HASTA QUE POR FIN SE ENCONTRARON
Caminaban por las barrancas de Belgrano, sin hablar. Como siempre que estaba con Marcelo, se sentía confuso, incómodo, no sabía bien qué decirle. Parecía tratar de justificarse como ante un tribunal a la vez bondadoso pero insobornable. Alguien había definido al confesionario como un paradójico tribunal que absuelve a quien se acusa. Se sentía desnudo ante él, se acusaba despiadadamente ante él, y aunque descontaba su absolución, terminaba siempre descontento. Quizá porque más que absolución su espíritu necesitaba castigo.
Se sentaron a la mesa de un café.
—Cuál es el principal deber de un escritor? —le preguntó de pronto, como si en lugar de hacerle una pregunta comenzara una defensa.
El muchacho lo miró con sus ojos profundos.
—Hablo del autor de ficciones. Su deber es nada más pero nada menos que decir la verdad. Pero la verdad con mayúscula, Marcelo. No una de esas verdades chiquitas que leemos en los diarios todos los días. Y sobre todo las más escondidas.
Esperó la respuesta de Marcelo. Pero él, al sentirse esperado, se sonrojó y bajando los ojos comenzó a revolver con la cucharita el resto del café.
—Pero vos —dijo S. casi con irritación—, vos te has pasado la vida leyendo buena literatura. No?
El muchacho murmuró algo.
—Cómo, cómo? No te oigo —preguntó S. con irritación creciente.
Por fin se oyó algo que parecía afirmativo.
Entonces, por qué se callaba?
Marcelo levantó los ojos con timidez y con voz muy baja le respondió que él no lo acusaba por nada, que no compartía los puntos de vista de Araujo, que consideraba que tenía todo el derecho del mundo a escribir lo que escribía.
—Pero vos también sos revolucionario, no?
Marcelo lo miró un instante, luego volvió a bajar los ojos, avergonzado por la grandiosa denominación. Sabato comprendió y corrigió: que apoyaba la revolución.
Bien, creía que sí… no sabía… en cierto modo…
Sus pocas palabras salían plagadas de adverbios que atenuaban o hacían tan modestos sus verbos, sustantivos calificativos, que era casi como si se callara. De otro modo, su timidez, su anhelo de no herir le hubiesen impedido abrir la boca en absoluto.
—Pero vos has leído no sólo los poemas combatientes de Hernández. También has leído sus poemas de muerte. Y lo que es peor, admirás a Rilke y hasta me parece que te he visto con libros de Trakl.
No era de Trakl ese libro en alemán que tenías, en el DANDY?
Hizo un imperceptible gesto afirmativo. Le parecía casi una impudicia hablar de esas cosas en público. Llevaba los libros siempre forrados.
De pronto, Sabato comprendió que estaba haciendo con él casi un acto de violación. Vio, con pena y con sentimiento de culpa que Marcelo había sacado su inhalador para el asma.
—Perdoname, Marcelo. No quería decir esta clase de cosas. En realidad…
Pero sí. Lo grave es que había querido decir precisamente lo que había dicho. Se quedó confuso y enojado, pero no con el chico sino consigo mismo.
—Tu compañero —dijo al rato, sin comprender que iniciaba otra desafortunada incursión.
Marcelo levantó sus ojos.
—Son muy amigos, no?
—Sí.
—Es un obrero?
Le pareció oír que había trabajado en la fábrica FÍAT.
—Vive con vos en tu cuarto, no?
Marcelo lo miró intensamente.
—Sí —respondió—, pero eso no lo sabe nadie.
—Pero, sí, por supuesto. Es que, sabés, se parece a un compañero que tuvimos con Bruno, cuando las huelgas de la carne, en 1932.
Carlos.
Marcelo usó su inhalador para el asma. Su mano le temblaba.
Sabato se sintió culpable de la absurda escena y haciendo un esfuerzo comenzó a hablar de una sesión de Chaplin que había visto en el San Martín. Marcelo se tranquilizó, como alguien que a punto ya de ser desnudado por un loco en una plaza ve que el loco se retira. Pero fue un alivio transitorio.
