CAVILACIONES, UN DIÁLOGO
Volvió a su casa en un estado de honda depresión. Pero no quiso dejarse vencer tan rápidamente y se propuso llevar a cabo el proyecto con la novela. Pero apenas abrió los cajones y empezó a hojear sus papeles se preguntó, con irónico escepticismo, qué novela. Revolvió aquellos centenares de páginas, bocetos, variantes de bocetos, variantes de variantes: todo contradictorio e incoherente como su propio espíritu. Decenas de personajes esperaban en aquellos recintos como esos reptiles que duermen catatónicamente durante las estaciones frías, con una imperceptible y sigilosa vida latente, prontos para atacar con su veneno en cuanto el calor los devuelve a la existencia plena.
Y como siempre que hacía esa inspección, terminó en la carpeta de aquella banda de Calsen Paz. Una vez más quedó absorto ante su rostro dostoievskiano. Qué le promovía ese sujeto? Recordó momentos similares, entre similares escrutinios y desalientos, quince años atrás, cuando sintió que esa mirada de intelectual delincuente le despertaba ambiguos monstruos, que gruñían en la oscuridad y en el barro. Algo le murmuró entonces que era el negro heraldo de un monarca de las tinieblas. Y cuando llegó Fernando Vidal Olmos, aquel pequeño criminal de provincia, terminada al parecer su misión anunciadora, había vuelto a la carpeta de la que un día salió.
Y ahora qué? Contempló su cara de heladas pasiones y trató de comprender en qué sentido estaba vinculado con la novela que a tropiezos intentaba construir. A tropiezos, como siempre le sucedía: todo era confuso en su interior, se hacía y se deshacía, no le era posible nunca comprender qué quería ni adónde se dirigía. Los contornos de los personajes se perfilaban poco a poco, a medida que iban saliendo de la penumbra, cobraban nitidez y luego terminaban por esfumarse, volviendo al dominio de las sombras de donde habían emergido. Qué quería decir con sus ficciones? Casi diez años después de haber publicado HÉROES Y TUMBAS lo seguían interrogando estudiantes, señoras, empleados de ministerios, chicos que hacían tesis en Michigan o Florencia, mecanógrafas. Y oficiales de marina que al entrar al Círculo Naval veían ahora con intrigado recelo a ese Ciego con aspecto de caballero inglés, cada vez más viejo y encorvado, vendiendo sus ballenitas, hasta desaparecer para siempre. Para siempre? Muerto? En qué reducto? Sí, también esos marinos querían saber qué había querido decir con ese Informe sobre Ciegos.
Y cuando les respondía que no le era posible agregar algo más a lo que había escrito allí, se quedaban desconformes y lo miraban como a un mistificador.
Porque, cómo el propio autor puede ignorar ciertas cosas? Era inútil que les explicara que algunas realidades sólo pueden expresarse con símbolos inexplicables, como el que sueña no comprende lo que sus pesadillas significan.
Examinaba las carpetas y sentía la ridiculez de su minuciosidad: como la de un relojero loco que trabajara con meticulosa paciencia en un reloj que finalmente marcará las tres y doce minutos al mediodía. Estudiaba una vez más las noticias amarillentas, las fotos, las tortuosas declaraciones, las acusaciones mutuas: si fue el propio Calsen que clavó y revolvió la lezna en el corazón del chico amarrado, si fue Godas bajo sus órdenes, si aquella Dora Forte de 18 años era amante o no de Calsen, si éste era o no homosexual. Sea como fuere, Dora seducía al turquito Sale, se lo llevaba a Calsen, lo hacía ingresar en la banda y finalmente simulaban el secuestro (eso era lo que Sale creyó) para extorsionar al viejo. Y cuando más tarde lo atan y le meten un trapo en la boca, comprende recién que lo asesinarán de verdad. Con ojos alucinados mira la escena de pesadilla, mientras oye la seca orden de Calsen de iniciar la fosa en el terreno de atrás. Luego firma la carta que ya tenían preparada. Sabato se preguntó por qué esa carta no estaba ya firmada por el turquito, puesto que él creía que era un secuestro simulado; y por qué ahora la firmaba, si veía que de cualquier modo lo matarían. Pero tal vez los crímenes reales ofrecen siempre esas burdas incoherencias. Dos detalles que describen el irónico sadismo de Calsen: la carta la mantuvo oculta hasta ese momento detrás de una reproducción del ÁNGELUS de Millet, y el dinero debía ser entregado en el atrio de la iglesia de la Piedad. Qué tipo. Miró de nuevo su fotografía y, aunque su rostro duro nada tenía en común, pensó en el Nene Costa.
