16
La PDA de Anne Held comenzó a vibrar a las 6:46 de la tarde. Era su PDA personal, la que le había regalado su Amante, no la de la CIA. Al cogerla, la carcasa negra estaba caliente: Anne la llevaba sujeta al muslo. En la pantalla aparecía este mensaje, como escrito por un genio: «Dentro de veinte minutos, en su apartamento».
Su corazón empezó a latir más deprisa y su sangre a agitarse, porque aquel mensaje procedía, en cierto modo, de un genio: su Amante. Su Amante había regresado.
Le dijo al Viejo que tenía cita con el ginecólogo, lo cual la hizo reírse para sus adentros. El Viejo, en cualquier caso, se lo tomó con calma. La sede de la CIA era como la sala de urgencias de un hospital: desde que Lindros los había puesto en estado de emergencia, trabajaban todos sin cesar.
Anne salió del edificio, detuvo un taxi y se bajó de él a seis manzanas de Dupont Circle. Desde allí siguió a pie. El cielo estaba despejado e iluminado por una luna muy alta. Un viento afilado intensificaba el frío. Con las manos metidas en los bolsillos, Anne se sentía caliente por dentro, a pesar del tiempo.
El apartamento estaba en la calle Veinte, en una casa decimonónica de cuatro plantas y estilo neocolonial, diseñada por Stanford White. Le abrieron la puerta de madera y cristal emplomado a través del portero automático. Se encontró con un pasillo con friso de madera que cruzaba en línea recta el centro del edificio y acababa en una puerta trasera, también de madera y cristal, la cual daba a una zona mínimamente ajardinada, que se utilizaba como aparcamiento privado.
Anne se detuvo junto a los buzones y pasó las yemas de los dedos por la portezuela metálica, con bisagras de apertura en vertical, que llevaba el número 401 y tenía escrito el nombre de Martin Lindros.
Se detuvo en el cuarto descansillo, delante de la puerta de color crema, y apoyó la mano en la gruesa madera. Le pareció sentir una vibración sutil, como si el apartamento, vacío durante tanto tiempo, bullera de nuevo lleno de vida. El cuerpo de su Amante, cálido y eléctrico, habitaba las estancias detrás de la puerta y las inundaba de energía y calor redoblado, como el sol filtrándose a través de un cristal.
Anne recordó su última despedida. Sintió el mismo dolor que entonces: cortante como una profunda bocanada de aire una noche de helada, se le clavó en las costillas infligiéndole otra herida a su corazón. Esta vez, sin embargo, el dolor era también distinto, porque entonces estaba segura de que no volvería a verle al menos en nueve meses. Hacía, en realidad, casi once que no se veían. Pero no era sólo el tiempo pasado (ya de por sí bastante malo) lo que le preocupaba, sino también la convicción de que se habría efectuado algún cambio.
Había arrumbado aquel temor en un armario al fondo de su cabeza, naturalmente, pero ahora, al hallarse allí, delante de la puerta del apartamento, comprendió que era un peso que había acarreado durante todos aquellos meses, como un niño no deseado.
Se inclinó hacia delante y apoyó la frente sobre la madera pintada, recordando su despedida.
—Pareces muy angustiada —había dicho él—. Te he dicho que no te preocupes.
—¿Cómo no voy a preocuparme? —había contestado ella—. Nunca se ha hecho.
—Siempre me he considerado una especie de pionero. —Sonrió para infundirle ánimos. Luego, al ver que fracasaba, la estrechó entre sus brazos—. A tiempos desesperados, medidas desesperadas. Nadie lo sabe mejor que tú.
—Sí, sí, claro. —Anne se había estremecido—. Pero aun así no puedo evitar preguntarme qué será de nosotros… al otro lado.
—¿Por qué iba a cambiar algo?
Ella se había separado lo justo para mirarle a los ojos.
—Tú sabes por qué —le había susurrado.
—No, no lo sé. Seguiré siendo el mismo. Tienes que confiar en mí, Anne.
Y ahora allí estaba (allí estaban ambos), al otro lado. Era el momento de la verdad, el momento de descubrir qué cambios se habían operado en él durante esos once meses. Confiaba en él, sí. Pero el miedo con el que había convivido se había desatado de pronto y serpeaba por su bajo vientre. Se disponía a adentrarse en lo desconocido. No había precedente, y la aterrorizaba encontrarle tan cambiado que ya no fuera su Amante.
