MUERTE DE MARCO BASSÁN
—Ahora duerme —explicó Juancho.
En la casi oscuridad, oyó por primera vez aquel quejido sordo y la respiración ansiosa y entrecortada. Cuando se fue acostumbrando a la penumbra, vislumbró lo que quedaba: un montón de huesos en una bolsa de carne doliente y podrida.
—Sí. El olor casi no se soporta de entrada. Después te acostumbrás.
Bruno miró a su hermano. Había sido su ídolo, cuando él, Bruno, era un chiquito: con su sombrero de anchas alas y sus enormes espaldas, en aquella yegua tordilla de cola larga. Y cuando por fin se fue, su padre dijo: «Nunca más entrará en esta casa». Y como para demostrar la precariedad de esa clase de palabras frente a las fuerzas de la especie y de la sangre, no sólo Juancho había vuelto sino que ahora era quien cuidaba de su padre, día y noche.
—Agua, Juancho —murmuró, despertando de aquel sueño de drogas, que debía diferenciarse de sus antiguos sueños como un pantano sucio, lleno de fieras, de una hermosa laguna visitada por aves.
Levantándolo un poco con su brazo izquierdo, le dio una cucharadita, como a un niño.
—Ha venido Bruno.
—Eh, cómo? —tartajeaba con su lengua de trapo.
—Bruno. Ha vuelto Bruno.
—Eh, cómo?
Miraba hacia adelante, con toda la cara, como un ciego.
Juancho entreabrió las persianas. Entonces Bruno vio lo que sobrevivía de aquel hombre enérgico y poderoso. De sus ojos hundidos, que parecían dos bolitas verdosas de vidrio resquebrajado y casi opacas, pareció surgir un pequeñísimo brillo, como una llamita de un rescoldo que se alienta.
—Bruno —murmuró por fin.
Bruno se acercó, se inclinó, intentó un torpe abrazo, mientras sentía el espantoso olor.
Articuló como un borracho:
—Ya ves, Bruno. Soy una ruina.
Fue una lucha de muchos días, llevada con la misma energía con que había luchado contra todos los obstáculos. Morir era caer vencido, y nunca se había declarado vencido. Bruno se decía que estaba hecho de la misma sustancia de aquellos venecianos que levantaron su ciudad luchando contra el agua y la peste, contra los piratas y el hambre. Todavía conservaba el perfil austero del Jacopo Soranzo pintado por el Tintoretto.
Se preguntaba si no era un acto de mezquindad y de cobardía salir, distraerse, recorrer las calles del pueblo, en lugar de tener presente el dolor de su padre en cada instante, asumirlo como Juancho. Luego, cobardemente, en fragmentarios pensamientos que no se atrevían a integrarse del todo, se decía que nada de malo había en olvidar el horror. Pero casi en seguida reflexionaba que aunque su padre no iba a sufrir ni más ni menos con ese alejamiento de su conciencia y de su memoria, era de cualquier modo una especie de traición. Entonces, abochornado, volvía a su casa y durante un rato pagaba una mezquina cuota de solidaridad, mientras Juancho seguía vigilando desde su sillón, atento al más mínimo rumor, ayudándolo, escuchando sus largos y disparatados delirios.
—Juancho! —exclamaba de pronto—. Incendian la cama! Y semiincorporándose, señalaba las llamas: allí, del lado de los pies.
Su hijo se levantaba con celeridad y apagaba el fuego con grandes ademanes, con esa exageración de las pantomimas, cuando es necesario hacerse entender por los solos gestos. Se tranquilizaba por algún tiempo.
Después, la cama se rompía, era preciso apuntalarla. Juancho traía maderas, se echaba al suelo, apuntalaba la cama. Más tarde, apartándose del respaldo, aterrorizado, señalaba con el índice, le mostraba gente, las acusaba de cobardes y agregaba palabras incomprensibles. Juancho se levantaba, increpaba a los intrusos con grandes voces, los echaba a empujones.
—Juancho —murmuraba de pronto el viejo en voz baja, como para contarle un secreto.
El hijo se aproximaba y ponía la oreja cerca de su boca, por la que salía el olor a podrido.