Mientras releía las declaraciones, todo empezaba a derivar en su mente: las fotos iban cambiando sus rasgos, lenta pero inevitablemente comenzaban a configurar otros rostros que lo obsesionaban, y particularmente el odiado rostro de R., que parecía juzgar como perverso perito los errores de aquellos criminales de pacotilla.
R., siempre detrás, en la oscuridad. Y él siempre obsesionado con la idea de exorcizarlo, escribiendo una novela en que ese sujeto fuese el personaje principal.
Ya en aquel París de 1938, cuando se le reapareció, cuando trastornó su vida. Con aquel abortado proyecto: MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO. Nunca había tenido el coraje de hablarle de él a M., siempre le habló de un personaje así y así, una especie de anarquista reaccionario, alguien al que llamaría Patricio Duggan. Aquella ficción partía del crimen de Calsen, pero fue siendo alterada poco a poco hasta llegar a ser irreconocible: ya Dora Forte no era una pobrecita belleza de barrio sino una chica sofisticada. Y Patricio era jefe de la banda, primero amante de la chica y después su hermano, quizá también su amante. Abortó. Años después, siempre bajo el acosamiento de R., escribió HÉROES Y TUMBAS, donde Patricio se convertía en Fernando Vidal Olmos, la chica primero en su hermana y luego en su hija natural, ya sin nada que ver con los Calsen ni con aquel crimen amarillento.
Y ahora, una vez más, comenzaba a internarse en el fétido laberint o de incestos y crímenes, laberinto que iba hundiéndose paulatinamente en el pantano del que creía haber salido por obra de los inocentes exorcismos de costureras y plomeros.
Desde las tinieblas, veía cómo le hacían sarcásticas señas con sus garras, hasta que una vez más se iba ahogando en la confusión y el desaliento, en las culpables fantasías, en el secreto vicio de imaginar pasiones infernales.
Habían resurgido los conocidos monstruos, con la misma imprecisión de las pesadillas, pero también con su misma potencia, encabezados por la ambigua figura de costumbre, que desde la oscuridad lo observaba con sus ojos verdosos, con su mirada de nictálope, la expresión de una nocturna ave de rapiña.
Hipnotizado por su reaparición, se fue adormeciendo en el seno de aquella ominosa familia, como bajo los efectos de una droga maligna. Y cuando horas más tarde volvió a la conciencia, ya no era más el hombre que días antes se había levantado con optimismo.
Comenzó a dar vueltas, quiso distraerse, hojeó una revista. Ahí estaba, para colmo, la cara de aquel bicho, con esa sonrisa de hombre franco que mira con los ojos muy abiertos, dispuesto a comprender y ayudar; mientras debajo, como el técnico en claves descifra el auténtico mensaje en una carta rosa, veía surgir los verdaderos rasgos de innoble y vieja puta, de mentirosa e hipócrita puta. Qué estaba declarando sobre el Premio Municipal?
Qué asco, qué tristeza. Se sintió avergonzado: al fin y al cabo también él pertenecía a esa abominable raza.