—El hombre es un ser dual —dijo Sabato—. Trágicamente dual. Y lo grave, lo estúpido es que desde Sócrates se ha querido proscribir su lado oscuro. Los filósofos de la Ilustración sacaron la inconciencia a patadas por la puerta. Y se les metió de vuelta por la ventana. Esas potencias son invencibles. Y cuando se las ha querido destruir se han agazapado y finalmente se han rebelado con mayor violencia y perversidad. Mirá la Francia de la razón pura. Ha dado más endemoniados que ningún otro país: desde Sade hasta Rimbaud y Genet.
Se quedó callado, mirándolo.
—Claro, yo no podía decir esto los otros días. No sé. Me pareció que tu amigo… En fin… cómo te diré… A veces me apena decir ciertas cosas delante de alguien que…
Marcelo había bajado sus ojos.
—Por eso decía. Se habla de la misión de la novela. Como si se hablara de la misión de los sueños! Mirá Voltaire. Uno de los campeones de los tiempos modernos. Ya lo creo! Basta leer el CANDIDE para darse cuenta de lo que hay debajo de esa corteza de pensamiento ilustrado.
Sabato se rió, pero su risa no era sana.
—Y el otro es más grotesco, todavía. El mismísimo director de la Enciclopedia. Qué te parece. Habrás leído LE NEVEU, no?
Marcelo hizo un gesto negativo.
—Deberías leerlo. Sabés que Marx lo elogió? Claro, por otras razones, creo. En fin, sea como sea. Por eso te decía que entraron por la ventana. No es una casualidad que el desarrollo de la novela coincida con el desarrollo de los tiempos modernos.
Dónde se iban a refugiar las Furias? Se habla mucho del Hombre Nuevo, con mayúscula. Pero no vamos a crear a ese hombre si no lo reintegramos. Está desintegrado por esta civilización racionalista y mecánica de plásticos y computadoras. En las grandes civilizaciones primitivas las fuerzas oscuras eran reverenciadas.
Estaba oscureciendo y Marcelo se sentía aliviado por la falta de luz.
—Nuestra civilización está enferma. No sólo hay explotación y miseria: hay miseria espiritual, Marcelo. Y yo estoy seguro de que vos tenés que estar de acuerdo conmigo. No se trata de conseguir heladeras eléctricas para todo el mundo. Se trata de crear un ser humano de verdad. Y mientras tanto, el deber del escritor es escribir la verdad, no contribuir a la degradación con mentiras.
Marcelo no comentaba nada y él se sentía cada vez peor. Teóricamente todo eso lo sentía muy bien, pero su lado moralista y hasta burgués quizá lo atormentaba: pobres cieguitos! Esa clase de cosas. Y qué quería? Que Marcelo lo aplaudiera por describir horrores? Sabía, por otra parte, que a pesar de su cortesía y de su timidez, creía firmemente en ciertas cosas y que nadie sería capaz de arrancarle algo en que no creyera. O era esa esencial honradez lo que lo hacía rondar en torno de él, para tratar de obtener de él algún género de aprobación?
Se sintió muy mal, se disculpó y se fue. Caminó por Echeverría y de pronto se encontró frente a la Iglesia de la Inmaculada Concepción. Sombríamente comenzaba a destacarse su cúpula sobre el cielo gris. Lloviznaba y hacía frío. Qué estaba haciendo ahí, como un tonto? Los Ciegos, pensó mirando la gran iglesia, imaginando su cripta, los túneles secretos. Parecía como si sus oscuras obsesiones lo hubiesen conducido hasta aquel símbolo de sus angustias. Estaba mal, una incierta inquietud lo atormentaba y no sabía qué hacer. De pronto se le ocurrió que no había procedido bien con su amigo, que se había separado de manera brusca y estúpida, que podía haberlo herido. Se levantó del banco en que se había sentado y volvió al café. Habían prendido ya las luces. Felizmente, aún estaba. Lo vio de espaldas, escribiendo algo sobre un papelito. Si lo hubiera pensado, reflexionó más tarde, no se habría presentado tan silenciosamente. Cuando Marcelo lo advirtió tapó con un torpe movimiento el papelito, mientras se sonrojaba. «Un poema», pensó Sabato, avergonzándose de su irrupción. Hizo como que no lo hubiese notado y dijo, aparentando seguir la conversación:
—Mirá, volví porque creo haberte dicho otras cosas. Quiero decir… cosas diferentes a las que… Te quiero pedir un favor.
