Capítulo XXI

Gastón María y su familia permanecieron con los Urtiaga Four diez días, tiempo en el cual el joven finiquitó temas pendientes desde su repentina partida. Después de confesar a su padre las circunstancias del matrimonio con la señorita Portineri, cauto en no mencionar los detalles más escabrosos, le expresó su deseo de establecerse en el campo de Azul y hacerse cargo de la administración de esa hacienda y de las estancias aledañas. Rafael se mostró intransigente al saber que en un primer momento había abandonado a su suerte a una joven como Gioacchina; sin embargo, el sincero arrepentimiento de Gastón María y su interés en las estancias lo llevaron a perdonarlo.

Más allá de la algarabía reinante, Micaela vivía uno de sus peores momentos. Envidiaba la dicha de su hermano, que, pese a haber hecho las cosas de la peor forma, había salido victorioso; ella, en su afán por ayudarlo, convencida de que actuaba juiciosamente, se había arruinado la vida. También la atormentaba el deseo de que Gioacchina dejara la casa cuanto antes, porque le recordaba a Carlo.

En varias ocasiones, y sin motivaciones lógicas, se sintió inclinada a revelarle a Gastón María su relación con Varzi, incluso, en una oportunidad en que conversaba con Gioacchina, cierta malicia, cierto orgullo herido, cierta sed de venganza, casi la llevan a confesarle que su bondadoso y misterioso protector no era más que su hermano, un proxeneta sin principios. Nunca hizo ni lo uno ni lo otro.

La traviata era un éxito. Como siempre, la divina Four llenaba la sala y asombraba con su voz prodigiosa, aunque los más allegados, en especial, Moreschi y Mancinelli, notaban que la fuerza y el vigor de la soprano no eran los habituales, principalmente en lo tocante al dramatismo que la obra requería, donde se mostraba insulsa.

—Está un poco cansada —la justificaba Moreschi, consciente de que el cansancio no cabía en la melancolía de su pupila.

Micaela no podía olvidar a Carlo Varzi. Lo tenía en la cabeza permanentemente; de noche, medio dormida, se agitaba y se movía entre las sábanas; de día, la inquietaba la sensación de percibir el aroma de su piel, y lo buscaba desesperada, con la ilusión de verlo aparecer tras el cortinado de su habitación o tras el biombo del camerino.

Pero debía olvidarlo. Varzi era malo, un hombre sin corazón. ¿Qué pretendía al enamorarse de un hombre sin corazón? ¿Acaso se había vuelto loca? Sí, completa y absolutamente loca por él. Lo odiaba por hacerla sentir así, lo odiaba por amarlo tanto y él nada. Aunque no lo culparía, consciente había estado de con quién se metía, y, haciendo oídos sordos a su razón, había seguido adelante con la descabellada idea. Ahora debía pagar. Pagar, pagar y pagar. Un error que le costaría muy caro.

Y el precio se encarecía en tanto Varzi no dejaba de acosarla y buscarla. Se había abstenido de presentarse en casa de su padre, cosa que le agradecía, pero la había perseguido por el resto de la ciudad. Cabecita y Mudo conocían sus pasos y, cada tanto, Varzi los acompañaba en el coche. Le enviaba arreglos florales, regalos costosos, y nunca faltaba la orquídea blanca después de las funciones, a las que concurría con la constancia de un alumno aplicado, sentado en el palco de proscenio. Notas pidiéndole que se encontraran, que necesitaba verla, que la deseaba, que Abelardo echaba de menos a Eloísa, que debían bailar el tango, pero nunca «perdón», ni asomo de la palabra «amor».

Micaela se enfurecía consigo cada vez que leía las tarjetas en busca del arrepentimiento y la muestra de sincero cariño que tanto anhelaba. ¿Cómo permitirse esperar un pedido de perdón de Varzi si él estaba convencido de que no había hecho nada malo? ¡Ilusa y mil veces ilusa!

