Capítulo XXIV

—¡Qué sensatez de tu parte remozar esta casa! —aseveró Regina Pacini—. Ciertamente, es espantosa. Se parece a esas construcciones góticas, oscuras y tenebrosas. No sé cómo tu esposo pudo vivir tanto tiempo en un lugar como éste. Por eso debe de tener esa cara de amargado y pocos amigos. ¡Cómo no, si vive en un lugar como éste! ¿No te da miedo dormir sola de noche? —Micaela se quedó mirándola—. ¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? —preguntó Regina, y se pasó la mano por la frente.

—No, no —respondió Micaela—. Te miraba porque me recordaste a alguien muy querido para mí.

—¿Sí? ¿A quién?

—A soeur Emma, una monja del internado de Suiza.

—¿A una monja te hice acordar? ¿Y qué tengo que ver yo con una monja?

—Era una monja muy especial. En realidad, sus padres la mandaron al convento a la fuerza. No te pareces físicamente a ella, sino en el carácter. Emma era así como vos, libre y auténtica; siempre decía lo que pensaba, sin ambages.

—¿Acaso existe otra forma de decir las cosas? Es la única manera de que la gente se entienda. ¡Ah, pero no! La gente insiste e insiste en ocultar y disfrazar la verdad. Lo único que consiguen son habladurías y chismes. Por ejemplo, la muerte de tu tío Raúl Miguens. ¿Quién se cree que murió de un infarto? Todos saben que lo mataron de una cuchillada en uno de esos burdeles de los que era habitué.

Micaela se espantó e, incapaz de ocultar la turbación, se dejó caer en el sofá.

—¡Discúlpame, querida! ¡Fui una bruta, como siempre! Creí que lo sabías.

«Y bien que lo sé», pensó.

—Cambiemos de conversación —ordenó Regina, al tiempo que le acercaba un vaso con agua—. No acepto volver a tocar temas tristes. Decime, ¿te escribís con la monjita esa, con la…? ¿Cómo era?

Soeur Emma. No, murió hace más de un año.

—¡Hoy no pego una! —prorrumpió Regina, y, sin proponérselo, causó la hilaridad de su joven amiga—. Por lo menos, te hice reír. Hace días que te noto triste, preocupada. ¿Es por tu marido?

—Sí, puede ser.

—¡Ay, estos políticos! —exclamó, con las manos al cielo—. No te preocupes, cuando regrese, todo va a ir mejor.

Para las reformas, Urtiaga Four le recomendó el arquitecto de moda, Alejandro Christophersen, un hombre más bien callado y taciturno, pero con ingenio suficiente para cambiar el aspecto de una casa a la que definió como «irremediablemente anticuada». Nuevas aberturas, colores pastel en las paredes, mobiliario inglés en las salas y jarrones con flores por doquier lograron el milagro. El despacho de Eloy quedó fuera del alcance del arquitecto, y, aunque Micaela insistió en que abriera la puerta, Ralikhanta juró que no tenía la llave. Una carta de Cáceres dio por terminado el entredicho: «Prohíbo cualquier tipo de reformas en mi dormitorio y en mi escritorio». «Nueva lección, pensó Micaela, el señor Cáceres es muy celoso de sus cosas.» Finalmente, Christophersen cobró una fortuna que la joven pagó gustosa.

En el tiempo que duraron las obras, Micaela se hospedó en lo de su padre. No le costó convencer a mamá Cheia de que, una vez terminada la remodelación, se mudase con ella a casa de Eloy. Moreschi, por su parte, decidió alquilar un departamento cercano a la calle San Martín, pero la pertinacia de Rafael tiró por la borda sus planes y debió aceptar la invitación para quedarse a vivir en la mansión por tiempo indefinido.

A juicio de Micaela, las cosas se encaminaban y, poco a poco, la paz y el orden retornaban a su vida. Aguardaba con ansias el regreso de Eloy, segura de que su presencia completaría el perfecto círculo de tranquilidad que había trazado a su alrededor.

