Capítulo XXIX
Buenos Aires, 15 de diciembre de 1915
Estimado doctor Charcot:
Me sorprendió gratamente su llegada a Buenos Aires, de la cual me enteré, no hace tanto, por intermedio del doctor Eloy Cáceres, mi esposo.
Espero sinceramente que se encuentre a gusto y que no tenga nada que lamentar a causa de esta absurda guerra, salvo, claro está, la falta de paz y tranquilidad que lo alejó de nuestra querida París.
Además de darle la bienvenida, supondrá usted el motivo de mi carta. En estos últimos días mi esposo lo ha consultado por esa deficiencia que ya debe de conocer. No he querido acompañar al doctor Cáceres a sus consultas ni he querido intervenir en forma alguna porque conozco sus padeci mientos en esta cuestión, y me he mantenido al margen para darle la libertad que necesita.
Pero creo que ha llegado el momento de agradecerle por el empeño que ha puesto en su caso y por haber devuelto a mi esposo las esperanzas en un problema que lo mantenía tan afligido. El doctor Cáceres se muestra optimista a la espera de esos exámenes que usted le ha prescripto de acuerdo a su diagnóstico, que es de lo más consolador.
Una vez más, muchas gracias. Asimismo, le suplico mantenga reserva en cuanto a la presente y a nuestra amistad, ya que no quisiera intervenir ahora en un asunto que tan bien se ha desarrollado sin mi injerencia.
A la espera de poder invitarlo a cenar una noche en mi casa, lo saluda atentamente,
Micaela Urtiaga Four
Cerró el sobre y llamó a Ralikhanta.
—Por favor, lleva esta carta ahora mismo. Aquí está la dirección.
—Enseguida, señora.
«Las cosas van tomando su rumbo», pensó. Días atrás, Eloy había regresado muy optimista de la consulta con el médico francés.
—El doctor Charcot piensa que tengo posibilidad de reponerme, mi amor —le había dicho.
Esa noticia la alegró, pues nada deseaba tanto como la recuperación de su esposo, que, por otra parte, le allanaba el camino para su definitiva separación. Eloy entendería que ella no lo amaba; podría buscar a otra mujer que lo hiciera feliz, tan feliz como Varzi la hacía a ella. Lo echaba tanto de menos. El viaje de cuatro días a Rosario se había convertido en uno de diez. Ansiosa como una colegiala, el quinto día se había presentado en la casa de San Telmo, donde Frida le informó del regreso pospuesto. Al rato, se presentó un empleado de la barraca con una misiva a su nombre.
Rosario, 9 de diciembre de 1915
Amor mío,
Nada me molesta tanto como escribirte estas líneas para decirte que mi regreso a Buenos Aires no es posible todavía. Los asuntos se complicaron y no puedo volver hasta solucionarlos.
Te extraño tanto que casi no duermo de noche, y de día me cuesta pensar en los negocios; siempre estás ahí, en mi cabeza, volviéndome loco. Me pregunto si a vos te pasa lo mismo.
Cuando llegue a Buenos Aires te aviso. Sueño con nuestro reencuentro.
C.V.
Después de leer la carta por enésima vez, Micaela la devolvió al secrétaire y echó llave.
—¿Puedo pasar? —preguntó Cheia desde la puerta.
—Sí, pasa, mamá.
—Acaba de llegar esto para vos.
Le entregó una caja envuelta en papel de seda, atada con un moño verde. El corazón le palpitó con fuerza y debió apelar a su voluntad férrea para no dar un brinco y gritar. Carlo había vuelto.
—¿Qué es? —quiso saber la nana.
Absorta, se deshizo del envoltorio y halló la esperada orquídea blanca.
—¡Qué belleza! —exclamó Cheia—. La flor preferida de tu madre. ¿Quién te la manda? ¿No tiene remitente?
Micaela leyó la tarjeta para sí. «Hoy, a las 15 hs. C.V.»
—¡Vamos, no me tengas en ascuas! Decime quién te mandó esa hermosura. —El silencio de la joven, que leía y releía la tarjeta, sacó de quicio a Cheia—. ¡Micaela, por Dios, decime quién te mandó la flor!
—El director del Colón. La flauta mágica es el éxito de la temporada y quería hacerme un presente. Eso es todo. —Guardó la tarjeta junto a la carta, y volvió a echar llave.
—¡Ay, qué desilusión! Y yo que pensé que había sido el señor Cáceres.
—¿Podes prepararme el baño, mamá?
—¿Pensás salir?
—Sí.
