzado a sollozar, y, aunque trataba de reprimirse, la actitud de su amiga, de rodillas a sus pies, terminó por conmoverla y se arrojó a sus brazos. Regina guardó silencio y por un rato la contuvo con la ternura de una madre.

—Perdóname, Regina —balbuceó Micaela, y se apartó—. Perdóname este arrebato.

—No me pidas perdón. No tengo nada que perdonarte. Vamos, secate las lágrimas. —Le alcanzó una servilleta—. Ahora sí vas a tomar un café. Algo calentito y fuerte te va a sentar de maravilla.

Sorbió dos o tres veces y se reconfortó considerablemente. Regina la miraba con una sonrisa a la espera del momento oportuno para conversar.

—Ya me siento mejor —expresó Micaela—. Gracias. Creo que si no lloraba, iba a terminar muriéndome.

—Me alegra que hayas pensado en mí para hacerlo. Siempre voy a estar dispuesta a escucharte. Si querés decirme lo que te hace sufrir, contás conmigo.

Las ansias de compartir su pesar pugnaban con un sentimiento de traición hacia su esposo, que quedaría expuesto en su mayor intimidad ante un tercero ajeno a su entorno. Pero si no hablaba, el dolor terminaría por quebrantarla.

—¡Estoy tan arrepentida de haberme casado con el señor Cáceres! —exclamó por fin.

—¿Arrepentida? ¿Por qué?

—El señor Cáceres es un hombre difícil y complejo, Regina. Siento que nunca llegaré a conocerlo. Su vida está llena de misterios. Ya sé que todos tenemos un pasado y cosas que ocultar. No es eso lo que me perturba, sino la forma en que esos misterios parecen afectar su vida presente. A veces, es dulce y galante; en otras ocasiones, el malhumor lo domina y no hay manera de arrancarle una sonrisa. Y si le pregunto el motivo de su enojo, se molesta conmigo. Luego, me pide perdón y cree que con eso está todo solucionado.

—¿Te ha pegado alguna vez?

—¡No, por Dios, no! —prorrumpió la joven—. Jamás me levantó la mano. Es un caballero. —Micaela guardó silencio y acomodó las ideas para presentar a su amiga un cuadro exacto de la situación que no deviniera en malos entendidos—. Es tan esquivo… En los últimos tiempos, ha llegado a casa muy tarde, de madrugada. Se levanta temprano y vuela a la Cancillería. Pasan días sin que nos veamos.

—¡Pero, entonces, el señor Cáceres tiene una amante! —dedujo Regina.

Micaela abrió desmesuradamente los ojos y no encontró palabras apropiadas. Por esos derroteros la confundía y se persuadió de que su amiga sólo llegaría a entender acabadamente la realidad de su matrimonio, tan particular e inusual, si le hablaba directamente, ambages y vueltas de lado.

—Es imposible que el señor Cáceres tenga una amante —aseveró—. El señor Cáceres es impotente.

—¡Impotente! ¿El señor Cáceres impot…? ¡No puede ser!

Micaela relató los hechos con objetividad y calma. Al terminar, sintió una liviandad en el espíritu que le devolvió los colores al rostro.

—¡Es un cretino! —afirmó Regina—. Casarse contigo si sabía que no podía. ¡Granuja! Y se las da de hombre de bien, educado y caballeroso. ¡Pues no es más que un mequetrefe sin nombre! ¡Divórciate, Micaela! ¡No, mejor pedí la anulación del matrimonio!

—No puedo, Regina. Le prometí que no lo abandonaría.

—¡Encima fue capaz de pedirte que no lo abandonaras! ¡Ah, no, esto supera mis posibilidades de entendimiento! ¿Y vos aceptaste? —Micaela asintió—. ¡Pero, querida, cómo se te ocurre! Tendrías que haberle sacudido algo por la cabeza. Sos demasiado buena. Pero es una bondad que no admiro, Micaela. Me parece una caridad mal entendida, porque te convierte en la mujer más desdichada del mundo. La Iglesia debería declarar a la felicidad como la quinta virtud cardinal.

