NO, CÓMO MARCELO PODRÍA PREGUNTARLE NADA?

Fue él quien habló, quien necesitaba hablar, con su acento tucumano, y con vergüenza le dijo te he mentido, mi nombre no es Luis, es Nepomuceno, y después de un silencio, sonrojándose, Marcelo murmuró algo que quizá quería significar vos nada tenés que contarme. Pero tampoco lo llamaban Palito, tal vez porque era tucumano y aindiado como el otro, el que cantaba en la radio, y sobre todo porque era así «ves»?, preguntó levantándose un poco el pantalón, con timidez, con una pequeña sonrisa como de culpa, mostrándole las patitas esqueléticas, la piel casi pegada a los huesos, porque aunque ya eran muchos los días que vivían juntos siempre se las había arreglado para no desnudarse delante de Marcelo o en plena luz. Habían sido ocho hermanos en el ranchito, con la madre que también lavaba para afuera, al padre no lo mencionó, acaso estaba muerto, acaso trabajaba lejos, y todo eso, pensaba Marcelo, para justificar lo de las patitas ridículas.

Tomaban mate en silencio.

—Tengo muchas cosas que contarte, Marcelo, necesito que sepas.

—Yo…

—El Che, el Comandante Guevara.

Marcelo se puso aún más nervioso, sentía vergüenza, tuvo repentinamente la intuición de lo que oiría y se consideraba inmerecedor.

—Estuve allá, hice toda la campaña, logré escapar con el Inti, pero tuve más suerte que él.

Después se calló y esa tarde no se habló más.

Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos. Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos. Aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos. Libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emana de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti, Fidel.

El Inti Peredo. Había oído hablar de él? No… bueno, sí… Le daba vergüenza confesarle que había visto su libro de memorias en una librería, le parecía injusto hablar de librerías delante de alguien como Palito, que casi era analfabeto, pero que en cambio había estado y sufrido allá, en el infierno. Era un gran tipo el Inti, le dijo, el Che lo quería mucho, aunque era difícil saber cuándo el Che quería mucho a alguien, aunque a veces ellos se daban cuenta. Un día, debajo de un árbol, descansaba o más bien pensaba. El mes de agosto había sido bravo, pasaron mucha hambre y sed, algunos compañeros tomaron la orina, aunque el Comandante se los había advertido, trajo trastornos, claro. Para colmo el Moro, que era el único médico, había empezado con su lumbago, tenía dolores insoportables en la marcha, y curar qué iba a curar. Estaba cundiendo el desaliento y hasta el miedo. El caso de Camba, por ejemplo. Alrededor del fogón el Che les habló esa noche con voz tranquila pero grave. Eso era para graduarse de hombres, dijo. Y el que no se sintiera capaz debía dejar la lucha en ese mismo momento. Pero los que se quedaron sintieron que su amor y su admiración por el Comandante se hacía más y más grande, y se comprometieron a vencer o morir. Eran momentos muy difíciles porque todo el grupo de Joaquín había caído en una emboscada, en el vado del río Yeso, el 31 de agosto, por la delación de un miserable llamado Honorato Rojas, un campesino. Honorato no venía de honor? Sí, venía de honor.

Bueno, el ejército esperó hasta que ese miserable los llevara a la trampa, y cuando estaban vadeando el río los asesinaron por la espalda, y allí murieron muchos y entre ellos Tania, una chica muy valiente, y sólo quedaron 22 hombres. Algunos, como el Moro, en muy malas condiciones, y otros, había que decirlo, aunque daba vergüenza, con miedo. Así que el Comandante reinició la educación todas las noches, con charlas y consejos, también con reprimendas paternales pero severas.

Y una de esas noches lo vio solo, sentado en la raíz de un árbol, mirando el suelo.

No sabía por qué tuvo el impulso de acercarse. Estaba pensando, le dijo el Che, como si se disculpara. Pensando en Celita, la hija que había dejado en Cuba.

El Palo volvió a callarse. Encendió otro cigarrillo y Marcelo veía en la oscuridad cómo el cigarrillo se avivaba en cada chupada de su compañero.