Giró el pomo de bronce de la puerta con un leve gemido de fastidio dirigido hacia sí misma y empujó. Él había dejado abierto. Al entrar en el recibidor se sintió como una hindú, como si su camino hubiera sido trazado hacía mucho tiempo y viviera atenazada por un destino que la superaba, que le superaba incluso a él. ¡Qué lejos estaba de la educación privilegiada que le habían proporcionado sus padres! Eso tenía que agradecérselo a su Amante. Ella había puesto también su parte, desde luego, pero su rebeldía estaba cargada de temeridad. Él la había domeñado, la había convertido en un foco de luz. Ella no tenía nada que temer.
Estaba a punto de llamarle cuando oyó su voz: aquella canción ululante que tan bien conocía llegó flotando hasta ella como arrastrada por una corriente de aire destinada sólo a ella. Le encontró en el dormitorio principal, sobre una de las alfombras de Lindros, porque no podía, claro está, llevar una de las suyas.
Estaba de rodillas, descalzo, con la cabeza cubierta por un casquete blanco y el torso inclinado hacia delante de modo que su frente tocaba el borde de la alfombra. Estaba rezando de cara a la Meca.
Se quedó muy quieta, como si cualquier movimiento pudiera perturbarle, y dejó que las palabras en árabe la bañaran como una lluvia suave. Hablaba bien el idioma, varios de sus dialectos, en realidad, lo cual había intrigado a su Amante cuando se vieron por primera vez.
La oración, acabó por fin. Él se levantó y, al verla, sonrió con la cara de Martin Lindros.
—Sé lo que quieres ver primero —dijo suavemente en árabe, quitándose la camisa por la cabeza.
—Sí, enséñamelo todo —contestó Anne en el mismo idioma.
Allí estaba el cuerpo que tan bien conocía. Anne se fijó en su abdomen, en su pecho. Deslizando la mirada hacia arriba, se encontró con sus ojos: el derecho, alterado por una nueva retina. El rostro de Martin Lindros, provisto de su retina derecha. Era ella quien había procurado las fotografías y el escáner de retina que había hecho posible la transformación. Estudió ahora la cara como no había podido hacerlo en las dos ocasiones en que se había cruzado con él al salir o entrar en el despacho del Viejo. En esas ocasiones, se habían saludado inclinando brevemente la cabeza y habían intercambiado un hola, como si él fuera el auténtico Lindros.
Estaba maravillada. La cara era perfecta: el doctor Andursky había hecho un trabajo magnífico. La metamorfosis había colmado con creces sus expectativas.
Él se llevó las manos a la cara y rió suavemente al tocar los hematomas, los arañazos, los cortes. Estaba muy satisfecho de sí mismo.
—¿Ves?, el maltrato que recibí de mis secuestradores estaba calculado para ocultar los escasos vestigios que quedaban de las cicatrices que dejó el bisturí de Andursky.
—Yamil… —musitó ella.
Se llamaba Karim al Yamil ibn Hamid ibn Ashef al Uahhib. Karim al Yamil significaba «Karim el hermoso». Dejaba que Anne le llamara Yamil porque ello le producía un intenso placer. A ninguna otra persona se le ocurriría hacerlo, y menos aún decirlo en voz alta.
Sin apartar los ojos de su cara, Anne se quitó el abrigo y la chaqueta, se desabrochó la camisa y se bajó la cremallera de la falda. Con la misma parsimonia se quitó el sujetador y se bajó las bragas. Luego se quedó allí de pie, en tacones, en medias de satén y liguero de encaje, y su corazón se llenó de gozo al ver cómo la devoraba él con la mirada.
Se apartó del suave montón que formaba su ropa y se acercó a él.
—Te he echado de menos —dijo Yamil.
Anne se dejó abrazar, pegó su carne desnuda a la de él, gimió al aplastar los pechos contra su torso. Pasó las palmas por sus músculos más prominentes, dejando que las yemas de sus dedos trazaran la forma de las lomas y hondonadas que memorizó la primera noche que pasaron juntos en Londres. Pasó largo rato así. Él esperó pacientemente: sabía que era como una persona ciega intentando cerciorarse de que ha penetrado en territorio conocido.
—Cuéntame qué pasó. ¿Cómo fue?
Karim al Yamil cerró los ojos.
—Durante un mes y medio fue terriblemente doloroso. Lo que más temía el doctor Andursky era una infección mientras cicatrizaban los injertos de piel y de músculo. No podía verme nadie, excepto su equipo y él. Llevaban guantes de látex y mascarilla para taparse la nariz y la boca. Me daban un antibiótico tras otro.
