Capítulo XVIII
Cinco días después del encuentro con Varzi, Micaela seguía alterada, de mal humor. Frustrada, en definitiva. Sabía que Carlo le había enviado el coche al día siguiente; Pascualito había ido a espiar. Y ella misma lo había visto en la esquina de Libertad y Tucumán, cada noche, a la salida del teatro. Hizo grandes esfuerzos para no correr y pedirle al chofer que la llevara de nuevo a brazos de Varzi.
El tiempo lo borraría todo. Debía dejar pasar los días y pronto lo olvidaría. Sí, pronto se lo arrancaría de la mente. A veces, al sentirse vencida por la atracción de ese hombre, se descorazonaba hasta las lágrimas. Carlo Varzi tenía el poder, pero ella era fuerte y no claudicaría.
Se miraba en el espejo y se veía tan distinta que temía que Moreschi o Cheia se dieran cuenta y empezaran a preguntar. Quizá lo imaginaba y no lucía distinta en absoluto. No, sabía que todo había cambiado. Carlo Varzi la había hecho su mujer y lo peor era que ella se sentía así, su mujer. Sacudió la cabeza para alejar esa idea absurda.
Cheia entró en la recámara y le sonrió maternalmente. Micaela le devolvió la sonrisa, contenta de verla. Por suerte, a su nana y a Moreschi los había convencido el relato de la inocente cena con Varzi en la cual sólo habían charlado de Gioacchina y Gastón María. La noticia del arrepentimiento del joven Urtiaga Four y el deseo de desposar a la señorita Portineri los maravilló y pronto se olvidaron de Carlo Varzi y de su cena.
—Esta noche vienen tus tíos y primas —comentó Cheia—. Hasta monseñor Santiago aceptó la invitación.
—Ah, qué divertido —replicó Micaela, irónica.
—¿Por qué hablas así? —preguntó Cheia, dolida—. Hace días que noto que estás cambiada, de mal humor. ¿Te pasa algo?
Micaela se inquietó, le pidió disculpas y arguyó que se encontraba cansada de Buenos Aires y que deseaba regresar a París.
—No se te ocurra en medio de la guerra —suplicó Cheia.
—¿Qué más da si hay guerra? En Europa, miles de personas están conviviendo con la guerra y no les sucede nada.
—¡Micaela! —chilló la mujer—. ¡Callate la boca! ¡No sabes lo que estás diciendo! Una guerra es una cosa horrible. Escasean los alimentos, no hay carbón para la calefacción ni para la electricidad, hay hambre, miedo, frío. Me muero si volvés a Europa ahora.
—Yo pensaba llevarte conmigo para que me cuidaras —bromeó, al tiempo que la abrazaba. Le hizo gracia lo petisa que había quedado Cheia con el correr de los años y lo alta que se había vuelto ella.
—¡Ni loca me llevas para allá!
—¿No te parece mejor una guerra que soportar a Otilia? —continuó Micaela.
—Hay veces que sí —coincidió—. Aunque no se puede decir lo mismo del sobrino, ¿eh?
Micaela se puso seria y la soltó; le disgustó pensar en otro hombre que no fuera Varzi.
Menos tía Luisa que, por el luto, salía de su casa sólo para ir a la iglesia, la familia completa se dio cita en lo de Urtiaga Four esa noche. También concurrió Eloy, junto a su amigo Nathaniel Harvey, para alegría de Micaela que hacía tiempo no lo veía.
La ubicaron cerca de Guillita y de su esposo, el doctor Valverde, y al lado de Nathaniel, con quien charló animadamente. Sin embargo, no era el mismo que había conocido meses atrás; lo notó más circunspecto, menos predispuesto a bromear. Le habría preguntado el motivo, pero decidió que no le importaba tanto.
Eloy, sentado a la derecha de la cabecera, habló con su padre y no la miró en toda la comida. Micaela le echó vistazos furtivos en varias oportunidades y se sorprendió de lo anodino que lo encontraba. El pelo rubio, la piel blanca, los ojos claros; ese conjunto no la atraía ahora.
—Mi amiga Martita Pereyra Núñez —comentó Otilia a tía Josefina— leyó en una revista parisina que están imponiéndose las melenitas cortas.