Queridos viejos: otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo. Hace de esto casi diez años, les escribí otra carta de despedida. Según recuerdo, me lamentaba de no ser mejor soldado y mejor médico. Lo segundo ya no me interesa, soldado no soy tan malo… Puede que ésta sea la definitiva. No la busco, pero está dentro del cálculo lógico. Si es así, va un último abrazo. Los he querido mucho, sólo que no he sabido expresar mi cariño; soy extremadamente rígido en mis acciones y creo que a veces no me entendieron. No era fácil entenderme, por otra parte. Créanme, solamente hoy.

—Sí, Marcelo, a veces nos dábamos cuenta. Por ejemplo cuando murió Benjamín, un muchacho más débil que yo (se rió con timidez), pero tenía una fe bárbara.

Sufríamos mucho en aquellas marchas, desde el principio fue muy duro, y ya en los primeros días muchos nos quedamos casi sin zapatos y con la ropa hecha pedazos.

Mucho espinillo, esas plantas, y la piedra, los vados. La idea del Che era llegar hasta el río Masicurí, para que viésemos a los soldados por primera vez, no para entrar todavía en combate. Ya llevábamos un mes casi de marcha, con enfermos, los mosquitos, toda clase de sabandijas, el cansancio, las mochilas cada día pesan más, las armas. Al final de ese mes, casi no teníamos ya qué comer. En el Río Grande, Benjamín tuvo dificultades con la mochila, porque era como te decía muy débil y estaba muy agotado, realmente era una pena verlo arrastrándose de ese modo. íbamos por una faralla y no sé qué falso movimiento lo hizo caer al río, que venía muy correntoso y crecido, así que ni siquiera tuvo fuerzas para dar algunas brazadas. Rolando se tiró al río pero no lo pudo agarrar y ya no lo vimos más.

Todos queríamos a Benjamín, era un compañero de primera. El Comandante no dijo nada, pero durante todo ese día no habló, iba silencioso y con la cabeza baja. Cada vez que hacíamos un alto o cuando nos reuníamos a comer algo alrededor de una fogata, siempre nos hablaba, enseñaba cosas. Esa noche nos dijo que las principales armas del ejército revolucionario eran su moral y su disciplina. Un guerrillero no debía saquear jamás una población, no debía maltratar a su gente y mucho menos a las mujeres. Pero además debía mantener su decisión de vencer, de combatir hasta la muerte por los ideales que habíamos abrazado. Y la disciplina era fundamental, dijo, pero no esa que nos imponen en el servicio militar, sino la disciplina de hombres que saben por lo que luchan y que saben que eso por lo que luchan es algo grande y justo. No dijo una palabra de Benjamín, pero su voz esa noche era distinta, y además todos sentimos que en lo que explicaba algo tenía que ver con Benjamín, con su manera de aguantar el sufrimiento. Porque muchas veces lo habíamos visto ayudar a Benjamín, a aliviar su carga, ya que él, el Che, llevaba siempre la carga más pesada y hacía las cosas más arriesgadas. Hasta cuando el asma empezó a embromarlo más que nunca, porque se le habían acabado los remedios. Vos sabés lo que es el asma.

En la oscuridad, Marcelo vio que encendía otro cigarrillo.

—Querés? Uno solo no te puede hacer mal.

Estaban en silencio, cada uno mirando hacia el techo, de espaldas en la cama.

—Cuando lo vi por primera vez no lo podía creer. Era de noche, en el monte.

Parecía uno más… Pero en seguida veías que no…

Se calló, fumaba.

—No te vayas a creer —pareció querer aclarar— que él se diera aire de ser diferente. No, no es eso, lo que quise decirte… No, quise decir que se sentía, sin que él quisiera. No era severo, como puede ser un jefe militar, te quiero decir. Era otra cosa. Hacía bromas, a veces. Pero otras cosas, no las toleraba. No toleraba la dejadez, el abandono, por ejemplo. Vos sabés: cuando se está por mucho tiempo en la selva, en el monte, poco a poco te vas abandonando, si te dejás al poco tiempo no tenés más que trapos, porque los espinillos, las marchas, las lluvias, eso.

