POCAS SOLEDADES COMO LA DEL ASCENSOR Y SU ESPEJO
(pensaba Bruno), ese silencioso, pero implacable confesor, ese fugaz confesionario del mundo desacralizado, el mundo del Plástico y la Computadora. Lo imaginaba a S. observando su cara con despiedad. Sobre ella —lenta pero inexorablemente— habían ido dejando su huella los sentimientos y las pasiones, los afectos y los rencores, la fe, la ilusión y los desencantos, las muertes que había vivido o presentido, los otoños que lo entristecieron o desalentaron, los amores que lo habían hechizado, los fantasmas que en sus sueños o en sus ficciones lo visitaron o acosaron. En esos ojos que lloraron por dolor, en esos ojos que se cerraron por el sueño pero también por el pudor o la astucia, en esos labios que se apretaban por empecinamiento pero también por crueldad, en esas cejas que se contraían por inquietud o extrañeza o que se levantaban en la interrogación y la duda, en esas venas que se hinchaban por rabia o sensualidad, se había ido delineando la móvil geografía que el alma termina por construir sobre la sutil y maleable carne del rostro. Revelándose así, según la fatalidad que le es propia (porque sólo puede existir encarnada) a través de esa materia que a la vez es su prisión y su única posibilidad de existencia.
Sí, ahí lo tenían: el rostro con que el alma de S. observaba (y sufría) el Universo, como un condenado a muerte por entre las rejas.