Capítulo III

Soeur Emma y Micaela llegaron a París en junio de 1905 y nada volvió a ser como antes. En el conservatorio de la rué de Ponthieu, conoció al profesor Alessandro Moreschi que, fascinado con su voz, decidió convenirla en su discípula exclusiva. A pesar de la corta edad de Micaela, monsieur Thieis, el director del establecimiento, no prestó ninguna objeción, convencido por la magnificencia de su canto.

En un principio, a Micaela le daba aprensión que Moreschi fuera evirado.

—¿Evirado? —repitió.

—¿No sabes lo que es un evirado? —se asombró Lily Pons, una de las alumnas del conservatorio—. Un castrado —insistió, con un término más común—. ¡Micaela, un castrado! ¡Un hombre sin testículos! ¿No sabes que hay hombres a los que les cortan los testículos? ¿Sabes qué son los testículos, no? Esas bolsas que a los hombres les cuelgan entre las piernas.

—Sé lo que son los testículos —aseguró Micaela en un susurro, aunque, en realidad, no entendía de qué le hablaba su amiga, pero le daba vergüenza su propia ignorancia cuando Lily parecía tan experta.

—Moreschi es el último de los sopranistas —manifestó Lily, con solemnidad.

—¿Sopranista? ¿Qué es eso?

—Justamente, a algunos hombres les cortan los testículos para convertirlos en sopranistas. Los sopranistas cantan con una voz más aguda que la de mujer. Pero hace tiempo fueron prohibidos. El maestro Moreschi es el último de su especie.

«El último de su especie», repitió Micaela en su mente. Se le erizó la piel y le dio asco.

Lily la puso al tanto de otras cuestiones interesantes. Muchos años atrás, se predestinaba a los niños para el canto lírico mutilándolos a temprana edad. Se los educaba en un régimen estricto, enseñándoles todo acerca de la música y del canto. Muchos llegaron a convertirse en estrellas de la ópera, admirados por reyes y pueblos enteros, como el famoso Carlo Broschi, un sopranista del siglo XVIII conocido como Farinelli, que podía sostener la nota más aguda alrededor de un minuto. Luego vino el tiempo de la prohibición. Los sopranistas, perseguidos y excluidos de los teatros, se refugiaron en las basílicas, y limitaron su canto a los lieder, al Ángelus y a otras melodías religiosas. Al cabo de unos años, quedaron en el pasado. Humillados y olvidados, la mayoría murió en la pobreza.

Alessandro Moreschi era el último sopranista. Angelo di Roma lo llamaban en Italia.

—¿Tienes idea de cómo llegó a este conservatorio? —preguntó Micaela.

—Cuando yo empecé a estudiar aquí, Moreschi ya daba clases. Dicen que Thiers lo escuchó cantar en la Capilla Sixtina, en Roma. Se enamoró de su voz y le propuso dar clases aquí. Así fue, según me contaron.

Las dos permanecieron calladas un rato Lily devoró el almuerzo con avidez, Micaela, en cambio, se mantuvo taciturna, con la imagen de su nuevo maestro en la cabeza.

—Todas están que trinan con este asunto de que tú eres la alumna exclusiva del maestro Moreschi —retomó Lily—. Se mueren de la envidia.

—No entiendo —replicó Micaela—. Yo preferiría las clases de madame Caro, como tú, y no tener que pasar el día entero con ese hombre. Es muy serio y antipático.

—¡Estás loca, Micaela! Cualquiera de nosotras daría lo que no tiene por conseguir aunque fuese una hora por semana con Moreschi. ¿No te das cuenta de que es uno de los mejores profesores de canto que hay? ¡Y tú lo tendrás el día entero, sólo para ti!

Si bien el ritmo de trabajo al que la sometía el Angelo di Roma la agotaba, Micaela se complacía con los frutos del sacrificio. Había aprendido muchísimo en los últimos meses, sus conocimientos teóricos eran más ricos y su voz había mejorado ostensiblemente.

Por la mañana, luego de calentar las cuerdas vocales, Micaela empleaba la primera hora para entonar melodías difíciles y maleables. Más tarde, practicaba las escalas cromáticas y diatónicas, que le costaron al principio, pero llegó a dominarlas a la perfección. Luego, dedicaban otra hora al estudio del solfeo Moreschi le enseñaba latín y literatura, en especial poesía. Durante un buen rato, Micaela declamaba versos muy difíciles. Semanalmente, la obligaba a leer algún clásico, generalmente a Shakespeare, y, en ocasiones, debía aprender de memoria algún pasaje y representarlo frente a su maestro.