—¿Adonde? Mira que al señor no le gusta nada llegar a la casa y no encontrarte. Está muy cambiado últimamente. Viene a comer temprano todas las noches, incluso a veces viene a almorzar. ¡Hasta te espera para desayunar! Está raro el señor.
La devoción de su esposo resultaba muy inoportuna. No solo cenaba a diario con ella y la esperaba para desayunar, también la visitaba cada noche en su recámara, donde permanecía un buen rato comiéndola con la mirada.
—Te pregunté adonde vas a salir, Micaela. Después, el señor me pregunta y yo no sé qué decirle.
—Voy a lo de Alvear.
Cheia se encaminó al baño. Micaela echó un vistazo al reloj: la una de la tarde. Le quedaban casi dos horas para prepararse; quería lucir más hermosa que nunca.
Ralikhanta detuvo el coche frente a la casa de San Telmo.
—¿Qué hora es? —quiso saber Micaela.
—Las tres menos diez, señora —informó el indio, y devolvió el reloj de leontina a su chaqueta.
Micaela decidió entrar; si Carlo no había llegado, conversaría con Frida. Caminó directo al zaguán, pues halló entornada la cancela de hierro. Iba a sacudir la aldaba, cuando la puerta se abrió de súbito y alguien la arrastró dentro antes de cerrar de un puntapié. Carlo la apoyó contra la pared del vestíbulo y la besó con desesperación.
—No aguantaba más —le musitó sobre los labios.
A Micaela le tomó un instante reaccionar y colegir las intenciones de su amante.
—Carlo, por favor. ¿Y Frida y Mary?
No obtuvo respuesta; en cambio, descubrió las manos de Varzi empecinadas en los botones de su vestido, que, a poco, terminó en el suelo. La encaramó contra la pared y ella lo envolvió con sus piernas. Fue un acto rápido, desesperado, instintivo, animal, casi violento; sin embargo, la complació como ninguno, pues la urgencia de su amante significaba que ella era la única.
Más tarde, Varzi se reponía sumergido en el agua fragante de la tina. Micaela lo masajeaba con una esponja y lo aletargaba con una melodía.
—¿Cómo era tu mamá, Carlo? —se interrumpió, de pronto.
—Como Gioacchina, más bonita, creo.
—¿Cómo se llamaba?
—Tiziana.
—Qué nombre más dulce. Y tu papá, ¿cómo se llamaba?
—Gian Carlo.
—Vos te pareces a él, ¿no?
—¿A qué viene tanta pregunta?
—A nada. Quiero saber de vos.
—Y yo de vos. A ver, contame otra vez de cuando eras chica.
—Ya te lo conté cien veces. Cómo murió mi madre, el internado en Suiza, soeur Emma, París, Moreschi.
—Sí, pero me lo contaste hace mucho. Contame de la monja, de cuando iban a bailar tango.
Micaela sonrió, en parte por el recuerdo, en parte aliviada porque, junto a Carlo, Marlene ya no significaba algo triste.
—Marlene, digo, soeur Emma, siempre se las arreglaba para venir con Moreschi y conmigo a todas partes. Yo temblaba porque si la madre superiora la descubría, la mataba. Una noche, después de ir a la Opera, nos dijo que le habían hablado de un lugar muy original en el Charonne, un barrio de París. Era increíble, Marlene se pasaba el día en el convento y, sin embargo, estaba al tanto de las cosas más extrañas.
—Seguro tenía un amante.
—¿Un amante?
—¿Por qué no? —preguntó Carlo—. Sus padres la habían metido al convento a la fuerza. Por lo que me contás, era una mujer pasional y atrevida. Lo más lógico es que tuviera un amante. No sé, un cura quizá.
—¡Un cura!
—¿No me vas a decir que todavía crees lo del voto de castidad? Si no supiera que es castrado, te diría que el amante de Marlene era Moreschi.
—Más que un cura, pudo haber sido algún amigo del maestro, con los que íbamos al teatro o a cenar.
—Bueno, no importa, seguí contándome lo del tango.
—Esa noche fuimos a un bistro en el Charonne, un lugar sórdido, lleno de marineros y gente rara. Moreschi se negó a entrar. Sin importarle, Marlene entró. Al rato, el maestro y yo la seguimos. Desde esa noche, volvimos muchas veces, tantas como pudimos. Ya te conté que fue Villoldo quien nos enseñó a bailar el tango. El choclo, su obra maestra, era el preferido de Marlene. Nadie lo bailaba como ella.