Josefina y sus hijas solteras se mostraron muy interesadas en la información, y pedían más detalles. Otilia, ufana de la primicia, se retrepó en la silla y las acalló para contarles. Micaela miró a Cheia y le hizo una mueca burlona. La nana se cubrió la boca para ocultar la risa.
¡Qué pocas ganas de estar ahí, entre personas afectadas y superficiales! Observó a cada uno con detenimiento y recordó las palabras de Émile Zola: «La gran preocupación de la alta sociedad era saber en qué diversiones iba a matar su tiempo… París se sentaba a la mesa y pensaba chistes verdes a los postres.» Aunque esa noche se reprimirían y no los contarían: tío monseñor se ofendería sobremanera.
—Micaela, deberías cortarte el pelo —sugirió Otilia—. Ya no se usa la cabellera tan larga como la tenés vos.
—Sería un crimen —terció Eloy—. El cabello tal como lo lleva la señorita Micaela le queda hermosísimo.
Se hizo un silencio incómodo. Micaela miró a Eloy contemplativamente y pensó que tenía razón: a Carlo Varzi no le agradaría que se cortara el pelo. Otilia, exultante por la intervención de su sobrino, invitó a los comensales a tomar café en el jardín. La noche ofrecía un grato espectáculo, con el cielo estrellado y la luna llena. Rubén encendió las luces que bordeaban la fuente y otros sirvientes colocaron mesas y sillas a un costado.
Micaela se sentó cerca de su maestro y de mamá Cheia. El esposo de tía Josefina y tío monseñor encontraban muy agradable la conversación de Moreschi y no lo dejaban tranquilo. Le preguntaron por los planes futuros de su discípula, como si Micaela no estuviese allí.
—La temporada del Colón se extendió hasta noviembre —empezó Alessandro.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Díaz Funes.
—Sí, y el teatro y la compañía de Mancinelli le han ofrecido a Micaela protagonizar la próxima ópera, La traviata, y quizá el año que viene participe en La flauta mágica.
Tío monseñor comentó enfurecido que La flauta mágica era una ópera de masones y, a punto de proseguir con su invectiva, Otilia pidió la atención y se quedó con las ganas.
—Escuche en especial usted, monseñor, le va a interesar —dijo la mujer—. Es el comentario que hizo El Hogar a un artículo de la revista parisina Fémina que afirma que, en París, el tango ha derrotado al boston. Escuchen: «El boston, el doble boston, el triple boston fueron, en otros días, los bailes de moda en los salones selectos de París; pero, en este año, el baile a la moda es el tango argentino, que ha llegado a bailarse tanto como el vals. Como se ve, los salones aristocráticos de la gran capital acogen con entusiasmo un baile que aquí, por su pésima tradición, no es ni siquiera nombrado en los salones, donde, además, los bailes nacionales no han gozado nunca de favor alguno. París, que todo lo impone, ¿acabará por hacer aceptar en nuestra buena sociedad el tango argentino? No es de esperarse, aunque París, tan caprichoso en sus modas, hará todo lo posible para ello.» Además —continuó Otilia—, el artículo agrega que, a causa de la sensualidad del baile, el origen pecaminoso y la difusión notable que alcanzó en Francia, los señores arzobispos de París, de Cambrai y de Sens, y los obispos de Lyon, Verdun y Poitiers se vieron obligados a anatematizarlo. ¿Qué opina, monseñor? ¡Es el colmo! ¿No cree?
Se armó una polémica y estuvieron de acuerdo con el cura presente en que el tango era una danza «diabólica». Rafael, que se había mantenido ajeno a la controversia, le pidió su opinión a Micaela, que se tomó unos segundos para contestar.
—Creo que ustedes detestan más al hombre de tango que al tango mismo. El tango es música y nada tiene que ver con la decencia o la moral.
Se levantó un murmullo de desaprobación. Sin hacer caso al descontento general, Rafael se interesó por saber más.
—¿No te parece, hija, que el origen non sancto del tango degradó desde el vamos sus líneas estéticas, si es que las tiene? Creo que el origen lo condenó para siempre.