Se recostó y una vez más se entregó a la fantasía de siempre: abandonar la literatura y poner un tallercito en algún barrio desconocido de Buenos Aires. Barrio desconocido de Buenos Aires? Qué risa, por favor, qué callejón sin salida. Y para colmo malhumorado por haber hablado en la Alliance, por haber sufrido durante dos horas, y luego toda la noche, como si se hubiese desnudado en público para mostrar sus pústulas, y para mayor bochorno ante muchas personas frívolas.
De nuevo empezó a ver todo negro, y la novela, la famosa novela, le parecía inútil y deprimente. Qué sentido tenía escribir una ficción más? Las había hecho en dos momentos cruciales, o por lo menos eran las dos únicas que se había decidido a publicar, sin saber bien por qué. Pero ahora sentía que necesitaba algo distinto, algo que era como ficción a la segunda potencia. Sí, algo lo presionaba. Pero qué era? Volvía entonces con descontento a esas páginas contradictorias, que no conformaban, que parecían no ser lo que necesitaba.
Y luego, ese desgarramiento entre su mundo conceptual y su mundo subterráneo.
Había abandonado la ciencia para escribir ficciones, como una buena ama de casa que repentinamente resuelve entregarse a las drogas y la prostitución. Qué lo había llevado a imaginar esas historias? Y qué eran, verdaderamente?
Por lo general, las ficciones eran consideradas como una suerte de mistificación, como una tarea poco seria. El profesor Houssay, Premio Nobel, le retiró el saludo cuando se enteró de su decisión.
Sin haberlo advertido, se encontró bordeando el cementerio de la Recoleta. Lo subyugaban esos conventillos de la calle Vicente López, y sobre todo la idea de que R. pudiese vivir en algún cuartucho por ahí, en ese altillo medio tapado por ropa secándose.
Y Schneider, qué tenía que ver con la obra? Y quién era esa «Entidad» que le impedía llevarla a cabo?
Sospechaba que Schneider era una de las fuerzas que actuaba desde alguna parte, que seguía haciéndolo, a pesar de su desaparición durante años, como si hubiera sido obligado a retirarse por un tiempo. Pero acechando desde lejos, y ahora, al parecer, de nuevo en Buenos Aires.
La otra presencia, ya lo sabía.
Y de pronto comprendió que su preocupación por Sartre no era producto del azar sino de esas mismas fuerzas que lo hostigaban. No era el problema de la mirada, de los ojos? Los ojos. Víctor Brauner. Sus cuadros llenos de ojos. El ojo que Domínguez le arrancó.
Mientras seguía caminando hacia cualquier parte, desconfiaba de todo. Los espías eran lanzados en algún lugar de Inglaterra, hablando el inglés a la perfección, vistiendo y tartamudeando como egresados de Oxford.
Cómo distinguir al enemigo? Ese muchacho que vendía helados, por ejemplo: era necesario observarlo cuidadosamente. Le compró un helado de chocolate, se fue, o aparentó que se iba, para volverse hacia él de pronto y observarlo en los ojos. El chico se sorprendió. Pero esa sorpresa podía ser el resultado de su inocencia o de un sutil aprendizaje. Era una tarea infinita: ese sujeto con la escalera, aquella mecanógrafa o empleadita, ese chiquillo que jugaba o simulaba jugar. No emplean niños los regímenes totalitarios?
Se encontró frente al departamento de los Carranza, aunque no recordaba haberse propuesto ir allí.
Se hundió en el sofá, oyó algo sobre Pipina. Cómo, cómo? La conferencia en la Alianza. La Alianza y Pipina? Pero qué diablos era eso?
Beba se rió: pero no, idiota, se refería a Sartre.
Pero no le había estado hablando de Pipina?
No, hombre, de Sartre le hablaba.
Bueno, qué.
Que si había hablado mal.
Desalentado, se quitó los anteojos, se pasó la mano por la frente, se frotó los ojos.
Después indagó defectos en el parquet, mientras Beba lo consideraba con sus ojitos inquisitoriales. Su madre, con ese aspecto que siempre tenía de haber salido un momento antes de la cama, con el pelo revuelto, meditaba sobre afluentes del Ganges, cefalópodos y pronombres.
