IBA POR CORRIENTES
cuando vio venir a Astor Piazzolla. Y se disponía a conversar con él cuando advirtió que se equivocaba: era una especie de caricatura. El hombre se detuvo sorprendido, mientras S. se alejaba avergonzado. Dobló en la primera esquina, como huyendo. Estaba en la calle Suipacha. Se quedó un momento simulando mirar una vidriera, y cuando se tranquilizó buscó un café para tomar algo. Precisamente estaba al lado del TÍO CARLOS. No estaba Kuhn en la caja, así que buscó una mesita cualquiera, en momentos en que vio a Piazzolla que le sonreía.
—Qué, mi barba te asusta? —preguntó Astor.
—No, no es eso.
—A vos te pasa algo.
Vaciló en contarle lo que acababa de sucederle, hasta que se lo contó, con una agitación que Astor no podía justificar.
—Es una simple casualidad, hombre —le comentaba.
S. lo miró con irritación.
—En una ciudad de casi nueve millones?
Luego Astor le habló de un proyecto de hacer con él una misa porteña.
—Cómo? —preguntó S. abstraído.
—Una misa. Una misa de Buenos Aires.
Andaba muy mal de salud, muy nervioso. Ya vería. En seguida se despidió con un pretexto y siguió su camino hacia EL CIERVO.
Bruno lo encontró raro y le preguntó por su salud.
—Bien, bien —respondió distraído.
Tomó su cerveza y después de un rato le dijo a Bruno:
—Usted quizá piense que le he exagerado con el Dr. Schneider.
—En qué sentido?
—Digo, en general… sus poderes…
Bruno comenzó a arreglar unos escarbadientes.
—Hace años que lo he perdido de vista —prosiguió S.—, pero está.
Seguro. En algún lugar de Buenos Aires.
(«Perdido de vista», pensó con un estremecimiento.) Bruno levantó sus ojos celestes y se quedó esperando.
—Le dije cómo reapareció en 1962, no?
—Sí.
—Le conté cuando lo seguí en el subterráneo?
—No.
—Desde aquel encuentro en 1962, recuerda, lo vi en tres o cuatro ocasiones. A veces solo, a veces con Hedwig. Claro, a ella la vi con cierta frecuencia, hasta que desapareció. Fue en el bar ZUR POST que nos encontramos también con usted?
Bruno asintió.
—Sí, desaparecieron. Pero fíjese que siempre tuve la sensación de que andan por ahí, en algún lugar de la ciudad. Y en cuanto a él, lo volví a ver en la esquina de Ayacucho y Las Heras. Pero en cuanto me divisó (eso es al menos lo que creo) se metió en el café. —Quedó pensativo. «Era él, estoy seguro» casi murmuró como para sí mismo.
—En cuanto a Hedwig…
—No la vio más?
—No, pero está en Buenos Ares, tengo la certeza. Un instrumento.
Y ella sufría por esa misión. Poder del tipo? O algún género de dependencia o servidumbre que se veía obligada a aceptar. Eso, eso es: servidumbre. Ésa es la palabra. Con el agravante de que en este caso el sirviente es superior al amo. No lo digo por su rango social, claro… A pesar de su decadencia física y moral… Uno la veía de pronto… —sus palabras se iban perdiendo, como si volviera a hablar para sí mismo, mientras Bruno se decía que también él había tenido esa impresión, porque no sólo estaba corporalmente gastada, de modo que sus antiguos esplendores apenas se adivinaban a través de la maleza, del abandono y la depredación (como las antiguas bellezas de un parque señorial a través de las verjas derruidas y de los escombros) sino también corrompida espiritualmente, por el tiempo y horribles vicisitudes de la carne, por la desilusión y la amargura, pero, sobre todo, por la servidumbre hacia aquel abyecto personaje; y así, era cierto, en instantes, sólo en fugaces y tristísimos instantes, podía adivinarse su antiguo espíritu entre los escombros morales.
S. había pedido otra cerveza.
—No sé qué me pasa. Ando muy deshidratado.
Miraba la cerveza, pensativo.
—En aquella época de la aparición de HÉROES Y TUMBAS ya le conté que se me había cruzado y empecé a seguir sus movimientos. Hasta que un día, después de muchísimos esfuerzos estériles, obtuve un resultado.
Mirando a su amigo, agregó:
—Un resultado aterrador.
