Capítulo XXVIII
El automóvil con Ralikhanta dormido dentro se encontraba aparcado en la otra cuadra, a la sombra. Micaela propinó unos leves golpeteos al vidrio y el indio saltó en la butaca. Se acomodó la gorra y se alisó el saco y el pantalón.
—¿A la casa, señora?
—Sí, Ralikhanta, a casa.
La prudencia y discreción de su sirviente la ayudaron, y pronto se relajó en el asiento trasero del coche, donde se abandonó a pensamientos agradables y recreó sensaciones que le aceleraron la respiración. Le extrañó que Carlo no le hubiese exigido que dejase a Cáceres. Ella, por su parte, no le había preguntado acerca de la venta de los locales, ni por la nueva empresa. ¿Y lo que le dijo la mujer en el Carmesí, que Carlo iba a regresar a Napóles? ¿Qué absurda idea era ésa? ¿Sería verdad? ¿Por qué se había encontrado con Cabecita y Mudo en la puerta del burdel? «¿Qué haces aquí?», había querido saber ella. «Eso que te lo explique el Napo», había sido la respuesta. ¿La haría seguir por sus hombres? No volverían a verse en unos días y, hasta el reencuentro, viviría con la intriga.
—Disculpe, señora —interrumpió Ralikhanta—, ¿qué debo decir si la señora Cheia me pregunta? Siempre lo hace.
No tenía opción: el indio debía convertirse en su cómplice. Aunque ella no le mencionara abiertamente a su amante, Ralikhanta no tardaría en deducirlo, si no lo había hecho ya. ¿No resultaba peligroso? Después de todo, se trataba del hombre de confianza de su esposo. Decidió arriesgarse, inclinada a pensar que Ralikhanta no la delataría. ¿O sí?
—A quien te pregunte le informas que estuvimos de compras.
—No tenemos un solo paquete, señora.
Micaela se avergonzó de su torpeza.
—Bien, Ralikhanta, estuvimos en casa de la señora de Alvear.
Al llegar, mamá Cheia la recibió en el vestíbulo.
—¿Dónde te metiste todo el día? Estaba loca de preocupación. Moreschi acaba de irse hecho una furia. Te esperó un montón de tiempo. Almorzó con el señor Eloy.
—¿Eloy vino a almorzar?
—Vino a almorzar, sí, pero no probó bocado, el pobre. ¡Y yo no sabía decirle adonde te habías metido! Se supone que yo siempre sé dónde estás. ¿Dónde estuviste?
—Con Regina.
—¿Con la señora de Alvear? ¡Mentira! Después de que te fuiste, la señora envió a uno de sus sirvientes con una nota en donde te invitaba a tomar el té a su casa esta tarde.
Micaela se quedó sin palabras; un segundo después, atinó a decir:
—Nos encontramos en Harrod’s esta mañana. Me contó lo de la invitación, y decidimos pasar el día juntas.
—A mamá mona con bananas verdes, no, Micaela —sentenció la negra.
—Basta de interrogatorios. No soy una nena. Soy una mujer casada.
—Espero que no lo olvides. Anda nomás. Vos y yo vamos a hablar luego. Tu esposo te espera en el comedor. Está con el señor Harvey.
—¡Con Harvey!
—Sí —respondió Cheia—. ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso no es su mejor amigo?
—Sí, el mejor.
Se detuvo antes de entrar en la sala. Eloy y Nathaniel conversaban en voz baja.
—Buenas tardes —se anunció, desde el ingreso.
Cáceres volteó rápidamente y le echó un vistazo furibundo. Harvey, en cambio, le dispensó una reverencia y una sonrisa cordial. «Maldito embustero», pensó, mientras le devolvía el saludo. Eloy se compuso y salió a recibirla. Le besó levemente los labios y le preguntó dónde había estado con simulada apatía.
—Con Regina —mintió—. Discúlpame, no sabía que vendrías a almorzar.
—Está bien, no te preocupes. Pero me alarmé un poco cuando Moreschi me dijo que lo habías citado al mediodía.