—Esa noche, la noche que… Bueno, la primera noche, cuando me confesó que no podía, se largó a llorar y me dijo que estaba en mi derecho de dejarlo, pero me aseguró que se moriría sin mí. Me compadecí de él, Regina, no pude evitarlo, y le prometí que no lo dejaría. Te confieso que le hice esa promesa en la esperanza de una recuperación. Acordamos visitar a cuanto médico fuera necesario para curarlo. Ahora, sin embargo, se muestra renuente y se pone de pésimo talante cuando le exijo que vaya al doctor. ¡Pobre, debe de sentir una gran humillación!

—¡Qué pobre ni qué nada! Cáceres, con sus aires de prócer, resultó un hipócrita. Te mintió, Micaela, y eso no se hace.

—El dice que puede darme muchas cosas buenas.

—Cáceres no sabe lo que dice. Por supuesto que un esposo puede darte muchas cosas, pero la pasión está fuera de toda discusión. Eso tiene que dártelo sí o sí.

—De todas formas —prosiguió la joven—, estoy dispuesta a esperar. Quizá algún médico lo cure. Con la seguridad de que Cáceres está recuperado, podré dejarlo sin culpas.

Regina movió la cabeza, contrariada, y le aconsejó más dureza de espíritu y no tanta condescendencia; apostilló que el tiempo valía oro y que, sin dudas, Cáceres no merecía que ella lo desperdiciara.

—Ahora bien —retomó la Pacini—, me gustaría hacerte una pregunta muy íntima. Si no querés contestarla, me lo decís y aquí se acabó el tema. —Micaela le indicó que, si podía, le respondería—. No creas que es por mera curiosidad que quiero saber esto, sino que, de tu respuesta, dependen los pasos a seguir. ¿Sos virgen?

—No, no lo soy.

—Debí suponerlo —murmuró Regina—. Una joven como vos, tan hermosa, inteligente y famosa, debe de haber tenido a todos los hombres de Europa a sus pies. Es lógico que alguno haya conseguido llevarte a la cama.

El error de su amiga le convenía; la verdad acerca de su único amante no podía salir a la luz.

—Tu amante o tus amantes, ¿fueron buenos? Me refiero, ¿te hicieron sentir?

Micaela se sonrojó, bajó la vista y apenas farfulló un «sí».

—Tu condición de desvirgada —continuó Regina, muy suelta— complica las cosas.

—¿Complica las cosas?

—Claro, Micaela, lo complica todo. El hecho de haber vibrado entre los brazos de un hombre, de haber sentido sus besos y caricias, su ardor y virilidad, ¿no te llena de ansiedad y deseos incontenibles? ¿Me vas a negar que de noche te dejas llevar par los recuerdos y las sensaciones? —Micaela confirmó esas palabras con el brillo de sus ojos—. Es así querida —prosiguió la mujer—, una vez que te tentaste y comiste del fruto del amor, no podes dejar de hacerlo. Temo decirte que, para un caso como el tuyo, habría sido mejor que fueras virgen. Pero, como no lo sos, hay una única y posible solución: tengo que buscarte un amante.

—¡Un amante! —se horrorizó Micaela—. ¡Regina, por favor!

—Micaela, tenés que entender que no podés vivir así. Vos también necesitas alguien que te quiera, que te consuele, y, por sobre todo, que te haga sentir mujer. En este estado de ánimo en el que te encontrás, vas a conseguir enfermarte, incluso volverte loca.

—¡Regina, no exageres!

—No exagero, Micaela. Vos podes saber de óperas, música, y esas cuestiones, pero yo sé de la vida mucho más que vos. Por supuesto que podes enfermarte. ¿No le pasó acaso a Guillermina Wilde, la amante del general Roca, que Dios lo tenga en su gloria? Hace unos años, cuando Guillermina y el vejete ese que tenía por esposo vivían en París, la joven empezó a sufrir sofocones y cambios bruscos de temperamento; siguió una fiebre muy alta que la hizo delirar. Su esposo, asustadísimo, llamó al doctor Charcot, ese médico tan famoso de París. —Micaela aseguró que lo conocía—. Bueno, el doctor Charcot la revisó concienzudamente, y ¿sabes qué le recomendó al esposo cuando terminó? «Señor, tiene que casar a su hija.» Wilde, un poco ofendido, le dijo que él era el esposo de la joven. Entonces, el médico entendió todo. ¡No, querida, no voy a permitir que a vos te pase lo mismo! Acepto que sos una buena persona y que estás dispuesta a seguir con tu marido, pero no te des aires de santa inmaculada y acepta que necesitas a un hombre, a uno de verdad.

