NUNCA LO HABÍA VISTO
pero sin duda era él, lo habría reconocido entre miles, no sólo por sus fotografías sino porque su corazón golpeó con violencia cuando lo divisó, en aquel rincón del café, como si entre él y Sabato existiera una silenciosa y secreta señal que podía establecer ese reconocimiento en cualquier lugar del mundo, entre millones de personas. Repentinamente avergonzado por la sola posibilidad de ser reconocido por él, Martín se ocultó tras el diario que acababa de comprar. Pero a cada momento, como quien está cometiendo un acto prohibido y terrible, lo espiaba.
Trataba de descubrir la raíz de ese sentimiento, pero le resultaba difícil, como si tuviese que leer las palabras de una carta de tremenda trascendencia pero casi ininteligible por la falta de luz y por una ambigüedad en los trazos que tal vez fuera consecuencia del desgaste, del ajamiento del papel, del tiempo. Intensamente trataba de definir ese sentimiento indefinible, hasta que pensó que acaso fuera semejante al de un muchacho que después de un viaje por países remotos observase el rostro de alguien del que se dice que es su padre, pero al que nunca antes ha visto en su vida.
Trataba de descubrir lo que había debajo de aquella máscara de huesos y cansada carne, porque Bruno le decía qué no bastan los huesos y la carne para construir un rostro, que es algo infinitamente menos físico que el resto del cuerpo, ya que está calificado por ese conjunto de sutiles atributos con que el alma se manifiesta o trata de manifestarse a través de la carne. Motivo por el cual, pensaba Bruno, en el instante mismo en que alguien se muere su cuerpo se transforma en algo misteriosamente distinto, tan distinto como para que podamos decir «no parece la misma persona», no obstante tener los mismos huesos y la misma materia de un segundo antes, un segundo antes de ese momento en que el alma se retira del cuerpo y en que éste queda tan muerto como una casa cuando se han ido para siempre (retirando sus cosas tan personales) los seres que la habitaron y que allí sufrieron y amaron.
Sí, pensaba Martín: las sutilezas de los labios, las pequeñas arrugas en torno de los ojos, esas imprecisas imágenes de los habitantes interiores, esos desconocidos que se asoman a las ventanas de los ojos, de modo ambiguo y fugitivo y casi traslúcido: las figuras de los fantasmas interiores.
Era arduo, era casi imposible descubrir todo eso desde lejos.
Y así, aquel hombre, aquel rostro, se le aparecía apenas como el rumor de una lejana conversación, que sabemos importantísima y que ansiosamente querríamos descifrar.
Soy un huérfano, se dijo Martín, con tristeza, y sin saber por qué.