El muchacho, inclinándose levemente hacia adelante, ya repuesto, esperaba con cortesía el pedido.
Sabato se irritó.
—No ves? No empecé a hablar y ya te disponés a escucharme con deferencia cualquier cosa que diga. Era precisamente eso lo que te iba a pedir. Que no fueras así. Al menos, que no lo seas conmigo. Te conozco desde que naciste. Que me discutas, que me expongas tus reservas. Caramba… No sé… Sos una de las pocas personas… Y entonces…
La expresión de Marcelo había derivado, aunque muy ligeramente, hacia una especie de preocupación, muy seria y atenta.
—Pero es que yo… —dijo.
Sabato lo tomó de un brazo, pero con la misma delicadeza con que se levanta a un herido.
—Marcelo: yo necesito…
Pero no continuó y pareció que el diálogo se interrumpiría definitivamente. El muchacho observó cómo la cabeza de Sabato se inclinaba sobre la mesa. Porque consideró que era su deber ayudarlo, dijo:
—Pero si yo estoy de acuerdo… Bueno… quiero decir… en general… claro que…
Sabato había levantado su mirada y lo observaba con una mezcla de atención y fastidio.
—Ves? —comentó—. Siempre lo mismo.
Marcelo bajó sus ojos. Sabato pensó «es inútil». Y no obstante sentía la necesidad de hablar con él.
—Claro, comprendo que exagero. Soy un exagerado, siempre. Y en el fondo un extremista. Me he pasado la vida yendo de un extremo a otro y equivocándome con furia. Me apasionaba el arte y entonces me lancé en las matemáticas. Y cuando llegué bien al extremo, las abandoné, con una especie de rencor. Y la misma historia con el marxismo, con el surrealismo. Bueno, abandonar… Es una manera de decir, comprendés. Si uno ha amado intensamente siempre quedan en uno los rastros de la pasión. En algunas palabras, en algunos tics, en los sueños. Sí, sobre todo en los sueños… Vuelven a reaparecer las caras que creíamos olvidadas para siempre… Sí, un exagerado, Marcelo… Te dije un día que los poetas están siempre del lado de los demonios, aunque a veces no lo sepan, y advertí que vos no estabas de acuerdo… La exageración es de Blake, pero no importa, yo la repito siempre, por algo será. También te he dicho que por eso nos fascina el infierno de Dante y nos aburre su paraíso. Y que el pecado y la condenación inspiraron a Milton y el paraíso le quitó el impulso creador… Sí, claro, los demonios de Tolstoi, de Dostoievsky, de Stendhal, de Thomas Mann, de Musil, de Proust. Todo eso es cierto, al menos para esa clase de gente. Y por eso son rebeldes pero raramente revolucionarios, en el sentido marxista del término. Esa espantosa condición, porque es una espantosa condición, ya lo sé, no los hace aptos para una sociedad establecida, aunque sea la que sueñan los marxistas. Tal vez sean útiles como rebeldes, en la etapa romántica. Pero después… Mayakovsky, imaginate. Esenin…
Pero no es esto lo que te quería decir. Creo que quería decirte que no debés callarte, que no debés aceptar mis exageraciones, mis brutalidades, esa especie de manía para elegir los ejemplos que justifican mis obsesiones… Yo sé que de pronto, cuando te he hablado, pensás en Miguel Hernández, que si bien era un obseso por la muerte y muchos de sus poemas son de índole metafísica, no es un endemoniado como puede ser, digamos Genet. Y tenías toda la razón del mundo en pensar no exagere Ernesto, no siempre es así, puede haber un gran poeta que no esté en el bando de los demonios… Y hay otros que pueden ser dionisíacos, eufóricos, que pueden sentirse en armonía con el cosmos… y ciertos pintores…
Se calló. Nuevamente se sintió descontento, se encontraba ahora como mintiendo en algún sentido. Y con terrible desazón se levantó y se fue.