Hicieron una pausa, en la cual Regina se abocó a repasar la lista de conocidos jóvenes y viriles que pudieran amoldarse al rol de amante de la divina Four. Micaela, mientras tanto, reflexionaba acerca de las palabras de su amiga, y no sabía si calificarlas de sabias o disparatadas.

—¿No estarás pensando en el señor Harvey? —retomó la Pacini.

—¿En Harvey?

—Sí, el amigo de tu esposo. ¿No vas a decirme que no te diste cuenta de que te llevaría a la cama muy deseoso?

—Bueno… Yo, en realidad, no…

—¡Ay, Micaela! ¿Cómo no te diste cuenta? Sos una extraña mezcla de niña inocente y femme fatale que resulta encantadora. Uno diría que sos gran conocedora del mundo y de sus secretos, pero veo que no es tan así. —Micaela la miró con curiosidad—. No me hagas caso —prosiguió Regina—, estoy diciendo zonceras.

—No, Regina, en absoluto, es la verdad. Durante mis veinticuatro años, la mayor parte del tiempo me dediqué a la música. Mis lecturas, mis conversaciones, mis amistades, mis viajes, mis días enteros versaban sobre la música y el canto. Ése era mi universo. Y a pesar de que he conocido los lugares y las ciudades más famosas y civilizadas, todo aquello que no se relacionaba con ese mundo se presentaba como extraño y me daba miedo. Aunque no lo creas, empecé a vivir desde que llegué a Buenos Aires.

—¿Aquí, en Buenos Aires? ¿Habiendo conocido París, Londres, Roma? Me cuesta creerlo.

—Créelo, Regina. Hay un encanto especial en esta ciudad, algo autóctono que me fascinó como no pudo hacerlo el Louvre en París o el Big Ben en Londres. Buenos Aires me sedujo. Me sentí libre, anónima, nadie me conocía, era como llevar un disfraz y jugar a ser otra persona. Con esa libertad, ahondé en mi interior de una forma que no lo había hecho antes.

—¿Que nadie te conocía? Micaela, por Dios, todo Buenos Aires te conoce. Desde que llegaste el año pasado, sólo se habla de la divina Four y de su voz. ¿Dónde te sentiste anónima y desconocida? Te aseguro que no fue en Buenos Aires.

Micaela carraspeó, nerviosa, y cambió abruptamente el tema de conversación.

—¿De dónde sacaste que Harvey me mira con interés?

—¡Pero si todo el mundo se dio cuenta! En las fiestas, te desnuda con los ojos y se la pasa rondándote para bailar con vos. ¡Es un descarado! La pobre Maríaníta Paz ya perdió las esperanzas. ¡El único idiota que no se percata es tu marido! De todas formas, Harvey queda descartado de la lista. No me gusta como amante. A pesar de su elegancia inglesa, me da mala espina. ¡Qué tipo raro! ¡Muy extravagante, muy extravagante! Tiene una forma de mirar que no parece franca. Además, le presta mucha atención a su persona. Es vanidoso y afeminado. Sé que es un ladino —agregó, instantes después—, con hábitos non sanctos.

—¿Qué querés decir con non sanctos? —se interesó la joven.

—Al principio, todos estábamos entusiasmados con él. Vos entendés, ¿no? En esta sociedad anglofila, Harvey era un rey. Pero, últimamente, se cuentan cosas que… —Y se acercó para susurrarle—: Se dice que frecuenta los burdeles de La Boca. ¡Sí, es cierto! Entiendo tu sorpresa y lamento desilusionarte, pero es mejor que lo sepas, Nathaniel Harvey no es buena influencia para tu marido.

La Pacini continuó con el análisis de su lista de candidatos y consiguió animar a Micaela, que rió de sus ocurrencias. Dejó la casa de los Alvear más repuesta y con la promesa de que hallarían al hombre apropiado para ella.