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Tyrone la estaba esperando pacientemente cuando Soraya asomó la cabeza por la puerta de cristal. Al asomarse, sintió vibrar su móvil. El chico le hizo una seña y ella corrió sin hacer ruido hasta alcanzar las sombras del inicio de la rampa.

—Esos dos cabrones han acabado —dijo él en voz baja—. Se han ido arriba, con sus colegas.

—Será mejor que nos vayamos —contestó ella.

Pero antes de que pudiera echar a andar rampa arriba, Tyrone la agarró del brazo.

—Todavía no hemos acabado aquí, nena. —Señaló con el dedo—. ¿Ves el coche de detrás del Ford?

—¿Cuál? —Ella estiró el cuello—. ¿La limusina?

—No es una limusina cualquiera. Lleva matrícula oficial.

—¿Matrícula oficial?

—Y de la CIA, además. —Al ver que le miraba con interés, añadió—: Deron me enseñó a reconocerlas. —Señaló con la cabeza—. Anda, ve a comprobarlo.

Soraya rodeó el flanco del Ford. Enseguida vio la carrocería reluciente de la limusina y su matrícula. Estuvo a punto de dejar escapar un grito. La matrícula no era sólo de la CIA: era la del coche del Viejo. De pronto comprendió por qué se habían tomado la molestia de embalsamar al director. Necesitaban el cadáver, lo cual suponía dos cosas: que debía ser maleable y que no debía oler.

Su teléfono vibró de nuevo. Lo sacó, miró la pantalla. Era Peter Marks. ¿Qué coño quería? Mientras retrocedía hacia Tyrone dijo:

—Han matado al director de la CIA. Ése es su coche.

—Sí, pero ¿qué van a hacer con él?

—Puede que le hayan matado ahí.

—Puede. —Tyrone se rascó la barbilla—. Pero les he visto hurgar dentro.

Su móvil vibró por tercera vez. Ahora era Bourne. Tenía que decirle lo que estaba pasando, pero en ese momento no podía arriesgarse a mantener una conversación prolongada.

—Tenemos que salir de aquí enseguida, Tyrone.

—Tú sí, a lo mejor —contestó él sin quitar ojo a la limusina—. Yo voy a quedarme un rato más.

—Es muy peligroso —dijo Soraya—. Nos vamos los dos.

Tyrone levantó la pistola.

—No me des órdenes. Yo a ti no te digo lo que tienes que hacer. Puedes hacer lo que quieras.

Ella sacudió la cabeza.

—No pienso dejarte aquí. No quiero que te impliques más en esto.

—Maté a dos hombres por ti, nena. ¿Crees que puedo implicarme todavía más?

A Soraya no le quedó más remedio que admitir que tenía razón.

—Lo que no entiendo es por qué te metiste en esto.

Él comprendió que se había dado por vencida y le lanzó una sonrisa.

—¿Que qué gano yo con esto, quieres decir? En el barrio donde crecimos Deron y yo, los tíos sólo hacen las cosas por dos motivos: para ganar dinero o para tirarse a alguien. Con suerte, para las dos cosas al mismo tiempo. Llevo mucho tiempo fijándome en Deron. Él salió de esa mierda. Llegó a algo. Yo le admiro, pero siempre he pensado que eso era para él, no para mí. Y ahora, con este lío, me he dado cuenta de que a lo mejor yo también tengo futuro.

—También cabe la posibilidad de que te maten.

Tyrone se encogió de hombros.

—Como cada día en mi barrio, tú.

En ese momento sacó una PDA.

—Creía que sólo usabas móviles de prepago —dijo ella, refiriéndose a los teléfonos de usar y tirar que le había visto llevar.

—Lo de este teléfono sólo lo sabe una persona. La que me lo regaló.

Echó un vistazo a la PDA. Saltaba a la vista que estaba leyendo un e-mail.

—Joder. —Levantó la vista—. ¿A qué esperamos? Vámonos de aquí cagando leches.

Subieron por la rampa, hacia el panel que controlaba las luces y el sistema de apertura de la puerta automática.

—¿Has cambiado de idea?

Tyrone puso cara de fastidio.

—Deron dice que tengo que salir pitando ahora mismo. Por lo visto tu Bourne ha vuelto.