Antes del mediodía, se dedicaban a los ejercicios de vocalización. El maestro conocía técnicas distintas a las de Emma, más difíciles y complicadas. La ubicaba frente a un espejo, de pie firme, con las manos cruzadas por detrás. En esa posición, debía entonar con soltura, sin tensarse, de manera natural Moreschi la reprendía con severidad si demostraba el menor esfuerzo mientras cantaba la frente, los párpados, las mejillas y el cuerpo no podían revelar contracción alguna.

—Cantas con los pulmones, con la laringe y las cuerdas vocales, no con los ojos o la frente. El cuerpo debe permanecer relajado, en una posición de descanso. Debes sentir que el sonido fluye desde tu interior. El resto, inalterable.

A medida que Micaela progresaba, las ejercitaciones se complicaban. En la misma postura que usaba para vocalizar, Moreschi le enseñaba técnicas respiratorias. La obligaba a retener el aliento un par de segundos, y luego a soltarlo lentamente. Le indicaba que la espiración debía ser tranquila, profunda, y silenciosa. Para complicar la práctica, Moreschi encendía una vela mientras Micaela exhalaba. La vela no debía apagarse, la llama apenas si podía temblar. Le enseñó que los seres humanos, en forma natural, respiran unas veinte veces por minuto. Micaela debía reducir las inspiraciones a cuatro o a cinco en el mismo lapso para lograr elasticidad torácica. Al principio, se fatigó, e incluso se mareó. Al cabo de un tiempo, consiguió limitar el número de veces a tres por minuto.

El ejercicio de media respiración o di tempo rubato, uno de los más complejos, consistía en abreviar el tiempo de inspiración y alargar el de espiración. Micaela tomaba aire en un segundo, llenaba las cavidades, y lo soltaba durante quince o veinte, en forma lenta, regular y silenciosa. Durante las primeras ejercitaciones, al inspirar tan rápidamente, la joven producía un ruido asmático espantoso que su maestro censuraba con varios golpes de bastón sobre el piso. También le costaba espirar en forma regular, el aire se le escapaba vertiginosamente de los pulmones y la llama de la vela se apagaba en un santiamén. Debió practicar mucho el tempo rubato antes de dominarlo con precisión.

Al mediodía, se encontraba con Lily en el refectorio. Era un momento grato para ambas; conversaban y se distendían de sus obligaciones. Lily siempre tenía algún chisme para contar.

Moreschi solía visitarla durante el almuerzo para controlar que comiera lo que él mismo le había indicado a la cocinera. Cuidaba mucho el menú, que debía ser rico en proteínas, vitaminas e hidratos de carbono. Los platos eran variados y abundantes, lo que desagradaba a Micaela.

Por la tarde, las primeras horas se destinaban a los conocimientos teóricos. Moreschi le enseñaba desde historia de la música y los instrumentos de la orquesta hasta el funcionamiento del aparato respiratorio, los fenómenos de vibración, del sonido, de las cuerdas vocales y del timbre de la voz. Durante otra hora, la obligaba a componer algún salmo, motete o canzonetta. Podía inventar la melodía que deseara, y Moreschi siempre lucía complacido con los resultados. La última parte de la jornada la destinaban al estudio del piano.

Al llegar el final del día, Micaela apenas si podía estar en pie.

Alessandro Moreschi significó un gran cambio en su vida. Al principio, le temía. De presencia avasallante, mirada seria y gesto de pocos amigos, le provocaba ganas de salir corriendo del estudio. Con el tiempo, el sopranista se ganó su confianza. Lo admiraba por sus conocimientos musicales y le tomó cariño por la pasión que le demostraba cuando le decía que haría de ella la mejor soprano que el mundo había conocido.

Moreschi siempre fue duro y exigente, a veces la hacía llorar. Por momentos sentía que lo odiaba, en especial cuando golpeaba el suelo con el bastón, furioso porque no vocalizaba correctamente o porque falseaba alguna nota. Aunque también solía ser agradable. En ocasiones, después de una jornada dura de trabajo, le contaba anécdotas de su juventud, cuando los teatros de Europa lo tenían por protagonista de las óperas más aclamadas.

Cada año, al llegar la primavera, ejercitaban al aire libre. Muy temprano, se dirigían a algún parque, y ensayaban las escalas y vocalizaciones en plena naturaleza. Eran lindos momentos, con la brisa fresca de la mañana y el aroma de la tierra húmeda.