—Si algo es bueno, es bueno, y nada tienen que ver los blasones —afirmó Micaela—. El único salvoconducto válido es el talento. ¿Acaso Shakespeare no era de origen humilde, hijo de padres analfabetos? Y nadie niega la magnificencia de sus obras a causa de las circunstancias de su nacimiento.
—Entonces, ¿pensás que el tango es bueno? —preguntó tío monseñor, y la condenó de un vistazo.
No polemizaría con personas que jamás la entenderían, personas que, en realidad, no deseaban conocer sus opiniones, sólo querían imponerle las ideas que, según sus creencias, coincidían con la clase social a la que pertenecían.
—A veces me pregunto —comenzó Micaela—, por qué será que, en vez de admirar y aplaudir lo que nos gusta, nos ensañamos con diatribas en contra de aquello que no nos place. ¡Que cada uno goce con lo que se le antoje y seamos todos felices!
Los presentes quedaron atónitos, sin posibilidad de réplica. Micaela sesgó los labios y abandonó la silla, dispuesta a marcharse. Habría deseado quedarse a conversar con su padre sobre el tango, pero decidió que el costo de escucharlo resultaba demasiado alto. No tenía intención de soportar a tío monseñor, un inquisidor desagradable, ni a Otilia, que no diría dos palabras sensatas. Pero antes, y con la intención de alborotarlos un poco más, le palmeó la mano al monseñor y le dijo:
—No se preocupe, tío monseñor. El tango me gusta en París, donde está de moda. Aquí me resulta deleznable. Buenas noches. —Y se fue.
—Igualita a la madre —afirmó Josefina al oído de Otilia, y Rafael sonrió complacido.
Micaela cruzó el jardín de invierno y, antes de llegar a la escalera, Ralikhanta apareció de la nada.
—¡Ralikhanta!
—Discúlpeme, señora, discúlpeme —rogó, al tiempo que se inclinaba una y otra vez.
—Está bien, no importa. ¿Buscas al señor Cáceres?
—No, señora, la buscaba a usted. Quería agradecerle la entrada que me envió para el teatro.
—¡Ah, sí, la entrada! ¿Pudiste ir? ¿El señor te dio permiso?
Ralikhanta bajó la vista y se estrujó las manos.
—Ni siquiera le mencioné al señor que usted, tan amablemente, me había obsequiado una entrada. Me habría obligado a devolvérsela.
—Entonces, no fuiste.
—¡Oh, no! Sí que fui. El señor sale mucho por las noches en estos días y, en una de sus salidas, me escabullí y pude verla.
—Me alegro, Ralikhanta. Espero que te haya gustado.
—Sí, mucho, señora, mucho. Lakmé me hizo acordar a mi patria y a sus costumbres, que no las puedo quitar de mi corazón, pero lo que más me gustó fue cómo cantó mi señora. Usted ha sido bendecida por Alá, señora mía. Usted es mitad mujer, mitad ángel.
Le tomó la mano y se la besó, y salió tan aprisa de la casa que no le dio tiempo a agradecerle los cumplidos.
Al día siguiente, Micaela leía en su dormitorio cuando Rubén le avisó que un señor la esperaba en el hall.
—Debe de ser el periodista de El Hogar.
Se acicaló antes de bajar. En el hall no encontró a nadie y buscó en el vestíbulo. De pie, cerca de la entrada principal, Carlo Varzi la veía venir. Micaela se detuvo en seco.
—Hace seis días que te espero. Te mandé el coche, como habíamos quedado.
—Yo no… —tartamudeó, y se calló.
Un silencio sobrevino. La mirada torva de Carlo Varzi la amilanó; no sabía qué hacer; no sabía si irse, si invitarlo a pasar. ¡Invitarlo a pasar! ¿En qué cuernos estaba pensando?
—Esta noche no tenés función en el Colón. El coche te va a esperar en la esquina. Más vale que vengas.
—No, no voy —dijo, increíblemente segura.
Carlo avanzó hasta quedar a un paso de ella.
—Mira, Marlene, más vale que vengas. Si no venís, vuelvo a buscarte. Pero te aseguro que, cuando vuelva, voy a estar furioso. Ya no te voy a tener paciencia. Entonces, te tiro al piso, y aquí mismo, te tomo otra vez.
