ABRIÓ EL LIBRO Y ENCONTRÓ SU MARCA,
su letra pequeña pero temible en el margen de aquel libro de ocultismo: «Perforar el muro!», le advierte.
Tendría que liberarlo, aunque saltara sobre su cara como un bicho negro y enloquecido, desde el vientre de aquella momia. Pero liberarlo para qué? No lo sabía. Quería calmar a R.? Era como una divinidad terrible, a quien debía hacerse sacrificios. Era insaciable, siempre acechándolos desde las tinieblas. Trataba de olvidarlo, pero sabía que allí estaba. Combinación de poeta, filósofo y terrorista.
Esos conocimientos entreverados, qué sentido tenían? Un anarquista aristocrático o reaccionario que odiaba esta civilización, una civilización que inventa la aspirina, «porque ni siquiera es capaz de soportar un dolor de cabeza».
No le daba descanso. No podía abrir un libro sin encontrarse con su letrita odiosa.
Un día en que añoraba los tiempos de la matemática abrió el libro de Weyl, sobre relatividad; al margen de uno de los teoremas capitales estaba su comentario: IDIOTAS! Tampoco le interesaba la política ni la revolución social, que consideraba como subrealidades, realidades de segundo orden, esas que mantienen al periodismo. Lo «real!», escribía entre comillas, con sarcástico signo de admiración.
Lo real no eran los paraguas, la lucha de clases, la albañilería, ni siquiera la Cordillera de los Andes. Todo eso eran formas de la fantasía, ilusiones de delirantes mediocres. Lo único real era la relación entre el hombre y sus dioses, entre el hombre y sus demonios. Lo verdadero era siempre simbólico, y el realismo de la poesía era lo único valedero, aunque fuese ambiguo o por eso mismo: las relaciones entre los hombres y los dioses eran siempre equívocas. La prosa sólo servía para hacer una guía de teléfonos, un prospecto sobre el funcionamiento de una lavadora o la crónica de una reunión de directorio.
Este mundo se venía ahora abajo, y los enanos corrían despavoridos, entre ratas y profesores, llevándose por delante tachos de plástico llenos de basuras de plásticos.