Y porque es difícil bañarse o porque comés muchas veces con las manos. En cuanto uno se descuida ya estás convertido en un animal. Bueno, te digo, el Che eso no lo toleraba. Había que preocuparse por estar limpio, por arreglarse la ropa, por cuidar la mochila, los libros. Pocas veces lo oí gritar, y cuando gritó tenía razón. Más bien te corregía con cariño, aunque con firmeza. Apenas llegábamos a un lugar que se elegía de campamento, dirigía lo que él llamaba en broma las obras públicas: se construían bancos, un horno para el pan, esas cosas. Y cada cierto tiempo ordenaba una limpieza a fondo del campamento, aunque fuera provisorio. Y todos los días, de 4 a 6, teníamos las clases. Los más instruidos enseñaban, los otros aprendíamos: gramática, aritmética, historia, geografía, política, lengua quechua. Hasta de noche había cursos, pero esos eran voluntarios, para los que querían aprender más y tenían más resistencia. De noche el Che daba un curso de francés. No es cuestión de tirar tiros, decía, sólo de tirar tiros. Un día algunos de ustedes tendrán que ser dirigentes, si triunfamos en esta guerrilla. El cuadro, decía, tiene que tener no sólo coraje, tiene que desarrollarse ideológicamente, tiene que ser capaz de análisis rápido y de decisiones justas, tiene que ser capaz de fidelidad y disciplina. Pero sobre todo, decía, tiene que constituir el ejemplo del hombre nuevo que querernos en una sociedad justa.

Hizo otra pausa y fumaba en silencio.

—El hombre nuevo —murmuró, como si pensara para sí mismo—.

Nos dijo muchas cosas sobre el hombre nuevo. Yo no te las puedo explicar porque no soy una persona instruida. Pero mientras él hablaba y trataba de explicarnos eso, yo lo miraba fijo y pensaba el hombre nuevo es él, es el Comandante Che Guevara. Pero él hablaba como si se tratara de algo diferente, de algo grande que habría que encontrar un día, o construirlo. Pero yo pensaba, y creo que otros compañeros también, que el hombre nuevo era alguien como él, como el Che: con espíritu de sacrificio por los otros, con coraje y al mismo tiempo con compasión y…

Pareció vacilar un momento y además daba la impresión de tener dificultad en hablar, como si los recuerdos lo ahogaran dolorosamente. Pero por fin se decidió a decir la palabra ante la cual se había detenido, como avergonzado la dijo: con amor.

Se quedó callado. Después se consideró obligado a explicar:

—Amor… no sé… no quiero decir eso que aparece en las novelas románticas… no quisiera que me entendás mal… Era… Decía que no se podía luchar por un mundo mejor sin eso, sin amor por el hombre y que eso era una causa sagrada, que no era cuestión de simples palabras, que cada día, cada vez había que probarlo…

Cuántas veces lo vimos tratar sin rencor a soldados que un poco antes habían tirado a matar, cómo curaba sus heridas, aun gastando los medicamentos que para nosotros eran escasos. Te dije que al poco tiempo le empezó a faltar su medicina para el asma, y sufría muchísimo. A veces se ocultaba en los momentos en que le daba peor. Pero luego volvía, continuando la marcha, y se enojaba cuando tratábamos de ayudarlo o aliviarlo o si el cocinero le daba algo mejor, o cuando tratábamos de cambiarle la hora de guardia por una hora más cómoda.

Volvió a callarse, fumaba en silencio.

—La emboscada de Ñancahuazú, la primera vez que tuvimos que combatir.

Tomamos bastantes prisioneros, entre ellos a un mayor Plata. Daba vergüenza verlo acobardado. Sus propios soldados nos pedían que lo fusiláramos, porque era un hombre despiadado. Les sacamos la ropa a los soldados y les dimos ropas civiles. Curamos a los heridos y el Inti les explicaba nuestros objetivos, porque el Che tenía que disimular su presencia en Bolivia. Y les explicamos que no matábamos enemigos prisioneros. Así que a aquel individuo lo tratamos como el Che nos había enseñado: como a un ser humano, con dignidad y respeto. Otro caso: el teniente Laredo. En su diario de campaña se encontró una carta de su esposa. Una amiga le pedía que llevara una cabellera de algún guerrillero para adornar el living. Así decía: para adornar el living. Y sin embargo el Che resolvió que el diario de ese subteniente, ahora me acuerdo, era subteniente, no teniente, había que hacerlo llegar a la madre, puesto que el oficial enemigo así lo decía en el diario. Y el Che lo guardó en su mochila para un día hacerlo llegar. Lo encontraron en la mochila cuando perdió la vida en la emboscada de Yuro. Te contaré otro caso.

