UN DESCONOCIDO
Era un hombre moreno y escuálido, delante de una copa, pensativo, remoto. Podía verle parte de la cara, una cara angulosa, como tallada en quebracho, unas amargas comisuras en los labios.
Ese hombre, pensó Bruno, está absoluta y definitivamente solo.
No sabía por qué le resultaba conocido, y durante mucho tiempo rebuscó en su memoria, trató de vincularlo a alguna fotografía en diarios o revistas. Por otra parte parecía asombroso que un individuo con ropa tan raída, un ser que ha llegado hasta ese último escalón, pudiera ser personaje de periodismo. A menos, se le ocurrió de pronto, que alguna vez hubiese tenido algo que ver con un hecho policial. Después de una hora o cosa así, el desconocido se levantó y se fue. Tendría unos sesenta años, caminaba encorvado, era alto y flaco. Su cara era durísima, su ropa estaba deshilachada y no obstante había distinción en sus rasgos y en su porte. Caminaba como distraído: era evidente que no iba a ninguna parte, que nadie lo esperaba, que todo le era igual.
Bruno, acostumbrado a escudriñar hombres en soledad, contemplativo y abúlico como era, pensó: «O es un criminal o es un artista». Por meses, aquella imagen quedó grabada en su memoria, de modo inexplicablemente fuerte. Hasta que un día creyó recordar algo, tuvo una sospecha. Buscó en su archivo, archivo que no era el de un filósofo ni el de un escritor o periodista, sino, más bien, el archivo de un hombre para quien la humanidad constituye un doloroso misterio.
Sí, ahí estaba la fotografía: el desconocido era aquel Juan Pablo Castel que en 1947 había matado a su amante.
El absoluto, pensó entonces Bruno Bassán, con apacible y melancólica envidia.