Micaela se llevó una fuerte impresión la primera vez que escuchó cantar a su maestro. Practicaba un aria de La donna del lago en la capilla del convento de las Hermanas de la Caridad, donde la acústica era excelente. Estaban solos.

—¡No, Micaela! —la detuvo Moreschi—. Así no. El timbre de tu voz debe brillar en esta parte —explicó, al tiempo que le señalaba una sección de la partitura—. Aquí tienes que elevar el sonido hasta lograr la mayor extensión para esta nota. Elena se siente dichosa, está rodeada por los dos seres que más ama, su padre y su amante, y todo es felicidad en ese momento. «Fra il padre e fra l’amante». «Fra ilpadre efra l’amante»—repitió—. Debes transmitir ese sentimiento. Cierra los ojos y presta atención.

La joven obedeció. Un instante después, la piel se le erizó al escuchar una voz muy aguda, brillante y extensa, como la de una mujer. Abrió los ojos. No se trataba de una mujer, sino de su maestro que entonaba el aria como a ella le hubiese gustado hacerlo.

Con el tiempo, soeur Emma y Moreschi se hicieron amigos. Conversaban largos ratos acerca del futuro de Micaela, o, simplemente, de música. Emma se maravillaba con los conocimientos del maestro y no perdía oportunidad de acribillarlo a preguntas que él siempre sabía contestar. Pronto descubrieron una pasión común Mozart. Se pasaban horas envueltos en disquisiciones sobre el genio austriaco, y perdían la noción del tiempo cuando hablaban de su vida y de su obra. Emma intentó despertar en Alessandro su pasión por Beethoven, aunque sin resultados. Las charlas se volvían fuertes polémicas en las cuales Emma defendía con bríos al compositor alemán de los embates de Moreschi, que insistía con terquedad en la superioridad de Mozart.

Se olvidaban de Micaela cuando conversaban. La niña permanecía a un costado, escuchándolos sin perder detalle, y, así aprendió a amar a ambos genios.

Moreschi impuso la concurrencia a distintos espectáculos musicales como parte de la formación de Micaela. Prácticamente, todas las semanas iban al Théatre de l’Opéra o al des Italiens. No sólo veían óperas; el repertorio que le interesaba al maestro era variado e incluía música de cámara, sinfónica y un poco de ballet. Apelaba a sus amistades y relaciones para conseguir buenas ubicaciones y la mejor compañía. En su palco nunca faltaba un crítico famoso, algún director de orquesta, un régisseur de renombre, o un cantante amigo. Micaela se deleitaba entre personas sabias, amantes de la música, y, a pesar de su carácter tranquilo, la ansiedad por saber tanto como ellos la dominaba.

Emma solía acompañarlos. Se escapaba por una puerta medio escondida en la despensa que la conducía directo a la calle. Micaela temblaba. Marlene, en cambio, se divertía como una niña. No llevaba el hábito y vestía a lo parisino. Luego de la función, comían en algún restaurante cercano al teatro. Micaela la pasaba mal pues temía que alguien reconociera a soeur Emma y la delatara con la superiora. Si llegaba a ocurrir, Marlene terminaría sus días en un convento de la Cochinchina. Después de un rato, se distraía con las conversaciones que tenían lugar entre su maestro, Marlene y el invitado de turno, y, con el tiempo, le divirtieron las peripecias de soeur Emma para ocultar su verdadera identidad a los amigos de Moreschi, muchos de ellos interesados en conquistarla.

Marlene, Micaela y Alessandro se transformaron en un trío inseparable, y la condición de monja de Emma no le impidió participar de cada etapa de la educación de su protegida. Acostumbraba pasar jornadas completas en el estudio de Alessandro a cargo del piano, mientras Micaela entonaba y Moreschi la dirigía.

Micaela se volvió una esponja que lo absorbía todo. A su alrededor había música y músicos, y nada más. Ser la mejor soprano del mundo se volvió una obsesión. La seguridad que le transmitían Marlene y Moreschi iba poseyéndola poco a poco, insuflándole energía y gran dominio de sí.

Por su parte, el maestro Alessandro la cuidaba como a una gema de incalculable valor, convencido de que podría alcanzar el propósito que había trazado para su pupila. La seguridad de hacer de ella una diva del bel canto era total y absoluta, sabía que los teatros de Europa la ovacionarían, el mundo la escucharía cantar por primera vez y la adoraría por siempre porque tenía la voz más virtuosa, pura, cristalina y extensa que él había conocido.

