Capítulo XIII
Micaela durmió de a ratos y muy sobresaltada. De todas formas, y a pesar de que habría preferido el silencio, se levantó temprano y decidió desayunar con su padre. Otilia, por suerte, acostumbraba hacerlo en la cama.
Mamá Cheia no apareció para ayudarla a cambiarse y a peinarse, y le resultó extraño. Al llegar al comedor, la aguardaba una sorpresa: Gastón María conversaba afablemente con su padre y con la nana.
—Ahora entiendo por qué no fuiste a mi cuarto esta mañana —dijo Micaela—. Tu hijo pródigo llegó y te olvidaste de tu hija más fiel.
Cheia sonrió complacida. Gastón María se aproximó para recibirla. Los hermanos se abrazaron con efusividad e intercambiaron palabras amables. Micaela le preguntó cuándo había regresado.
—Ayer por la tarde. Vos no estabas. Me dijeron que habías salido con Moreschi.
Micaela farfulló unas palabras y tomó asiento a la mesa.
—Buenos días, papá —saludó.
Rafael deseó que Micaela, al igual que había hecho con Cheia y con Gastón, le diera un beso. Pese a los meses transcurridos, continuaba fría y distante. No sabía cómo acercársele, ni cómo lograr su perdón.
A poco, se les unió Alessandro Moreschi que pidió disculpas por la demora. Rafael se mostró amable con él y ordenó a la doméstica que de inmediato le sirviera el desayuno.
Gastón María comentó acerca de su viaje, y Micaela, a sabiendas de que su hermano no relataría nada interesante, se ensimismó en sus cuestiones. Lo primero que le vino a la mente fue el acierto de la noche anterior de haberle pedido a Varzi que no le hiciera daño. Tenía la convicción de que, mientras ella cumpliera el trato, Varzi haría lo propio.
Micaela y el maestro Moreschi pasaron el resto de la mañana en la sala de música, atrapados por arias y ejercitaciones. En un intervalo, Alessandro le expuso su idea de cantar en el Colón junto a la compañía lírica de Mancinelli. Micaela se mostró intransigente, y le confesó que, si no fuera por el trato con Varzi, ya habría vuelto a París. Le aseguró que el recuerdo de Marlene ya no la atormentaba como antes y que estaba lista para regresar.
—No te pido que te quedes a vivir en Buenos Aires y que no regreses a Europa. Jamás te lo pediría. Pero tienes la gran oportunidad de cantar en un excelente teatro. Lo conocí días atrás y es fantástico. Me atrevería a decir que tiene la mejor acústica de todos los teatros que conozco. —Micaela se sorprendió—. Sí, estoy seguro —ratificó Alessandro—. Además, no puedes desairar de esa forma a tus compatriotas. Has estado en Buenos Aires por más de tres meses y ni siquiera has cantado para tus parientes. Se dice que sos una engreída y vanidosa que sólo canta para los europeos.
—¡No es cierto! —exclamó—. Si no he cantado, ha sido porque no he tenido ánimo suficiente. Jamás se me pasó por la mente despreciar a mis compatriotas.
En realidad, Micaela había previsto la posibilidad de que se dijera tal cosa. No la tomó desprevenida, aunque sí le molestó que interpretaran su comportamiento con tanta malicia.
—Se ve que los porteños son muy susceptibles. Te quieren en su teatro nuevo. Además, no es bueno que se formen una imagen tan errónea de ti. Ya demasiado con que en Europa tus colegas te consideren una obsesiva con el trabajo y una tirana autoritaria.
—¡Oh, vaya, muchas gracias! —dijo Micaela, ofendida.
El maestro y su discípula continuaron debatiendo acerca de los pro y los contra de una temporada en Buenos Aires. Finalmente, y persuadida por los mil y un recursos de Moreschi, Micaela aceptó, aunque puso una serie de reparos que, Alessandro estuvo seguro, Mancinelli no dudaría en aceptar con tal de tener a la divina Four entre sus huestes.
Ilusionados con el nuevo proyecto, tuvieron la intención de comer algo rápido al mediodía y proseguir con los ejercicios, pero Cheia les comunicó que el señor Urtiaga Four deseaba que almorzaran con él.
—Últimamente, usted, maestro, y mi hija ensayan durante todo el día —comentó Otilia—. ¿Están preparando alguna ópera?