»Después del trasplante de retina, estuve muchos días sin poder abrir el ojo. Tenía el párpado cerrado y tapado con una bola de algodón y espadrapo. Estuve un día sin poder moverme, y luego otros diez con los movimientos muy limitados. No podía dormir, así que tuvieron que sedarme. Perdí la noción del tiempo. El dolor no cesaba, por más cosas que me inyectaban. Era como un segundo corazón que latía con el mío. Notaba la cara en llamas. Y detrás del ojo derecho tenía un picahielos que no podía quitarme.
»Eso fue lo que pasó. Lo que sentí.
Ella había empezado ya a treparse a él como si fuera un árbol. Él bajó las manos para agarrar sus nalgas. La apoyó contra la pared, apretándola contra ella, y Anne le ciñó las caderas con las piernas. Él luchó con su cinturón, se bajó los pantalones. Estaba tan excitado que le dolía. Ella gritó cuando la mordió, y volvió a gritar cuando echó la pelvis hacia delante y empujó hacia arriba.
En la cocina, con la piel desnuda y deliciosamente erizada, Anne sirvió champán en un par de copas altas. Echó luego una fresa en cada una y las vio flotar entre el chisporroteo de las burbujas. La cocina estaba en el lado oeste del edificio. Sus ventanas daban a un patio entre edificios.
Le dio una de las copas.
—Todavía se nota la herencia de tu madre en el color de tu piel.
—Alabado sea Alá. Sin su ascendencia inglesa, no habría podido hacerme pasar por Martin Lindros. El bisabuelo de Lindros era de un pueblo de Cornualles, a menos de ochenta kilómetros de la finca de la familia de mi madre.
Anne se rió.
—Qué ironía. —Sus manos, privadas tanto tiempo de la piel de su Amante, parecían poder acariciarlo eternamente. Dejó la copa en la encimera de granito, le agarró y le empujó juguetona hacia atrás, hasta que estuvo contra la ventana—. No puedo creer que estemos aquí juntos. No puedo creer que estés a salvo.
Karim al Yamil besó su frente.
—Dudabas de mi plan.
—Ya sabes que sí. Tenía dudas y miedos. Parecía tan… arriesgado, tan difícil de llevar a cabo.
—Todo es cuestión de percepción. Debes pensar en ello como en un reloj. Un reloj ejecuta una función muy simple: marca los segundos y los minutos. Y cuando acaba una hora, emite un tintineo. Es sencillo, pero fiable. Y eso es porque por dentro está compuesto por una serie de piezas ideadas con todo cuidado, afinadas y pulidas con esmero para que, al ponerse en marcha, encajen a la perfección.
En ese momento, notó que Anne miraba detrás de él. Un destello de pavor apareció en sus ojos.
Karim al Yamil se volvió y miró por la ventana, hacia el aparcamiento entre los edificios. Allí, aparcados el uno junto al Otro, había dos coches norteamericanos de último modelo, mirando cada uno hacia un lado. El que miraba hacia el norte tenía el motor encendido. Las ventanillas de los conductores estaban bajadas. Saltaba a la vista que sus ocupantes estaban hablando.
—¿Qué pasa?
—Esos dos coches —susurró ella—. Son efectivos de la policía.
—O dos conductores que se han parado a charlar.
—No, hay algo…
Anne se calló de pronto. Uno de los hombres se había inclinado hacia delante lo justo para que le reconociera.
—Es Matthew Lerner. ¡Maldita sea! —Se estremeció—. No he tenido ocasión de decírtelo, pero entró en mi casa, la registró y me dejó una horca en el armario, con unas bragas mías colgadas.
Karim al Yamil sofocó una risa amarga.
—Tiene sentido del humor, eso hay que reconocerlo. ¿Sospecha algo?
—No. Habría ido a hablar con el director si tuviera la más ligera sospecha. Lo que quiere es librarse de mí. Creo que es para poder quitarse de en medio al Viejo sin que nadie le estorbe.
Abajo, en el aparcamiento, los dos hombres se habían dicho ya lo que tuvieran que decirse. Lerner se marchó en el coche que miraba hacia el norte y el otro se quedó sentado detrás del volante de su vehículo. No hizo intento de poner el motor en marcha, sino que encendió un cigarrillo.
Karim al Yamil dijo:
—En cualquier caso, te está haciendo seguir. Nuestra seguridad corre peligro. —Se apartó de la ventana—. Vístete. Tenemos cosas que hacer.
En cuanto el velero atracó en el club de yates, la policía saltó a bordo. El capitán y los pilotos, incluido Abbud ibn Aziz, se mostraron debidamente acobardados y entregaron sus documentos de identidad al policía que ejercía de teniente. Luego el policía se volvió hacia Fadi.
