BUENO, EL ESTRUCTURALISMO!

comentaba la chica de suéter amarillo: —El Crítico Iniciado reemplaza la palabra historia por diacronía, sostiene que una descripción sincrónica es irreconciliable con una descripción diacrónica, decreta la validez universal de las descripciones sincrónicas y de ahí niega la posibilidad de darle un sentido a la histórica.

—Cómo?! —gritó un grandote con una de esas caras de cosaco que en la Argentina sólo pueden ofrecer los judíos.

Sabato miró a la chica:

—Cómo te llamás? —mientras pensaba Silverstein, Grinberg, Edelman.

—Silvia.

—Sí, pero Silvia qué.

—Silvia Gentile.

Bueno, al fin de cuentas. No había observado don Jorge Itzigsohn que nunca había visto tantas caras judías como en Italia? Además, podía ser sarracena, esas caras que se ven en Calabria, en Sicilia. Llevaba su cabeza un poco hacia adelante, con esa actitud explorativa de los miopes, que pueden tener delante, sin saberlo, un pozo o un camello.

Su error lo volvió más condescendiente. Estaba bien, que no leyeran sus libros, era lo mejor que podían hacer. El sujeto llamado Puch se apresuró a decir que él los había leído todos.

—No me digas —comentó S. con distraída ironía.

Los muchachos seguían discutiendo y acusándose sobre estructuralismo, Marcuse, imperialismo, revolución, Chile, Cuba, Mao, burocracia soviética, Borges, Marechal.

—Entonces?

—Entonces qué?

Lo que el Cosaco, con voz inadecuadamente aguda quería decir era si entonces había que dejar de escribir.

—Y vos quién sos?

—Mauricio Sokolinski, con i latina, ojo, 23 años, señas particulares ninguna.

S. lo estudió. No escribía, por casualidad?

—Debo admitirlo.

Y qué era lo que escribía?

Aforismos. Aforismos de un salvaje. Yo soy muy bruto, sabe.

Qué clase de aforismos?

— Usted me dijo que eran excelentes.

—Yo? Cuándo?

—Cuando le mandé el libro. Retrato en la contratapa. No le debe de haber impresionado mucho, se ve.

Pero sí, claro, por supuesto. Sokolinski con i latina, naturalmente.

Estaba bien, y entonces?

Hay miles de revistas en los quioscos de la calle Corrientes que machacan lo mismo.

—Qué.

—Que la literatura no tiene más sentido.

—Perdón —intervino S.—, pero esos chicos qué son? Obreros de la construcción, metalúrgicos ?

—No, claro que no. Escritores, al menos escriben revistas.

Entonces?

Entonces qué.

—Nada —afirmó Silvia—, que lo coherente sería que dejaran de publicar esas revistas. Que por otra parte no levantarán las masas del noroeste. Que agarren un fusil, que entren en la guerrilla. Eso sería coherente.

—Pero aun admitiendo que entren en la guerrilla —prosiguió S.—, eso hablaría muy bien de los que se deciden, pero no por eso quedaría invalidada no ya los libros tipo Marx o Bakunin sino la literatura en sentido estricto. Es como si la medicina hubiese quedado descalificada por la actitud de Guevara. Otra cosa: cuándo un cuarteto de Beethoven sirvió para promover la Revolución Francesa? Habría que negar la música, por esa ineficacia? No sólo la música: la poesía, casi toda la literatura y todo el arte. Y otra cosa. Si no recuerdo mal la dialéctica marxista, una sociedad no está madura para una revolución si no es capaz de comprender lo que hay de valioso, y por lo tanto de rescatable, en esa sociedad que quiere suplantarse. Hasta me está pareciendo que lo dijo el propio Marx. Estos chicos son más marxistas que Marx? Pero algunas conclusiones, por favor.

—Primero —estableció Silvia—, que esos chicos de la calle Corrientes…

—Y vos, de dónde sos —interrumpió Araujo.

—Que esos chicos de la calle Corrientes que se inflaman mutuamente con sus revistas simétricas dejen de escribir y tomen un fusil. Segundo…

—Momento —interrumpió Sabato—, no leo esas revistas. Pero insisto en que no sólo con fusiles se preparan las revoluciones. Y quién les dice que alguna de esas revistas ayuda.

—Segundo, que dejen en paz a las artes y las letras mientras hacen la Revolución.

—Sí —advirtió el Cosaco—, pero es que la mayoría no va a entrar en la guerrilla y van a salir diciendo que su deber de combatientes es ayudar desde su trinchera.

—Trinchera? Qué trinchera?

—La literatura.

—Pero cómo, no se había quedado en que la literatura no tenía sentido? Que no ayudaba a derribar esta putrefacta sociedad?

—Claro. Pero esta literatura.

—Cuál, por favor.