—¡Ah, el maestro! Siempre entiende mal. Le dije que yo lo mandaba a buscar a casa de mi padre al mediodía. Pero es tan ansioso que vino por su cuenta, y, claro, no me encontró.
Eloy la contempló fijamente a los ojos. Micaela le sostuvo la mirada, y supo esconder la culpa que la embargaba. Quizá debería sincerarse con él, era un buen hombre, de espíritu noble, seguramente la entendería. ¿Por qué mentirle? «Amo a otro hombre, Eloy. Un hombre que me hace el amor como vos nunca podrías, aunque te curases.» Estas palabras serían como el golpe de gracia a un moribundo, terminarían por destruirlo, por arrasar la poca confianza que le quedaba, y lo sumirían en la desesperación o, peor aun, lo llevarían a un límite que la horrorizaba imaginar. Sus pesadillas, su comportamiento ambiguo, sus momentos de ostracismo, ¿no revelaban la debilidad de su cordura? Pobre Eloy. No, esperaría.
—¿Por qué no me traes esos documentos? —intervino Nathaniel, que no había perdido ápice de la escena—. Debo regresar a la compañía cuanto antes.
—Sí, seguro, ya te los traigo. Aunque no recuerdo dónde los puse. Vas a tener que esperar unos minutos.
Salió Cáceres, y Harvey se acercó a Micaela, con mirada picara y sonrisa burlona.
—Nunca en mi vida —empezó la joven—, había visto tanta desfachatez junta.
—Nunca en mi vida —remedó Harvey—, había visto una mujer que me excitara tanto.
—Pensé que después de lo ayer no tendría el disgusto de volver a verlo. No sea descarado. Váyase y no vuelva. O tendré que contarle la verdad a mi esposo.
—¿Por qué no lo hiciste hasta ahora? Te lo diré yo: porque sabes que no te creerá. Eloy siente por mí un agradecimiento infinito y me ha convertido casi en un dios. Por otra parte, yo esgrimiría mi conveniente versión de los hechos: me coqueteaste descaradamente para tentarme, buscando en mí lo que no encuentras en tu matrimonio. Él, mejor que nadie, sabe que no estás satisfecha como mujer y…
—¡Basta! ¡Cállese! —explotó Micaela—. Váyase de mi casa y no vuelva, o moveré cielo y tierra, haré uso de todos mis contactos e influencias para que termine tan lejos de Buenos Aires que le tomaría tres años regresar.
—¡Ey, pero si la dulce y angelical divina Four es en realidad una gatita rabiosa! ¡Ah, mucho mejor!
La sujetó por la mandíbula y le introdujo la lengua con brutalidad, como si quisiera llegarle a la garganta. Le quitaba la respiración, le imprimía los dedos sobre el rostro y la apretaba contra su cuerpo. Micaela ahogó un alarido cuando Harvey la mordió. Logró apartarlo de un empellón y corrió a protegerse detrás de la mesa. Sintió los labios enrojecidos e hinchados; la lengua le latía dolorosamente.
—No puedo creer el monstruo que es —dijo, en medio de la agitación—. ¡Cómo me engañó! Yo pensaba lo mejor de usted.
—No soy una mala persona —respondió Nathaniel, con sorna—. Aunque, como todos, soy capaz de cualquier cosa para conseguir lo que quiero. Soy capaz de lo inimaginable. En lo demás, soy bastante educado y correcto.
Regina Pacini se apersonó en la sala y observó la situación con desconfianza.
—Regina —gimoteó Micaela, y salió a recibirla, con la mano sobre la boca.
—¡Oh, pero qué agradable sorpresa, señora de Alvear! —exclamó Harvey—. Es increíble la gran amistad que se ha forjado entre ustedes en tan poco tiempo. Pensar que pasaron la mayor parte del día juntas y ahora también tomarán el té. ¡Qué notable!
Regina lo miró confundida, y, enseguida, advirtió el pellizco de Micaela.
—Se equivoca, señor Harvey, no vengo a tomar el té. Mi amiga se olvidó este paquete en mi coche y vine a devolvérselo.
—¡Oh!
—Si nos disculpa, señor Harvey —habló Micaela—, debemos retirarnos.
