Capítulo XI
Micaela fue reponiéndose de su tristeza. En parte, porque le confió a Cheia la verdad acerca de Varzi y de Gastón María, y también por la llegada de Moreschi. Lo primero la alivió; lo segundo la alegró. Las circunstancias la llevaron a contarle a su maestro lo mismo que a Cheia. Moreschi no la comprendió, es más, pensó que bromeaba. Después, persuadido de que era cierto, palideció, tosió, se ahogó, luego, gritó, se enfureció, para terminar en un sofá a punto de llorar.
—¡Mi tesoro más preciado! —exclamó—. ¡Mi alumna dilecta y adorada! ¡Mi niña! ¡Mi niñita en manos de un…!
Mamá Cheia se apresuró a traerle un té de tilo y Micaela a calmarlo con sus palabras. Todo parecía en vano, el hombre no hallaba consuelo.
—¡Y yo —se lamentaba—, que venía con la intención de que cantaras en el Colón! ¡Ahimé! Che mai sarcà? ¡Tangos en un burdel!
Micaela le pidió que bajara la voz; Otilia acechaba. Se arrepintió de haberle confesado la verdad, sin embargo, tuvo que aceptar la imposibilidad de cantar en el Carmesí sin la ayuda de algunos cómplices. Cheia, Moreschi y Pascualito se convertirían en piezas clave del asunto, especialmente para cubrirla durante sus ausencias.
Para alivio de Micaela, en los ensayos no se topó con Varzi. El maestro Cacciaguida seguía atento, dulce y respetuoso. El resto del grupo no resultó tan educado como el director, pero no eran malos; hablaban como Cabecita, en esa germanía que le costaba comprender; y se asombraban de sus conocimientos musicales y de la docilidad que mostraba Cacciaguida frente a sus propuestas.
En menos de una semana de ensayos, Micaela cambió un sinfín de cosas. Hizo ubicar la tarima en otro sitio donde la acústica, bastante lamentable en todo el salón, era más propicia. Le quitó las cornetas a los violines y logró que los pizzicatos y portamentos se ejecutaran y escucharan mejor. El bandoneonista manejaba con destreza el instrumento y, como ella poco conocía del tema, no hizo comentarios al respecto. No le costó imitar el modo arrabalero y cadencioso del tango gracias a la ductilidad de su voz. Junto a Cacciaguida, visitó un boliche en el barrio de Palermo, un sitio peor que el de Varzi, lleno de pendencieros y meretrices, cercano al Arroyo de Maldonado, donde actuaba el tal Gardel. El entorno la estremeció de pánico. Más tarde, la voz de bajo del cantante la hechizó y se olvidó del entorno.
Micaela había dejado de preguntarse si aquello se trataba de un mal sueño. Resignada a su inminente presentación en el Carmesí, concurría a los ensayos tal como lo hacía en los teatros europeos. Pero existían momentos en los que desesperaba. La situación, burda y grotesca, no parecía real, no podía estar sucediéndole a ella. Cheia y Moreschi constituían un gran estímulo en esas ocasiones. Conmovidos por el cariño fraterno de Micaela, hacía tiempo que no le recriminaban el acuerdo poco beneficioso con Varzi.
Micaela agradecía que Gastón María continuase fuera de la ciudad; más adelante, y arrancándole a Varzi la promesa de que no le haría daño, le pediría que regresara. Lo mantendría ajeno al tortuoso asunto con el malevo. Si su hermano llegaba a enterarse, probablemente buscaría a Varzi y lo retaría a un duelo a cuchillo. Y Micaela no tenía la menor duda de quién saldría victorioso.
El día del estreno, y antes de que oscureciera, Pascualito la llevó al burdel. Los dos quedaron boquiabiertos ante un enorme cartel en la puerta: «Esta noche canta Marlene».
—¡Ay, señorita! —exclamó el chofer—. ¡En qué lío nos metimos!
Micaela no contestó. Pascualito le prometió pasar la noche entera dentro del local, cuidándola, y Micaela se lo agradeció de corazón, segura de que el chofer quedaría reducido a nada si el tal Mudo le ponía un dedo encima.
En la entrada la esperaba Cabecita, que la condujo al camerino en la planta alta, una habitación más larga que ancha, con varios tocadores mal iluminados, percheros abarrotados de trajes y mujeres semidesnudas maquillándose. Micaela entró y el alboroto cesó de inmediato. La miraron de arriba abajo, con desparpajo y recelo. Un manflorón, que había visto algunas veces durante los ensayos y a quien llamaban Tuli, le dio la bienvenida.
—¡Cosita más hermosa han visto! —exclamó, de manera afectada.
