Capítulo IV
El Festival Anual de Música de Munich fue la plataforma de lanzamiento de Micaela. En la seguridad de que su pupila estaba lista, Moreschi apeló a viejas relaciones y le consiguió un lugar en el evento.
Para esa época, Micaela sólo contaba diecisiete años, edad en que, usualmente, se comienzan los estudios de canto lírico. Esta circunstancia hacía dudar a los organizadores del certamen, que la recibieron sólo por pedido especial del Angelo di Roma. Sin embargo, opinaban que la presentación de esa chiquilla era prematura y que resultaría desastrosa.
Micaela y Alessandro Moreschi partieron rumbo a Munich en abril de 1908. Marlene no pudo acompañarlos: la madre superiora se mostró intransigente y debió quedarse en el convento, hecha una furia. Al cabo de dos días de viaje en tren, llegaron a la famosa ciudad del festival. Micaela se enamoró del lugar, subyugada por el encanto de las construcciones barrocas.
En Munich, todo estaba dispuesto para el gran evento. En las calles, pequeñas orquestas de músicos vestidos con ropas típicas de la región anunciaban los espectáculos del día. Carteles llenos de colorido informaban las distintas actividades, que iban desde las primeras horas de la tarde hasta muy entrada la noche.
Alessandro y su pupila se alojaron en el hotel donde lo hacía la mayoría de los participantes del festival. Micaela advirtió el respeto con que los demás músicos y cantantes trataban a su maestro, y se sintió orgullosa. Después de todo, Moreschi había sido el mejor de su época. De todas formas, no faltó quien bromeara con su calidad de castrado. Decían que el maestro, viejo y cachondo, locamente enamorado de su pupila, se había dejado convencer por ésta para conseguir un lugar en el festival, pero que, de seguro, no lograría nada, sólo humillarse. Demasiado joven e inexperta, remataban con malicia. Micaela nunca lo supo, pero durante esos días en Munich, algunos la coronaron con el mote la prima donna del castrato.
Faltaba una semana para el inicio del festival, y ya nadie pensaba lo mismo de Micaela, al menos sus compañeros de El Barbero de Sevilla tenían otra impresión. Durante los ensayos, Micaela había demostrado su profesionalismo y la majestuosidad de su voz; el papel de Rosina, creado por Rossini para su primissima donna, Isabella Colbran, volvía a tener en Micaela el encanto y colorido con los que se lo había interpretado a principios del siglo XIX.
Micaela, exigente y perfeccionista hasta el mínimo detalle, no dejaba pasar por alto ningún pormenor, casi rayaba en la obsesión. Practicaba durante horas, y obligaba al resto del elenco a repetir varias veces la misma escena si no la hallaba de su gusto. Algunos la tildaron de histérica, de déspota. Una joven que nadie conocía no podía dirigirlos como si ellos fuesen principiantes. Lo cierto era que Micaela daba órdenes a la par del director y del régisseur, y provocaba la ira de sus compañeros, que no entendían que ella sólo deseaba la excelencia. Ya nadie la miraba como a una niña inexperta de diecisiete años. Su fuerza de carácter, su decisión y la perfección de su voz la transformaron en la primera figura del grupo. Su indiscutible belleza y la frescura de su juventud terminaron por convertirla en la Rosina perfecta.
Una tarde, antes de la función, Micaela y su maestro compartían una taza de té en el comedor del hotel. El director Franz von Herbert, de las personalidades del festival, se acercó a la mesa con rostro desencajado.
—¡No puede sucederme a mí, Moreschi! —exclamó el hombre.
Alessandro lo invitó a tomar asiento. El músico se dejó caer en la silla y se tomó la cabeza entre las manos.
—¿Qué sucede, Franz? —preguntó Alessandro.
Micaela, muda, se limitaba a contemplarlo. Días atrás, le había parecido arrogante y soberbio. Ahora, al verlo así, tan abatido, sintió pena por él.
En pocas palabras, el director le explicó a Alessandro que la heroína de Las Valquirias había enfermado de catarro, y que ninguna de las cantantes del festival se animaba a interpretar el papel por considerarlo muy difícil, sólo faltaba una semana para el estreno y no tenían tiempo para ensayarlo.