Se caló el chambergo, dio media vuelta y enfiló hacia la salida. Atontada, Micaela se concentró en su vestimenta. Llevaba pantalón bombilla a rayas, pañuelo de seda al cuello y un saco que le remarcaba la cola, pequeña y firme. Se le veían las polainas blancas. Los zapatos negros puntiagudos, con taco alto, símbolo de los compadritos, crujían sobre el piso de mármol.
—¡Carlo! —gritó, y corrió escalinatas abajo.
Varzi se detuvo en el pórtico y volteó. Micaela cubrió el trecho que los separaba y le dijo:
—Llévame ahora, Carlo. Quiero ir con vos ahora.
Varzi la examinó seriamente antes de tomarla de la mano y obligarla a caminar atrás de él. Le abrió la puerta delantera del automóvil y le indicó que subiera; luego, giró la manija y se ubicó al volante. Iba a conducir, una faceta que no le conocía. Con la vista al frente y el gesto serio, la ignoraba. Seducida por su actitud, sintió deseos de él.
El tránsito se tornó farragoso al llegar al centro: carretas, coches a caballo, buhoneros llenos de fruslerías y elementos de mimbre. Las calles eran estrechas y el tramway complicaba la situación. Varzi, molesto, tocaba la corneta y maniobraba.
Al llegar a San Telmo, Micaela cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo visitaba de día. La mañana despejada, plena de luz, no conseguía redimir a ese lugar. Las casas viejas y derruidas, de las que entraban y salían personas mal vestidas, le conferían el aspecto deprimente que se adueñaba de cada rincón de ese arrabal. Un perro flaco ladraba tras la carreta del aguatero, mientras un grupo de niños descalzos intentaba atraparlo. Había señoras sentadas en los zaguanes, atentas a la calle; suficiente que pasara un carro para que cuchichearan.
—No siempre fue lo que es ahora —habló Varzi, y pareció adivinarle el pensamiento—. Hace unos años, San Telmo era el barrio de los de tu clase. En 1871, sobrevino la fiebre amarilla y, quienes no murieron, huyeron hacia el norte, para el lado de la mansión de tu padre.
Carlo detuvo el automóvil frente a su casa y, con un movimiento de cabeza, le indicó que bajara. Frida conversaba en la puerta con una joven bastante bonita.
—¡Buenos días, señor Varzi! —saludó, muy simpática—. ¿Cómo le va?
Carlo se tocó el ala del sombrero y le dirigió una sonrisa encantadora. Micaela lo habría, abofeteado: para ella, las sonrisas siempre eran sarcásticas. Pasó al lado de las mujeres sin saludar. Carlo arrancó el automóvil y dobló en la esquina. Frida se despidió de la muchachita y siguió a Micaela. La encontró en el vestíbulo un poco desorientada.
—Buenas tardes, señora.
—Por favor, Frida, no me llame señora. Dígame Micaela, y tutéeme.
—Te llamaré Marlene, como hace Carlo. Ven, querida.
La tomó del brazo y la condujo al patio. Se sentaron bajo la sombra de la parra. Micaela inspiró el aire fresco y el aroma dulzón de la uva chinche. Había macetones con plantas saludables y floridas, recientemente regadas; el olor a tierra húmeda la relajó.
Aunque Micaela declinaba todo cuanto le ofrecía, Frida continuaba con su retahíla de manjares y bebidas. Una vez que se dio por vencida, comenzó a detallarle los nombres de sus plantas y, sin que se dieran cuenta, el tema desembocó en Alemania. Frida, complacida de platicar con alguien conocedora de su país, dio rienda suelta a la nostalgia.
Micaela se sentía extraña pues no llegaba a comprender qué hacía a la sombra de un parral con el ama de llaves de Varzi hablando de plantas y comidas germanas; así y todo, debió aceptar que lo disfrutaba, y, antes de que pudiera inquirir a Frida acerca de su esposo Johann, Carlo ingresó por la parte trasera, le echó un vistazo y se evadió a su habitación.
—Ve con él, Marlene —la instó Frida—. Te esperó demasiado. Está ansioso de ti.