Schneider, pensaba, mirando el piso.
—Cuándo llegó a Buenos Aires?
—Quién? —preguntó, sorprendida, Beba.
—Schneider.
—Schneider? Qué diablos te puede interesar ese charlatán después de tantos años?
—Pero cuándo llegó?
—En el momento de terminar la guerra. No sé.
—Y Hedwig?
—También.
—Pero me pregunto si se habrán conocido allá, en Hungría.
—Parece que se conocieron en un bar de Zürich.
Se irritó: parece, parece, siempre las mismas ambigüedades. Beba lo observaba con perplejidad. Aquel payaso, le decía Beba. Sólo le faltaba la víbora y uno de esos artefactos en la mano que sirven a la vez para enhebrar agujas, pelar papas y cortar vidrios. Y esas viejuchas que lo seguían.
Sí, era cierto, parecía un charlatán de feria. Y qué.
—Cómo y qué.
La rabia de la Beba era para Sabato el subproducto de su mentalidad cartesiana. Se peleaba con el Dr. Arrambide, pero en el fondo los dos tenían la misma mentalidad.
No tenía ganas de explicar nada.
—Cómo, y qué —insistió la Beba.
Sabato la consideró con fatiga. Baudelaire, lo del diablo.
—Baudelaire?
Pero no explicó nada, sentía que era inútil. La peor fechoría: hacer creer que no existe. Schneider, era grotesco pero sombrío, ruidoso pero tenebrosamente secreto. Sus carcajadas ocultaban un espíritu sigiloso, como una caricaturesca y risible máscara un semblante duro, esquemático y reservado rostro del infierno.
Como alguien que mientras prepara un calculado y frígido crimen cuenta chistes verdes a su futura víctima. Maruja preguntaba algo sobre celenterados de cinco letras. Lo imaginaba dirigiendo desde la oscuridad los hilos de aquella banda. Pero qué estaba pensando? Patricio y los Christensen eran imaginarios; cómo ese hombre real podría dirigir o dominar algunas de sus fantasías? Gustavo Christensen. Volvía a pensar que el Nene Costa podía perfectamente ser Gustavo Christensen. Por qué no? Lo había imaginado flaco y el Nene era gordo y fofo. Por qué no?
—El Nene Costa —dijo.
Beba lo miró con ojos llameantes. Qué había con ese individuo?
—Lo vi. Entraba en un café de Las Heras y Ayacucho.
Y a ella qué le importaba? Bien sabía que ese sujeto no le interesaba lo más mínimo. Hacía años que le había hecho la cruz.
—Te digo.
—Lo más mínimo, ya sabés.
—Te digo porque me parece que entró a verlo a Schneider.
—Qué estás diciendo? Schneider está en el Brasil. No sé cuánto tiempo.
—A mí me pareció que entraba en ese café. Además, eran muy amigos.
—Quién.
—Con el Nene Costa, no?
Beba se rió: el Nene amigo de alguien!
—Quiero decirte que se veían mucho en aquel tiempo.
—Me pregunto quién habrá jodido a quién.
—No tienen por qué ser amigos. Pueden ser cómplices.
Beba lo miró con extrañeza, pero Sabato no agregó nada más sobre esas palabras.
Después de un tiempo, mirando el vaso, preguntó:
—Así que en tu opinión Schneider se fue al Brasil.
—Eso es lo que dijo Mabel. Todo el mundo lo supo. Se fue con Hedwig.
Siempre observando el vaso, Sabato le preguntó si Quique seguía viendo al Nene Costa.
—Me imagino. No veo cómo podría privarse de ese gusto. Una especie de tesoro.
—Y últimamente no te dijo nada sobre Schneider? Si ha vuelto del Brasil y lo ve al Nene, seguro que Quique lo sabría.
