Capítulo XXIII
Eran las seis de la tarde; la fiesta había terminado alrededor de las cuatro. Ahora, sentada junto a su esposo, Micaela se dirigía al nuevo hogar.
Eloy lucía cansado; tenía profundas ojeras y casi no hablaba. Se apiadó de él al recordar que, temprano al día siguiente, se embarcaría rumbo a los Estados Unidos en una misión muy difícil. Cerró los ojos y los volvió a abrir, súbitamente estremecida.
—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Eloy, y la tomó de la mano. Micaela apenas sesgó los labios y negó con la cabeza—. De seguro son los nervios por la boda. Ya pasó todo y salió muy bien. Ahora tranquilizate.
Micaela volvió a fingir una sonrisa y tensó la boca para contener el llanto. ¿Cómo explicarle a su esposo, tan gentil y galante, que estaba pensando en otro? ¿Que si cerraba los ojos no era su rostro el que aparecía, sino uno moreno y avieso que la encantaba? «Todo está empezando mal», se dijo, y conjeturó que si Varzi no se hubiese presentado esa mañana en la iglesia, el tormento no sería tan grande. El eco de sus gritos volvió a chocarle en los oídos, y bajó el rostro para limpiarse las lágrimas.
Ralikhanta tomó por la calle San Martín y se detuvo frente a la casona que por décadas había pertenecido a la familia Cáceres. Micaela descendió del automóvil y se quedó mirando la residencia colonial. La fachada avejentada le dio mala impresión. El interior de la casa no resultó menos lúgubre. En hindi, Cáceres dio órdenes a Ralikhanta, que se aprestó a descorrer cortinas y abrir ventanas.
—Como verás, querida, hace mucho que ninguna mano femenina se ocupa de esta casa. Espero contar con tu buen gusto para remozarla. Sentite libre para hacer y deshacer. Creo que te mantendrás ocupada hasta mi regreso.
Micaela cruzó el vestíbulo y se adentró en la sala principal. Su taconeo retumbó en el piso de madera e intensificó el silencio reinante. El techo, pintado de marrón, bañaba de oscuridad el comedor. Los muebles, enormes y macizos, de estilo español muy antiguo, parecían venírsele encima; ocupaban muchísimo espacio, sin embellecer la sala en absoluto. «Es lo primero que haré desaparecer», pensó.
—¿Te gusta tu nueva casa? —quiso saber Eloy. La tomó por la cintura y la hizo voltear—. Sé que no es ni la décima parte de lo que estás acostumbrada, pero es lo que tengo para ofrecerte. Por ahora —agregó.
—Es muy linda —mintió Micaela—, pero, como bien dijiste, necesita la mano de una mujer. El estilo es colonial y a mí me gusta. Creo que se pueden hacer algunas reformas para que luzca mejor.
Eloy la abrazó y la besó. Micaela se le aferró al cuello y respondió con ansias, en busca del sosiego que por sí no hallaba.
—Mi amor —susurró Eloy—, quiero hacerte feliz.
Micaela se sintió mejor al escuchar la voz suave de su esposo. Le estaba diciendo que quería hacerla dichosa. Supo, entonces, que no había cometido un error casándose con él. A su lado encontraría la estabilidad y la sensatez que nunca habría alcanzado junto a ése, de quien no quería, siquiera, recordar el nombre.
—Ralikhanta, acompaña a la señora a su recámara —ordenó Eloy—. Le dije a Ralikhanta que te acompañe a tu habitación, querida.
—¿Mi habitación? —balbuceó Micaela—. Pensé que compartiríamos la habitación.
—Eso decís ahora —repuso Eloy, y sonrió—, pero te aseguro que no vas a pensar lo mismo cuando te perturbe de noche o deje todo desordenado por ahí. Mejor dormí vos sola, tranquila y sin molestias.
—Pero no me vas a molestar. ¡Faltaba más, Eloy! Sos mi esposo.
—Yo me quedo leyendo hasta muy tarde, querida; a veces, ni duermo. Tengo mucho trabajo y suelo traerlo a casa. En el dormitorio, tengo mi biblioteca y mi escritorio. Sería muy molesto para vos tener que dormirte con la luz encendida y yo merodeando por ahí.
Micaela continuó argumentando y Eloy la rebatió inteligentemente. Por fin, y ante la insistencia de su esposa, le prometió que volverían a discutirlo a su regreso de Norteamérica.
