EN EL CREPÚSCULO
—pensaba Bruno—, las estatuas lo contemplaban desde allá arriba con su intolerable melancolía, y con seguridad empezaba a dominarlo el mismo sentimiento de desamparo y de incomprensión que alguna vez había sentido Castel caminando por ese mismo sendero. Y, sin embargo, esos muchachos, que comprendían ese desamparo en aquel desdichado, no eran capaces de sospecharlo en él mismo; no terminaban de comprender que aquella soledad y aquel sentido del absoluto de alguna manera seguían refugiados en algún rincón de su propio ser, ocultándose o luchando contra otros seres, horribles o canallescos, que allí también vivían, pugnando por hacerse lugar, demandando piedad o comprensión, cualquiera hubiese sido su suerte en las novelas, mientras el corazón de S. seguía aguantando en esta turbia y superficial existencia que los torpes llaman «la realidad».