Caminó directo hacia ella, moviendo las caderas y agitando las manos en el aire. La llevó hasta un espejo, le tomó el rostro por la barbilla y la obligó a mirarse.
—¡Miren, chicas! ¿Han visto alguna vez cara más bonita? —Recibió abucheos e insultos por respuesta—. No les hagas caso, querida. Se mueren de la envidia. Ninguna es tan linda como vos. Tené cuidado, porque son como leonas en celo.
Tuli se encargaba del vestuario, maquillaje y peinados de las prostitutas, pero su entusiasmo por la nueva relegó a las demás y se dedicó de lleno a Micaela. La contempló largo y tendido, le estudió el rostro y le acarició las mejillas. La envolvió con géneros de diversos colores y rió encantado al comprobar que todos le iban. Le levantó el pelo en un rodete y también probó con dejárselo suelto.
La puerta se abrió y las mujeres dieron un respingo: no estaban acostumbradas a que el Napo visitara el camerino. El hombre avanzó en silencio, se detuvo frente a Micaela y apartó a Tuli. Le sostuvo el rostro por el mentón y la miró fijamente. Avergonzada e impotente, Micaela movía los ojos hacia los costados y temblaba en la silla.
—Ponele una peluca negra —ordenó a Tuli.
—Sí, Napo, como digas.
—Maquíllala mucho, con pestañas postizas.
—Sí, Napo.
—Que parezca una puta —agregó.
Micaela apartó el rostro, se puso de pie y lo enfrentó. Tuli y las prostitutas contuvieron el aliento y quedaron expectantes. Carlo volvió a tomarla por el mentón y le sonrió con burla, mientras le acariciaba con el pulgar el lunar sobre la comisura del labio.
—Y a este lunar, Tuli, remárcaselo bien. —Dio media vuelta y se marchó.
Micaela bajó la vista, enturbiada por las lágrimas. Tuli la obligó a sentarse, y, mientras le hablaba con dulzura, le ató el cabello y le acomodó una peluca negra de largos rizos. La maquilló excesivamente: el rostro con polvo de albayalde; los párpados con sombra celeste; le remarcó el lunar cerca de la boca; le colocó pestañas postizas y le pintó los labios de un rojo furioso. El resultado final la perturbó: no se reconocía en el espejo.
El vestuario tampoco resultó menos escandaloso y extravagante: una pollerapantalón de lana roja, a la que Tuli llamó jupe-culotte, que se le pegaba a las caderas y le insinuaba las curvas, y una blusa blanca muy transparente, con escote bajo. A pesar del atavío, Micaela se destacaba del resto por su elegancia natural, su altura y garbo al caminar. Tuli, encantado, no dejaba de prodigarle su admiración.
—Si me gustasen las de tu sexo —dijo—, estaría perdidamente enamorada de vos.
Ante semejante confesión, Micaela no pudo más que sentirse halagada, además de agradecida, porque, en medio de tanta hostilidad, Tuli había sido el único amable y cariñoso.
—¡A vos, Tuli, el único que te calienta es el Napo Varzi! —gritó una de las rameras más viejas.
—¡Sí! —la apoyaron las demás, en medio de risotadas.
—¡Edelmira dice la verdad! —proclamó otra.
Tuli hizo un mohín y se dirigió a Micaela.
—Las chicas tienen razón. Estoy loca por ese semental, pero, para él, yo soy un mueble.
—El Napo Varzi sólo tiene ojos para mí —afirmó Sonia, una que, hasta el momento, había permanecido callada—. Que te quede claro, Marlene. El Napo Varzi es mi macho y a quien se atreva a mirarlo le arranco los ojos. —Y le acercó la punta de un peine.
—¡Salí de aquí, loca! —terció Tuli—. ¿No te das cuenta de que la asustas?
Sonia se alejó para terminar de maquillarse. En ese momento, alguien gritó que se apresuraran, que los clientes estaban llegando. Se armó un revuelo antes de que dejaran el camerino. Micaela habría preferido que ese grupo de mujeres chillonas y vulgares permaneciera ahí, junto a ella. El silencio la oprimió y se sintió sola y desvalida. «¿Qué hago acá?», se preguntó. Recordó a su hermano y no supo, a esa altura, si lo amaba o lo odiaba. De todas formas, había hecho un trato con Varzi y tenía intenciones de cumplirlo.
Aguardó con angustia su turno. En el ínterin, Tuli la animó y fue muy amable. Le dijo que, por más que cantara mal, el público la adoraría, sólo por ser tan linda. Micaela no estaba segura, y temía el abucheo y el desprecio.