El 3 de julio estábamos todavía cerca del camino petrolero donde habíamos tenido un choque con el ejército. El Che había ordenado una emboscada, y esperábamos que pasaran camiones. Pombo debía hacer una señal con su pañuelo, desde su puesto de observación, cuando el primer camión estuviera al alcance de nuestro fuego. Después de 5 horas y media pasó el camión, pero el Che, que debía con su M.2 hacer el primer disparo no lo hizo, y así pasó sano y salvo. Sabés por qué?

Pareció esperar la respuesta de su amigo, que no dijo nada.

—Me oís? O te has dormido?

—Sí, Palo, oigo todo lo que contás.

—Sabés por qué? Porque en la parte de atrás venían sólo dos soldados, dormidos y envueltos en una frazada, al lado de los chanchos que llevaban. Eran dos soldaditos, nos explicó el Che, y estaban dormidos. Te parece que fue una debilidad, Marcelo?.

—Yo…

—Esa noche, alrededor del fogón, nos explicó que una actitud como ésa tal vez podía ser considerada como una debilidad y que debilidades de ese tipo en algún momento podían ser fatales para la guerrilla. Pero ahí vino una vez más lo del hombre nuevo. Matar a mansalva a dos soldados indefensos y dormidos e inocentes, porque al fin y al cabo combatían obedeciendo órdenes, era realmente una debilidad? Se podía crear ese hombre nuevo por el que luchábamos sobre la base de atrocidades como ésas? Se podían alcanzar fines nobles con medios innobles? Es algo difícil. Vos sabés que muchos después lo criticaron por eso.

—Quiénes?

—Y, qué sé yo… revolucionarios más duros, más realistas… se dice así? Yo oí muchas veces esa clase de críticas al Che… idealista pequeño-burgués, decían, cosas por el estilo. Una vez tuve que encajarle una trompada a un individuo que dijo eso despectivamente. Me le fui encima. Creo que lo habría matado… sólo yo sabía ahí en esa reunión quién era el Che Guevara, y me hirió oír esas cosas, gente que jamás habría hecho ni la milésima parte de lo que fue capaz de hacer el Che…

Pero te digo, yo no sé, yo no soy una persona instruida… Él que me dijo eso era un comunista que conocía mucho de Marx y de Lenin. Eso no es marxismo-leninismo, dijo. Vos qué crees? Es así?

Marcelo, como siempre, tardó en contestar:

—Yo no soy nadie para hablar de marxismo-leninismo… Pero creo que el Che tenía razón…

—Yo también. Y que si combatíamos era precisamente para que no hubiese hombres capaces de tirar desde la sombra contra dos pobres muchachos dormidos que iban a la muerte sin saber por qué. En su Diario, lo leíste?

—Sí.

—En su Diario dice que no tuvo coraje para tirarles. Pero vos sabés que lo que le sobraba al Che era el coraje. Quiere decir otra cosa. Lo que pasa, además, es que cuando formás parte de un grupo de guerrilleros en la selva hay sentimientos que la gente de la ciudad no puede comprender. Cuando a Turna lo hirieron en el vientre, tuvimos que llevarlo hasta Piray, varios kilómetros más adelante, para que el Moro pudiese operarlo. Pero el Turna tenía el hígado destrozado y varias perforaciones en los intestinos. Y no hubo nada que hacer. Fue un día de gran dolor para todos, porque era uno de los compañeros más alegres, más serviciales.

Además de un combatiente con mucho coraje. El Che lo quería como a un hijo, y así lo dice en el Diario, y tal vez sufrió más que todos. Aunque, como siempre, hizo lo posible para no demostrarlo. Cuando el Turna cayó, creyendo que moriría ahí mismo, nos dio el reloj para el Che. Así era la costumbre, porque el Comandante luego lo entregaría o lo haría llegar a la mujer o a la madre, según el caso. El Turna tenía un hijo que no conoció, porque había nacido cuando ya estábamos en la montaña. Pidió que el reloj se lo guardaran para cuando fuera grande.