En efecto, el papel de crédula y tonta lo había interpretado ella. Carlo jamás le había prometido nada ni se había obligado de manera alguna. ¿Por qué le exigía una fidelidad que no le había ofrecido? Celosa y humillada, herida y traicionada, representaban calificativos que no le cabían; sólo la hacían quedar como estúpida. Por más que se le partiera el corazón, la imagen sórdida de Carlo y Sonia en la cama le había quitado la venda de los ojos. De otra manera, ¿hasta cuándo habría seguido con él, sin sentido ni rumbo, exponiéndose y arriesgando su carrera, además del buen nombre de su padre? ¡Ah, qué ganas de estar en París! ¡Maldita guerra!

En su necesidad de huir de Varzi, Micaela se encaprichó con regresar a Europa, y, avergonzada de sí, debió reconocer su cobardía. ¿Hasta cuándo seguiría huyendo de sus malos recuerdos? Casi un año atrás, había escapado de París para olvidar a Marlene; ahora, necesitaba abandonar Buenos Aires para alejarse de Varzi.

A Eloy le llevó una tarde disuadirla. Los cables que recibían en la Cancillería manifestaban que la guerra hacía estragos y que la gente sufría serias carencias. Los relatos descarnados que pormenorizó impresionaron a Micaela y, aunque lucía convencida, Eloy aún tenía reparos.

—Y sepa, señorita —agregó—, que algunas de las batallas tienen lugar tan cerca de París que se comenta que los soldados toman un taxi para llegar al frente.

Micaela se convenció de que ni mil Varzis juntos la harían caer en ese infierno. Debía ser valiente y enfrentarlo. Pronto cejaría en su hostigamiento y la dejaría en paz.

—Disculpe si con mis relatos la he perturbado —expresó Cáceres—, pero me desesperé cuando dijo que deseaba regresar a París y no encontré otra forma más efectiva para obligarla a desistir que exponiéndole los hechos tal cual son.

Micaela no habló; en cambio, y sin recato, lo contempló fijamente. La tranquilizó la suavidad de su mirada clara y la bondad de sus gestos.

—Gracias, señor Cáceres —retomó—. Le agradezco que se preocupe por mí y por mi bienestar. —Hizo una pausa; luego comentó que había pasado una tarde muy placentera junto a él—. Espero que se repita —agregó—. Hacía tiempo que no lo veía en casa, hacía tiempo que no venía a visitarnos.

—En realidad, yo estuve viniendo a casa de su padre con la asiduidad de costumbre. Es usted la que no se dejaba ver por aquí. En el último tiempo, era casi imposible encontrarla —afirmó Eloy, con intención.

Micaela se sonrojó y bajó la vista.

—¿Le comentó mi tía que hay una fiesta en lo de Paz el sábado? —preguntó Eloy, para cambiar de tema—. Me gustaría que me hiciera el honor de acompañarme.

—Será un placer.

Tanto Eloy como Micaela lamentaron la irrupción de Gastón María. Cáceres se disculpó y abandonó la sala.

—¿Me parece a mí o el zoquete ese te está haciendo el filo? —bromeó Gastón María, al tiempo que acercaba una silla.

—Pensé que habías cambiado —comentó Micaela—, pero veo que no has perdido algunas de tus costumbres.

—El hecho de que haya rectificado mi mala conducta con Gioacchina no tiene nada que ver con que siga pensando que ese tipo es un cretino. Quiere escalar posiciones en la Cancillería sea como sea y no va a detenerse ante nada. ¿No te das cuenta de que, a toda costa, quiere congraciarse con papá para conseguir su objetivo, ser el nuevo Canciller? Tengo entendido que casi lo consigue, pero la muerte de Sáenz Peña le arruinó los planes. ¡Bien hecho! Por lo menos, el inútil de Sáenz Peña sirvió para algo.

—No entiendo qué mal te hizo el señor Cáceres para que lo odies tanto.

—No me hizo nada. No tengo nada específico que reclamarle, sólo que no me gusta. Es ladino, especulador, y más raro que no sé qué. Me da mala espina y saber que quiere conquistarte me pone los pelos de punta.