Cabecita vino a buscarla. Más nerviosa que en ocasión de su primera Ópera, bajó lentamente las escaleras, tomándose de la baranda. La sala repleta fue apareciendo ante sus ojos, y por más que buscó, no vio a Varzi entre la gente.
Cacciaguida la acompañó hasta la tarima e hizo la presentación. Algunos clientes, los más bebidos, le gritaron obscenidades que pronto se acallaron con el sonido de los instrumentos. Micaela presintió que la voz no le saldría, pero, cuando el maestro le indicó la entrada, su canto llenó el salón, a pesar de la acústica.
Cantó con fuerza, en un tono anhelante, doliente, acorde con la letra del tango. El amor perdido, la traición y la noche solitaria se repetían, la tristeza era el común denominador. Desplegó su talento, no escatimó potencia ni modulaciones, llevó las notas agudas a su máximo nivel y dotó a la melodía de una coloración amarga y grave. La canción terminó y en el burdel se hizo un silencio de muerte. Se le nubló la vista, tenía la garganta seca y las manos frías. Como cantante de tangos era un fiasco.
Tuli, al pie de la escalera, profirió el primer «¡Bravo!» acompañado de fuertes aplausos, y el resto del público lo imitó. El salón pareció venirse abajo. Cacciaguida dejó el piano con gesto rebosante y se le unió para recibir las congratulaciones.
Varzi, desde la planta alta y medio oculto entre las penumbras, observaba con extrema atención. La seriedad de su rostro daba pavura; sus ojos, oscuros e insondables, se clavaban en Micaela. La miraba de una forma que habría atemorizado al mismo demonio. Carlo Varzi no lucía complacido en absoluto.
La noche siguiente a la del estreno, Micaela se sentía más segura. La primera experiencia había sido exitosa. Cacciaguida y los músicos no cesaron de felicitarla; Tuli la abrazó y la besó como un viejo amigo; en el camerino, las mujeres le prodigaron palabras amables, a excepción de Sonia que le lanzó vistazos furibundos. Recordaba muy bien a Marlene como la mujer que, tiempo atrás, había visitado a Varzi. Y Sonia no era tonta: sabía que, después de aquel encuentro, Carlo había cambiado con ella. «Me voy a tener que cuidar de esta papirusa o, mejor dicho, ella se va a tener que cuidar de mí», pensó.
Micaela subió a la tarima por segunda vez y soportó los comentarios groseros y las miradas lascivas de los clientes. Sin éxito, buscó a Varzi entre la gente y se preguntó dónde estaría. Pronto se lo quitó de la mente, también al público y a sus obscenidades, y comenzó con lo suyo. Cantó el repertorio completo, que no era mucho. Había pocos tangos con letra y la mayoría había sido escrita por Carmelo, el violinista. Sobre melodías conocidas, él trabajaba en la letra. El público pedía más y más, y las canciones se acababan. Los clientes parecían olvidar que, en el Carmesí, también podían bailar, beber, jugar o acostarse con las prostitutas. Finalmente, Cacciaguida anunció la última pieza y la gente se conformó.
En medio de aplausos y vítores, Micaela dejó el escenario. Mudo la seguía por detrás, e impedía que la tocaran, tal como Varzi le había ordenado. El salón le parecía cada vez más largo. Ella sólo quería alcanzar la escalera y correr a la planta alta. Al igual que la noche anterior, Tuli estaría esperándola con una taza de café y la bata. Faltaban pocos pasos para lograr su objetivo cuando alguien la tomó por el brazo con rudeza. Se dio vuelta y fijó la vista en la mano que la sujetaba. La reconoció de inmediato: era la de Varzi.
—¡Suélteme! —ordenó, y trató de zafarse.
Varzi sonrió con malicia al notar su desprecio, y la sujetó más fuertemente, consciente de que le hacía daño.
—¡Maestro, música! —ordenó, y dijo, a continuación—: Baila conmigo, Marlene. Yo te enseño.
Los clientes enmudecidos presenciaban el forcejeo. Las prostitutas, por su parte, pensaban que Marlene era idiota si rechazaba a un hombre como el Napo. Sonia, lívida, intentó convencerlo de que bailara con ella, pero Varzi la apartó de un empujón. La mujer subió las escaleras aprisa, conteniendo el llanto.
—Por favor, señor Varzi —intervino Cacciaguida—. La señorita Marlene no…
—¡Cállese y toque! —prorrumpió Carlo.
—¡Déjeme! —insistió Micaela—. ¡Esto no es parte del trato!
Varzi soltó una carcajada que la paralizó. Espantada, se preguntó en qué lio se había metido. ¿Acaso pensó que ese rufián mantendría su palabra porque ella era una mujer decente? ¡Ilusa!