—Han entrado ladrones —susurraba—. Están disfrazados de ratas y ahora se han escondido en el ropero. Gaviña, ése es el jefe. Te acordás? El que fue comisario cuando los conservadores. Un ladrón, un sinvergüenza. Se cree que no lo reconocí disfrazado de rata.
Desfilaban viejos rostros, antiguos conocidos. Su memoria se había vuelto a la vez afilada y grotesca, deformada monstruosamente por el delirio y la morfina.
—Pero don Juan! Quién iba a decir que terminaría de mensual! Con la fortuna que supo tener!
Se lo señalaba, meneando la cabeza, sonriendo como no queriéndolo creer, con cierta irónica desilusión. Su hijo buscaba con la mirada.
—Ahí, rasqueteando el caballo.
—Ah —comentaba Juancho—. Hay que embromarse.
—Te das cuenta? Don Juan Audiffred. Quién lo hubiera dicho.
Comentaba el asunto normalmente, por un largo rato, porque por un lado veía monstruos o fantasmas y en seguida se comportaba con sensatez, conversando con hombres muertos veinte años atrás, con la misma naturalidad con que luego decía que su garganta estaba reseca y le vendría bien un poco de agua. Cuando Bruno volvía de la calle, su hermano le comentaba riéndose las ocurrencias de su padre, con esa mezcla de ternura y condescendencia con que el padre cuenta las fantasías de su chiquilín. Pero entonces recomenzaba el delirio y Juancho retornaba a las mágicas pantomimas, mientras Bruno se deslizaba al vestíbulo, donde sus otros hermanos hablaban de cosechas, rindes del maíz, compra y venta de campos, animales. Bruno los escuchaba y, queriendo entrar en aquella comunidad, recordaba que de chico sabían encargarle el peso del trigo en la balanza de densidades. Sus hermanos lo miraban. Mencionaba nombres: Favorito, Barletta.
Sus hermanos negaban desdeñosamente: hacía por lo menos veinte años que no existían. Alguno dejaba de fumar e iba por un momento al dormitorio del padre, a pagar su cuota, para volver ensombrecido.
—Y don Sierra?
Lo miraron con incrédula ironía.
Qué.
Se acordaba.
Los mayores ejercían el monopolio de ciertos recuerdos y no aceptaban así no más compartirlo con los menores, y mucho menos con Bruno. Pero sí, claro que lo recordaba: gordo y panzón, con aquellas orejas enormes de las que salían largos pelos blancos.
No bastaba. Se miraron entre sí en muda consulta, y Nicolás, fijando con severidad sus ojos sobre él como un profesor en un examen de tesis, exigió que nombrara la característica más típica de don Sierra.
Eso, confirmaron.
Bruno pensó ansiosamente. Lo miraban con socarronería de campo. La característica esencial de don Sierra, nada más que eso es lo que querían saber. El silencio era absoluto, mientras Bruno escarbaba en su memoria con desesperación.
El reloj de tres tapas?
No, señor.
Lo veía bastante bien llegando en su sulky, bajando con su látigo, con el gran cinto ajustado por debajo de su enorme vientre, en camiseta y blusa corralera, sudando, congestionado, con el chamberguito negro echado hacia la nuca, con alpargatas bordadas manchadas de bosta.
Se daba por vencido?
No sabía. Si no era el reloj de tres tapas, no sabía.
—El reloj de tres tapas! —comentaron con desprecio.
—Y? —pidió Bruno, con la impresión de que simplemente le hubieran tendido una trampa falsa.
Y qué.
Ese famoso rasgo característico.
Los grandes se miraron: otra de las peculiaridades del juego, dejar al examinado carcomido por las dudas. Bruno consideraba a aquellos hombretones de anchas espaldas y pelo canoso, esperando su veredicto, sin advertir todo lo que tenía de disparatado.
Con gravedad, el mayor emitió la información: engañar al inglés O’Donnell.
—Engañar al inglés O’Donnell?
Bruno exageró su extrañeza, para no darse del todo por vencido, como si aun en el caso de que aquella modalidad hubiera existido no era sin embargo tan esencial como para elevarla a la categoría de rasgo característico en el código de los Bassán.
Nicolás miró a sus camaradas: se concebía al viejo Sierra sin mentirle al inglés O’Donnell? De ningún modo, confirmaron.
—Me están haciendo una broma.
Bruno trató de descubrir algún brillo malicioso.