—No hablemos del señor Cáceres, no tiene sentido —sugirió Micaela, y cambió de gesto para proseguir—: Hace tiempo que quiero conversar con vos, pero no he podido. Con tanto alboroto que armaste con tu llegada, siempre hay alguien merodeándote.

—Yo también quiero preguntarte algo. ¿Cómo te enteraste de lo que había entre Gioacchina y yo?

No se esperaba la pregunta y se reprochó la falta de previsión. Debería haber planeado una respuesta con tiempo. Ahora, los nervios y la premura le jugaban una mala pasada, y nada lógico y verosímil le venía a la cabeza.

—No puedo delatar a la persona que me puso sobre aviso —se le ocurrió—. Por más que insistas, jamás te daré el nombre de quién me contó tus andanzas.

—Está bien —dijo Gastón María, resentido—. Pero no te preocupes, ya me imagino que fue la vieja Bennet. Pocos lo sabían.

Micaela recordó a la señora Bennet y pensó que dejar caer la sospecha sobre la institutriz inglesa no resultaba mala idea, cualquier cosa con tal que no surgiera el nombre de Carlo Varzi.

—Bueno, está bien —aceptó Gastón María—, ya no tiene importancia. En realidad, vine a decirte que mañana nos vamos a la estancia de Azul.

—¿Tan pronto?

A pesar de que en un principio ver a Gioacchina a diario la lastimaba, la inminencia de su partida le produjo cierta turbación.

—Sí —añadió su hermano—, quiero llegar al campo cuanto antes y organizar mi vida de una vez.

—No te vayas, quédate a vivir aquí —suplicó.

—¡Ni loco! —Gastón dejó la silla y comenzó a caminar—. Sabes que no soporto a Otilia. Con papá las cosas han mejorado, pero no hemos nacido para vivir bajo el mismo techo. Además, quiero alejarme un tiempo, y alejar también a Gioacchina. No van a faltar las personas maliciosas que pregunten y quiero evitarle esa humillación. Demasiado soportó la pobre el otro día con el interrogatorio de tía Josefina.

—Sí, supongo que tenés razón —se resignó Micaela—. Por otra parte, en el campo vas a realizar una actividad digna que te va a mantener alejado del juego y de la bebida.

—No te preocupes, hermanita. Nunca más voy a caer tan bajo. Nunca más te voy a defraudar.

Micaela abrazó a su hermano y, sin soltarlo, le preguntó si amaba a su esposa.

—Sí, mucho —fue la respuesta de Gastón María.

—Y, ¿por qué no querías casarte con ella? ¿Necesitabas hacerla pasar por tanto si la amabas?

—Cuando Gioacchina me dijo que esperaba un hijo, no temo confesarlo, me aterroricé. Sentí el peso del mundo sobre mis hombros y, como un idiota, busqué la salida equivocada. El matrimonio me daba pánico. Todos los ejemplos a mi alrededor me demostraban que no se podía ser feliz si uno se casaba. No me imagino a tía Luisa enamorada de Miguens, ni a tía Josefina feliz al lado de Díaz Funes. ¡Y para qué hablar de papá y Otilia! Una farsa.

—Pero papá y mamá sí se amaron —terció Micaela.

—¿Papá y mamá? ¿De qué me hablas, Mica? ¿Acaso te olvidas de que mamá se cortó las venas?

La imagen de su madre muerta en la tina la cegó como un rayo, y la realidad en torno a ella quedó suspendida en el tiempo. Al volver, Gastón María había dejado la sala.

Cabecita y Mudo entraron en el despacho de Carlo.

—¿Qué novedades me traen? —preguntó.

Tuli intentó dejar la habitación, pero Carlo le ordenó que se quedara.

—Volvé a tu trabajo —agregó.

Tuli prosiguió con la tarea que Carlo le había encomendado desde algún tiempo, dada su habilidad con los números y la contabilidad.

—Hoy no tiene función —empezó Cabecita.