Estuve cuatro días de patrullaje con el primer batallón de la cuarta división, en esa selva primitiva, plagada de serpientes, boas, gigantescas arañas y jaguares. (Del relato de Murray Sayle, corresponsal de guerra del LONDON TIMES)

Setiembre fue peor aún que agosto. Tuvimos que hacer marchas muy terribles, perdimos hombres, libramos varios combates y nos empezó a faltar hasta lo más indispensable. Para colmo comprendimos que el grupo de Joaquín ya no volvería más, que había sido aniquilado. El Moro sufría dolores insoportables y el Comandante estaba cada día peor, porque hacía rato se le habían acabado los remedios para el asma. A veces se andaba escondiendo por ahí, para que no lo viéramos en los momentos peores del ataque. Nuestro próximo objetivo era La Higuera. Pero ya todos sabíamos que el ejército conocía nuestra posición. El Coco encontró un telegrama en la casa del telegrafista de Valle Grande, el subprefecto le comunicaba al corregidor la presencia de la guerrilla. A cosa del mediodía del 26 salió nuestra pequeña vanguardia para tratar de alcanzar el Jagüey. Después de media hora, cuando ya el grupo del centro y de la retaguardia salíamos en la misma dirección, oímos fuego nutrido del lado de La Higuera. El Comandante organizó en seguida la defensa para esperar la vanguardia, o lo que quedase, porque no dudamos de que habían caído en una emboscada. Así que esperamos ansiosos las primeras noticias. Primero llegó Benigno, con el hombro atravesado por una bala.

La cosa había sido así: primero hirieron al Coco, entonces Benigno corrió a rescatarlo y mientras lo arrastraba lo alcanzaron con una ráfaga de ametralladora: al Coco lo mataron y una de las balas, después de atravesarlo, hirió en el hombro a Benigno. Los otros o estaban muertos o heridos. Fue un golpe muy duro para el Inti, porque el Coco era más que un hermano para él: juntos habían estado en la cárcel y en la lucha, y juntos habían entrado en la guerrilla. Un día, para darte una idea, se estaba conversando en el monte de la muerte de Ricardo, de cómo esa muerte había golpeado a su hermano Arturo. Entonces Coco le dijo al Inti: no quisiera nunca verte muerto, no sé cómo me comportaría. Pero por suerte a mí me matarán antes, lo sé, dijo. Y así fue, efectivamente. Coco era un camarada muy generoso y de gran coraje, pero lloró el día que mataron a Ricardo.

Felizmente, el Inti no lo vio morir. Él no era de llorar, pero desde ese día se volvió más reservado que antes.

Palito volvió a callarse, su voz se había ido haciendo más difícil a medida que avanzaba en aquel recuento de desdichas, como si su voz fuese sufriendo la misma creciente desventura de la marcha de su pequeña tropa de condenados.

Se levantó y dijo «voy al baño». Era cosa frecuente, Marcelo lo sabía, sus riñones no eran ya los de un hombre normal. Cuando volvió, se acostó de nuevo y prosiguió:

—La emboscada de La Higuera fue un golpe terrible. En realidad fue el comienzo del fin.

Día 27. — A las 4 reiniciamos la marcha tratando de encontrar un lugar para subir, cosa que se logró a las 7, pero para el lado contrario al que pretendíamos; enfrente había una loma pelada, de apariencia inofensiva. Subimos un poco más para encontrarnos a salvo de la aviación en un bosquecillo muy ralo y allí descubrimos que la loma tenía un camino, aunque por él no transitó nadie en todo el día. Al atardecer, un campesino y un soldado subieron la loma hasta la mediación y jugaron un rato allí, sin vernos. Aniceto acababa de hacer una exploración y vio en una casa cercana un buen grupo de soldados; ese era el camino más fácil para nosotros y está cortado ahora. Por la mañana vimos subir en una loma cercana una columna cuyos objetos brillaban al sol, y luego, al mediodía, se escucharon tiros aislados y algunas ráfagas, y más tarde los gritos de «allí está», «sale de ahí», «vas a salir o no», acompañados de disparos. No sabemos la suerte del hombre, y presumimos que podía ser Camba.