Micaela le clavó la mirada y tuvo deseos de arrojarle la copa de vino a la cara. De todo, lo que más le molestó fue lo de «mi hija».
—Sí, señora —respondió Moreschi—. Disculpe si con nuestras prácticas la hemos molestado.
—¡No, qué va, hombre! —interrumpió Rafael—. Mi hija y usted tienen amplia libertad para hacer lo que quieran. Ésta es mi casa: yo decido.
Micaela, satisfecha con la intervención de su padre, le comentó que un amigo de su maestro, Luigi Mancinelli, dueño de una compañía lírica de gira por Sudamérica, le había ofrecido un contrato para cantar en el Colón en los próximos meses y que había aceptado. Rafael se alegró sinceramente, no sólo porque luciría a su hija en el teatro más importante de la ciudad, sino porque Micaela se había mostrado abierta y comunicativa.
—Tenía entendido que no querías cantar en Buenos Aires —dijo Gastón María.
—Al principio sí, pero ahora tengo muchos deseos de hacerlo.
Rafael se puso de pie y, copa en alto, propuso un brindis por el éxito de su hija. Después, se le acercó y, sin importarle si lo deseara o no, la besó en la frente. Micaela se turbó y quedó sin palabras por un buen rato.
—¡Hay que festejarlo! —propuso Gastón María—. ¡Hagamos una fiesta!
—¡Sí! —apoyó Rafael—. Y que mi hija tan querida cante para todos.
El resto del almuerzo se destinó a planear los aspectos más importantes de la fiesta que, según Otilia, sería el acontecimiento social del año.
Esa noche, Micaela no tenía que marcharse furtivamente de la mansión. Cenó tranquila con su familia y compartió con ellos un momento en el fumoir. Gastón María y Moreschi jugaban a las cartas, Cheia cosía apartada del resto, su padre leía La Prensa, y Otilia El Hogar, su revista semanal de chismes sociales.
La copita de coñac que había tomado y la música suave que sonaba en el fonógrafo la aletargaron. Cerró los ojos y se preguntó qué estaría haciendo Varzi. Quizá, bailaba el tango con alguna de las muchachas, porque ella no le creía que sólo lo hacía con una, la que era su mujer. De seguro, debía de tener una amante en cada esquina.
Volvió a la realidad atraída por las quejas de Otilia que despotricaba contra su esposo porque leía el diario y no le prestaba atención. El hombre no se molestó siquiera en mirarla. En cambio, comentó una noticia que lo había impresionado.
—¡Otra vez ese asesino del infierno! Ese que llaman el «mocha lenguas». Micaela se incorporó sobresaltada.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó Gastón María—. ¿Todavía sigue suelto?
—Anoche asesinó a otra prostituta —anunció su padre.
—¡Rafael, por favor! —saltó Otilia—. ¡No mencione esa palabra!
—¿Y qué quiere que diga? Si asesinó a una prostituta, asesinó a una prostituta. Hace tiempo soportamos a ese ser despreciable que mataba niños —agregó Urtiaga Four—. Ahora, esto.
—¿Quién mataba niños? —quiso saber Micaela.
Rafael le relató acerca del adolescente que, dos años atrás, había asesinado a tres niños, quizá a cuatro, además de atacar a varios otros. Por su aspecto simiesco y sus enormes orejas, lo llamaban el «Petiso Orejudo», aunque su verdadero nombre era Cayetano Santos Godino. El muchacho había confesado descaradamente sus crímenes y, para esa época, debía de continuar recluido en un hospicio para locos. Rafael evitó los detalles morbosos de los asesinatos para no impresionarla aun más.
—Como ves, Micaela —volvió Otilia—, en esta ciudad no tenemos respiro. No terminamos de deshacernos de ese hombrecillo despreciable, que ya aparece otro alienado que mata mujerzuelas. Aunque, visto desde una óptica más positiva —agregó—, quizá el tal «mocha lenguas» libere a esta ciudad de semejante gentuza, mujeres de mala vida, discípulas del demonio.
Todos la miraron con manifiesta reprobación. Micaela, por su parte, se levantó y se fue.
Al día siguiente, aprovechó para conversar con su hermano. Se esmeró en aconsejarlo con firmeza, sin perder la dulzura y el buen trato, segura de que si lo atacaba, lo alejaría y resultaría peor. Pero sólo obtuvo risotadas y bromas que, por poco, le causan un ataque de furia.