Siguió a Ralikhanta por un largo pasillo lóbrego como el resto de la casa, atestado de cuadros viejos y deslucidos. Al final estaba su recámara, de grandes dimensiones, con vista a la calle. Se acercó a la cama con dosel y pensó que era más vieja que Matusalén. Palpó el colchón y lo juzgó demasiado duro. No le gustaron ni la toilette, ni los canapés, ni el secrétaire, aunque admitió que todo estaba pulcro y prolijo.
—Deja todo en el suelo, Ralikhanta —ordenó Micaela en inglés—. Mañana irás a mi casa y traerás el resto de las cosas. Aún quedan dos baúles y otras cositas. —Ralikhanta se limitó a asentir—. Y ahora, por favor, envíame a alguna de las sirvientas para que me ayude a desempacar.
—En esta casa no hay sirvientas, señora —afirmó Ralikhanta, incómodo.
—¿No hay sirvientas? ¿Y quién se encarga de todo?
—Yo mismo, señora. Dos veces por semana viene Casimira, que me ayuda un poco con la limpieza y la ropa del señor, pero nada más. Aunque nos cuesta entendernos; ella sólo habla castellano y yo casi no la comprendo.
No quiso hacer comentarios con el sirviente y lo despachó. Se sentó en el borde de la cama y miró a su alrededor. Había mucho para hacer y recuperó en parte el ánimo, pues se mantendría ocupada durante la ausencia de su esposo y no tendría tiempo de aburrirse, ni de pensar. Le sobrevino un gran cansancio y se recostó. Fijó la mirada en la tela del baldaquín y se quedó profundamente dormida.
El dormitorio de Micaela tenía una ventana a la calle, y de ahí provino el ruido que la despertó. Se dio cuenta de que se hallaba en casa de su esposo y de que había anochecido. Las cortinas descorridas y los postigos abiertos de par en par permitían que el fanal de la calle regara su luz con profusión dentro de la habitación.
Se levantó, corrió las cortinas y encendió las luces. Y ahora, ¿qué? No se escuchaban ruidos, ni voces. El reloj de la pared mostraba las diez de la noche. ¿Funcionaría bien? Tenía hambre y ganas de darse un baño. ¿Y Eloy? ¿Se habría acostado ya? No, no podía haberse acostado aún. ¿Y que con la noche de bodas? Todo era extraño e inusual.
Salió al pasillo en busca de su esposo. Escuchó voces que provenían de una de las habitaciones. Aguzó el oído y reconoció a Eloy que hablaba con Nathaniel Harvey, aunque, por lo subido del tono y las continuas interrupciones, dedujo que discutían. Llamó a la puerta y entró. Los rostros desencajados de los hombres confirmaron sus suposiciones.
—¡Micaela, querida! —exclamó su esposo, y simuló compostura—. ¡Mira quién vino!
Ambos se adelantaron para recibirla. Nathaniel, formal y caballeresco, le besó la mano y la felicitó.
—Pensé que estaba en Salta, señor Harvey —dijo Micaela—, ocupándose del tema de la red ferroviaria. ¿No me habías dicho eso, Eloy?
—Sí, sí —se apresuró el inglés—. Pero pude escabullirme para venir a saludarlos, aunque temo que he llegado demasiado tarde. Eloy me contó que todo acabó alrededor de las cuatro.
—Sí. Eloy necesitaba liberarse lo antes posible. Mañana parte hacia Norteamérica.
—Eso estaba contándome —dijo Nathaniel, y le echó una mirada seria a su amigo—. Eloy no tiene idea del error que comete al dejar sola a una esposa tan hermosa como usted. Todos los hombres de Buenos Aires estaremos esperando con ansias su partida para lanzarnos a su conquista —bromeó.
Micaela sonrió; a Eloy, sin embargo, el comentarlo no le hizo gracia.
—Querida, invité a Nathaniel a cenar con nosotros. ¿Podrías avisarle a Ralikhanta que ponga otro lugar en la mesa?
Micaela ocultó el disgusto por educación, aunque no concebía la falta de tacto de su esposo en compartir la noche de bodas con un amigo, como tampoco el descaro de Harvey en aceptar. Nada sensato le vino a la mente y, segura de que no podía evitar la molesta intromisión, le pidió a Eloy que le indicase el camino a la cocina.
