LA CASITA PARECÍA MAS DESAMPARADA QUE NUNCA

y el chirrido de la puerta de hierro oxidada más fuerte que en otros tiempos menos solitarios. El Milord lo recibió con los acentos que le era imposible evitar cuando había permanecido encerrado sin nadie en aquella tapera. Nacho lo apartó con el pie, distraídamente, y se arrojó en su cama. Con las manos cruzadas debajo de su cabeza, miraba el techo. Tenía ganas de escuchar a los Beatles por última vez.

Haciendo un enorme esfuerzo, se levantó y los puso.

Julia, Julia, oceanchild, calls me.

Julia, seashell eyes windy smile, calls me.

Julia, sleeping sound, silent cloud.

Sentado en el suelo, con la cabeza gacha, sentía sus ojos hinchados. Hasta que con un tremendo golpe de puño aplastó el pick-up.

Se levantó, salió y comenzó a caminar por Conde hacia la vía, seguido clandestinamente por Milord. Cuando llegó al cruce de Mendoza, se detuvo un momento, pero casi en seguida trepó el sucio terraplén de tierra, entre desperdicios y tachos oxidados, hasta sentarse sobre los durmientes, entre los rieles. Desde allá arriba, su vista nublada empezó a ver los primeros y tímidos anuncios de la aurora, que con silenciosa modestia iban situándose en alguna nube, sobre los vidrios de las torres que se habían construido entre los restos de las viejas casitas, en algún techo lejano: esas ventanas que se abren con lentitud y cierta renovada esperanza en la casa donde acaban de llevarse el ataúd. Julia, Julia, oceanchild, murmuró aguardando el tren, pensando, con tenebrosa esperanza, que no podía tardar.

Momento en que sintió la lengua del perro en su mano caída. Recién comprendió que lo había seguido a distancia. Con furiosa y al parecer desproporcionada cólera le gritó «Dejame, retarado!» y le pegó.

Milord, jadeando, lo miró con ojos doloridos. Mientras Nacho lo contemplaba vino a su memoria el fragmento de un libro odiado: La guerra podía ser absurda o equivocada, pero el pelotón al que uno pertenece, los amigos que duermen en el refugio mientras uno hace guardia, eso era absoluto. D’Arcangelo, por ejemplo. Un perro, quizá.

—Hijo de reputísima madre! —gritó pensando en su autor.

Y una cólera aún más demencial que la de antes lo lanzó contra aquel animal, al que pateó con furia. Hasta que se derrumbó sobre los rieles, llorando.

Cuando pudo mirarlo de nuevo, ahí estaba, inútil en su vejez.

—Volvete a casa, imbécil —le dijo con los pocos restos de su rabia, pequeñas llamas que aún se levantan aquí y allá después de los grandes incendios. Pero como el perro no se movía y seguía mirándolo con aquellos ojos (de dolor? de reproche?), Nacho fue calmándose poco a poco, hasta que con desolada paciencia y en voz muy baja le rogó que se fuera, que lo dejara solo. Su voz era cariñosa y, aunque no se atrevía ni siquiera a murmurarlo, quería decir «perdoname, viejo».

Milord abandonó entonces su inquieta actitud y por fin movió la cola, no con fuerza ni con alegría sino con el resto de antiguas alegrías, esas migajas que quedan en el suelo después de las fiestas.

Nacho bajó el terraplén, al llegar abajo lo palmeó y volvió a rogarle que se fuera.

Milord lo miró todavía un momento, con desconfianza, y recién entonces, a desgano, comenzó a irse, con su renguera, aunque echando de vez en cuando una mirada hacia atrás.

Nacho volvió a treparse entre papeles sucios y basuras, y volvió a sentarse sobre el durmiente, entre los rieles. A través de sus lágrimas volvió a mirar por última vez los árboles del baldío, el farol a mercurio, la calle Conde: fragmentos de una realidad sin ningún sentido, los últimos fragmentos que vería.

Entonces se acostó cruzado sobre las vías, cerró los ojos y ya aislado por la oscuridad de esa fantasmagoría, los pequeños ruidos empezaron a cobrar importancia. Hasta que creyó oír un rumor que pensó podía ser de una rata. Al abrir los ojos, advirtió que era de nuevo Milord. Sus ojos penosos le parecieron un nuevo chantaje y volvió a enfurecerse y a golpearlo, gritándole insultos y amenazas. Hasta que se fue calmando, cansado, ya derrotado por el perro, justamente cuando ya oía el ruido del tren. Entonces comenzó a bajar lentamente el terraplén y a caminar hacia la casa, seguido de cerca por Milord.

Entró al cuarto y empezó a sacar su ropa, que fue poniendo en la mochila. De la Caja del Tesoro de su niñez buscó una lupa, una escarapela que había pertenecido a Carlucho, dos bolitas de vidrio, una pequeña brújula y un imán de herradura. De la estantería sacó EL CAZADOR OCULTO, de la pared desprendió la foto de los Beatles, cuando todavía estaban unidos, y la foto de un chiquito vietnamita que corría solo en una aldea llameante. Puso todo en la mochila, así como el paquete de sus papeles escritos. Salió al patiecito, acomodó las cosas en la moto, ató el perro sobre la mochila y puso en marcha el motor. Pero en ese momento tuvo una idea.

Paró el motor, bajó, desató todo y una vez que extrajo la carpeta con sus papeles, lo puso en el suelo, le prendió fuego, y observó cómo se iban convirtiendo en cenizas aquellos buscadores de absoluto que habían comenzado a vivir (y sufrir) en sus páginas. En ese momento, creyó que para siempre.

Empezaba a reacomodar todas las cosas cuando llegó Agustina.

Muda, como sonámbula, entró a su cuarto.

Su hermano quedó entonces, sentado sobre la moto, paralizado, sin saber ya qué es lo que debía hacer. Bajó, pensativamente, y entró con lentitud en la pieza.

Agustina estaba sobre la cama, vestida, mirando hacia el techo, fumando.

Nacho se acercó, contemplándola con sombría morosidad. Hasta que súbitamente, gritándole puta y repitiéndolo con histérico furor, se lanzó sobre ella y arrodillado sobre la cama, con el cuerpo de la hermana entre sus piernas, comenzó a golpearle la cara a puñetazos, sin que ella hiciese el menor intento de defenderse, inerte y floja como una muñeca de trapo, lo que aumentaba la furia de su hermano.

Entonces comenzó a arrancarle la ropa a jirones, desgarrándola con saña. Y cuando la hubo desnudado, llorando a gritos, la empezó a escupir: primero en la cara y luego, abriéndole las piernas, en el sexo. Y finalmente, como ella seguía sin hacer la menor resistencia y lo miraba con ojos muy abiertos llenos de lágrimas, sus manos cayeron y se derrumbó sobre el cuerpo de la hermana, llorando. Así estuvo un tiempo muy grande. Hasta que pudo levantarse y salir. Puso en marcha el motor y tomó por la avenida Monroe. Su objetivo era todavía muy confuso.

Abbadón el exterminador
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