Quedaba un último tema pendiente: la servidumbre. La tal Casimira resultó un desastre y no pasó mucho hasta que Micaela la despidió y contrató a dos nuevas empleadas, una para la cocina y otra para la limpieza, sujetas a las órdenes de Ralikhanta, mayordomo y chofer desde ese momento.

—¿Sucede algo, Ralikhanta? —quiso saber Micaela, que, desde algún tiempo, lo notaba extraño.

—La señora ha hecho tantos cambios… ¿Usted cree que sean del agrado del señor?

—Estoy segura de que sí. Esta casa no podía seguir así, Ralikhanta. Se necesitaban cambios radicales.

—Espero que la señora disculpe la impertinencia, pero, ¿cree que sea necesario que las empleadas nuevas se queden a vivir en la casa? ¿No sería mejor que sólo viniesen unas horas al día?

—No, de ninguna manera. Esta casa es muy grande y es necesario tenerla de punta en blanco. No te olvides que el señor Cáceres es el canciller de la Nación. Debemos prepararnos para recibir a personalidades importantes. La casa debe estar perfecta y el servicio debe ser de primera. Otra cosa —agregó Micaela, sin darle tiempo a réplica—, desde el lunes empiezas clases de castellano. Por el momento, Tomasa y Marita quedarán bajo mis órdenes, pero luego, ese tema te lo delego a ti.

Ralikhanta no atinó a decir palabra, sorprendido además de aterrorizado por las consecuencias que de seguro traerían aparejadas tantos cambios. Se retiró en el momento en que el señor Harvey, muy orondo, entraba en la sala. Al ver a Nathaniel, Micaela lo invitó a pasar cortésmente e hizo un esfuerzo por ocultar su hastío. El señor Harvey se había tomado muy en serio la promesa hecha a Eloy en el puerto y no había pasado un día que no la visitara y se preocupara de su bienestar.

—Vengo de lo de su padre —informó el inglés, al tiempo que le entregaba un ramo de fragantes nardos—. La señora Otilia me avisó que ya había regresado a casa de Eloy.

—Gracias —dijo Micaela, y se puso de pie para buscar un jarrón—. ¡Qué exquisito perfume!

—Tengo que felicitarla, ha hecho maravillas con esta casa. Parecía un caso perdido, y ahora se ha convertido en un sitio encantador. ¡Cuánta luz! Además, se respira aire fresco.

—Los nardos van a ayudar —acotó Micaela, para terminar con tantos halagos—. ¿Me acompaña con un té?

El inglés aceptó gustoso. Tomaron asiento. Harvey habló primero y comentó sobre la guerra. Enterado de cuestiones escalofriantes, las detallaba con una precisión que la exasperaba, y, sin importarle la palidez de la joven, proseguía con el relato.

—Por favor, Nathaniel, le ruego cambiar de tema. No puedo soportar las atrocidades que me cuenta.

—¡Disculpe, Micaela! ¡Qué falta de tacto! Un poco de té le sentará bien. —Le acercó la taza y la instó a beber. Arrastró la mano a través de la mesa y tomó la de ella—. Micaela, usted es tan frágil y tierna, ¿cómo pude perturbarla con estos relatos? Mire su rostro, tan pálido. No voy a perdonarme haber ensombrecido su belleza. Sus hermosos ojos por un instante se han oscurecido. ¡No tengo perdón!

Micaela apartó la mano y lo miró seriamente. ¿Qué se proponía ese hombre? ¿Acaso estaba insinuándose? A medida que transcurrían los días y que su relación se profundizaba, Nathaniel Harvey se revelaba como un hombre enigmático.

Se había olvidado de Carlo Varzi. Sí, se había olvidado; seguro. Volvió a mirarse en el espejo. Sí, cuestión superada. Permaneció quieta, con la vista fija en su propia imagen. Mentira, no lo había olvidado ni un ápice. Si no, ¿por qué repetía como necia: lo he olvidado, lo he olvidado? Hacía meses que no sabía de él y la idea de que aún existiera en alguna parte, de que viviera su vida como si nada, se le hacía insoportable. ¿Qué diablos tenía ese hombre que no podía arrancarlo de sus pensamientos?