Después de unos instantes, prosiguió:
—Fue un día en que habíamos quedado en encontrarnos. Cuando nos separamos, lo seguí hasta que entró en el MUNICH de Constitución. Desde la plaza, esperé su salida. Permaneció alrededor de un par de horas. Cuando salió estaba oscureciendo. Entró en el subterráneo y yo me instalé en el vagón siguiente, de modo de estar en condiciones de verificar sus movimientos. Al llegar al Obelisco, tomó la combinación a Palermo y yo volví a instalarme en el coche siguiente. Me pareció advertir en su actitud la espera de algo en el propio subterráneo. Por un momento imaginé, con miedo, que sus poderes le permitían saber que yo estaba cerca y que podía sorprenderme. Bien, si eso sucedía lo atribuiría a una coincidencia. Y si él no lo creía (siempre en virtud de sus poderes), qué podía perder yo? Al menos vería que yo estaba sobre aviso y que de manera alguna sería una presa fácil; y hasta era probable que subiese algunos puntos en su estimación.
Estaba en estos pensamientos cuando vi avanzar, en dirección inversa a la que llevábamos, al ciego de las ballenitas, más avejentado, pero siempre grosero y rencoroso como en el tiempo en que Vidal Olmos llamó la atención sobre su personalidad. Me estremecí al recordar vertiginosamente a Fernando en el mismo subterráneo y en la misma persecución (pero de quién a quién?) y tuve el pálpito de lo que iba a suceder: el ciego no pasó delante de Schneider como de una persona cualquiera; su olfato, su oído, acaso algún signo secreto sólo entre ellos conocido, lo hizo detener para venderle ballenitas. Schneider se las compró, pero con otro estremecimiento recordé los desaliñados cuellos que invariablemente llevaba. Después, el ciego siguió su marcha. Y cuando el tren se detuvo, Schneider bajó, y yo detrás de él. Pero su rastro se me perdió en la multitud.
S. se calló y quedó como cavilando durante tanto tiempo que pareció haberse olvidado de Bruno. Este no sabía qué hacer, hasta que por fin le preguntó si no creía preferible salir o por lo menos buscar otro café menos ruidoso.
Cómo, cómo?
Pareció no haber oído o entendido bien.
—Le estaba diciendo que aquí hay demasiado ruido.
—Ah, sí. Hay un ruido espantoso. Cada día me es más difícil soportar el ruido de Buenos Aires.
Se levantó, explicó que iba a telefonear. Bruno observó que mientras se dirigía hacia el teléfono miraba a los costados. Cuando volvió, le dijo:
—Ya le expliqué que las cosas empezaron a complicarse desde que publiqué HÉROES Y TUMBAS. Se lo conté?
Sí, se lo había contado.
—Pero cuando esa pobre gente se me acercó, aquella sesión en el sótano, recuerda?, pareció que se abría un camino… Pero claro, fuerzas de esta naturaleza no son fácilmente derrotables. Y creo haberle dicho que ellos ya me lo habían advertido: la lucha se definiría en mi favor siempre que yo estuviera dispuesto a vencerlas para siempre. Prometí eso en el momento en que casi me desmayo. Le referí el optimismo que se me despertó al otro día. Ahora comprendo que era prematuro e indicativo del candor que uno puede llegar a tener con la desesperación, hasta el punto de llegar a creer en gente así: aborígenes armados de palos para defenderse de un bombardeo atómico. Pero sea por lo que sea, me despertaron deseos de combatir y esperanzas. M. me confiesa ahora —antes no tuvo el valor de hacerlo— que veía en un sueño un patio en miniatura, debajo de ella, en que se movían, como en el patio de una prisión liliputiense, frenéticos pero impotentes enanitos que gesticulaban y parecían gritar, aunque sus gritos eran inaudibles como en una película muda: miraban hacia arriba, nerviosísimos, quizá enfurecidos, como exigiendo ayuda. Me dijo: son los personajes de tu novela; si no los liberás, terminarán por volverme loca.
La miré sin decirle nada, —Por el amor de Dios —imploró.
Su mirada me impresionó: una mirada de terror y desolación.
—Si no escribís, esa gente me enloquecerá. Volverán. Lo sé.
Entonces me encerraba en mi cuarto, me ponía delante de la mesa, a veces sacaba los papeles, centenares de páginas, contradictorias y absurdas. Con verdadero esfuerzo físico las colocaba delante de mí y me quedaba observándolas, a veces durante horas, inánime. Cuando por cualquier motivo (por cualquier pretexto) M. se asomaba, yo hojeaba el montón o hacía que corregía algo con la birome. Luego, en el momento en que salía del cuarto, seguía sintiendo sus ojos puestos en mí.