No, nunca le había dicho nada. Además, Quique sabía perfectamente que no le gustaba que le recordaran al Nene. Sabato quedó más angustiado que antes, porque todo eso le probaba que si aquel hombre había vuelto de Brasil o de donde fuese, ese retorno no era público sino reservado. Estaban entonces sus contactos con Costa vinculados al problema que lo ensombrecía? Parecía a primera vista absurdo imaginar al frívolo de Costa en una combinación de ese género, pero no resultaba descabellado en cuanto se pensaba en su vertiente demoníaca. Pero por qué se veían en un bar céntrico, en ese caso? Bien, él, Sabato, no iba nunca por ese café. Podía haber sido una casualidad. Una casualidad semejante? No, era necesario descartarlo. Por el contrario, más bien debía pensar que Schneider de alguna manera sabía que él iría a Radio Nacional, esperó en la calle hasta que lo viese (o entreviese) y luego entró. Pero para qué? Para atemorizarlo? De nuevo comenzaba su gran duda: quién perseguía a quién?
Trató de hacer memoria, pero todo le resultaba confuso. Sí, Mabel se lo había presentado a André Téleki, y Téleki le había presentado a Schneider. Acababa de salir EL TÚNEL, de modo que debía de ser por el 48. En aquel momento no le dio importancia a la pregunta que le hizo sobre Allende: por qué ciego? Parecía una cuestión inocente.
—Cornudo y ciego —había comentado con aquella risa grosera.
Qué pudo hacer en todos aquellos años, entre el 48 y el 62? No era significativo que reapareciese en el 62, en el momento de aparecer HÉROES Y TUMBAS? En una ciudad infinita pueden pasar años sin ver a un conocido. Por qué lo volvió a encontrar apenas publicada su nueva novela?
Trataba de recordar las palabras del reencuentro: sobre Fernando Vidal Olmos.
Qué, no respondía nada?
—Cómo?
Si había hablado mal de Sartre. Sí o no.
Beba, con su manía disyuntiva y su eterno whisky en la mano, con sus ojitos inquisitoriales y llameantes.
Mal de Sartre? Y quién le había venido con esa idiotez? No recordaba. Alguien.
Alguien, alguien! Siempre esos enemigos sin cara. Se pregunta por qué todavía hablaba en público.
Hablaba porque quería.
Por qué no se dejaba de decir macanas? Hablaba por debilidad, porque se lo pedía un amigo, porque no le gustaba parecer arrogante, porque son pobres muchachos de un ateneo José Ingenieros de Villa Soldati o de Mataderos, que no se puede humillar: esos muchachos que de día trabajan de electricistas y de noche descifran a Marx.
Vamos! La Alliance no estaba en Villa Soldati e iban miles de señoras gordas.
—Está bien. Hablé para señoras gordas, adivinaste. No he hecho otra cosa en mi vida. Ahora dejame tomar tranquilo el whisky, que para eso vine.
—No griten, dejen pensar. Río del Asia, cuatro letras.
—Así que lo único que te comentaron es que hablé mal de Sartre.
Se levantó, caminó por la sala, se acercó a la biblioteca, examinó los viejos sables de caballería, leyó distraído algunos títulos. Estaba furioso con todos y consigo mismo. Pensamientos acres o irónicos sobre mesas redondas, conferencias, canasta uruguaya, Punta del Este, Alliance Francaise, recuerdos de infancia, qué flaca estaba Beba últimamente, títulos de novela (A la sombra de las muchachas en flor! cómo era posible?), ideas sobre el polvo y la encuadernación. Finalmente volvió a su sofá, donde se hundió como si pesara el doble o el triple.
Algo en el límite entre Kenya y Etiopía que pareciese un cebú pero que no era un cebú: siete letras.
—Hablaste mal, sí o no?
S. estalló. Beba, con severidad, le dijo que podía dar detalles, en lugar de gritar. No parecía un intelectual, parecía un loco.
—Pero quién es el cretino que te vino con ese cuento?
—No es ningún cretino.