Las presentaciones de Micaela en El Barbero ya habían comenzado, y con mucho éxito. A pesar de la reticencia inicial, la crítica había acogido de buen grado a la pupila del sopranista. Aunque contenta, Micaela no estaba completamente satisfecha.
—Yo puedo interpretar ese rol, maestro Von Herbert —afirmó la joven, muy suelta.
Ambos hombres la miraron atónitos. Esa jovencita, toda una novata, no sabía lo que decía. Micaela dejó pasar un silencio y continuó con su propuesta.
—Puedo trabajar en El Barbero y en Las Valquirias. Todo es cuestión de que usted, maestro —dijo a Von Herbert—, acomode los horarios.
La parsimonia y serenidad de la joven asombraron tanto a Von Herbert que, en su desesperación, accedió a pensar que sería factible prepararla en tan corto tiempo para un papel tan difícil. Moreschi se negó.
—Lo lamento, Franz. Micaela no está lista para los papeles dramáticos de Wagner. Yo la he educado en la escuela del bel canto, no está capacitada para un rol así. No quiero arriesgar su buen nombre y hacer un ridículo.
Al día siguiente, Micaela y Moreschi se encontraron con Von Herbert para iniciar los ensayos de Las Valquirias. Le había tomado muchas horas convencer a su maestro; finalmente, y a regañadientes, Alessandro había aceptado.
Cantar en El Barbero de Sevilla y en Las Valquirias al mismo tiempo la lanzó definitivamente a la fama. Una noche una, otra noche otra. En una representación, su voz era la de un ruiseñor, con el colorido y el timbre distintivos de un personaje de Rossini. Ejecutaba con increíble gracia los rápidos, típicos de las óperas del romanticismo, y aprovechaba los fiorituri para demostrar su destreza, sin abusar de ellos, fiel a la partitura y a la línea estética de la melodía. En la trágica epopeya de Las Valquirias todo cambiaba. Su voz se tornaba oscura, dramática, colosal. En cada nota, Micaela transmitía esa fuerza y emoción típicamente wagnerianas. El público se conmovía, no sólo con su canto desgarrador y potente, sino con su actuación magistral, mientras los colegas del festival se admiraban de la fortaleza de sus cuerdas vocales, que apenas contaban con tiempo para reponerse entre una y otra función.
La crítica alabó la versatilidad de su voz, que interpretaba con la misma maestría un personaje de Rossini y uno de Wagner. Se asombraron por la extensión y la fuerza, por el timbre y la flexibilidad Un canto sin fisuras, que flotaba hacia las notas más altas, sin estridencias ni gritos.
Todos estaban anonadados la prima donna d’il castrato era, sin duda, la revelación del año.
Después de Munich, Micaela se convirtió en una de las sopranos más requeridas de Europa. Viajaba la mayor parte del año. Moreschi recibía invitaciones de los teatros más afamados del continente y negociaba contratos muy ventajosos.
Al regresar a París, visitaba con frecuencia el convento para estar cerca de Marlene. Durante horas, se encerraban en su alcoba, Micaela tenía mucho que contarle, y Emma tanto más de que enorgullecerse. Sólo las angustiaba pensar que no les alcanzaría el tiempo, muy escaso por esos días.
Los parisinos la adoraban La divina Four, la llamaban. Eliminado su apellido vasco, usaban sólo la parte de origen francés, y así la reclamaban como propia.
El Palais Garnier en París la convocaba cada temporada, en disputa continua con el Théâtre des Italiens. Lo mismo sucedía entre el Teatro alla Scala, en Milán, y La Fenice en Venecia. También en Londres, Madrid y Viena. Inclusive, en Buenos Aires ansiaban escucharla en su nuevo teatro, el Colón, que, según se comentaba, era la joya de Sudamérica. Micaela le ordenó a Moreschi declinar la invitación de sus compatriotas.
Los contratos llovían Los empresarios teatrales sabían que, con la divina Four en cartelera, tenían la temporada asegurada, en cada presentación, Micaela llenaba las salas.