Cabizbajo, me iba al jardín, pero no lograba engañarla.
Esto sucedía sobre todo antes de conocer a esa gente. Después, como le expliqué, abrigué algunas esperanzas (qué verbo significativo!). Y soplando, protegiendo la llamita del viento, trataba de que por fin el fuego creciera y se propagara.
La sesión en el sótano me impresionó, particularmente cuando la chica rubia tocó la pieza de Schumann. Pero al otro día cavilé sobre la desproporción entre esas excelentes personas y la magnitud de la potencia en juego. Y empecé a desvalorizar lo que había sucedido en el sótano: esa pieza la tocan muchos alumnos en cierto grado de su aprendizaje. No era posible que ella la conociese y la tocase presionada por mi propia y telepática ansiedad?
No había que exagerar, no significaba gran cosa. No porque yo creyese que fueran fraudulentos: eran auténticos, buena gente.
Me preguntaba, sin embargo, si eran absolutamente ineficaces. Advertía muchos beneficios en mi espíritu, como quien ha estado gravemente enfermo y empieza a tener ganas de comer alguna cosita, de dar unos pasos.
Es que se trata de una lucha incesante y sin cuartel, con avances y retrocesos. Hay que mantener un combate permanente, no dejarse estar ni un segundo, no confiar en la toma de una colina cualquiera o una retirada del enemigo que simplemente puede ser una treta.
Esta lucha la vengo librando durante años, con escaramuzas tan extrañas como la de la estatua.
Los chicos del barrio la contemplaban con miedo (lo advertí después, desde luego), allí, entre las ramas, casi oculta, debajo de la palmera del fondo. Sí, desde que noté que los chicos del barrio y sobre todo don Díaz la miraban con aprensión, comencé a comprender que tenía algo de siniestra.
Un día se lo comenté a Mario.
—Pero papá —me respondió, como se habla a un irresponsable—, no sabes que ningún actor trabaja en un escenario donde haya una estatua de yeso?
—Por qué?
—Qué sé yo. Pero lo sabe todo el mundo.
Esa noche no pude dormir, hasta que de pronto todo se me iluminó. Cómo no lo había sospechado antes? A la mañana se lo dije a M.
—Nunca se te ocurrió que la aparición de la estatua en la vereda, aquella mañana, era muy difícil de explicar? Por qué dejar una estatua enorme, de yeso, una mujer de tamaño natural, en mi vereda? De dónde salía? Era el trabajo de un escultor, no el de un fabricante de copias para jardines: el trabajo de un escultor actual. Quién podría tener semejante objeto en Santos Lugares, un barrio obrero, de gente que a lo más puede adornar sus casas con estatuitas de bazar? Además, por qué abandonarla en la vereda nuestra. Y de noche. No se le ocurría nada?
Se quedó pensativa, porque siempre combatió mis ideas delirantes.
—Recordá. Durante años quise tener una estatua en mi jardín, alguna de esas copias de estatuas griegas o romanas que había en los parques. Recordá que busqué por todas las formas conseguirme una de las que estaban en el Parque Lezama, o en la casa de la novela: la casa de Liniers e H. Yrigoyen. Muchos conocidos nuestros lo sabían. Varios me aseguraron que tratarían de conseguirme una. Hasta Prebisch, cuando fue intendente.
—Sí.
—Otra cosa. Qué pensamos cuando vimos la estatua en la vereda?
—Que era una broma. Una broma amistosa de alguno de ellos. Nos dejaba la estatua durante la noche para darnos una sorpresa al día siguiente.
—Exacto. Pero no advertiste un detalle.
—Cuál?
—Ese amigo nunca se dio a conocer. Por qué mantenerse en el anonimato? Era acaso algo deshonroso? Si la habían dejado para darme un placer, por qué ese silencio? Por el contrario, pasaron meses y paulatinamente todo fue haciéndose más nefasto, las cosas iban de mal en peor, y la estatua parecía cada día más siniestra en aquel rincón. Varias veces don Díaz me preguntó por qué tenía eso en el jardín.
—Sí.
—Razonemos ahora a la inversa. Supongamos que alguien quiso hacerme daño con un objeto que fuese introducido en la casa. Alguien que conocía mi deseo de tener una estatua. Muy sencillo: abandona esa noche la estatua en la vereda, el portador del maleficio sabe que yo me levanto muy temprano y salgo al jardín, imagina que la veo en la vereda y rápidamente la entro, etc. No puede ser así?