La cena resultó un fiasco. Ralikhanta no era buen cocinero; la carne, además de medio cruda, estaba excesivamente condimentada, y la ensalada, muy desabrida. Eloy y Nathaniel conversaron de política; la guerra en Europa y sus derivaciones terminaron por ganar el lugar preferente y no se apartaron de esos temas hasta el final de la velada. Cáceres parecía respetar la opinión del inglés porque lo escuchaba con atención y casi no lo interrumpía. Micaela se sorprendió del cambio de actitud, cuando una hora antes los había encontrado enfrascados en una disputa. ¿Por qué habrían discutido? En fin, la joven se mantuvo callada gran parte de la comida, y se esforzó por tragar la carne y encontrar sabrosa la ensalada.
—Anda nomás, querida —indicó Eloy, al término de la cena—; en un minuto estoy con vos.
Micaela se despidió de Harvey y se adentró en la oscuridad del pasillo. La idea de prepararse para recibir a su esposo la entusiasmó. Cheia había acomodado el ajuar en un bolso de mano. Sacó el camisón de seda y encaje, el déshabillé que hacía juego y un peinador de raso, todo confeccionado por las manos de la nana. Entre medio de las prendas, había bolsitas de tul con semillas de espliego, jabones con aroma a rosas, un frasco con loción de manos y un perfume. Cada cosa la emocionaba en extremo; mamá Cheia había comprado las telas y cosido y preparado todo con amor. No pudo evitar unas lágrimas que, a poco, se convirtieron en un llanto amargo. Asustada, se preguntó por qué lloraba, y, pese a que conocía la respuesta, se negó a aceptarla. Se enjugó el rostro y decidió tomar un baño.
Se miró al espejo satisfecha; el camisón, además de elegante, era sensual e insinuante y, para lucirlo, decidió no ponerse el déshabillé. Tomó asiento frente al tocador, se untó las manos con la loción de limón y se perfumó generosamente. Por último, comenzó a cepillarse el cabello, mientras fantaseaba con que Eloy la encontrara en esa posición.
Tanto se cepilló que el pelo se le electrizó, y lejos de conseguir volumen y suavidad, logró poco brillo y aspereza. Volvió la mirada al reloj de pared: hacía una hora que Eloy despedía a su amigo. De seguro, continuarían enzarzados en sus polémicas. Furiosa, tomó el déshabillé y salió en su busca. Nuevamente, al final del pasillo, escuchó las voces subidas de tono. Esta vez, no tuvo deseos de entrar y regresó a su recámara muy abatida, donde se tumbó sobre la cama a la espera de su marido.
Micaela entreabrió los ojos y vio a Eloy de pie, al lado de la cabecera.
—Está bien, querida, volvé a dormirte.
—¿Qué hora es?
—La una y media. Discúlpame que te haya despertado. Dormite otra vez.
—Te estaba esperando —dijo Micaela, con enojo—. ¿Por qué tardaste tanto? ¿Ya se fue Nathaniel?
—Sí, ya se fue. Me quedé estudiando unos documentos que necesito a primera hora mañana.
Ostensiblemente molesta, Micaela clavó su mirada en la de Eloy, que se arrodilló a su lado, le tomó la mano y se la besó.
—Perdóname, mi amor. Me comporté como el peor de los hombres, perdóname. —Volvió a besarle la mano—. Quizá no deberíamos habernos casado hasta mi regreso. Así, habrías tenido una boda como mereces, con luna de miel y todo lo demás. Pero, te confieso, no podía esperar; quería que fueras mía lo antes posible y no pude aguardar hasta mi regreso. Tenía miedo de que, cuando volviera, te hubieras arrepentido. —Se reclinó sobre ella y la besó, primero en la frente, luego en los labios—. Micaela, mi amor, todavía no puedo creer que me hayas aceptado. No me hago a la idea de que estés aquí, en casa, de que duermas en esta cama, cerca de mí. Sos lo más puro y lindo que hay en mi vida.
Micaela le acarició el rostro y le sonrió.
—¿Por qué discutías con Nathaniel?
—¿Discutir? —repitió Eloy.
—Sí. Esta noche, cuando fui a buscarte para cenar, escuché que discutían.
—¡Ah, sí! No te preocupes, no fue nada.
—Si no fue nada, podes decírmelo —presionó ella.
—Me dijo que está locamente enamorado de vos y que, mientras yo no esté, va a venir a esta casa y te va a raptar. ¡No, es una broma! —aclaró de inmediato—. Nathaniel y yo tenemos algunos negocios en común y, a veces, no nos ponemos de acuerdo. Eso es todo.
—¿Qué clase de negocios?
—Hace poco, mi tía Otilia le vendió su parte del campo. Ahora, él y yo somos socios. Ninguno de los dos sabe mucho acerca de vacas y esas cosas, pero no nos va tan mal. De todas formas, y como escuchaste, a veces, discutimos. Creo que no fue buena idea mezclar la amistad con los negocios.