—La que acababa de enumerar Sabato. Dante, Proust, Joyce, etc.

—Es decir, toda la literatura.

—Por supuesto.

—Pero entonces —se resolvió a intervenir S.— cuál sería la otra?

—Le explicaré —respondió Silvia—. Estos muchachos han elegido la literatura, siguen actuando como escritores y dicen, o simulan, que desde allí, desde ese Frente van a invadir el Cuartel de la Moneada. Y de ahí su petición de principios: la posibilidad de una especie de Libro Revolucionario, modelo absoluto que reside en un cielo donde Platón detenta, entre otros Objetos Ideales, la Cara de Fidel. A partir de ahí decretan cuáles libros con minúscula se acercan a ese arquetipo y cuáles no.

—Si no entendí mal —adujo Sabato—, cuáles no es toda la literatura.

—En efecto. A esa literatura, es decir a toda la literatura; estos revolucionarios la ponen en el mismo cajón de las charadas y los crucigramas. Juegos gratuitos.

Fuera de ese cajón quedaría la Literatura Revolucionaria, que tiene la eficacia de un mortero.

—El único inconveniente de esa literatura —observó Sabato— es que no existe.

—Le parece? —preguntó con heladez Araujo.

—A menos que llames literatura revolucionaria a las proclamas, discursos de barricadas y panfletos. A esas obras de teatro soviéticas en que el Tractorista Condecorado contrae nupcias con la Stajanovista Premiada para engendrar Hijos de la Revolución químicamente puros. También los franceses, no vayan a creer, en aquel tiempo. Había obras (cuentan, dicen, porque es como una leyenda, desaparecieron del mapa de puro malas) tituladas Virgen y Republicana.

Araujo y Silvia se agarraron violentamente.

—Pero estos terroristas de la crítica de izquierda —dijo Silvia— siguen buscando la quinta rueda del carro, ven un colonialista en cualquier autor de cuentos fantásticos. Y lo más cómico es que ellos son literatos de alma.

—Porque no dejan de escribir ni un segundo —acotó el Cosaco. —Ni dejan escribir a los demás.

Pero Sabato, qué decía.

Los escuchaba: le parecía inverosímil que todavía se discutiesen ciertas cosas. Se habían olvidado que Marx recitaba a Shakespeare de memoria?

—Quién les dice —comentó Silvia—, Shakespeare escribió ese Libro Revolucionario y los chicos de la calle Corrientes no lo saben. Estaba bien, que se dejara en paz al pobre Karl Marx, que por lo visto era un incurable románticopequeñoburguéscon-trarrevolucionarioalserviciodelimperialismoyanqui.

—Pero entonces —preguntó inesperadamente el de aspecto indígena, que se había mantenido en su silencio hierático—, fuera de meterse a guerrillero no se puede hacer nada con libros en favor de la Revolución?

—Estamos hablando de ficción, de poesía, hombre —dijo Sabato, ya con fastidio—.

Por supuesto que se puede hacer mucho por la Revolución con libros de sociología, de crítica, ya lo dije al comienzo. El MANIFIESTO COMUNISTA es un libro, no es una ametralladora. Estamos hablando de escritores en un sentido estricto. Que alguien quiera ayudar a la revolución con un manifiesto, con una crítica de las instituciones, con un trabajo de género periodístico o filosófico, no sólo es posible: es exigible, si se pretende revolucionario. Lo grave es cuando se confunden los planos. Como si sostuviesen que lo valioso en Picasso es su célebre palomita, mientras que sus mujeres de perfil con dos ojos son podrido arte burgués. Como sostienen todavía los críticos soviéticos. Esa policía del realismo socialista.

Alguien habló de una muestra de Picasso en Moscú.

Quién? Cómo?

Se produjo una confusa discusión a gritos entre los chicos.

—No perdamos el tiempo en esta discusión inútil —dijo Sabato—. No sé si por fin hicieron o no exposiciones de Picasso. Hablo de la doctrina oficial, que es lo grave.

No creo que la palomita haya evitado un solo bombardeo en el Vietnam, pero al menos es legítima. Lo ilegítimo es sostener que sólo eso es arte, que esa clase de affiches es lo que debe hacer un pintor que quiere el cambio social. Lo ilegítimo es confundir los planos: el arte con los affiches. Además, a veces nos vienen con el cuento de que ahora el arte no puede andar con esa clase de lujos cuando el mundo se viene abajo. Pero también se venía abajo en la época de la Revolución Francesa, y un artista como Beethoven era revolucionario, hasta el punto de romper la dedicatoria a Napoleón cuando lo defraudó. Pero sin embargo no escribía marchitas revolucionarias. Escribía música grande. No fue Beethoven el que escribió LA MARSELLESA.

—Claro! —casi gritó Puch.

Abbadón el exterminador
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