Eloy llegaría al día siguiente y, con él, la paz que ansiaba. Recorrió la casa por enésima vez: verificó que la platería brillara, arregló los ramos en los jarrones, enderezó los cuadros, quitó pelusas de los cojines y ordenó a Marita repasar los muebles. La casa debía lucir perfecta para causarle una buena impresión.

La misión en Norteamérica había sido un éxito. Un grupo numeroso de políticos y amigos recibió a Eloy y a su comitiva en el puerto de Buenos Aires. A Micaela le costó llegar a su esposo y, cuando lo consiguió, debió compartirlo con Otilia que lo atosigó a preguntas.

—¿Conociste al presidente Wilson? ¿Fuiste a la Casa Blanca? ¿Es tan lujosa como dicen? ¿Qué otros lugares visitaste? ¿Conociste a alguien famoso?

Eloy intentaba responderle con paciencia, al tiempo que echaba vistazos condescendientes a su mujer. Pareció una eternidad, pero, luego de un almuerzo en lo de Urtiaga Four y una reunión con los políticos más conspicuos, el matrimonio Cáceres se marchó a su hogar.

Por el momento, nada resultaba como lo previsto: las reformas no complacieron a Eloy en absoluto, y, en lugar de evaluar los arreglos y las nuevas adquisiciones, se limitó a preguntar por los muebles viejos, los cuadros del pasillo, las cortinas de voile que habían pertenecido a su abuela, y a comentar lo molesto que sería acceder a la sala principal por ese lado; más tarde, llegó Harvey y se quedó a cenar. A juicio de Micaela, la sobremesa duró demasiado, y el inglés la prolongó hasta agotar los temas con una minuciosidad exagerada.

No le importó la buena educación, ni el invitado de su esposo, y adujo cansancio para levantarse de la mesa, con deseos de ahorcar a Eloy al escucharlo decir: «Hasta mañana, querida, que duermas bien». Se encaminó a su dormitorio hecha una furia, que se convirtió en pena cuando encontró a mamá Cheia acomodando el ajuar sobre su cama. Permaneció de pie en la puerta con los ojos cálidos de lágrimas.

—¿Por qué no te sentaste a cenar con nosotros, mamá? —preguntó, al recobrar la compostura.

—¿Tuviste tiempo de decirle a tu esposo que estoy viviendo aquí?

—No, todavía no le comenté nada. No estuve un minuto a solas con él. Encima, Harvey se quedó a cenar. ¿Qué tiene que ver con lo que te pregunté?

—Tu esposo no es un hombre fácil, Micaela. Tengo miedo de que no acepte mi estadía en esta casa.

—Esta casa también es mi casa. Vas a vivir aquí porque así lo he decidido.

Le costó conciliar el sueño; dio vueltas en la cama y pensó mucho hasta que el cansancio la venció. En medio de la noche, la despertaron unos gritos desgarradores. Se aventuró al pasillo, donde vislumbró a Ralikhanta que se desplazaba como una sombra hacia la habitación de su esposo. Se asomó a la puerta dominada por el miedo: el indio, a fuerza de sacudidas, intentaba despertar a Cáceres de un mal sueño. Aturdido, Eloy se incorporó, tomó la medicina que le alcanzaba Ralikhanta y lo despidió inmediatamente después. Micaela lo interceptó en el corredor.

—¿Qué pasó, Ralikhanta? ¿Qué fueron esos gritos?

—¡Señora! —se sobresaltó el hombre—. Nada, no se preocupe. Vuelva a la cama. Ya pasó todo.

—¡Ralikhanta, por favor! ¡Dime qué le sucedió a mi esposo!

—El señor Cáceres sufrió una fiebre muy mala en mi país. Desde entonces, de noche, suele tener pesadillas. Ya tomó su medicina, pronto volverá a dormirse.