La organización de la fiesta mantuvo a la familia bastante ajetreada. Gastón María prestaba más ánimo que colaboración, y, así y todo, se encargó de imprimir las invitaciones y otras cuestiones menores. Micaela y Moreschi se concentraron en el motivo principal de la velada: las arias que entonaría. Mancinelli, eufórico por contar a la divina Four entre los de su compañía, se comprometió en ayudar. Así, prestó consentimiento para que su mejor mezzosoprano acompañase a Micaela en un dueto.
Además de una selección muy cuidadosa, se acordó que entonaría algunas partes, las más importantes, de la próxima ópera que interpretaría en el Colón en el mes de septiembre: Lakmé, de Leo Delibes, una de las composiciones favoritas de la soprano que hacía tiempo deseaba cantar. Y, a pesar de que no la tenía entre sus planes, Mancinelli aceptó sin vacilar, y se abocó de inmediato a los arreglos necesarios de escenografía, vestuario y partituras.
Micaela sentía especial interés por esa ópera. El aria del segundo acto, Où va la reúne Hindote —«Adonde va la joven hindú», en francés—, también conocida como «de las campanitas», se consideraba pieza obligada del repertorio de toda soprano, muy conocida por incluir un tema que alcanza el fa sobreagudo. No obstante la dificultad y el esfuerzo que representaba, Moreschi no tenía dudas de que su discípula la interpretaría mejor que nadie.
En la perspectiva de la gran velada, la dualidad de Micaela recrudeció: por una lado, era «la» soprano, aclamada por reyes y aristócratas europeos; por el otro, una cantante de tangos, admirada por putas y malevos. El contraste no podía ser mayor.
Esa tarde preparó la comedia de siempre con ayuda de Moreschi y Cheia, y se marchó al muladar de Varzi. En la puerta, la esperaban Cabecita y Mudo. El primero, siempre afectuoso, le dio la bienvenida. Mudo, impertérrito y silencioso como de costumbre, la miró con respeto y la acompañó hasta la planta alta. Antes de subir, Cacciaguida y los músicos se le acercaron y, después de saludarla calurosamente, la consultaron acerca de las canciones que interpretaría esa noche. En el camerino, Tuli la recibió con aplausos y loas, la abrazó, la besó y le dijo que la había extrañado esos días. Algunas de las muchachas la saludaron, incluso le sonrieron. Pero Varzi no apareció, y, orgullosa de que personas ajenas a su círculo se sintiesen cómodas y felices con ella, le habría gustado que el cafiolo presenciara las muestras de cariño que había recibido. En cierta forma, le gustaba estar allí y ser la estrella.
Después de un rato con la orquesta, Micaela subió para arreglarse. En el camerino, las muchachas comentaban muy preocupadas el último crimen del «mocha lenguas».
—No se calienten, chicas —dijo Edelmira, la veterana—. A nosotras no nos va a pasar nada. El Napo nos cuida bien.
Las demás adhirieron, y Micaela se asombró del respeto y cariño que las mujeres le profesaban al cafishio que las manejaba, cuando había creído que lo odiarían. Pues todo lo contrario: lo adoraban y, con seguridad, habrían dado cualquier cosa por bailar el tango con él y soportar las consecuencias que eso traía aparejado.
—¿Qué le pasa a la Polaquita? —preguntó Tuli al ver a una de las chicas, usualmente afable y alegre, en un rincón, muy triste.
—¡Yo se lo alvertí! —proclamó Edelmira—. ¿No cierto que yo te alvertí, Polaquita? ¿No cierto?
La muchachita, una joven de no más de dieciséis años, rubia y de ojos claros, aunque de facciones toscas, levantó la mirada llorosa y no respondió.
—¿Y qué es lo que le pasa? Si se puede saber —insistió Tuli.
—¡La muy tonta se enamoró de un cliente!
Al escuchar la confesión, las prostitutas hablaron al unísono, y Tuli las acalló.
—¿De quién te enamoraste, Polaca?
—¿Y de quién va a ser? —se adelantó Edelmira—. Del buen mozazo de Urtiaga Four.
Al escuchar el nombre de su hermano, Micaela se pasmó.