Tomó a su amiga del brazo y la condujo al interior de la casa. Regina pidió explicaciones, pero sólo después de atrancar la puerta de su recámara, Micaela se sintió dispuesta a hablar.
—¿Qué me decía el inglesito ese? ¿Que vos y yo pasamos el día juntas? ¿Qué te pasó en los labios? —preguntó alarmada—. No me digas que te pegó.
—No, no me pegó. —Micaela se echó en el sillón y se sostuvo la cabeza—. Trató de propasarse. Es la segunda vez que lo hace.
—¡Que qué! ¡Y me lo decís así, tan campante! Te dije que ese tipo no me gustaba. Yo olfateaba que detrás de esa traza de elegante inglés había un pillo de cuarta. ¡Ah, pero mejor que no se haya ido porque le voy a cantar las cuarenta, depravado de porquería!
—¡No, Regina! Por favor te pido, deja las cosas como están. No quiero problemas con mi esposo. Debe de estar con él ahora.
—¿El Canciller está en la casa en este momento? —Micaela asintió—. ¡Qué descarado es ese Harvey! ¡Faltarte el respeto a metros del que llama su mejor amigo! ¿No te resulta extraña la impunidad con la que actúa ese hombre? Deberías decírselo al Canciller.
—El nunca creería que fue Nathaniel quien se comportó mal, sino que fui yo quien lo provocó. A causa de su impotencia, se ha vuelto obsesivamente celoso; piensa que cada hombre que se me acerca es mi amante. No, jamás me creería.
Regina se desplomó a su lado, abrumada por la mala suerte de su amiga.
—Menos mal que te compré un regalo —dijo, y se levantó en busca de la caja—. Fue una excusa válida para encubrirte.
—Gracias —respondió Micaela, mientras lo abría—. Es muy lindo.
—Apenas lo vi dije que este sombrero estaba hecho para vos. ¿Me vas a contar qué es este asunto de que vos y yo pasamos el día juntas?
Sólo había tenido un encuentro con Varzi y la situación se complicaba minuto a minuto, como un recipiente lleno de fisuras que no alcanzaba a cubrir.
—Estuve con un hombre —confesó.
—¿Un hombre? ¿Un amante? —aventuró, y Micaela asintió—. ¿Tenés un amante? ¡Es la mejor noticia que podrías haberme dado! Quiero todos los detalles. ¿Quién es? ¿Lo conozco? ¿Es guapo? ¡Vamos, habla!
—Sí, lo conoces. Es Varzi, el hombre que me presentaste en la fiesta de mi padre.
Regina gritó, llena de satisfacción, y se proclamó la mejor celestina de Buenos Aires, sus arreglos amorosos nunca habían fallado: cinco matrimonios felices y otras tantas parejas de amantes agradecidos. ¿Cómo no conseguir algo bueno para su mejor amiga?
Micaela la dejó discurrir, convencida de que su agitación le servía para evitar una retahíla de preguntas. Cuando Regina se tranquilizó, Micaela tomó la palabra para verter la información precisa sin darle tiempo a pensar demasiado.
—Varzi es un hombre muy peculiar. Vive en San Telmo. Así es —ratificó, ante la mueca de su amiga—. Es napolitano y dueño de una empresa de exportación e importación. Por ahora, es todo lo que sé.
—Estuve haciendo averiguaciones entre mis amigas, pero ninguna ha escuchado acerca de él. Lo que puedo decirte es que todas quedaron muy impresionadas. Ese estilo mediterráneo, con ojos negros y labios carnosos, ¡ah, seduce a cualquiera!
—Como ya sabes, es conocido de mi hermano. Gastón María siempre se ha caracterizado por tener relaciones fuera de lo común, sacadas de vaya saber dónde. En fin, ésta es la situación.
—¿Así me lo decís, como si se tratara de un negocio o de un contrato con algún teatro? Contame, por amor de Dios, ¿es bueno en la cama?
—Sí, estuvo bien.
No obstante las dificultades para satisfacer la curiosidad de Regina, se mantuvo firme y no reveló sentimientos y sensaciones que pertenecían exclusivamente al mundo maravilloso que habían creado ella y Carlo.