—Cabecita estuvo la noche del estreno de El choclo, aquí en Buenos Aires, en un bar de mala muerte del centro, «El americano» se llamaba. Como el gallego dueño del bar era enemigo declarado del tango, debieron anunciarlo como «danza criolla».
—Sí, Villoldo nos contó la anécdota. «Vos sos mi compatriota», me decía, y se sentaba en nuestra mesa a recordar. Cuando lo conocimos, allá por el año ocho, hacía pocos meses que se había instalado en París y, pese a que con el tiempo adquirió cierta fama, repetía que algún día regresaría a su amada Argentina. Estoy segura de que la guerra lo ahuyentó de Europa. Los primeros tiempos fueron duros. Cuando terminaba de tocar, en una mano la guitarra y en la otra un platito, pedía propina. Faisant la quéte, les decía el dueño del bistro. Que hicieran la colecta —aclaró, ante la ignorancia de Carlo—. Marlene, que nunca tenía un franco, le robaba la billetera al maestro y le daba bastante dinero.
—Así que el mismísimo Villoldo fue quien te enseñó el tango. ¡Es de no creer! Con razón me sorprendiste la primera noche que bailamos. Ni en un millón de años habría imaginado que una bienuda como vos bailara tan bien. ¡Ah, me volviste loco!
Micaela sonrió halagada y continuó pasándole la esponja.
—¿Qué son estas marcas en los tobillos?
Varzi escondió los pies bajo el agua. Salió de la tina, alcanzó la bata y se cubrió. Dejó el baño en dirección al dormitorio. Micaela lo siguió contrariada y, en el momento en que se aprestaba a inquirirlo, Carlo la enfrentó, asustándola con una mirada ensombrecida.
—Son las cicatrices que me dejaron los grilletes. Mira, aquí tengo las mismas marcas. —Y extendió las muñecas cerca de ella.
—¿Los grilletes? ¿Qué grilletes?
—Los de la cárcel. Estuve preso diez años.
Carlo tomó asiento y bajó la vista, agradecido por el silencio de Micaela, que no atinaba a preguntar nuevamente.
—Tiziana Portineri —empezó segundos después— era una joven como vos, rica y de la alta sociedad de Napóles. La familia Portineri era de las más tradicionales y antiguas de la región. Mi madre era hermosa y culta, y era feliz. Hasta que conoció a Gian Carlo Varzi, el hijo bastardo de vaya a saber quién, que la sedujo con su palabrería barata y, al poco tiempo, la dejó embarazada de mí. Mi madre, desesperada, escapó de su casa junto a él, que, para entonces, ya era perseguido por la policía acusado de anarquista. Cuando yo tenía dos años, la situación política de Gian Carlo se hizo insostenible y debimos abandonar Italia rumbo a América.
»Imaginate a mi madre, acostumbrada a lujos y comodidades, metida en un conventillo de San Telmo, rodeada de personas incultas y groseras. Pero era una mujer valiente y le hizo frente a todo, sin quejarse una vez siquiera. —Varzi se tomó la cabeza y meditó un momento; luego, prosiguió—: Aquí, en Buenos Aires, Gian Carlo se unió a un grupo de anarquistas y las cosas empeoraron. Siempre estaba metido en líos; los trabajos le duraban un suspiro, los patrones no querían activistas en sus empresas y lo echaban. Mi madre debió empezar a trabajar. ¡Mi madre, lavando ropa ajena y cosiendo para afuera! ¡Mi madre, casi una princesa! Yo tenía ocho años cuando comencé a trabajar. Hice de todo: cuidé caballos, lavé platos, vendí flores, barrí jardines. Los últimos años trabajé en un taller de compostura de calzado; ese laburo me gustaba, y el patrón era bueno conmigo.
»Los asuntos en mi casa iban de mal en peor. Gian Carlo empezó a tomar y a frecuentar prostíbulos y garitos, y le robaba la poca guita a mi vieja. Se peleaban como perro y gato. Gian Carlo empezó a pegarle. Yo me volvía loco de la rabia y siempre terminaba a las trompadas con él.
»Cuando nació Gioacchina, Gian Carlo se negó a darle su apellido porque decía que no era hija suya; como no estaban legalmente casados, pudo hacerlo. Aún recuerdo a mi madre, postrada en la cama, llorando sin consuelo. Yo fantaseaba con que mi hermana no era hija de ese monstruo. Me bastaba que sólo fuera hija de mi madre. A pesar de mis ilusiones, siempre supe que Gioacchina era una Varzi. Me habría gustado que mi madre conociera a Francisco; es parecido a mí.