A Micaela se le arrebataron las mejillas y quedó sin palabras. Frida se puso de pie y abandonó el patio sigilosamente. Logró serenarse y recobrar el dominio antes de dirigirse al dormitorio de Varzi. Lo encontró apartado. Ya se quitaba el pañuelo del cuello y la camisa. Había dejado el chambergo y el saco sobre una silla. Alrededor del torso desnudo y tomado en la espalda con una hebilla, un cinto de cuero le sujetaba el puñal. Se lo quitó con destreza y lo colgó en un perchero. Luego, apoyó el pie derecho sobre el borde de la silla, levantó la botamanga del pantalón y sacó una daga pequeña de la polaina. Micaela lo contemplaba extasiada desde la puerta que no se animaba a trasponer; sin embargo, cuando él reparó en ella, no fue capaz de sostenerle la mirada. Bajó la vista y deseó que la tierra la tragara.
—Cerrá la puerta y vení aquí —lo escuchó decir.
Obedeció, sumisa. Carlo tiró al suelo el sombrero y el saco, se sentó en la silla, y la obligó a hacerlo sobre sus rodillas. Le apartó los mechones del rostro y le acarició los pómulos.
—Me tenés vergüenza, ¿no?
—Sí —respondió Micaela, y habría querido agregar «y miedo».
—¿Por qué me tenés vergüenza, eh?
—No sé por qué. Tengo vergüenza de vos.
—Eso me gusta —aseguró él—. Me gusta que seas vergonzosa e inocente.
—No sé qué estoy haciendo aquí de nuevo.
—Vamos a estar juntos otra vez, por eso estás aquí. Sé que lo disfrutaste la otra noche, te sentí vibrar debajo de mí, gozaste tanto como yo, lo sé.
—Si decís esas cosas me siento peor.
—¡Ay, pobrecita! —se burló Carlo—. ¡Tan tímida e inocente! No te enojes y cambia la cara. Bien que te gusta que te bese aquí —y le besó el cuello—, o que te muerda aquí —y le mordió el labio—, o que te toque así —y le acarició los pechos.
El cuerpo de Micaela se estremeció y abandonó la rigidez. Consintió el descaro de la boca de Varzi y la lascivia de sus manos, que le escamotearon el último vestigio de pudor. Sin embargo, y como un golpe, la azotó la idea de que estaba allí para saciarlo. Tomar conciencia de que Varzi sólo la necesitaba para satisfacer su deseo sexual la humilló, y debió ahogar el llanto. En ese momento, allí, en su dormitorio, no era mucho más que Sonia, la mujerzuela a la que ella despreciaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó Varzi.
La acarició con suavidad y la miró dulcemente. Micaela no logró contener las lágrimas y se largó a llorar. Notó el desconcierto de Carlo y se sintió bien cuando la abrazó.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? —insistió—. No llores, no me gusta.
Terminaron en la cama. Micaela se había tranquilizado y la opresión le había abandonado el pecho. Ahora lo veía con claridad: Carlo Varzi redefinía su concepto de hombre. Ni ser espiritual ni racional, sino uno puramente sexual. Y su sensualidad la asustaba, aunque ¡maldita sea! la atraía sin remedio. Comprendió también que luego de despertar entre sus brazos ya no sería la misma; el espejo no le devolvería la imagen de siempre, nunca más vería a Micaela Urtiaga Four, ahora reflejaría a Marlene. Marlene, la que se acostó con Varzi.
Carlo se despojó del resto del atuendo y se tendió a su lado. Sin tocarla, le estudió las facciones un buen rato.
—¡Dios mío! —murmuró de pronto—. ¡Qué hermosa sos!
Micaela le sonrió, halagada y satisfecha de gustarle tanto. Al menos le gustaba.
—Cuando te conocí aquella noche, en el Carmesí —empezó ella—, me pareció que tu rostro era el más hermoso que había visto. Fue raro, también me dio miedo. Tus ojos me atrajeron especialmente. Son lindos. Me gustan mucho tus ojos, Carlo.
—¿En serio te gustan? ¿En serio te parezco lindo?
—No finjas. Sabes que sos hermoso. ¿No es por eso que las mujeres andan como locas por vos? —remató, irónica.
—Solamente me importa lo que vos pensás, nada más —aseguró él—. Que vos me veas lindo, eso es lo único que cuenta para mí.