—Contás con mí absoluta discreción —aseguró la Pacini—. Y, ciertamente —añadió—, me podes usar como excusa cuando tengas que encontrarte con él.
Carlo controló su malhumor al despedir a Micaela, incluso después, cuando el vacío que siguió casi lo impulsa a correr a su casa y raptarla.
Con motivo de un inoportuno viaje a Rosario, faltaban cuatro días para volver a verla. La nueva oficina en el puerto de esa ciudad requería su presencia sin más dilaciones, y, aunque pensó enviar a otra persona, finalmente desistió al no encontrar a la apropiada. El negocio de importación y exportación estaba en ciernes, y, si bien marchaba satisfactoriamente, requería su completa atención. Había invertido la mayor parte de su fortuna y no podía librar nada al azar.
—Te preparé la tina para que tomes un baño —dijo Frida, y lo trajo a la realidad.
—Gracias.
—Me alegro de que Marlene haya vuelto —confesó la mujer.
—Yo también.
—Aunque ahora es una mujer casada.
—No por mucho tiempo.
Antes de que Carlo entrase en su dormitorio, Frida volvió a llamarlo.
—¿Qué le digo cuando empiece a preguntarme acerca de Johann? Siempre lo hacía. No se creyó la historia de que nos conocimos en el inquilinato. ¿No sería mejor que le contases la verdad? ¿No te sentirías en paz?
—Lo único que me da paz es tenerla cerca. Si algo lo pone en riesgo, no estoy dispuesto a hacerlo.
—No la tomarás por sorpresa, algo intuye. Digo, por el asunto de Gioacchina, que no sabe que es tu hermana. ¿Nunca te pregunta?
—Sí, pero le digo que no quiero hablar de eso y ahí termina todo. Debe de pensar que es por los burdeles.
—Si verdaderamente te quiere, sabrá comprenderte.
Una hora más tarde, Carlo salió de la tina, se vistió rápidamente y se marchó al puerto. Había faltado gran parte del día y aún restaban asuntos del viaje que emprendería temprano a la mañana siguiente.
—¡Ey, Napo! Por fin viniste —lo saludó Cabecita al verlo entrar en la oficina.
—¿Llegaron los documentos para el embarque de mañana? El de maiz, me refiero.
Mudo se los alcanzó y Tuli confirmó que los había revisado. Varzi asintió, y, con una seña, les indicó a sus matones que lo acompañaran afuera.
—No vienen mañana conmigo a Rosario —les informó.
—¡Ey, por qué no! Vos nos prometiste…
—Se van a quedar porque necesito que estén a disposición de Marlene.
—¿A disposición de Marlene? —se extrañó Cabecita—. ¿Qué querés decir?
—Como siempre, la siguen a todas partes, y estén atentos por si necesita algo. En principio, que no los vea.
—Esta mañana, en la puerta del Carmesí, se sorprendió cuando me vio. Me preguntó qué hacía ahí. Me hice el otario y le dije que te preguntara a vos.
—Tenés menos sesos que una mosca —lo reprendió Carlo—. Le hubieras inventado cualquier cosa, no sé, que justo andaban por ahí. Ahora me va a preguntar, y no creo que le guste ni medio que la hago seguir.
—A mí, el que me da mala espina es el chofer —intervino Mudo—. Antes, con Pascualito, era mejor. Lo teníamos bien junado.
—Sí —ratificó Cabecita—, es más raro que Mudo sonriendo. ¡No te enojes, Mudo! Lo digo en joda.
—No tanta joda que aquí está en juego la seguridad de Marlene. ¿Por qué te da mala espina el tipo ese, Mudo?
—Es más feo que una monja con bigotes —insistió Cabecita—. Negro y petiso. ¿Y todos esos anillos y collares? Se viste más raro que no sé qué.
—La belleza o la fealdad no tienen nada que ver en esto —aseguró Carlo—. Si por eso fuera, a vos no te querría ni tu vieja. ¿Por qué no te gusta, Mudo?