Nosotros salimos al atardecer para tratar de bajar al agua por otro lado y nos quedamos en un matorral un poco más tupido que el anterior; hubo que buscar agua por el mismo cañón, pues una faralla no deja hacerlo aquí. La radio trajo la noticia de que habíamos chocado con la compañía Galindo dejando 3 muertos que iban a trasladarse a V.G. para su identificación. No han apresado al parecer a Camba y León. Nuestras bajas han sido muy grandes esta vez; la pérdida más sensible es la de Coco, pero Miguel y Julio eran magníficos luchadores y el valor humano de los tres era imponderable. León pintaba bien. —Altura, 1800 metros. (Del DIARIO del Che Guevara.)

El Comandante buscaba una zona donde el terreno fuera menos desfavorable, hasta que pudiéramos hacernos de refuerzos y alimentos. Pero para eso teníamos que romper dos cercos: el que teníamos ahí no más, delante, y el otro, un gran círculo en que se había desplegado el ejército, tal como lo sabíamos por los comunicados de radio. Entre los últimos días de setiembre y los primeros de octubre tratamos de mantenernos ocultos durante el día, aunque hacíamos algunos sondeos para rastrear una salida. Para colmo ya no teníamos agua. Sólo un agua muy amarga, que teníamos que conseguirla con grandes peligros, de noche, borrando detrás los rastros. A pocos pasos sentíamos pasar los soldados, cada vez en mayores cantidades y muy bien equipados. Cuando encendíamos fuego, teníamos casi que cubrirlo con las mantas, para evitar que lo vieran.

Se calcula que el Comandante Ernesto Che Guevara debe de caer de un momento a otro, pues está rodeado desde hace varios días por un círculo de hierro. La tierra y las picaduras transforman aquí la piel de cualquier ser humano en un manto de miseria. La vegetación inextricable, seca y cubierta de espinillos, hace imposible casi todo desplazamiento, aun de día, si no es por el hecho de los arroyos que están todos estrechamente vigilados. No es posible comprender cómo los guerrilleros pueden soportar este cerco de sed, de hambre y de horror. «Ese hombre no saldrá vivo», nos dice un oficial. (De un corresponsal de guerra)

Así llegamos al 8 de octubre. La tarde anterior habíamos cumplido 11 meses de guerrilla. La madrugada fue muy fría. La marcha era muy lenta porque al Chino le costaba andar de noche, el Moro venía con sus dolores en la pierna, y el Comandante, sin remedios para su asma, sufría muchísimo. A las 2 de la madrugada paramos para descansar. Seguimos a las 4. Éramos 17 hombres, avanzando en la oscuridad y en un silencio angustioso por el cañadón del Yuro. En cuanto salió el sol, el Comandante se puso a estudiar la situación, buscando una cresta para alcanzar el río San Lorenzo. Pero los cerros eran casi pelados y la salida iba a ser casi imposible. Entonces el Comandante decidió mandar tres parejas de exploración: una hacia la derecha, otra delante y la tercera a la izquierda. Pronto volvieron confirmando que teníamos todos los pasos cerrados. Tampoco podíamos volver hacia atrás, porque el sendero que habíamos recorrido de noche era imposible de día. El Comandante decidió entonces que nos ocultáramos en un cajón lateral y retardar las acciones todo el tiempo posible, pues si empezaban después de las 3, nos explicó, podríamos resistir hasta la caída del sol y entonces cabía una probabilidad de escape.

A las 8 de la mañana un paisano llamado Víctor acudió al puesto militar de La Higuera para informar que hombres desconocidos se movían entre los matorrales cercanos a su rancho. El oficial dio dinero al informante y en seguida comenzó a transmitir la noticia a las unidades de Rangers desplegadas en la zona. El mayor Miguel Ayoroa, comandante de las dos compañías de Rangers que operaban en la región, ordenó por radio bloquear las salidas de las cañadas de San Antonio, Yagüey y Yuro. EÍ capitán Prado fue con su destacamento a la cañada del Yuro, y sus hombres hicieron contacto con los guerrilleros hacia el mediodía. Dos soldados resultaron muertos en el primer encuentro. El tiroteo continuó en forma esporádica durante cerca de 3 horas. Lentamente, los Rangers fueron ganando terreno, llegando a unos 70 metros del enemigo. A las 15,30 las guerrillas sufrieron la primera baja visible. (Del parte militar)