—¡Oh, sí, claro! —Permaneció callada unos segundos para retomar sarcásticamente—: Es usted un hombre muy vanidoso, señor Varzi. Se puede saber, ¿por qué quiere que lo vea lindo?
—¿Todavía no lo sabés? —La miró con picardía y comenzó a quitarle el vestido—. Quiero que me veas el hombre más apuesto del mundo para que solamente me desees a mí. Quiero que me desees como yo te deseo a vos. Quiero que, cuando estés lejos de mí, sientas la misma desesperación que yo siento. Y cuando me tengas cerca, no puedas evitar tocarme, como me pasa a mí. Quiero que pienses en mí día y noche, que todo te haga acordar a mí, hasta la cosa más insignificante; yo veo tu cara y tu cuerpo donde voy. Todos mis lugares están llenos de vos. ¿Entendés, Marlene? Quiero ser lo único para vos.
Sorprendida ante semejante confesión, quedó sin habla, y, mientras él continuaba desabotonándole el traje, ella le acarició los músculos de los brazos, le besó los hombros y le enredó los dedos en el jopo.
El erotismo descarado e implacable de Carlo la estremeció y, aunque un poco asustada, lo dejó actuar en libertad; se entregó a él y le permitió hacer cuanto quisiera. Tierno y manso mientras le dirigía las indicaciones del amor, suave, incluso romántico, no cesaba de preguntarle «¿Estás bien, chiquita?»; la acariciaba, la besaba. Un momento, al notarla insegura, le susurró que no se preocupara, que no le haría daño, que iría lento. Luego, se miraron intensamente, y la pasión que fluyó de los ojos de Varzi habría resultado suficiente para desvanecerla de placer, sin embargo, él le dio más al aferrarse a su cuerpo y besarla con ardor, al estudiarla ávidamente con las manos, al revelarle partes íntimas y secretas que, supo, siempre reclamaría como propias. Micaela inspiró profundamente y se abrió a él. Más consciente esta vez, percibió sensaciones que la colmaron, que la desbordaron. Se le aceleraron las pulsaciones, energías extrañas la recorrieron, y nació en ella el anhelo de no volver a separarse de ese hombre.
El ruido de un aleteo en la ventana lo despertó. Se estiró entre las sábanas y encontró con la mano el cuerpo tibio de Micaela. Se alegró al verla allí, tan tranquila. Habían gozado juntos, y, en el momento de mayor placer, ella había pronunciado su nombre.
Se levantó con sigilo para no despertarla. El aleteo se repitió y supo que debían de ser alrededor de las cuatro, hora en que Frida alimentaba los pájaros. A través de las rendijas del postigo, entrevió a la mujer que arrojaba migajas a los gorriones y a las palomas. Soñó que su mundo había cambiado mágicamente: su esposa dormía en la cama, su madre alimentaba las aves y en cualquier momento aparecerían unos chiquillos correteando y gritando.
La fantasía se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Marlene no era su esposa, Frida no era su madre, él no tenía hijos. El era un proxenera. Volvió a mirar a Micaela para recuperar el buen ánimo. Su cabello se esparcía sobre la almohada; rayos de luz filtraban por un resquicio y le iluminaban la piel, que parecía satén blanco. Era más de lo que jamás hubiese imaginado. Sonrió, abatido. Después de diez años de reclusión, las mujeres se habían convertido en su obsesión; siempre había alguna revoloteándole, y, salvo el momento de placer físico en la cama, el resto del tiempo las quería lejos, lo estorbaban. No con Marlene. Se preguntó qué estaría sucediéndole que necesitaba tenerla cerca, siempre. Esos seis días de espera lo habían asustado, consciente de que ahora dependía de ella y de su pasión.
Micaela entreabrió los ojos y halló a Varzi de pie, frente al escritorio, completamente desnudo, empeñado en unos papeles. Mantuvo silencio para mirarlo cuanto quisiera. Carlo guardó los documentos en el cajón y anotó algo en un cuadernillo. Se dirigió al ropero y sacó una muda de ropa. Paseaba por la habitación con desparpajo. Sus movimientos naturales y libres le realzaban el cuerpo desnudo. Micaela lo contemplaba con admiración, pues era magnífico.
