UN HOMBRE DE OTRO TIEMPO

Su mirada se detuvo en un viejo flaquísimo. Su pelo era blanco, tenía una nariz aguileña y muy afilada, los ojitos sobre los costados de una cabeza angosta le conferían algo de pájaro, de angustiado pájaro que ha perdido algo. Su cuello era exageradamente largo, con una nuez que sobresalía. En la comisura de los labios, como un cigarrillo apagado, usaba un escarbadiente que movía cada cierto tiempo, cambiándolo de lugar. Miraba hacia la calle como esperando algo, como si estuviera en la mesa de un café ferroviario y de un momento a otro debiera llegar una persona ansiosamente aguardada. Su cara denotaba esa anhelante inquietud, pero los labios estirados hacia abajo en los extremos mostraban con amargura que esa espera era con casi seguridad inútil. No había ninguna duda: aquel hombre era Humberto J. D’Arcangelo, conocido entre la gente de su época por Tito. Le faltaba la CRÍTICA arrollada bajo su brazo. Y faltaba Chichín, limpiando los vasos y recitando, a su pedido, la formación del Boca Juniors de 1915. Desde una mesa cercana le preguntaron, en voz alta:

—Y usted, don Humberto, qué opina.

—Lo qué? —respondió D’Arcangelo de mala gana.

—De eso que dijo Armando a la televisión.

Volvió a medias su cabeza afilada.

—Lo qué? De Armando?

Sí, eso es, de las declaraciones de Alberto J. Armando.

Los consideró un instante, y todos permanecieron en silencio, como ante un juez implacable pero justo. Tito no respondió nada, volvió a mirar hacia la calle Pinzón y se hundió de nuevo en aquel universo solitario, mientras uno de los que habían solicitado su veredicto (el rengo Acuña? Loiácono?) comentaba, con acento de triunfo: «Viste? Viste?» En qué pensaría? Sin duda, el viejo habría muerto. Lo veía (lo imaginaba) sentado a la puerta del conventillo, sobre su sillita de paja, con su bastón de palo nudoso, con su galerita raída y verdosa, murmurando «eh, sí», meneando la cabeza como si comentara con su gesto algo nostálgico a un interlocutor invisible. «Así eran las cosas.» Qué cosas? Pocas, siempre las mismas: aquel mar que contemplaba desde lo alto de la montaña, con su flauta en la mano, aquellas navidades con nieve, aquellos pastores tocando las gaitas. Lo veía a Tito, tomando mate a su lado, preguntándole entre irónico y cariñoso, qué cantaban los pastores.

Y el viejo, cerrando los ojos, con una sonrisa recatada y vergonzosa, canturreaba:

La notte de Natale

é una festa principale

que nasció nostro Signore

a una povera mangiatura.

Eso es lo que cantaban, eh sí… Y había mucha nieve, viejo? Eh, sí… la nieve… Y se quedaba meditando en la tierra fabulosa, mientras Tito le guiñaba un ojo a Martín y le sonreía con una expresión de pena velada por el pudor y una melancólica ironía:

—Viste, pibe? Siempre la misma historia. No piensa a otra cosa. Siempre el pueblito. Si yo tendría guita…

Y ahora seguramente había muerto. Un furgón de la municipalidad habría venido a llevar su pequeño cadáver, acompañado por Tito hasta un anónimo y numerado depósito de la Chacarita, para pudrirse entre bloques de cemento. No en la tierra de su aldea remota, frente al mar Jónico de sus antepasados, sino ahí, en el cuarto subsuelo de un cementerio de cemento y de nichos numerados.

Bruno volvió a mirar a D’Arcangelo, a escrutar en su rostro aquel anhelo de absoluto, aquella mezcla de candoroso escepticismo y de bondad, aquel no entender de un mundo cada día más caótico y enloquecido; un mundo en que los jugadores de fútbol no luchaban más por el amor a su camiseta sino por dinero; en que Chichín ya no servía el vermú con fernet o con bitter, en que el viejo Boca era apenas un doliente recuerdo. Un mundo en que aquel tierno conventillo con gallinas y caballos habría sido dividido en calabozos de chapa y cemento sin lugar para la vieja victoria derrengada. Tal vez en su cuartito subsistía la bandera del Boca de antes, y aquella fotografía de Tesorieri dedicada y aquel fonógrafo. Pero seguramente esos tesoros sobrevivían tan tristemente como su propio dueño, en una pieza en que ya no se oía el cacareo de las gallinas al amanecer, ni aquella fragancia de la glicina mezclada al olor de la bosta.

Salió y caminó por las calles que también se habían transformado.

Aquel terraplén, aquellas casas con reja y zaguán, dónde estaban?

Humildes versos de poetas de barrio acudían a su espíritu:

Borró el asfalto de una manotada

la vieja barriada

que me vio nacer.

Nada permanecía en la ciudad fantasma, levantada sobre el desierto: volvía a ser otro desierto, de casi nueve millones que no sentían nada detrás, que ni siquiera disponían de ese simulacro de la eternidad que en otras naciones eran los monumentos de piedra de su pasado. Nada.

Caminó sin rumbo.

Abbadón el exterminador
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