—Y como Varzi lo tiene amenazado de muerte, el muy calavera no aparece por aquí ni en figuritas. ¡Y ahí la tenés a la papirusa hecha un trapo!
Otra de las mujeres preguntó el motivo de la amenaza que pesaba sobre Urtiaga Four.
—Dicen que… —comenzó Edelmira, pero Cabecita, al entrar en el camerino y vociferar que se apresuraran, interrumpió la confidencia que Micaela tanto ansiaba conocer.
Las prostitutas terminaron de acicalarse y se marcharon, dejándola sumida en la mayor desazón, y, aunque intentó indagar a Tuli acerca del enamorado de Polaquita, el manflorón no supo o no quiso decirle nada.
Dejó el camerino y marchó a la planta baja. En el corredor, vio entrar a Polaquita en una de las habitaciones con un hombre por detrás. No obstante los besos y caricias que le prodigaba el parroquiano, la joven seguía triste y ajena. Se le arrebujó el corazón al pensar que su hermano, en su inconsciencia y desamor, produjera tanto daño. Se compadeció de la muchacha, convencida de que nada podía hacer por ella.
La tranquilizó la ausencia de Varzi. Después de la escena en el automóvil, no tenía ganas de cruzárselo. Avergonzada y colérica como estaba, reaccionaría mal si volvía a propasarse. Cantó ante un gran auditorio. A medida que transcurría el tiempo, adquiría mayor destreza y seguridad; su voz se tornaba más cadenciosa y arrabalera, y su actuación enardecía a los hombres. Antes de interpretar el último tango, Varzi ya estaba aguardándola. Lo miró furiosa; el hombre, en cambio, se tincó el ala del sombrero y le devolvió una sonrisa.
A pesar de que habían dispuesto interpretar Flor de fango, Micaela se volvió a la orquesta y le pidió que ejecutara una melodía nueva que apenas habían ensayado. Cacciaguida y los músicos la miraron confundidos y, tras deliberar unos segundos, comenzaron a tocar. Micaela fulminó de un vistazo a Carlo Varzi y, con sonrisa provocadora y desdeñosa, cantó haciendo referencia a un cafishio con chambergo que, apurado, se dirigía al café que frecuentaba su querida Sonia.
Al terminar el tango, Varzi apagó el cigarrillo, se acercó al escenario y le tendió la mano para ayudarla a bajar. Exaltado por esta muestra de galantería, el público pidió a gritos que bailaran. Un cliente le ordenó a Cacciaguida que tocara El sanducero y otro arrinconó a los hombres y rameras para dejar suficiente espacio.
—Ya ves, Marlene —empezó Carlo—. Solamente vine a ayudarte a bajar del escenario y todos nos piden que bailemos. No nos queda otra.
Micaela aceptó la mano y bajó, consciente de que lo había desafiado con su canto y de que tenía que atenerse a las consecuencias. Enseguida, Varzi la tomó por la cintura y la sostuvo así unos instantes.
—Lamento mucho la imagen que das a estas personas —manifestó—. Están seguros de que vos y yo gozamos juntos en la cama.
El comentario la sofocó y sintió que las mejillas se le arrebataban. Trato de quitárselo de encima, pero le resultó imposible. Bajó la vista y escondió las lágrimas de la impotencia. Varzi le levantó el mentón con suavidad. No quería mostrarse quebrada, y lo enfrentó, a pesar de los ojos húmedos y el gesto alterado y, segura de que se reiría de ella, se extrañó al encontrar piedad en su mirada. Carlo sacó un pañuelo y le secó las mejillas y los ojos.
—Vení, Marlene, vamos a bailar —susurró.
El público, mudo de asombro y en vilo, prorrumpió en aplausos cuando al fin la pareja avanzó hacia el centro de la pista. Cacciaguida dio la orden y la orquesta comenzó con El sanducero.
Micaela, agobiada, harta de tanto resistir, se aferró a la espalda de Varzi y apoyó su pecho sobre el de él. El cuerpo se le aletargó, mientras sus piernas, ajenas y desmembradas, respondieron con agilidad a las exigencias de su compañero e iniciaron una serie de quebradas, corridas, medias lunas, paradas y ochos, que la precipitaron en un vértigo imposible de controlar. Ella no dominaba, Varzi lo hacía. Los tangos continuaron sonando y siguió bailando a la espera de que su dueño se aburriera y la dejara en libertad, de que saciara su antojo y la botara como basura.
