PORQUE, QUÉ CLASE DE TERNURA,
qué palabras sabias o amistosas —pensó Bruno que pensaba Sabato—, qué caricias podían alcanzar el corazón escondido y solitario de aquel ser, lejos de su patria y de su selva, brutalmente separado de su raza, de su cielo, de sus frescas lagunas? No era difícil que cavilando en esas penurias Nacho bajara finalmente sus brazos y, encorvado y pensativo, con las manos en los bolsillos traseros de sus blue-jeans, pateando distraídamente alguna piedrita, caminara luego por la Avenida del Libertador. Hacia dónde? Hacia qué soledades, todavía? Y entonces a S. le volvió en el estómago aquel asco por la literatura, que cada día se le repetía con más fuerza, y volvió a pensar en lo de Nietzsche: tal vez uno podría llegar a escribir algo verdadero cuando esa repugnancia por los literatos y sus palabras llegase a un grado irresistible; pero repugnancia de verdad, de esas que pueden provocar un vómito a la sola vista de uno de esos cocktails de artistas que hablan de la muerte mientras se disputan un premio municipal. Y después, a un millón de kilómetros de todos esos (esos?) seres vanidosos, mezquinos, perversos, sucios, hipócritas, empezar a respirar aire puro y fresco, estar en condiciones de hablar sin avergonzarse con un analfabeto como Carlucho, hacer algo con las manos: una acequia, un pequeño puente. Algo humilde pero limpio y exacto. Algo útil.
Pero como el corazón del hombre es insondable —se decía Bruno—, con ese pensamiento en su cabeza, el cuerpo de S. se dirigió hacia la calle Cramer, donde se encontraría con Nora.