Peter Marks remoloneaba por el pasillo, cerca del ascensor, cuando los Siete salieron de la sala de reuniones. Intentó llamar la atención de Rob Batt. Había trabajado para él antes de que Martin Lindros le eligiera para Tifón. De hecho, la metodología de Batt había sido para él como la Biblia, metafóricamente hablando; todavía consideraba al jefe de operaciones su mentor dentro de la CIA.

De modo que no fue de extrañar que, al mirarle Batt, Marks captara de inmediato su atención. El jefe de operaciones se apartó de los demás y dobló la esquina del pasillo en el que esperaba su antiguo colaborador.

—¿Qué haces aquí, Peter?

—La verdad es que estaba esperándole. —Miró con nerviosismo a su alrededor—. Tenemos que hablar.

—¿No puedes esperar?

—No, señor, no puede esperar.

Batt frunció el ceño.

—Muy bien. Vamos a mi despacho.

—Sería mejor fuera, señor.

El jefe de operaciones le miró con curiosidad; luego alzó los hombros.

Bajaron juntos en el ascensor, cruzaron el vestíbulo y salieron por la puerta principal. Marks se encaminó hacia la rosaleda que había en la parte este del jardín. Cuando estuvieron a cierta distancia del edificio, le contó palabra por palabra lo que le había dicho Soraya Moore.

—Yo tampoco me lo creía, señor —dijo al ver su cara—. Pero luego llamé a un amigo mío que trabaja en la Casa Blanca. El Viejo no está allí. No ha ido en todo el día.

Batt se frotó la papada con una mano.

—¿Dónde coño está, entonces?

—Eso es lo extraño, señor. —Marks, que ya estaba inquieto, iba poniéndose más nervioso por momentos—. Me he pasado cuarenta minutos al teléfono. No sé dónde está. Nadie lo sabe.

—¿Y Anne?

—También ha desaparecido.

—Santo cielo.

Marks volvió a echar un vistazo a su alrededor.

—Señor, por increíble que pueda parecer, creo que debemos tomarnos en serio la historia de Soraya.

—Es increíble, desde luego, Peter. Además de una locura. No me digas que crees a esa… —Batt sacudió la cabeza, sin saber qué decir—. ¿Dónde diablos está?

—Eso no lo sé —reconoció Marks—. He llamado un par de veces a su móvil, pero no contesta. Le aterroriza que Lindros pueda encontrarla.

—No me extraña. Tenemos que traerla aquí cuanto antes y quitarle esa idea de la cabeza antes de que haga cundir el pánico en la agencia.

—Pero, si se equivoca, ¿dónde están el Viejo y Anne?

Batt se dirigió hacia la salida de la rosaleda.

—Eso es lo que voy a averiguar —dijo por encima del hombro.

—¿Y Soraya…?

—Si te llama, hazle creer que estás de su lado. Tráela aquí lo antes posible.

Mientras él jefe de operaciones desaparecía dentro de la sede central de la CIA, el teléfono de Marks comenzó a sonar. Comprobó la llamada. Apretó un botón y baló.

—Hola, Soraya. Oye, he estado pensando en lo que me dijiste y he llamado a la Casa Blanca. El Viejo y Anne han desaparecido.

—Claro que han desaparecido —la oyó decir Marks—. Acabo de ver al Viejo. Está en la mesa de un tanatorio, con un orificio de bala en el pecho.

Karim se hallaba sentado en la sala de reuniones contigua al despacho del Viejo, junto a los Siete. Estaban escuchando un mensaje de los servicios secretos saudíes informando de la toma de la planta nuclear de Duyya en Miran Shah. A diferencia de los otros, sin embargo, Karim recibió el comunicado con desconcierto y turbación a partes iguales. ¿Era una treta de su hermano debida al nivel de alerta declarado por la CIA, o se habían torcido por completo las cosas?

Sabía que sólo había un modo de averiguarlo. Salió de la sala de reuniones, pero de camino al ascensor divisó a Peter Marks con el rabillo del ojo. Era la segunda vez que lo veía allí, donde no debía estar. Una campana de alerta resonó en su cabeza y, en lugar de entrar en el ascensor con algunos de los demás jefes, torció a la izquierda. Se detuvo detrás de una esquina desde la que veía la puerta de la sala de reuniones. Cuando salió Rob Batt, Marks se acercó a él. Hablaron un momento. Batt, que al principio se mostró tranquilo, asintió. Entraron juntos en la sala de reuniones y cerraron la puerta.