»Después del nacimiento de mi hermana, Gian Carlo desapareció un tiempo. Fueron días felices, de paz. No duraron mucho porque apareció ebrio una mañana; dijo que volvía para quedarse, y, como mi madre intentó echarlo, le pegó tanto que terminó en el hospital. Yo estaba trabajando cuando sucedió esto, si no… —Cerró el puño y contrajo el rostro—. Era un infierno vivir ahí.
»Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Una tarde llegué a mi casa y encontré a mi madre tirada en el suelo, con el rostro bañado en sangre. Apenas balbuceó unas palabras antes de morir en mis brazos. —Micaela hizo ademán de acercársele, pero Varzi le indicó que no, y continuó—: Gioacchina tenía cuatro años; estaba sentadita al lado de mi madre muerta. Todavía retumban en mi cabeza los alaridos que pegaba, como si entendiera todo.
»No recuerdo bien lo que pasó después. Sé que encontré a Gian Carlo en un burdel, jugando a las cartas y emborrachándose. Me volví loco, agarré una botella rota y se la clavé en la garganta. No me acuerdo de nada más. Volví a tomar conciencia en el calabozo de la comisaría.
»Estuve preso diez años. Los tres primeros los pasé en un reformatorio, aquí en Buenos Aires, pero mi conducta era tan mala que me trasladaron a una cárcel para presos políticos en la Isla de los Estados, cerca de Tierra del Fuego. Años después, inauguraron una prisión en Ushuaia y ahí fui a parar. Mi compañero de celda era Johann, el esposo de Frida. No la culpes a ella por las mentiras que te contó, yo le tenía prohibido hablar de esto. Johann fue el mejor amigo que tuve en la vida, mi consejero, mi maestro. Si no fuera por él, creo que habría muerto tratando de escapar de la cárcel. Murió el año antes de que me dejaran en libertad.
«Cuando regresé a Buenos Aires, solamente podía pensar en Gioacchina. Quería ser rico para que nada le faltara, para sacarla del orfanato y darle la vida de princesa que habría deseado mi madre. Así fue que me metí en el negocio de los prostíbulos y garitos. En pocos años conseguí lo que quería y, desde entonces, Gioacchina vive como una reina, pensando que un benefactor muy bondadoso la ayuda.»
Por primera vez en su relato, Carlo levantó la vista. Encontró a Micaela desorientada, abrumada ante semejante confesión, y un miedo inefable se apoderó de él.
—Me sacrifiqué por mi hermana —trató de explicar—. Por ella hice a un lado mis principios, mi moral, todo lo que Johann me había enseñado, y me convertí en un cafishio. Pero ahora quiero reivindicarme, quiero ser un hombre respetable para que puedas sentirte orgullosa.
Volvió a mirarla lleno de vergüenza, e, inclinado a pensar que la había perdido, se maldijo una y otra vez por haberle confesado la verdad.
—No sé qué decir —esbozó Micaela.
—Sabes muy bien qué decir —espetó él, de mal modo—. Que te querés ir para no volver, que no soportas ser la mujer de un ex presidiario, que no toleras ser la mujer de un asesino. ¡El asesino de su propio padre! ¿Te doy asco, no? ¡Asco!
Micaela se arrodilló frente a él y lo obligó a levantar el rostro.
—Carlo, amor mío —susurró, y le acarició la mejilla húmeda—. Nada en este mundo podría acabar con este amor que siento. Yo te amo tanto que moriría por vos.
La arrebujó contra su pecho y la besó. No podía separarla de él, Micaela era como el aire, arrancarla de sí equivaldría a una muerte lenta y dolorosa, y, aunque sin ayuda había superado la pérdida de su madre, la culpa por la muerte de su padre y la soledad y la miseria de la prisión, se sintió vulnerable como un niño al imaginar una vida sin ella.
—Prométeme que nunca me vas a faltar —rogó—, que no voy a tener que vivir en este mundo si vos no estás en él.
—Siempre voy a estar para vos —aseguró Micaela—. Hasta el fin. Te lo juro. No te atormentes. Y gracias por haberme contado la verdad, gracias por haber confiado en mí y en nuestro amor.
El resto de la tarde, y hasta que el sol se convirtió en una gema incandescente en el horizonte, Carlo le hizo el amor buscando saciar su espíritu inquieto, y casi al anochecer, mientras la tenía dormida entre sus brazos, se convenció de que todo lo vivido, lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, había sido para yacer junto a ella en ese instante.