—Marlene —dijo Varzi—, entendé que esto no tiene nada que ver con nuestro trato. Quiero bailar el tango con vos y lo hago.
—Pero yo no quiero que usted me toque. ¡Déjeme! No quiero bailar.
—¡Música! —ordenó Varzi, un poco enfadado.
Al escuchar los primeros acordes de El entrerriano y al hacerse evidente que Varzi se saldría con la suya, Micaela zafó el brazo y lo abofeteó. La música se cortó de súbito, y las voces y risotadas se acallaron. Micaela aún sostenía la mano cerca de Varzi y se la contemplaba con horror. Carlo, con los ojos apretados y los músculos de la mandíbula tensos, volvió la cara lentamente hasta encontrar la mirada aterrada de ella, que pensó que moriría esa noche cuando Varzi sacó un cuchillo de la bota, la asió con brutalidad y, con la punta del arma, en un movimiento rápido, le hendió la falda en la parte delantera y le hizo un tajo hasta el ruedo que dejó sus piernas a la vista.
—Para que te muevas mejor —le dijo, y devolvió el cuchillo a su lugar.
La tomó por la cintura y la arrastró al medio del salón. Con voz grave, repitió la orden por cuarta vez. El entrerriano sonó, una melodía rápida, la preferida del jefe. Carlo se movía como ninguno y, a pesar de la resistencia de ella, su baile era armonioso, lleno de figuras y firuletes. La conducía magistralmente y lograba dominarla, aunque Micaela insistía en permanecer erecta como una vara.
—O nos apretamos o nos pisamos, chiquita. —Y la acercó más aún—. Yo te voy a enseñar.
«¿Yo te voy a enseñar?», repitió Micaela para sí, y, por primera vez, se atrevió a sonreírle. Se tomó fuerte de su espalda, se relajó e inició una serie de movimientos ágiles, muy sensuales; los pies la acompañaban con destreza, y sus piernas, libres de ataduras, se revelaron ante los ojos de todos. La exhibición de su habilidad fue, quizá, mejor que la de él, e impulsada por el orgullo y la venganza, le demostró que él nada tenía que enseñarle.
Carlo se pasmó. Sin embargo, exigido por el nuevo ritmo de su compañera, retomó el baile con el vigor de antes. Lo extasiaba el carácter felino y cortesano de cada movimiento, el roce de las piernas de Micaela con su cadera, sus pies rápidos y huidizos que esquivaban los de él, como si lo hubiesen ensayado por años. ¿Acaso ésta era la jailaife que había conocido, la bienuda tan finoli que lo miraba como oliendo mierda? La cintura de la muchacha giraba en su mano, sus piernas se entrecruzaban con las de él; todo lo tentaba.
El tango terminó, y Micaela comprendió que sólo ellos bailaban; el resto, en torno, los contemplaba embelesado. No solía verse semejante muestra de destreza, menos en una mujer que, por lo general, bailaban bastante mal.
El momento de exaltación cedió. Humillada, Micaela trató de deshacerse de las manos que la sujetaban, pero Varzi no quería dejarla ir. La atrajo hasta tenerla pegada y pudo percibir la agitación de su pecho. Su altanería, sin rastro de miedo, lo excitó.
—¡Sí que sos una cajita de sorpresas, Marlene! ¡Pucha que lo sos! —Luego, la dejó libre.
Micaela caminó unos pasos hacia atrás, tomándose el tajo de la falda para recatar sus piernas. Se dio vuelta y las caras de muchas personas la atribularon más aún. Bajó la vista, avergonzada. Escuchó que Varzi volvía a gritar «¡Música!» cuando había llegado a la planta alta.
Entró en el camerino y Sonia se le abalanzó como una gata rabiosa. Tuli prorrumpió en gritos, sin saber qué hacer. Decidió buscar ayuda, pero, antes de llegar a la puerta, tomó una percha del ropero y golpeó a la prostituta en la espalda. Sonia, que mantenía a Micaela tumbada en el suelo, ni se inmutó. La aferraba por el pelo y le golpeaba la cabeza contra el piso.
—¡Te alvertí que no te metieras con él! —gritaba—. ¡Varzi es mío! ¡Te lo alvertí!
Micaela, a punto de perder la conciencia, apenas oía la voz de Sonia y las imágenes a su alrededor empezaban a borrarse. El perfume repugnante de la mujer la descomponía.