—Es el hombre de confianza del bienudo. De noche, lo lleva y lo trae a todas partes, al Club del Progreso, al Jockey y, en especial, a la casa del amigote. Ahí va, por lo menos, tres veces por semana.
—¿Qué amigote? —se interesó Carlo.
—Nathaniel Harvey. Es inglés y trabaja en los ferrocarriles. No sé más.
—Vive a unas diez cuadras de lo del bienudo —añadió Cabecita—. Va seguido a su casa, aunque él no esté.
—¿Qué me querés decir? —se inquietó Carlo—. ¿Que va a ver a Marlene? —Los matones se miraron y no aventuraron respuesta—. Ahora, más que antes, tienen que vigilarla el día entero, sin confiarse de nadie.
Cabecita volvió a la oficina, y Mudo y Varzi caminaron hacia el muelle.
—¿Qué te anda dando vueltas por la cabeza? Dale, te conozco —lo instó Carlo—. Desembucha.
—¿Estás seguro de volver a meterte con Marlene? No saliste bien parado la otra vez. Ahora está casoriada, y nada menos que con el Canciller de la Nación. Si el bienudo se entera, te va a hacer la vida imposible, más ahora que estás en este negocio. Te puede arruinar.
—No me importa. Asumo los riesgos.
—¡Ah, mierda, estás metido hasta el caracú!
Eloy se malhumoró al notar a Micaela tan mal predispuesta durante la cena, con escasa voluntad de cambiar sus monosílabos por frases más sustanciosas, ni de dignarse a mirarlo cuando él, con mucha ansiedad, le clavaba los ojos y admiraba su belleza. Después de la comida, no accedió a compartir un coñac en la sala, e invocó cansancio para marcharse a su recámara con un «buenas noches» por toda despedida. Molesto en un principio, Cáceres se declaró culpable luego de reflexionar; hasta su rabia inicial se tornó en agradecimiento y devoción al comprender el sacrificio que significaba para su esposa la unión con un hombre que, no sólo la humillaba como mujer, sino que le prestaba casi la misma atención que a la servidumbre.
Apoyó la copa con brutalidad sobre el escritorio. Lo que había comenzado como un negocio se había convertido en un sentimiento noble y profundo. «Después de todo, se dijo, aún puedo sentir cosas buenas, como cualquier persona normal.» La conveniencia de su matrimonio con la hija del senador Urtiaga Four se desvaneció, y el amor le brindó una esperanza al descubrir en Micaela a la única persona capaz de borrarle sus traumas. Sí, se los borraría cuando le dijera que lo amaba, que nunca había sido de otro, que se conservaba pura y virgen para recibirlo.
Recuerdos de otra índole acudieron, y lo abrumaron la vergüenza y la culpa, sensaciones que le provocaban ganas de morir. Micaela ocupó de nuevo sus pensamientos y convirtió en luz lo que hasta un segundo atrás había sido oscuridad. Se aferraría a ella, procuraría hacerla feliz para no perderla. ¿Perderla? La idea lo inquietó, y lo llevó a preguntarse dónde había estado toda la mañana y las primeras horas de la tarde. ¿Con la Pacini? No le gustaba la Pacini. Admitió, lleno de celos, la pasión que su esposa despertaba en los hombres, hombres capaces de hacerla gozar, hombres de verdad. No volvería a dejarla sola con Harvey, había visto cómo la devoraba con la mirada. La tentaría con su flirteo, él lo sabía bien, y la mancillaría. Aunque no, Micaela jamás lo traicionaría, le había dado su palabra. Ella no era como otras, ni como su madre ni como Fanny Sharpe; Micaela era única, y le pertenecía.
Dejó su estudio, ansioso por verla.
No podía quitarse a Carlo de la mente. Intentó dormir, pero el recuerdo de sus caricias en todo el cuerpo y de su olor de hombre excitado la transportaban a la habitación de San Telmo, donde la magia del erotismo y la pasión del amor le habían demostrado que aún podía ser dichosa, que aún estaba viva.
—¿Puedo pasar?
La voz de su esposo la sobresaltó, y precisó unos instantes para responder que sí. Cáceres entró arrastrando aquello que representaba el dolor y la frustración.