Fue una desgracia que el ataque empezara al mediodía, pues, como te dije, las esperanzas del Che eran que por lo menos se retardara hasta las 3. Empezamos a oír el tableteo de las ametralladoras, que por suerte batían el camino que habíamos recorrido durante la noche. Era evidente que nos consideraban más retrasados. Eso nos permitió ganar tiempo. El Comandante dividió la fuerza en tres grupos, conviniendo un lugar para encontrarnos a la caída de la noche. Pero cuando mi grupo llegó no encontramos a los otros. Nos miramos en silencio y nos derrumbamos de cansancio y de angustia, con la esperanza, sin embargo, de que el Che con su grupo, imposibilitado de llegar hasta el lugar en que estábamos, hubiese optado por alcanzar el San Lorenzo.

Palito se calló. Marcelo, de espaldas en su cama, sentía su pecho oprimido por el asma. «Por mi asma», pensó como alguien que se sorprende cometiendo la acción más mezquina de su existencia. Después del largo y terrible silencio de Palito, oyó que con voz apenas inteligible decía: «No sabíamos que todo su grupo había caído, que el Comandante Ernesto Che Guevara estaba herido y prisionero, y que pronto sería asesinado de la manera más…, pero la última palabra Marcelo no pudo oírla bien. Luego ya no hablaron en aquella noche.»

Nos desplegamos de modo de cercar a los guerrilleros y en seguida nos lanzamos al asalto. El primer rebelde que vimos era el que luego identificamos como Willy, seguido por el que después identificamos como el Che. De inmediato abrimos fuego, hiriendo al Che con una ráfaga de ametralladora. Willy y los otros intentaron entonces arrastrarlo, mientras proseguía el combate. Otra ráfaga de nuestros Rangers voló el birrete del Comandante, hiriéndolo en el tórax. Mientras sus compañeros lo cubrían, Willy logró conducir a su jefe hasta una colina, donde se encontraron con otros cuatro Rangers. Sin aliento por el esfuerzo, Willy llegó con el cuerpo de su jefe sobre las espaldas. Y cuando se detuvo para reponer fuerzas y darle algún cuidado a Guevara, los soldados emboscados le dieron orden de rendición. Antes de que pudieran tirar, los Rangers dispararon primero. Luego se llegaron hasta ellos. El Che tenía graves heridas y el asma le impedía respirar. Entonces transmitimos el mensaje cifrado: «Hola, Saturno. Tenemos a Papá». (Informe del Capitán Prado)

Guevara fue llevado en una manta por 4 soldados hasta La Higuera, distante varios kilómetros del lugar de captura. Allí el capitán Prado entregó los prisioneros al coronel Selich, que estaba a cargo del puesto. Se hizo un inventario de lo que había en el morral de Guevara: dos diarios, un código, un libro de notas con mensajes cifrados, un libro de poemas copiados por el Che, un reloj y otros tres o cuatro libros. (Del informe del Ejército Boliviano)

Fue el coronel Selich el que habló con el Che. Tanto nosotros, los soldados heridos, como Guevara, estábamos en un hangar. Pero él estaba en el otro extremo y no entendíamos bien lo que decían, aunque oíamos claramente al coronel, porque gritaba. Hablaba de América. El coronel estuvo mucho tiempo con Guevara, quizá una hora o más. Discutían sobre algo que el coronel quería averiguar y que el Che se negaba a decir. Hasta que en un momento Guevara dio una bofetada al coronel con su mano derecha. Entonces el coronel se levantó y se fue. El mayor Guzmán quiso transportar a Guevara en un helicóptero, a un hospital, pero el coronel se opuso y partimos nosotros solos. (Relato del soldado Giménez)

Apenas el helicóptero hubo partido con los soldados heridos y muertos, los dolores del guerrillero iban en aumento. Murmuró algo. Acerqué mi oído a su boca y entendí que decía «me siento muy mal, le ruego haga algo para atenuar mi dolor». Yo no sabía qué hacer, pero él mismo me indicó qué clase de movimientos debía yo facilitarle. «Ahí, en el pecho, por favor», me dijo. Luego pasó la noche entera quejándose. (Relato del teniente a cargo del prisionero)