Tuli abandonó la percha y buscó con desesperación un elemento más contundente. Las manos le temblaron cuando arrojó al piso los claveles de un jarrón de loza. Se acercó a Sonia con el florero en alto y, después de titubear unos segundos, se lo rompió en la cabeza. Sonia lanzó un chillido y cayó al suelo, desvanecida. Una prostituta entró y quedó pasmada con la escena. Tuli, acuclillado al costado de Micaela, le quitaba restos de loza de la cara.
—¡Dale, Flora! —acució Tuli—. ¡No te quedes papando moscas! ¡Llama al Napo!
Sin decir nada, la mujer abandonó el camerino a la carrera.
—Pobrecita, mi Marlene —se lamentó el manflorón.
Le acomodó la cabeza sobre el muslo, manoteó un género del tocador y le limpió la sangre que le manaba de la nariz.
Varzi apareció en la puerta con Mudo, Cabecita y algunas de las chicas por detrás.
—¡Napo, entra! —pidió Tuli—. ¡Sonia casi la mata!
Carlo indicó a sus matones que se encargaran de Sonia, que ya se movía en el piso y decía incoherencias. Luego, apartó a Tuli con torpeza y levantó a Micaela, cruzó el pasillo con ella en brazos y, en su habitación, la recostó sobre el diván.
—¡Conseguí sales y algodón! —ordenó a Tuli.
Carlo le secó la sangre con su pañuelo. Tomó un almohadón, se lo colocó bajo la nuca y le echó la cabeza hacia atrás para detener la hemorragia. Por un instante, dejó lo que estaba haciendo al escuchar los insultos y golpes de Sonia en la habitación de al lado. Tuli regresó y depositó las sales y el algodón al costado del diván. Con ojos llorosos, sujetó la mano de Micaela y se la besó varias veces.
—¡Pobrecita, mi Marlene! —volvió a decir—. ¡Tan bonita y talentosa! Esa perra de Sonia casi la mata. ¡Es una puta sin corazón! ¡Y todo porque bailó un tango con vos! ¡Y qué bien que lo hizo! Nunca había visto a una mujer bailarlo mejor. ¡Ay, que no le pase nada!
Harto de la escena, Carlo le ordenó que abandonara la habitación, y Tuli se fue quejumbroso. El algodón detuvo la hemorragia y las sales lograron despabilarla. Carlo la ayudó a sentarse y le indicó que mantuviese la cabeza hacia atrás. Micaela veía con poca claridad, a duras penas distinguía las facciones de Varzi, y los sonidos le retumbaban en la cabeza.
—No te preocupes, Marlene —dijo—. Sonia no te va a volver a molestar.
Micaela, que habría deseado inculparlo por la agresión de su amante, no pudo decir nada.
Una vez seguro de que Micaela se encontraba a salvo, camino a su casa, Varzi buscó a Sonia. Entró en su oficina, caminó hacia ella y la levantó del sofá.
—¡Te volviste loca! —le gritó, y la arrojó al suelo—. ¿Qué mierda te pasa? ¿Qué mierda…? —Levantó la mano para abofetearla, pero se contuvo.
—¿Por qué bailaste el tango con ella? ¡Yo le dije que no se metiera con vos! ¡Vos sos mío!
—¿Qué decís? Yo no soy de nadie, ¿entendiste? ¡De nadie! ¡Menos de una reventada como vos!
—¿Cómo podes tratarme así? ¡Vos y yo…!
—¿Vos y yo, qué? ¿A ver? ¿Vos y yo, qué? Vos y yo, nada —resolvió Varzi.
Sonia comenzó a lloriquear.
—Carlo, por lo que más quieras, yo te amo, por favor. —Se arrodilló frente a él.
—¡Vamos, levántate! ¡No me hagas una escenita que no estoy de humor!
Sonia profirió un alarido de bronca que lo sobresaltó. Tenía el rostro encarnado y los ojos parecían a punto de estallarle.
—¡No voy a dejar que esa hija de puta me robe mi hombre! ¿Entendés? La voy a hundir, la voy a hacer pedazos, la voy a matar, pero nunca, ¿me oís?, nunca voy a dejar que se quede con vos.
—De hoy en adelante —dijo Carlo, y la apuntó con el índice—, vas a trabajar en el burdel de San Telmo. No quiero volver a verte en el Carmesí. Y que te quede bien claro: si algo le pasa a Marlene, lo que sea, Sonia, un rasguño o cualquier cosa, te voy a culpar a vos. Y nadie te va a poder salvar de la biaba que te voy a dar. ¿Entendiste o te lo repito?
Le levantó el mentón y le clavó la mirada. Sonia trató de bajar el rostro, pero Varzi le oprimió la barbilla.
—¿Qué me decís, Sonia?
La mujer farfulló una respuesta, con dientes apretados y lágrimas contenidas.