—Eso ya lo sé —dijo Varzi, y levantó la vista.

—Sí, claro, qué estúpido, ¿no? Bueno… Eh… Parece que el sábado hay garufa en uno de esos palacetes de jailaije, y Marlene está invitada. Me lo chamuyó Carmencita, la sirvienta a la que le tiramos unas viyuyas por información.

—¿Qué hizo esta tarde? —preguntó Carlo.

—Lo de siempre. Ensayó en su casa y fue al teatro.

—¿Recibió las flores?

—Eh… Bueno… Sí. Justamente, Carmencita las recibió, pero…

—¡Dale, otario, desembuchá! —se enfureció Carlo.

—¡Bueno, che! —se quejó Cabecita—. ¡Da julepe decirte las cosas de Marlene últimamente! Te piantás enseguida. Lo que pasó fue que Marlene le dijo a Carmencita que las tirara a la basura.

Varzi ocultó el dolor que le produjo la noticia y prosiguió con unas anotaciones sin mirar a sus empleados.

—¡Ah, me olvidaba! —exclamó Cabecita—. Me dijo Carmencita que, después del almuerzo, Micaela y el tal Cáceres se pasaron un buen rato chamuyando en la sala de música.

Carlo hizo crujir el escritorio de un puñetazo. Quiso saber los pormenores de la conversación entre Micaela y el bienudo, y Cabecita, tartamudeando, le dijo que no tenía idea, que Carmencita apenas los había escuchado.

—Parece que Marlene hablaba de volver a Europa y el tipo ése quería convencerla de que se quedara. Carmencita me dijo que chamuyaban tan bajo que no pudo escuchar más.

La visión de Marlene y Cáceres susurrándose, tocándose, mirándose con pasión, lo sacó de quicio; se le coloreó el rostro y los nudillos se le tornaron blancos de tanto apretar. Lanzó un resoplido y se puso de pie.

—También averiguamos cosas de Gioacchina —dijo Cabecita, con la esperanza de cambiarle el humor.

—¿Yo te pedí que averiguaras de Gioacchina? —preguntó Carlo.

—No.

—Entonces, ¿qué mierda andas averiguando de ella? ¡Vamos, fuera de aquí! ¡Mándense a mudar!

Cabecita salió trastabillando. Mudo le echó un largo vistazo antes de abandonar la habitación. ¡Ah, carajo, cómo odiaba a esa Marlene!

Tuli no sabía qué hacer, si irse o quedarse, pero interpreto que la orden no era para él y continuó con las cuentas, que repasaría en otro momento con la mente tranquila y el pulso firme.

Varzi no intentó retornar a los papeles. Bebió una grappa con la vista perdida en el puerto de La Boca. El sol se ocultaba y la actividad entre los estibadores mermaba. Escuchó los silbatos que ponían fin a otra jornada de trabajo y recordó sus días como empleado en las barracas; se angustió al reflexionar que, si bien habían sido tiempos difíciles, de conventillos inmundos, mala comida, pocas monedas en el bolsillo y trabajo duro, su espíritu se había encontrado más sereno e íntegro. Farfulló un insulto, movido por los remordimientos, arrepentido de tantas cosas. Gioacchina y el sacrificio que representaba ya no le daban consuelo.

—Me contó Cacciaguida —se atrevió Tuli—, que Marlene es una conocida cantante lírica. Que, en realidad, se llama Micaela Urtiaga Four.

—Más vale que Cacciaguida mantenga la boca cerrada o yo mismo le voy a cortar la lengua.

—¡Napo, por favor! —se escandalizó Tuli—. Con lo que le pasó a la pobre de Polaquita (que Dios la tenga en su gloria), no hables de lenguas y esas cosas. —Carlo se mostró momentáneamente confundido y vulnerable—. Además, vos sabes que yo adoro a Marlene. Jamás le iría con el chisme a nadie. Cacciaguida me lo contó porque sabe que la quiero de verdad y que sería incapaz de perjudicarla. —Tuli se impacientó al no obtener más respuesta que un gruñido—. Después de conocer el apellido de Marlene, me di cuenta del resto. Ella es la hermana de Urtiaga Four, ¿no? El que dejó embarazada a tu protegida, ¿no?