Las parejas danzaban a su alrededor; algunos clientes jugaban en las mesas y, cada tanto, lanzaban carcajadas o anatemas; descollaban el brillo de las lentejuelas y las plumas de las boas, las caras pintarrajeadas de las prostitutas y Tuli disfrazado de mujer. Contempló el entorno, rutilante y sórdido, y luego a Varzi. Una profunda tristeza se apoderó de ella y necesitó abrazarse a él con fervor. Intentó en vano continuar con el tango, pero las lágrimas volvieron a mojarle las mejillas y sus piernas perdieron rapidez como si se les hubiese acabado la cuerda.
Carlo se detuvo, la separó de su pecho y la observó un rato antes de tomarla por la cintura y acompañarla al pie de la escalera. Tuli, siempre pendiente, se acercó.
—Llevala arriba, Tuli —ordenó Varzi—. Marlene no se siente bien.
Micaela subió las escaleras llorando y sintió la firmeza de Tuli que la guió hasta arriba y la ayudó a ponerse cómoda en el camerino. Llamaron a la puerta. Uno de los mozos, cumpliendo una orden del jefe, le traía una copa de vino tibio con azúcar.
—Te la manda el Napo —dijo Tuli—. Para que te animes —intuyó.
—O para envenenarme —agregó Micaela, y siguió llorando.
—¡Cómo se te ocurre semejante cosa! —se escandalizó—. ¿Cuándo el Napo le iba a mandar a alguien una copa de vino? ¿No te das cuenta de que está loquito por vos?
Micaela habría querido sacar a Tuli de su error y decirle que ella y Varzi no eran amantes, sino socios en un acuerdo macabro e insólito que se había visto obligada a aceptar para salvarle la vida a su hermano. Que Varzi no estaba loquito por ella, ni mucho menos; que la obligaba a bailar y le mandaba una copa de vino porque… Bueno… Porque… Jamás entendería la mente tortuosa de ese hombre.
Terminó de cambiarse y bajó al salón, donde la esperaba Mudo para acompañarla hasta la salida. Buscó a Varzi con desesperación entre la gente y lo encontró bailando con Mabel, la chica nueva.
Carlo se acordó de Johann y sintió vergüenza, seguro de que el alemán se habría desilusionado al ver lo que había hecho con su vida, en qué la había convertido.
—Carlo Varzi —dijo en voz alta—. Proxeneta, dueño de burdeles y garitos, y cuchillero de profesión.
Lanzó una risotada hueca y se dejó caer en el diván. Intentó buscar excusas. Todo lo había hecho por Gioacchina; por ella había asumido un destino vacío, carente de sentimientos verdaderos, lleno de mentiras y bajezas. Se había creído capaz de soportar lo más denigrante si lograba salvarla y redimirla. Y ahora, Gioacchina se encontraba prácticamente arruinada, con el corazón destrozado, lo mismo que él. Había inmolado su vida en vano. El dinero y el poder, conseguidos a fuerza de sacrificar creencias y principios, ya perdidos y olvidados, se esfumaban y no servían de nada frente a la realidad. El presente lo abrumaba y le hacía perder el rumbo.
—Marlene… —susurró—. ¡Maldita Marlene! —gritó después—. ¡Maldita!
Esa noche, aunque quebrada y humillada, lo había mirado con dignidad. Sus ojos llorosos y su gesto doliente no habían bastado para ocultar el odio que le profesaba. Se preguntó cómo haría esa mujer para dominar cada situación por más compleja o burda que fuera. No recordaba una vez que no se hubiese sentido derrotado frente a ella. Y por más que la divina Four cantara tangos en un burdel, no parecía mancillarse, es más, parecía enaltecerse.
—¡Mierda! —explotó.
Se levantó y se sirvió una ginebra que tomó de un trago. Alguien llamó a la puerta. Era Mabel. La miró de arriba abajo con una mezcla de displicencia y curiosidad. La joven sonreía, nerviosa. Le habían hablado tanto de ese hombre y sus cualidades en la cama que no iba a dejar pasar la oportunidad; después de haber bailado el tango con él, se disponía a recoger el premio.
—Entra —dijo Carlo, y cerró de un portazo.