—¿Dormías?
—No, pasa.
Micaela dejó la cama y rápidamente se cubrió con el déshabillé, sin dejar de notar la mirada encendida de su esposo.
—No podía dormir —comentó Cáceres.
—Yo tampoco. Siempre estoy un poco nerviosa los días previos a una función.
—Nadie lo diría al verte tan segura en el escenario. Me comentó el doctor Paz que sos La Reina de la noche más increíble que haya escuchado. La próxima velada voy a verte. Es imperdonable que aún no lo haya hecho. Le voy a pedir a tu padre que me permita compartir el palco. Si querés, llevamos a Cheia.
—Mamá Cheia fue la noche del estreno. Mi padre y Otilia también.
—Veo que solamente falto yo.
Micaela lo contempló desorientada, sin comprender de dónde venía ese repentino interés ni, lo que era peor, hacia dónde iba.
—Me alegraría mucho verte mañana entre el público.
—Micaela, mi amor. —La tomó por los hombros y la besó en el cuello—. ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿Cómo pude descuidarte tanto? ¿Vas a perdonarme? Decime que me perdonás, que todo vuelve a empezar entre nosotros. Quiero pasar más tiempo con vos. Prometo cenar todas las noches en casa y no faltar tanto. Te necesito, mi amor, te necesito.
Volvió a besarla, dominado por una pasión que lo sorprendió, un sentimiento nuevo que no había experimentado ni siquiera con Fanny Sharpe.
Entre la confusión y el asco, Micaela se lo quitó de encima, y, mientras se alejaba de él, se secó los labios con la manga. El arrebato de Eloy, inopinado y extemporáneo, la había sacado de contexto, sin permitirle medir las consecuencias de su rechazo, que apreció segundos más tarde cuando la cara de su esposo se tiñó de un rojo furioso.
—¡Micaela, por Dios! ¿Qué te pasa? Te alejas de mí como si fuera un extraño, te limpias la boca como si te diera asco.
Juzgó la situación difícil y comprometida, y se convenció de que sólo podría resolverla si confesaba la verdad y ponía fin a la gran farsa que era su matrimonio. El corazón le latía con fuerza; se sentía capaz de enfrentar a un ejército. Eloy se desplomó en el sillón y rompió a llorar. La valentía y la decisión de ella desaparecieron sin dejar rastro, y lástima fue lo único que quedó. Se acercó a su esposo y lo miró con ternura. Eloy levantó la vista y le suplicó que lo abrazara. Micaela lo instó a calmarse.
—No puedo perderte. Me perteneces, estamos unidos.
—Eloy, ¿qué voy a hacer con vos? No quiero lastimarte, pero no te comprendo. Mejor dicho, no dejas que te comprenda. Tantas veces propicié un acercamiento, tantas veces quise que conversáramos, y vos nunca estabas para mí. Tu trabajo, tus reuniones políticas, tus amigos, todo estaba antes que yo.
—Te perdí, lo sé. Hablas como si todo hubiese terminado. Quisiera morir. No soy un hombre, no sé lo que soy. Hay tantas cosas de mí que no sabes, mi amor. Cosas que me avergüenzan y me alejan de vos. Pero estoy dispuesto a luchar, a reconquistarte.
Aunque se debatió entre la verdad y la mentira, Micaela no volvió a experimentar esa fuerza extraordinaria del primer momento, y el deber y la culpa, jugando su parte, terminaron por convencerla de la crueldad de hablar en semejante situación. Propuso, entonces, regresar a la cama e intentar dormir, pero Eloy le pidió un momento más. Se quedó silencioso, abrazado a ella.
—¿Ya visitaste al doctor Charcot? —preguntó la joven, y buscó apartarse de él.
—¿Al doctor Charcot? Sí, claro, justamente mañana lo voy a ver.
—Esa es una buena noticia.
Habría comentado algo más, pero calló, temerosa de provocar la ira de su esposo.
—Ya verás que todo se soluciona —aseguró Eloy, antes de despedirse—. Podremos ser felices juntos.