—Recién me dijiste que no recordabas quién era.
—Sí, pero ahora me acordé.
—Y quién era?
—No tengo por qué decirlo. Después haces cuestiones.
—Claro, claro, para qué.
Volvió a sumirse en un silencio amargo. Sartre. Siempre lo había defendido, exactamente lo contrario. Qué significativo que siempre hubiera que defender a los tipos auténticos. Cuando la rebelión en Hungría, cuando los stalinistas lo acusaban de ser un pequeño burgués contrarrevolucionario al serviciodelimperialismoyanqui.
Después, contra los maccartistas, que lo acusaban de idiotaútilalserviciodelcomunismointernacional. Y, por supuesto, también homosexual, ya se sabe, puesto que no pudieron descubrirle parentela judía.
—Pero decime, no te parece que en lugar de perder tanto tiempo en tus rabietas habría sido mejor que me explicaras lo que dijiste?
—Con qué objeto.
—Ah, te parece que no merezco saberlo.
—Si hubieras tenido tanto interés podías haber ido a la conferencia.
—Tengo a Pipina con diarrea.
—Bueno, basta.
—Cómo, basta? Me importa mucho ese problema.
—Ahora pretendés que te explique en cuatro palabras lo que allí analicé en dos horas. Y después hablás de frivolidad.
—No pretendo que me expliqués todo. Una idea. La idea fundamental. Y, además, deberías admitir que en mi cabeza tengo algo más que esas señoras gordas que pujaron por escucharte.
—Dale, estaba lleno de estudiantes.
—Si no recuerdo mal, un día me dijiste que toda filosofía es el desarrollo de una intuición central, hasta de una metáfora: panta rei, el río de Heráclito, la esfera de Parménides. Sí o no?
—Sí.
—Y ahora me salís con el cuento que tu teoría sobre Sartre necesita dos horas.
Qué, es más importante que la filosofía de Parménides?
—Pucha digo.
—Eh?
—Ese reportaje de Sartre sobre LA NÁUSEA —explicó con cansancio.
—Reportaje? Qué reportaje?
Algo que había salido hacía tiempo atrás. Seguramente el resultado de su sentimiento de culpa.
—Sentimiento de culpa?
—Claro, hay chicos que se mueren de hambre por ahí. Y escribir esa novela, mientras tanto…
—Qué chico se está muriendo de hambre?
—Pero no, mamá. Bueno, y?
—Partí de esa idea.
—Y esa idea te parece mal.
—No empecés de nuevo.
—Entonces.
—Entonces, qué? Me podes decir cuándo una novela, no ya LA NÁUSEA, una novela cualquiera, la mejor novela del mundo, el QUIJOTE, el ULYSSES, el PROCESO, ha servido para evitar la muerte de un solo niño? Si no estuviera seguro de la honradez de Sartre, tendría que pensar que es la frase de un demagogo. Te digo más: de qué modo, cuándo, en qué forma una coral de Bach o un cuadro de Van Gogh sirvieron para que un chico no se muera de hambre. Tendremos que renegar de toda la literatura, de toda la música, de toda la pintura?
—Hace un tiempo, en una vista sobre la India, unos chiquilines se morían de hambre en la calle.
—Sí, mamá.
—La viste vos también?
—No, mamá.
—También leí un libro de un escritor francés, Jules Romains… no, esperá… Romain Rolland, puede ser? siempre confundo los apellidos, soy un caso… en fin algo sobre eso.
—Sobre qué, mamá.
—Sobre una criatura que se moría de hambre. Cómo se llama?
—Quién.
—Ese escritor.
—No lo sé, mamá. Son dos escritores. Y no leo a ninguno de los dos.
—Podrías leer un poco más, en lugar de discutir tanto y tomar tanto whisky. Y vos, Ernesto, tampoco lo sabés?
—No, Maruja.
—Entonces, te parece que Sartre está equivocado. Ya ves cómo el que me trajo el dato decía la verdad. Sí o no?