Karim se apresuró a entrar en las oficinas del director. Pasó ante la mesa en la que un joven de comunicaciones estaba sustituyendo a Anne. El chico le saludó inclinando la cabeza cuando entró en el despacho del Viejo.

Una vez sentado tras la mesa, pulsó un interruptor. Se oyeron dos voces procedentes de la sala de reuniones.

—… de Soraya —estaba diciendo Marks—. Asegura que ha visto al director muerto en un depósito de cadáveres, con un orificio de bala en el pecho.

—¿Qué está tramando esa mujer? He hablado con Martin. Ha tenido noticias del Viejo.

—¿Dónde está?

—Ocupándose de un asunto personal, con Anne —contestó Batt en un tono que sonó a bostezo.

—Soraya también ha tenido noticias de Bourne.

—Bourne está muerto.

—No. Ha encontrado la planta nuclear auténtica. Está en Miran Shah, en la frontera de…

—Sé dónde está Miran Shah, Peter —le espetó Batt—. ¿Qué es todo este embrollo?

—Soraya me dijo que Feyd al Saud podía verificarlo todo.

—Justo lo que me hace falta: recurrir al jefe de seguridad saudí para comprobar nuestros informes.

—También dijo que Bourne ha matado a Fadi. Y que viene para acá en el avión privado de Fadi.

Siguieron hablando, pero Karim ya había oído suficiente. Tenía la sensación de que le corrían hormigas por todo el cuerpo. Quería gritar, hacerse pedazos, miembro a miembro.

Salió precipitadamente del despacho y tomó el ascensor. Pero en lugar de bajarse en el aparcamiento del sótano y coger un coche por el cual tendría que firmar, cruzó a toda prisa la puerta principal, atravesó el jardín y salió a la calle.

La noche había caído hacía tiempo sobre Washington. El cielo bajo, lleno de ceñudas nubes, parecía absorber el brillo de las luces de la ciudad. Las sombras se alzaban hasta alturas monumentales.

Se detuvo en la esquina de la Veintiuna con Constitution y pidió un taxi por teléfono. Tras siete minutos de angustiosa espera, llegó el taxi y montó en él.

Trece minutos después, se apeó delante de una oficina de Avis y echó a andar en dirección contraria. Cuando el taxi se perdió de vista, dio media vuelta, entró en la oficina de Avis y alquiló un coche usando documentación falsa. Pagó en metálico, tomó posesión del GM, pidió indicaciones para llegar al aeropuerto de Dulles y arrancó.

En realidad, no tenía intención de ir a Dulles. Su destino era la pista de aterrizaje de Sistain Labs, al sur de Annandale.

El avión sobrevoló la bahía de Occoquan, viró hacia el norte y se dirigió hacia la pista de aterrizaje situada en una península en forma de puño que se adentraba en el agua. Siguiendo el camino que marcaban las luces, el piloto aterrizó con la suavidad de un susurro. Mientras recorrían la pista perdiendo velocidad metro a metro, Bourne vio a Tyrone montado en su Ninja, con un maletín duro de cuero negro sujeto a la espalda. Comprobó su reloj. Llegaban justo a tiempo, lo que significaba que disponía de unos treinta y cinco minutos para prepararse.

Durante el vuelo había hablado varias veces con Soraya. Las noticias que se dieron el uno al otro eran a un tiempo gratificantes y pavorosas. Fadi había muerto y la amenaza nuclear de Duyya había sido erradicada, pero Karim había matado al Viejo y consolidado su poder dentro de la CIA. Ahora planeaba destruir la sede central de la agencia y a todo el que estuviera dentro, haciendo coincidir el devastador atentado con el estallido del artefacto nuclear. Soraya tenía un aliado dentro de la CIA: un agente de Tifón llamado Peter Marks. Pero éste no era de carácter rebelde. Soraya ignoraba hasta qué punto estaría dispuesto a arriesgarse por ella.