Nicolás se volvió hacia Marco, el menor (cuarenta y cinco años) y le ordenó:
—Si duerme papá, que venga Juancho.
—Momento —receló Bruno.
Lo acompañó a Marco, temía que lo pusieran al tanto. Juancho mostraba el cansancio de tantos días de sueño y sufrimiento.
—Vos no has oído —explicó Nicolás—. Decile a éste cuál era el rasgo más característico de don Sierra.
—Contarle mentiras al inglés O’Donnell.
Volvió Marco:
—Se despertó, quiere agua.
Se fue Juancho y la realidad que se había mantenido sordamente debajo de los tiernos recuerdos, como la permanente guerra durante el pequeño y dulce intervalo en que el soldado lee las cartas y abre el paquete de cositas, resurgió con dureza.
Se callaron, y durante un rato fumaron en silencio. Se oían quejidos. Nicolás miraba hacia fuera, pensando. Qué pensaban?
Bruno salió a la calle.
Todo, desde el nombre del pueblo, estaba vinculado a los seres que habían tenido peso en su vida: Ana María Olmos, su hijo Fernando, Georgina. Y aunque ansiaba encaminarse a la vieja casa que había originado aquel pueblo, algo se lo impedía, y sólo atinaba a dar vueltas en sus cercanías. Por las calles polvorientas los nombres despertaban sus recuerdos: la tienda de Salomón, la zapatería de Libonatti, el chalet del Dr. Figueroa, la Sociedad de Socorros Mutuos de su Majestad Vittorio Emmanuele.
Pero a Bruno los recuerdos de infancia se le habían presentado siempre como hechos inconexos y por lo tanto irreales. Porque la realidad la concebía como fluente y viva, como una palpitante trama, mientras que esos recuerdos aparecían desvinculados entre sí, estáticos, válidos en sí mismos, cada uno en su extraña y solitaria isla, con ese mismo género de irrealidad de las fotografías, ese mundo de seres petrificados en que para siempre hay un niño de la mano de una madre ya inexistente (convertida en tierra y planta), mientras el niño no es casi nunca aquel gran médico o héroe que la madre imaginó sino un oscuro empleado que, revolviendo papeles, encuentra la fotografía y la contempla a través de ojos empañados.
Así que cada vez que había intentado reconstruir las partes más alejadas de su vida, todo se le aparecía borroso, y apenas si aquí o allá se destacaban episodios o caras que a veces ni siquiera eran tan extraordinarios como para justificar su pervivencia. Porque, cómo explicar de otro modo que recordara con intensidad algo tan poco decisivo para su existencia como la llegada de aquel gran motor para el molino? Bien, con «tanta intensidad»… Tampoco era así, porque en cuanto se disponía a precisar con palabras aquella escena advertía que se volvía menos definida, que sus contornos se esfumaban y que todo perdía consistencia, como si se pudiera pasar el brazo a través sin que nada lo impidiera. No, no lo sabía, no podía dar detalles: en cuanto se lo proponía, la escena se esfumaba como los sueños al despertar. Además, le resultaba imposible forzar los recuerdos si no encontraba la clave, la palabra mágica, pues eran como princesas que dormían un antiguo sueño y que sólo despiertan cuando a sus oídos se murmura la palabra secreta. Allá abajo dormían felicidades y terrores; y, de pronto, una canción, un olor bastaban para quebrar el encantamiento y para hacer surgir el fantasma desde aquel cementerio de sueños. Qué melodía, qué incierto fragmento de melodía oyó aquella tarde de soledad en el jardín del Luxemburgo? La canción venía desde muy lejos, de un mundo ya perdido, y de pronto se vio en Capitán Olmos, en una noche de verano, a la luz de uno de aquellos grandes faroles de arco voltaico. Quiénes estaban? Únicamente vio surgir la figura de Fernando cortando las patas traseras de un sapo y luego sus esfuerzos grotescos para huir con las dos patas restantes, sobre el colchón de tierra reseca. Pero era un impreciso fantasma, sin carne ni peso, un Fernando desprovisto de ojos concretos y de labios carnales, casi una idea: un horror, un asco. Y aquel monstruo había surgido de una región de sombras para mutilar un sapo por obra de una canción. Qué extraño era que aquel sádico, la canción y el sapo mutilado sobrevivieran juntos, estuvieran para siempre unidos, fuera del tiempo, en un sombrío rincón de su espíritu. No, no podía recordar su infancia con lógica ni con orden. Sus reminiscencias emergían al azar de un fondo nebuloso y neutro, sin que le fuera posible establecer vínculo temporal entre ellos.