A medida que el éxito aumentaba, sus conocimientos se enriquecían, su voz, incluso, se volvía más hermosa y extensa, sobre todo extensa. Moreschi había descubierto esa virtud desde un principio. Micaela sostenía notas muy altas por largo tiempo, sin gran esfuerzo. La extensión de su voz le había garantizado el triunfo.
Por su parte, el maestro nunca se separaba de su pupila. Él manejaba los asuntos importantes y los pequeños detalles, se ocupaba de las cláusulas de los contratos, así como también de la alimentación y salud de la joven. Aún era muy estricto. Periódicamente, sacaba turno con un célebre médico suizo especialista en vías respiratorias que revisaba exhaustivamente a Micaela y constataba que todo marchara bien. Una vez por año, viajaban a Parma, Italia, a un sitio llamado Salso Maggiore, un lugar paradisíaco, con manantiales de aguas salsoyódicas que, entre otras virtudes, curaban los males de la garganta. En Salso, Micaela se encontraba con algunos colegas y pasaba días muy apacibles.
A finales de noviembre de 1913, Micaela se encontraba en Viena, en un festival de música, cuando recibió un telegrama de la madre superiora del convento de París. «Emma agoniza. Te llama. Ven.»
El papel le tembló en las manos, se le nubló la vista y necesitó apoyarse en la pared para no caer. Volvió a leer: «Emma agoniza». ¿Emma agoniza? Había un error. Sí, de seguro había un error.
Moreschi y ella viajaron a París esa misma noche, y dejaron los compromisos asumidos en Viena para después. Marlene estaba primero. Al empresario no le agradó la idea, pero no chistó. Micaela cumpliría más adelante; conocía el profesionalismo de la soprano y su obsesión por el trabajo. Mientras tanto, buscaría una reemplazante. ¡Una reemplazante de la divina Four! Sabía que no la encontraría.
Al entrar en la alcoba de Emma, Micaela ahogó un llanto al verla demacrada y delgada. No era la misma que había dejado meses atrás rebosante de vida y salud. Dormía, y una monja, sentada junto a ella, la cuidaba. Sin emitir sonido, la religiosa le indicó a Micaela que tomase su sitio.
Entró la madre superiora, acompañada por otra monja y el médico, y Micaela dio lugar para que la revisase. La superiora se inclinó sobre su oído y le contó que hacía dos días que Emma permanecía inconsciente a causa del láudano. También le explicó que todo había sido muy rápido. Un día se había sentido descompuesta, con fiebre muy alta, y, después de algunos análisis, se diagnosticó una enfermedad en la sangre muy extraña, incurable.
El médico terminó con la revisión, y Micaela se arrodilló junto a la cama y apoyó la cabeza sobre el regazo de soeur Emma.
—Marlene, despierta, Marlene —le dijo en castellano—. Soy yo, Micaela. Vamos, despierta. Tengo mucho que contarte. —Se detuvo, ahogada por el llanto.
La madre superiora ordenó al resto que abandonara la habitación. Según le había informado el médico, a soeur Emma le quedaban horas de vida.
Marlene apoyó la mano sobre la cabeza de Micaela, y la sorprendió. La joven se incorporó súbitamente, se secó las lágrimas con la manga y le sonrió.
—¿Cuándo vas a curarte, Marlene? Tienes que venir a verme al teatro. ¡No sabes lo contenta que estoy! Interpreto Tosca en el Teatro Burgués de Viena. ¡Todo sale de maravilla! La crítica… —Se interrumpió cuando Marlene movió los labios, y se acercó para escuchar su voz casi inaudible.
—Prométeme algo, Micaela —dijo la mujer, con esfuerzo—. Prométeme que no te olvidarás de amar. Que buscarás a un hombre a quien quieras profundamente y que te casarás con él. —Se calló unos segundos. Luego, prosiguió—: No hay otro modo de ser feliz que amando, créeme. —Le tomó la mano y se la apretó apenas—. ¡Prométemelo!
Micaela afirmó con la cabeza, sin entender cabalmente lo que Marlene intentaba decirle, pues, para ella, el canto y la música eran los únicos que contaban en la vida.