La mirada torva de Carlo Varzi lo amilanó y coligió que permanecer callado sería una buena opción, sin embargo, no pudo y continuó.

—Marlene no es como las minas a las que estás acostumbrado, Napo. Ella es una dama, culta, refinada, con principios y…

—¡Y quién mierda te dio vela en este entierro! ¡Quién carajo te dio permiso para opinar!

Tuli saltó de la silla y se replegó contra la pared.

—¡Yo hablo porque la quiero mucho a Marlene! —vociferó, envalentonado de súbito—. ¡Marlene y yo somos amigas! ¡Yo la quiero mucho a Marlene!

—¡Ya está bueno con la cantinela de que la querés mucho! No te metas más, ¿entendiste? O te parto la cabeza.

Carlo se volvió, con intención de abandonar el despacho. Tenía que salir de allí o mataría a alguien. La furia, los celos y el rencor dominaban su entendimiento, lo cegaban.

—¡Napo! —llamó Tuli—. ¿Por qué no la dejas en paz? No la hagas sufrir. ¿No te das cuenta de que ella no es mujer para vos? ¿Que pertenecen a mundos distintos, más bien, opuestos? Tendrías que morir y nacer de nuevo para que ella te quisiera, tendrías que ser el hombre que no sos y es imposible. Marlene jamás amaría a un cafishio.

Tuli se estremeció con el portazo de Carlo y, cuando logró reponerse, se dirigió al camerino a juntar sus cosas, seguro de que estaba despedido.

Carlo salió del burdel y se aventuró entre las barracas del puerto. Los muchachos lo saludaban con respeto y lo invitaban a tomar mate. Él les devolvía el saludo y dejaba el convite para otra oportunidad. La nostalgia que le provocaron los recuerdos lo abatieron sin remedio, y la retrospección lo llevó subrepticiamente hasta la tarde en que asesinó a su padre. La imagen de Tiziana ensangrentada, Gioacchina llorando a su lado, Gian Carlo ebrio, en medio de putas y naipes, casi le arrancan lágrimas de impotencia y de rabia. ¿Qué podía hacer un hombre con tanto dolor? Vinieron después el reformatorio y sus eternos días en el calabozo de castigo, seguidos por el traslado a la Isla de los Estados, que, pese al frío, el hambre y las pestes, lo recordaba como un hito en su vida: Johann, su amigo del alma, había significado la redención. Las pérdidas se hicieron una constante, y el sufrimiento casi lo destruye con la muerte del alemán, aunque sus palabras sabias le revolotearon en la cabeza por un tiempo y lo ayudaron a volver a su curso. Luego, la libertad, la ansiada y sublime libertad. Y Gioacchina. Todo por Gioacchina. Por ella se volvió un asesino otra vez, y, poco después, un proxeneta.

Llegó al borde del malecón y, sin importarle el olor hediondo que emanaba del agua, se quedó allí, de pie, con la mirada perdida. El río turbio golpeaba el paramento y le salpicaba los zapatos de charol. Más allá, sobre la cubierta de un barco, dos marineros cantaban El entrerriano, el primer tango que bailó con Marlene. Le tembló la boca y la vista se le nubló. Cerró los ojos. Aún podía imaginársela enfurecida, erecta como una vara entre sus manos. Divagó, rememoró, y admitió por fin que ella siempre le había prodigado gratos momentos, aun cuando, furiosa y humillada, lo hubiese despreciado e insultado. Más allá de su belleza y de su exquisito savoir faire, existía un don en esa mujer, distinto a todo cuanto había conocido, mágico quizá, que brillaba en sus ojos tan raros, un don que lo había enamorado irremediablemente.

«Tendrías que morir y nacer de nuevo para que ella te quisiera.»

Carlo Varzi se sintió capaz de cualquier cosa, incluso de morir y nacer de nuevo.