Entró en el dormitorio de Eloy, que aún permanecía erguido en su cama, pálido y sudado.

—¿Entendés por qué no quiero que duermas conmigo? —musitó—. Sería una tortura para vos soportar mis pesadillas casi todas las noches.

Micaela le sonrió desde la puerta y se animó a avanzar a una seña de Eloy. Tomó un pañuelo de la mesa de noche, lo mojó en el aguamanil y se lo pasó por la frente. Le rozó las mejillas y le besó los labios.

—Micaela, mi amor, no te merezco. Sos demasiado para mí. Soy un egoísta. No te merezco.

—No digas nada y bésame —susurró ella.

Cáceres la rodeó con sus brazos y le llenó el rostro de besos. La tumbó sobre la cama suavemente, le acarició el cuerpo y la despojó del déshabillé. Micaela se abstrajo e intentó concentrarse en la pasión de su esposo, afanada en sentir igual; no obstante, a poco desistió, pues el anhelo no surgía de su cuerpo, y, aunque Eloy se esforzaba en complacerla y mostrarse excitado, su efusividad era fingida y vacilante. Tan distinto a Carlo Varzi. El recuerdo de ese hombre en semejante instancia la atormentó y debió controlar el impulso de quitarse a Eloy de encima.

—¡No, no puedo! —prorrumpió Cáceres, y se tendió a su lado—. No puedo —repitió, y se llevó las manos al rostro.

Micaela lo observó boquiabierta antes de pronunciar palabra.

—Eloy, querido, ¿qué pasa? ¿Te sentís mal?

—Micaela —murmuró Eloy, y se arrojó a sus brazos—. No te merezco, no te merezco.

—Está bien, Eloy, no te preocupes. Tal vez ésta no sea la mejor noche. Acabas de llegar de un viaje largísimo, has tenido un día muy duro, y, para colmo de males, la pesadilla que tanto te alteró. Mañana lo intentaremos de nuevo. No te preocupes.

—¿Acaso estoy con un ángel? —se preguntó Eloy—. ¿Cómo puedes ser tan comprensiva? No, Micaela, no puedo complacerte porque estoy enfermo. Los médicos me lo dijeron, pero yo pensé que, amándote como te amo y siendo tan hermosa como sos, podría superar mi impotencia.

—¿Impotencia?

—Hace más de un año sufrí una fiebre muy extraña en la India. Casi muero. Durante días permanecí inconsciente y, cuando volví en mí, estaba tan débil que no podía mantener los ojos abiertos. Poco a poco, fui recuperándome, aunque esa maldita peste me dejó baldado para siempre. Ya no soy un hombre, soy un despojo.

—¡No digas eso, Eloy! —se enojó Micaela—. Sí que sos un hombre. Un gran hombre. No puede ser que esa enfermedad te haya causado tanto daño. ¿Consultaste a otros médicos?

—Los médicos en la India me dijeron que no había nada que hacer. ¡Micaela, perdóname! ¡Te lo suplico! ¡Perdóname! Te juro que no quise engañarte. Te amo. Sos la mujer que siempre quise como compañera. No quise hacerte daño.

—Por supuesto que no quisiste hacerme daño, querido. No te atormentes.

—Sería justo si quisieras abandonarme y anular nuestro matrimonio. Estás en tu derecho. Y continúo siendo un egoísta por desear con todo mi corazón que siempre estés a mi lado. No podría vivir sin vos. ¡No me abandones, por favor!

—Tranquilízate, Eloy, no voy a abandonarte —expresó, insegura—. Estoy convencida de que algo se puede hacer. No creo que en la India existan los mejores médicos. Consultaremos a otros especialistas. Alguna solución tiene que existir.

—¡No me dejes, mi amor! —La apretujó tan fuerte que Micaela sintió dolor en las ijadas—. ¡No podría vivir sin vos! ¡Ayúdame, mi amor! ¡Sálvame!

Se compadeció de su esposo, vulnerable como un niño, y, sin reflexionar, le repitió que no lo abandonaría.