—Eso no es hablar mal, estúpida. Es casi defenderlo contra una debilidad. Defender al mejor Sartre, quiero decir.
—Así que el Sartre a quien le duele la muerte de un niño es un mal Sartre.
—Ése es un sofisma tamaño guardarropa. Con ese criterio, Beethoven era una mala persona porque en plena época de la Revolución Francesa hacía sonatas en lugar de marchas militares. No bajemos el nivel de la conversación.
—Bueno, volvamos a tu argumento. Querés decir que Sartre razona mal. Que no es capaz de rigor mental.
—No dije eso. No es que razone mal, es que se siente culpable.
—Culpable de qué.
—Esa mezcla de endemoniado y protestante.
—Y qué.
—Nada, quizá un indicio el apellido, ese Schweitzer. El otro indicio es la fealdad.
—La fealdad. Qué tiene que ver eso con el reportaje.
—Un chico feo, un sapo. Leíste LES MOTS?
—Sí, y qué.
—Se aterrorizaba cuando lo miraban.
—Y.
—Qué es lo que te pueden ver? El cuerpo. El infierno es la mirada de los otros.
Mirarnos es petrificarnos, esclavizarnos. No son los temas de su filosofía y de su literatura?
—Qué arbitrario que sos. Me vas a reducir a esas cuatro palabras todo el pensamiento de Sartre.
—Hace un momento, si mal no recuerdo, me exigiste que lo hiciera.
Panta rei.
—Bueno, ahora me vas a hacer de un complejo psicológico la base de una filosofía.
Si te agarran los bolches.
—La vergüenza no es una trivialidad, y sobre todo la vergüenza de un niño. Puede llegar a tener tremendo alcance existencial. Tengo vergüenza, por lo tanto existo.
De ahí sale todo.
—Todo? Me parece que se te va la mano.
—Por qué? Lo esencial en la obra de un creador sale de alguna obsesión de su infancia. Pensá en su literatura. Alguno se deja ver desnudo?
—Suponés que no hago otra cosa que recordar personajes de Sartre, cómo se visten o desvisten. Hace un siglo que no lo leo.
—Te digo porque me has estado torturando. Uno quiere ver a los hombres desde arriba, así se siente omnipotente. Otra quiere observar a su amiga sin que ella pueda verla. Un tipo se regodea imaginándose invisible y uno de sus placeres es espiar por el ojo de una cerradura. Otro imagina el infierno como una mirada que lo penetra todo. En una obra, el infierno es la mirada de una mujer, una mirada que para colmo deben sufrir toda la eternidad.
—Bueno, basta. Adónde vamos a ir a parar. Pero la filosofía…
—Me parece que leés los libros a la ligera. O no leíste EL SER Y LA NADA.
—Cómo no, pero fue en el siglo XIX.
—Por eso te digo.
—Te digo qué.
—Que leés todo a la ligera. Si no recordarías la invisibilidad, el sobrevuelo, a cada rato. Páginas sobre el cuerpo, la mirada, la vergüenza.
Momento en que entró Quique y dijo Maruja cada día estás más mona, et tout et tout. Y luego, dirigiéndose a S. dijo «Buenas tardes, Maestro». Así que S. adujo que estaba en retardo y se fue.
Apenas salió, Beba se dirigió indignada contra Quique:
—Te advertí que no te metieras con él, por lo menos en mi presencia!
—No lo puedo evitar, mi amor. Desde que me hizo trabajar en esa novela, tanto para aliviar esa pesadez. Un plomo. Un repedante, un mamarracho. Un día que tenga tiempo te voy a contar unas historias que bueno bueno. Y todo ese potinage, te aclaro, es superdocumentado.
—No veo por qué en lugar de hacer cosas desagradables no contaste algunos de tus chismes.
—En su presencia, decís?
—Claro.
—Sí, eh? Para que después aparezcan mis frases en su novela? En esa novela que hace ciento veinte años dice que está trabajando?