Porque entre aquellos fragmentos, que emergían como islotes de un océano indiferente, le era imposible determinar quién precedía o sucedía a quién, el tiempo entre ellos no tenía ningún significado, ya que no estaba unido a vidas y muertes, a lluvias y amistades, a desdichas, a amores. Y así, la llegada de aquella imprecisa máquina podía haber sido anterior o posterior a la horrible mutilación, porque entre ellos se extendía el océano gris, sin principio ni fin ni causalidad de las cosas que habían caído en el eterno olvido.
Entonces Juancho cedió en aquella lucha desigual, sufrió un ataque de gritos y raras convulsiones y hubo que darle una inyección para dormirlo. El viejo advirtió en seguida su ausencia, y desde el pozo en que se debatía imaginó que lo habían llevado al Pergamino y que allá lo habían matado, por venganza. Lo estaban ocultando. Por qué lo ocultaban? Eh? Por qué? murmuró llorando, aunque no había lágrimas en sus ojos, porque ya no tenía agua en su cuerpo; pero por el ruido y por la peculiar agitación de su cuerpo se infería que era llanto lo que aquel casicadáver producía: un llanto seco y pequeñito, una especie de casicadáver de llanto. Dónde estaba Juancho? Eh? Dónde estaba? En el Pergamino, murmuró una vez más, antes de entrar en una crisis que todos tomaron por la crisis final: respiraba como si alguien estuviera tratando de ahogarlo, se revolvía con furia en el lecho, de su boca salían gemidos y trozos, pedregullos de palabras. Se destapaba, aullaba. Hasta que de pronto su cara se puso rígida y hubo que sujetarlo para que no se arrojara de la cama. Luego, de su boca, como del agujero que da salida a un oscurísimo y maloliente pozo profundo, salieron acusaciones a los enemigos que habían matado a su hijo. Y después cayó, inerte, como desplomándose desde sí mismo.
Todos se miraron. Nicolás se acercó a verificar si respiraba. Pero una vez más superó la crisis. Era una bolsa de huesos y carne podrida, pero su espíritu resistía y se refugiaba en el corazón, la última fortaleza que le quedaba, cuando ya el resto del cuerpo se derrumbaba, desalentado, hacia la muerte.
Con voz apenas oíble, agotado por el esfuerzo, masculló algo. Nicolás acercó su oído a los labios y descifró el mensaje: «qué triste es morir». Eso era lo que parecía haber dicho. Y luego recomenzó la lucha, como un guerrero que reúne las escasas y deshechas huestes derrotadas para volver con ellas al inútil (pero hermoso) combate.
Sus huestes! pensaba Bruno. Pero si apenas contaba con el corazón, con aquel débil y agotado corazón. Pero ahí estaba, en cada uno de sus débiles latidos le aseguraba que aún estaba ahí, a su lado, que todavía resistirían.
Aquella ruina tuvo un momento de lucidez, reconoció a Bruno, tristemente le sonrió, pareció querer hablarle. Bruno se aproximó a su boca pero nada pudo entender, aunque su padre le señalaba su cuerpo, los restos de su cuerpo.
Se había quedado momentáneamente con él, y en su mirada ahora más calma le pareció a Bruno vislumbrar una sonrisa de incredulidad, mezcla de satisfacción e ironía. Hizo otro gesto de hablar. Bruno acercó su oído. Juancho, murmuró. Estaba tratando de dormir. Quedó pensativo. Después de un rato volvió a mascullar algo.
Cómo, cómo? Terreno? Qué terreno? Pareció ponerse de mal humor, hizo un gran esfuerzo, palabras inconexas que jamás habrían podido ser entendidas por un extraño, pero que Bruno logró juntar en su orden debido, como alguien que conoce un idioma antiguo y descifra un texto con fragmentos casi ilegibles: de la parte que habría de tocarle, una porción quería que fuese para un terreno. Su vieja manía: la tierra que fija.