—¿No dormías? —preguntó Varzi.
—Te miraba —confesó.
Carlo se encontró con una niña en su cama. Ojos grandes de mirada inocente, arrebol en las mejillas. Tenía las manos pequeñas, que sujetaban la colcha a la altura del mentón. Dejó la ropa y se acercó.
—¿Me mirabas? —repitió, y le quitó la sábana de encima—. ¿Y me vas a decir que nada te cruzaba por la mente?
—Pensaba también que esto parece un sueño. Después de todo lo que pasó entre nosotros, aún me cuesta creer que…
—¿Que seamos amantes? —sugirió él.
Amantes. Y otras palabras le acudieron a la mente, entre ellas furtivo y prohibido; inmoral, agregó luego sin mayor convicción; por fin, demencial y peligroso que, le pareció, describían con siniestra precisión lo que significaba ser mujer de Varzi.
—Somos amantes —afirmó Carlo, y se perdió en su cuello.
La estremeció el sonido ronco de su voz, lleno de seguridad, y deseó que no volviese a referirse a lo que había entre ellos con tanta certidumbre, máxime cuando ella aún se preguntaba qué hacía allí.
—Tengo que irme —aseguró Micaela, y abandonó la cama envuelta en la sábana.
—¿Qué pasa, Marlene? —preguntó Carlo, molesto, aterido de deseo.
—Tengo que irme. ¿Qué hora es? Debe de ser tardísimo.
—Son las cuatro y media.
—¿Qué? ¡Por Dios! Hace horas que salí de casa de mi padre. Deben de estar buscándome.
—Pero, Marlene… —E intentó abrazarla.
—Basta, por favor, tengo que irme.
Carlo se irritó, no con ella, con la situación: para él, sus momentos eran robados, clandestinos. Intentó alejar el malhumor, no quería despedirse enfadado. Recogió la ropa del suelo y se la entregó. Luego, se puso la bata y abandonó el dormitorio sin decir palabra.
Al regresar, Micaela se había cambiado y estaba cepillándose el pelo. La tomó por la cintura y la miró seriamente.
—Mañana te mando el coche. Va a estar en el mismo lugar que hoy.
—Carlo, no sé…
—No, Marlene. No hay más excusas para mí.
Le tomó el rostro entre las manos y se posesionó de sus labios casi con violencia. Micaela mató el último vestigio de inseguridad, convencida de que al día siguiente se encontraría con su amante.
Micaela encontró a Moreschi y a Cheia al borde de la histeria. Rafael, empecinado en almorzar con su hija, y ellos que no sabían dónde estaba. El periodista de El Hogar había, aguardado más de dos horas. Rubén los puso en la pista al decirles que un hombre había venido a buscarla.
—Vestido de compadrito —agregó el mayordomo, con desprecio.
Cheia y Moreschi intercambiaron miradas de horror: Varzi. A Micaela le bastó mirarlos para adivinar que intuían lo de su escapada con Carlo. Subió los peldaños rápidamente para no darles tiempo a despotricar. Moreschi volvió a la sala con gesto resignado, se sentó frente al piano y comenzó a juguetear con las teclas. La nana, en cambio, la siguió enfurecida.
—¡Qué se te cruzó por la cabeza! ¡Salir con semejante hombre! ¡Podría abusar de vos! ¡Podría matarte!
—¡Ay, mamá! No exageres. ¿Cómo se te ocurre que podría matarme?
—¡Y tenés el tupé de preguntármelo! —bramó la negra—. Casi asesina a tu hermano de una cuchillada, es proxeneta, vive entre prostitutas y matones, maneja burdeles. ¿Qué querés que piense? ¿Que es un ángel del Señor?
La enumeración cierta de los asuntos de Varzi la agobió. Sí: proxeneta, jefe de un ejército de matones, cuchillero, hombre de baja estofa, pero tierno con ella como nadie lo había sido. Se sabía tan deseada por él que nada de lo anterior contaba.
—¿Qué hiciste con ése todo el día? Supongo que no habrán hablado de ópera, ¿no?
—No, claro que no. Somos amantes —añadió, muy suelta.
Convencida de que sufriría un vahído, la nana se dejó caer sobre la cama.