Me miró en silencio. Le exigí una respuesta.
—Sí, claro —admitió.
Pasé el resto de la noche muy nervioso, y aquel rostro de mirada abstracta, como de Ciega, que tenía la figura de mujer, parecía estar delante de mí, de modo patente, con su expresión maligna.
Apenas clareó me levanté y corrí al jardín. Ahí estaba, mirándome con todo su rostro ominoso, entre las plantas. Primero pensé en sacarla yo mismo, pero era demasiado pesada. Esperé con ansiedad la aparición de don Díaz en la vereda, como todas las mañanas, y entonces le pedí que me ayudara. La sacamos a la calle, luego él buscó una soga en su casa, la ató convenientemente para poder llevarla sobre sus espaldas y me dijo que lo dejara solo, que él la llevaría a alguna parte.
Dónde? Nunca lo quise saber. Y, cosa extraña, tampoco Díaz me lo comentó.
Sabato se quedó mirando a Bruno, como preguntándole qué le parecía.
—Muy extraño, efectivamente —comentó, después de sostener su mirada durante unos instantes.
—No es cierto?
Se quedó absorto, pensando. Castel y la venganza de la Secta. En cuanto lo comprendió, Fernando quedó aterrado y decidió poner océanos de por medio. Pero en aquel complicado periplo no logró otra cosa que encontrarse de nuevo con su destino. Lo curioso es que por momentos lo prevé, y sin embargo no deja de correr.
También él querría rehuir su destino, pero esa fuerza equívoca lo obligaba a hundirse cada día más en lo mismo que deseaba rehuir. Sí, muchas veces pensó en abandonarlo todo, en poner un tallercito mecánico en un barrio desconocido, quizá dejándose crecer la barba.
Y cuanto más acorralado se sentía, con mayor melancolía acariciaba esa posibilidad disparatada. Ése es el verbo: acariciar. Ahora intuía que en estas páginas culminaba todo. Y aunque no sabía qué es lo que exactamente culminaba, tenía desde ya la certeza de la venganza.
Sin embargo: le interesaba tanto la vida! Querría escribir sobre tantas cosas!
Y en cierto modo podría hacerlo, siempre que no se tratase más que de simples ideas. Las Fuerzas no temen a las ideas, los Dioses ni se molestan. Los sueños, las oscuras imaginaciones, eso es lo que temen.
—Y ahora este doctor Schnitzler —dijo de pronto.
—Cómo? No se llama Schneider?
—No, estoy hablando de otra persona. Un profesor, un bicho raro, demasiado raro.
Me manda unas cartas.
—Cartas?
—Sí, cartas.
—Amenazas?
—No, nada de eso. Es un profesor. Me empezó escribiendo a propósito de unas ideas mías sobre el sexo.
Buscó en un bolsillo.
—Vea, aquí tiene la última.
En el piano, querido doctor, los tonos bajos (oscuros) se hallan a la izquierda. Los altos o claros, a la derecha. La mano derecha toca la parte racional, la «comprensible», la melodía. Observe cómo empieza a tomar importancia la mano derecha en los compositores románticos, eh?
Primitivamente se escribía de arriba abajo, como los chinos, o de derecha a izquierda, como los semitas. Recién las palabras gnothi seauton, en el templo del Sol, corren de izquierda a derecha. Observe, Dr. Sabato: la primera forma bajaba a la tierra; la segunda, la de los semitas, hacia el inconciente o lo pasado; recién la última, la nuestra, se orienta a la toma de conciencia. Heracles, en la encrucijada, toma el camino de la derecha. Los difuntos justos en opinión de Platón, toman el camino hacia la derecha y arriba; los injustos hacia abajo e izquierda. Reflexione, mi querido doctor, reflexione. Todavía tiene tiempo y crea en una persona, etc.
—Pero no veo por qué debe alarmarlo…
—Tengo una dolorosa experiencia. Hay algo en esas cartas, una cierta insistencia en verme, algo vinculado con el mundo de la ciencia, es decir de la luz, que, en fin… Es cuestión de olfato, sabe? Sus cartas son cada vez más decididas, respiran algo debajo de su amabilidad formal. Y ahora he decidido de una buena vez tomar el toro por las astas. Precisamente —miró el reloj—, he quedado en visitarlo a eso de las seis. Tengo que irme ya. Nos veremos pronto.