Pareció sonreír con la promesa del hijo errante. Luego pidió por Juancho, quería agua, había que darlo vuelta. Bruno intentó torpemente, pero él hizo un gesto negativo. Hubo que despertarlo, lo dieron vuelta entre los dos, le acercaron una cucharita de agua. Por primera vez en su vida Bruno sintió que era verdaderamente útil, se sintió mucho más hermano de Juancho y, con una especie de tierna humildad comprendió que él, que había recorrido tierras y doctrinas, que había leído muchos libros sobre el dolor y la muerte, era inferior a aquel hermano que no lo había hecho nunca.
El viejo hizo otro signo, Juancho se acercó a su boca y asintió. Entonces el padre pareció dormirse en paz. Bruno miró a su hermano.
—La quintita.
Qué pasaba con la quintita? Era su pasatiempo. No lo sabía?
Había que remover la tierra ahora, había que puntear. Eso era todo.
Vio que su hermano se disponía a salir al patio trasero. Cómo, no se iba a dormir?
Adónde iba?
—Te acabo de decir que tengo que puntear la tierra.
Bruno lo miró estupefacto. Pero si no la iba a ver más, si esa quinta y todo lo demás desaparecería para siempre.
—Se ha dormido tranquilo porque se lo prometí.
Bruno se quedó callado, observándolo: desgastado por el gigantesco cansancio de días y noches, más envejecido.
—Pero al menos mandá a otro, a un peón.
—No, nunca quiso que nadie tocara la quintita.
Apenas salió su hermano, se sentó en su silla. Se sentía una basura, culpable por haber sentido asco, se recriminó por haber tratado de olvidar aquel sufrimiento distrayéndose por el pueblo, por haber pensado en otras cosas, por haber leído diarios en esos días, un libro. Todo era una frivolidad, hasta pensar en cosas tan profundas como el destino y la muerte, si se lo pensaba en general, en abstracto, y no sobre aquella carne sufriente, en esa carne, por esa carne.
Cuando volvió su hermano, le dejó su silla. Así permanecieron en silencio oyendo los gemidos, trozos del delirio. Desde atrás, Bruno contemplaba las grandes espaldas agobiadas de Juancho, su pelo blanco, su cabeza inclinada hacia adelante por el cansancio. Por un instante tuvo la tentación de extender una mano y ponerla sobre sus hombros, aquellos hombros que lo habían llevado cuando niño; pero en seguida comprendió que nunca sería capaz de hacerlo.
—Bueno, vuelvo a la quinta. Vigilá.
Al sentarse en la silla sintió un orgullo semejante al que debe de sentir un centinela que releva a su camarada en una posición de peligro. Pero en cuanto ese sentimiento tomó forma, se avergonzó.
Anochecía. De cuando en cuando aparecían los hermanos mayores. Juancho fue obligado, finalmente, a proseguir el sueño que había interrumpido. Y así Bruno pasó, por primera vez en su vida, la noche entera al lado de un moribundo. E intuyó que recién comenzaba a ser un hombre, porque únicamente la muerte prepara de verdad para la vida; pues la muerte de un solo ser unido a uno con vínculos entrañables permitía comprender la vida y la muerte de otros seres, por lejanos que fuesen, y hasta de los más humildes animales. Le daba agua, hasta pudo aplicarle la inyección de morfina.
Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque mencionaba nombres que nunca le había oído. También palabras sobre un timón o algo así. De pronto su expresión era de angustia. En otros momentos luchaba contra enemigos, resolviéndose en su lecho. Luego lo oyó canturrear, y su expresión fue entonces de felicidad: acercándose a sus labios reconoció deformes restos de LE CAMPANE DE SAN GIUSTO, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando él era un chico.
A los dos días comenzó la agonía.
A Bruno le chocaron la indiferencia cortés, los gestos mecánicos con que el sacerdote le dio el aceite y rezó las oraciones. Con todo, sintió la solemnidad de la extremaunción: era su padre que se despedía para siempre de la vida, de aquella vida que había vivido con tanto coraje y tenacidad.
Dos velas fueron prendidas ante una estampa de San Marco. Juancho le colocó en el cuello una medalla del santo veneciano. Y el viejo, desde ese momento, misteriosamente se tranquilizó hasta morir.