Eloy volvió a besarla suavemente y se puso de pie dispuesto a marcharse.
—¿Ya te vas? —preguntó Micaela, desconcertada.
—Sí, querida. Es muy tarde y mañana tengo que madrugar. Te prometo que, cuando vuelva, tendremos nuestra noche de bodas. Ahora estoy cansado y nervioso. No te enojes, mi amor. A mi regreso, te haré la mujer más feliz del mundo.
A pesar de la dulzura de sus palabras, el semblante de Eloy la convenció de no insistir, y, más allá de la desilusión, se aferró a su promesa y mantuvo el buen ánimo. Sí, deseaba con todas sus fuerzas amar a Eloy Cáceres y alcanzar la felicidad junto a él.
A la mañana siguiente, habituada a la ayuda de Cheia, tardó en vestirse para acompañar a Eloy al puerto, y logró ponerlo de mal humor. «Primera lección, se dijo, el señor Cáceres es muy puntual.» Y aunque le pidió disculpas, Eloy se mantuvo caviloso y serio durante el viaje hasta el muelle. Al llegar y ver a un grupo de amigos que había ido a despedirlo, su talante cambió radicalmente, y Micaela se sintió aliviada. Entre la gente, descubrió a su padre, y, enseguida, le preguntó por Gastón María.
—Salió muy temprano esta mañana. Volvió a la estancia porque tenía unos asuntos pendientes. Yo creo —agregó, con una sonrisa—, que tu hermano no puede estar separado de su mujer y de su hijo mucho tiempo. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve!
«¡Ya lo creo!», acotó Micaela para sí, convencida, además, de que Gastón María sólo quería evitar a Cáceres.
Otilia se mostró más fastidiosa que de costumbre y llenó de recomendaciones a su sobrino, que las recibió pacientemente y de buen grado. Micaela sintió celos: ella sólo había demorado unos minutos en vestirse y Eloy se había enojado; Otilia, latosa como pocas, recibía sonrisas condescendientes y besos en la frente.
Nathaniel se acercó, le tomó las manos y la miró a los ojos.
—No esté triste, señora —susurró—. Verá que el tiempo pasa rápidamente y, antes de que se dé cuenta, tendremos al señor Cáceres de regreso en Buenos Aires.
—Gracias, señor Harvey. Sus palabras son un gran consuelo. Pero ahora que somos como de la familia, le pido que me llame Micaela.
—Será un honor, Micaela. Y usted, llámeme Nathaniel. Le prometo que no se sentirá sola. Iré a visitarla a diario.
—Creí que volvía a Salta. ¿Sus asuntos con los ferrocarriles no están allá ahora?
—Sí, es cierto —afirmó el inglés—, aunque tengo cuestiones muy importantes que me retendrán un buen tiempo en Buenos Aires.
—¿De qué hablaban? —quiso saber Eloy.
—El señor Har… Digo, Nathaniel estaba diciéndome que no tiene que regresar a Salta por el momento. Se quedará en Buenos Aires y será una compañía para mí. Prometió visitarme a diario, ¿no es verdad?
—Claro que sí. Puedes irte tranquilo, Eloy, yo cuidaré a tu esposa.
—No será necesario —aseguró Eloy, lacónico—. Yo he dispuesto todo para que mi esposa esté tan protegida como si yo estuviera en casa. Y ahora, si nos disculpas, Nathaniel, quiero despedirme de ella a solas.
—Sí, por supuesto.
Harvey se alejó y Cáceres lo siguió con la vista hasta que se perdió en medio del grupo. Sorprendida por la severidad de su esposo, Micaela no se atrevió a pronunciar palabra y esperó a que él comenzara. «Segunda lección, se dijo, el señor Cáceres es muy celoso.»
—Micaela, mi amor, ¿no crees que sería mejor que fueras a casa de tu padre mientras yo me ausento? Estuve pensándolo la noche entera. Creo que es lo mejor.
—De ninguna manera, Eloy. —La firmeza de su esposa lo dejó boquiabierto—. Ahora mi casa es la de la calle San Martín. No voy a moverme de ahí. Además, en el tiempo que vos no estés, quiero hacerle algunas mejoras. Ayudará a mantenerme ocupada.
Los pasajeros del paquebote comenzaron a subir. El grupo volvió a congregarse alrededor de Eloy para despedirlo, y Micaela a duras penas obtuvo un rápido beso en la mejilla.