Respecto a la muerte del Viejo, Bourne tenía sentimientos encontrados. Le habían hecho sentirse como el nieto pródigo: como un descarriado que, al volver a casa, debía someterse a la desdeñosa ira de su abuelo. El director de la CIA había ordenado matarle más de una vez. Claro que nunca le había entendido: por eso le tenía tanto miedo; Bourne podía reprocharle muchas cosas, pero no ésa. Él nunca había encajado en los esquemas de la CIA: le habían metido por la fuerza en una organización que despreciaba el individualismo. Él no había buscado aquel vínculo, y sin embargo existía. O había existido, mejor dicho.

Ahora, Bourne fijó su atención en Karim.

El avión se había detenido sobre la pista de asfalto; los motores se habían apagado. Bourne se llevó al piloto, recorrió el pasillo, abrió la puerta y bajó la escalerilla para que subiera Tyrone, que se había acercado en moto al reactor.

El chico subió por la escalerilla y depositó el maletín de cuero negro a sus pies.

—Hola, Tyrone. Gracias.

—Aquí falta luz, tío. No se ve nada.

—De eso se trata.

El joven le miraba fijamente.

—Pareces un puto árabe.

Bourne se rio. Levantó el maletín, se acercó a unos asientos y lo abrió. Tyrone se fijó en el piloto árabe, un hombre de barba y piel oscura que le miraba ceñudo, entre desafiante y temeroso.

—¿Quién coño es éste?

—Un terrorista —contestó Bourne con sencillez. Se detuvo un momento mientras vaciaba el maletín para calibrar la situación—. ¿Te apetece cargártelo?

Tyrone se echó a reír.

—Maté a dos para hacerle un favor a la espía. Ya he tenido suficiente.

—¿A qué espía?

Los ojos del chico brillaron.

—Ya sé que Deron y tú sois muy amigos, pero a mí no me jodas.

—No intento joderte, Tyrone. Perdona, pero tengo poco tiempo. —Bourne encendió una de las luces de encima de los asientos, abrió su móvil y buscó las fotos que había hecho de la cara de Fadi. Luego empezó a abrir frascos, botellas, tubos y a sacar postizos de extrañas formas—. ¿Te importaría decirme de qué estás hablando?

Tyrone titubeó un momento mientras lo observaba, intentando averiguar si le estaba tomando el pelo. Al parecer, llegó a la conclusión de que se había equivocado.

—Hablaba de la espía. De Soraya.

Sin dejar de mirar las fotos de Fadi, Bourne se colocó varias prótesis en la boca y probó a mover la mandíbula.

—Entonces debo darte las gracias.

—Joder, ¿qué le ha pasado a tu voz?

—Como puedes ver, me estoy convirtiendo en un hombre nuevo —contestó Bourne.

Siguió transformándose: sacó una gruesa barba del montón que había en el maletín y le dio forma con unas tijeras para que fuera una réplica exacta de la de Fadi. Se pegó la barba y se miró en el espejo de aumento que sacó del maletín.

Le pasó su móvil a Tyrone.

—Hazme un favor, ¿quieres? Dime hasta qué punto me parezco al tipo de esas fotos.

Tyrone parpadeó como si no pudiera creer lo que le había pedido Bourne. Miró luego las fotos una por una. Antes de pasar a la siguiente, estudiaba la cara de Bourne.

—Joder —dijo por fin—. ¿Cómo lo haces, tío?

—Es un don —contestó él en serio—. Bueno, escucha. Necesito que me hagas otro favor. —Miró su reloj—. Dentro de unos once minutos, ese cabrón al que Soraya anda persiguiendo estará aquí. Quiero que te quites de en medio. Necesito que te ocupes de una cosa. Es importante. En la cabina de al lado está mi amigo, Martin Lindros. Está muerto. Quiero que contactes con una funeraria. Hay que incinerar sus restos. ¿De acuerdo? ¿Harás eso por mí?

—Tengo la moto, así que puedo llevarlo delante, ¿te parece?

Bourne asintió con la cabeza.

—Trátalo con respeto, Tyrone, ¿de acuerdo? Ahora, lárgate. Y no uses la entrada principal.

—Nunca lo hago.

Bourne se rio.

—Nos vemos al otro lado. Tyrone le miró.

—¿Al otro lado de qué?