Micaela se daba cuenta de que muchas cosas cambiaban, entre ellas, su suerte, porque había sido una gran suerte dejar Vevey y asentarse en París, la capital del mundo civilizado, como la llamaban algunos. Ahora, Vevey le resultaba un pueblito insignificante.

Su cuerpo también cambiaba. Medía lo mismo que Marlene, que era alta. Los ejercicios respiratorios y de vocalización corrigieron su postura, y atrás quedó la niña desgarbada, de hombros caídos. La dieta estricta le modeló el cuerpo, y su silueta flacucha y sin curvas desapareció para dar lugar a una esbelta y exuberante. Bajo los cautos vestidos, se le remarcaban insinuantes la cintura y los pechos. La palidez de su rostro ya no existía; su piel lozana parecía brillar y las mejillas se le coloreaban.

Una noche, en la habitación del convento, tomó conciencia de la metamorfosis de su cuerpo. De pie frente a la ventana, se deshizo del camisón y su desnudez se reflejó en el cristal. ¡Cómo habría deseado un espejo enorme! Pero un espejo constituía un elemento demasiado frívolo para encontrarlo en un convento. Sintió frío y, asombrada, descubrió que sus pezones se endurecían y sobresalían. Los rozó apenas, suaves y sensibles al tacto. Se le erizó la piel, y una sensación extraña se apoderó de ella. Cerró los ojos y, con lentitud, deslizó la mano desde el cuello hasta el pubis. Se detuvo en los senos nuevamente y palpó su incipiente redondez. Prosiguió con el descenso hasta encontrar el vello que había comenzado a crecerle hacía tiempo, suave y rizado, de un color más oscuro que el cabello.

Sintió un impulso y continuó bajando. Se tocó, con miedo primero, con más seguridad después, y descubrió una zona húmeda y sensible, muy extraña por cierto. La curiosidad la llevó a tomar el pequeño espejo de su bolso, a abrir las piernas y a mirarse. Estudió su anatomía con avidez hasta que dejó el espejo y siguió con los dedos. Se recostó sobre la cama y cerró los ojos. Tocarse ahí, o en el vientre, o los pechos, le aceleraba la respiración; se trataba de una emoción rara que le debilitaba la voluntad y le provocaba un cosquilleo muy placentero.

Marlene entró sin llamar, como solía hacer. Del susto, Micaela se incorporó con rapidez y sólo atinó a arrancar el cobertor de la cama y a cubrirse a medias. Después de un instante de sorpresa, Marlene sonrió.

—Discúlpame, querida. Aún pienso que eres mi niñita pequeña y que puedo entrar en tu cuarto sin llamar. Aunque me cueste, debo entender que ya eres toda una mujercita y que necesitas más intimidad.

Enma se disponía a salir cuando Micaela, envolviéndose un poco mejor, se le acercó.

—Perdóname, Marlene —suplicó.

—¿Perdonarte? ¿Por qué?

—Bueno… Tú sabes… Por…

—¿Por estar tocándote?

Micaela asintió y bajó la vista, muy apenada. A pesar de la confianza que las unía, en ese instante deseaba que la tierra la tragara.

—Mi niña —dijo Marlene, y le acarició el rostro—. No tengo nada que perdonarte.

—Pero la madre superiora dice que mirarse y tocarse es pecado.

Marlene hizo un gesto pícaro y negó con la cabeza.

—¿No? —se asombró Micaela—. ¿No es pecado?

—¡Mi chiquita querida! ¿Cómo podría ser pecado admirar la obra más perfecta y acabada del Señor? ¿Cómo podría ser pecado sentir cosas tan bonitas? ¿Acaso existe algo más hermoso y estético que el cuerpo de un hombre o de una mujer? Créeme, no lo hay.

—¿Por qué la madre superiora dice que es pecado?

—No lo sé. Aún no entiendo por qué algunas cosas son pecado. Pero estoy segura de que conocer tu propio cuerpo, sus partes, sus secretos, los lugares que te provocan placer, no, definitivamente, no es pecado. Más bien creo que pecado es la mentira, el odio, el rencor, la avaricia. Pecado es desear el mal a nuestros semejantes. Pecado es no perdonar.

Micaela la miró alarmada. Quizá, ella, después de todo, era una gran pecadora.