El Che fue llevado con los otros prisioneros a una escuelita de La Higuera, y en una de sus aulas pasó toda aquella noche. (Informe de un periodista)

Aquí me tenéis, dejados espacios; sin olvido solitario

El domingo 9 de octubre, a las 2 de la tarde, el presidente Barrientos y el general Ovando recibieron el informe de la captura. Hubo una reunión del alto mando. Fueron los generales Torres y Vázquez quienes presentaron la moción de ejecutarlo. Ninguno se opuso, callados. Poco después, el general Ovando transmitía a Valle Grande, esta orden: «Saluden a papá». La orden fue recibida en La Higuera por el coronel Miguel Ayoroa. Se la transmitió el teniente Pérez y éste, a su vez, al suboficial Mario Terán y al sargento Huanca. Los victimarios empuñaron sus carabinas. En el lugar en que estaba encerrado el Che, yacía también amarrado el guerrillero Willy. Cuando Terán apareció, Willy lo insultó y entonces Terán le tiró a la cabeza. Lo mismo hizo Huanca con Reynaga, que estaba encerrado en el aula vecina. Mario Terán fue señalado por el destino para matar al Comandante Guevara. Apenas salió del aula en que había ultimado a Willy, atemorizado, decidió cambiar de arma por una más poderosa. Se dirigió adonde estaba el teniente Pérez para solicitarle una carabina M-2, que descarga ráfagas automáticas. Terán es un hombre bajo, menudo. (Versión de Antonio Arguedas, ex ministro de gobierno, dada a Prensa Latina)

Expuesto y levantado para la muerte:

vedme, infortunios, galas, traído eternamente.

Días, edad, nubes, qué haréis conmigo!

Cuando llegué al aula, el Che se incorporó y me dijo:

—Usted ha venido a matarme.

Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder.

—Qué han dicho los otros? —me preguntó.

Le respondí que nada.

No me atrevía a disparar. En ese momento vi al Che muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentí que se me echaba encima y me dio un mareo.

—Póngase sereno —me dijo—. Apunte bien.

dinos dónde escondiste, ay!, esa muerte

que nadie pudo verte,

imposible y callada.

Entonces di un paso hacia atrás, hacia la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y comenzó a perder muchísima sangre. Yo recobré el animo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y finalmente en el corazón… (Relato del suboficial Terán a Arguedas)

El cadáver del Che fue arrastrado, aún caliente, hasta una camilla hacia el lugar en que sería recogido por un helicóptero. El suelo y las paredes del aula quedaron manchadas de sangre, pero ninguno de los soldados quiso limpiarlos. Lo hizo un sacerdote alemán, quien calladamente lavó las manchas y guardó en un pañuelo las balas que habían atravesado el cuerpo de Guevara.

Apenas llegó el helicóptero, la camilla fue atada a uno de los patines.

El cuerpo, aún con la campera de guerrillero, estaba envuelto en un lienzo. Eddy González, un cubano que en La Habana había regentado un cabaret en la época de Batista, se acercó para darle una bofetada al rostro inerte del comandante muerto.

Al llegar el helicóptero a destino, el cuerpo fue puesto sobre una tabla, con la cabeza colgando hacia atrás y abajo, los ojos abiertos.

Casi desnudo, estirado sobre la pileta de un lavadero, era iluminado por las luces de los fotógrafos. Sus manos fueron cortadas a hachazos, para impedir la identificación. Pero el cuerpo fue mutilado en otras partes, también. El fusil fue a parar a manos del coronel Anaya, el reloj a manos del general Ovando. Uno de los soldados que participó en las operaciones le quitó los mocasines que uno de los camaradas de Guevara le había hecho en el monte. Pero como estaban muy maltratados por el uso y la humedad, no le sirvieron. (De los informes periodísticos.)

Habrá flores que te recuerden, palabras, cielos;

lluvias como ésta, y vivirás sin alteración

habiendo sucedido.

Duerme, libre de la adversidad, todo el orgullo

de la tristeza.

Abbadón el exterminador
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