Sin decir palabra, sin parecer intimidado en lo más mínimo, éste le entregó los documentos que le había dado Abbud ibn Aziz y que le identificaban como el teniente general Viktor Leonidovich Romanchenko, del servicio de contraespionaje del SBU. Sus órdenes, incluidas entre los papeles, iban firmadas por el coronel general Igor P. Smeshko, jefe del SBU.
A Fadi le hizo gracia ver que aquel teniente de policía tan petulante palidecía de pronto y se cuadraba ante él. El amo se había convertido en sirviente.
—Estoy siguiendo el rastro de un asesino, un prófugo de prioridad máxima —dijo Fadi al volver a coger sus papeles cuidadosamente falsificados—. Ha matado a esos cuatro hombres de la playa, así que ya ve que es muy peligroso, además de muy hábil.
—Soy el teniente Kove. A sus órdenes, teniente general.
Fadi les hizo salir al trote del velero.
—Le advierto una cosa —dijo por encima del hombro—. Ejecutaré con mis propias manos a quien mate al fugitivo. Adviértaselo a sus hombres. Ese asesino es mío.
El detective Bill Overton fumaba sentado en su coche. Estaba relajado, más contento que en todo el año anterior. Aquel trabajo bajo cuerda que le había ofrecido Lerner le había venido como caído del cielo. Además, le había asegurado que, cuando acabara, tendría ese puesto en Seguridad Nacional que tanto deseaba. Overton sabía que no intentaba darle gato por liebre. Lerner tenía poder. Decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. Lo único que tenía que hacer él era cumplir sus órdenes sin preguntar por qué ni para qué. Y eso era fácil: le importaba una mierda lo que se trajera entre manos. Sólo le interesaba que le abriera las puertas de Seguridad Nacional.
Overton mordisqueaba su cigarrillo. Para él, Seguridad Nacional lo era todo. ¿Qué otra cosa tenía? Una mujer que le era indiferente, una madre con Alzheimer, una ex mujer a la que odiaba y un par de críos que, emponzoñados por su ex mujer, no le tenían ningún respeto. Si no conseguía aquel trabajo, no tendría nada de valor.
Suponía, en cualquier caso, que así funcionaban las cosas en las fuerzas de la ley.
Podía estar fumando y pensando en sus cosas, pero no había olvidado su entrenamiento. Echaba un vistazo a su alrededor cada quince segundos, puntual como un reloj. Estaba colocado de forma que, a través de la puerta trasera de madera y cristal reforzado, veía claramente el pasillo del edificio hasta la entrada principal. Una ubicación perfecta a la que le sacaba el máximo partido.
Vio a Anne Held salir del ascensor, dar media vuelta y avanzar por el pasillo hacia la puerta trasera. Tenía prisa y parecía preocupada. Overton la vio salir por la puerta de atrás. Parecía haber estado llorando. Cuando ella se acercó, el detective notó que tenía la cara hinchada y enrojecida. ¿Qué le había pasado?
A él le traía sin cuidado. Tenía orden de seguirla allá donde fuera y de darle un buen susto en algún momento: sacar su coche de la carretera o atracarla en alguna calle desierta. Algo que le costara olvidar, había dicho Lerner. El muy cabrón, pensó Overton. Era de admirar.
Cuando Anne pasó de largo, el detective salió del coche, tiró el cigarrillo y, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, la siguió a distancia prudencial. No había nadie entre los edificios. Sólo la chica y él. No podía perderla.
Allá adelante, su objetivo llegó al final de la zona de patios interiores y dobló la esquina de la avenida Massachusetts Noroeste. Overton apretó el paso para no perderla de vista.
Justo en ese momento, algo le golpeó tan fuerte de costado que cayó al suelo. Se golpeó la cabeza con la pared de ladrillo del edificio vecino. Vio las estrellas. Aun así, el instinto le hizo echar mano del revólver reglamentario. Pero le asestaron entonces un golpe tan fuerte en la muñeca derecha que su mano quedó inutilizada. Tenía un lado de la cara cubierto de sangre y una oreja medio arrancada. Se volvió y vio a un hombre erguirse sobre él. Intentó alcanzar el revólver a gatas, pero una potente patada en las costillas le hizo quedar patas arriba, como una tortuga en la arena.
—¿Qué… qué…?
Vio un borrón. Un instante después, su agresor le apuntaba con un arma provista de silenciador.
—No. —Overton parpadeaba mirando la cara implacable de su asesino. Le avergonzó descubrir que podía rebajarse a suplicarle—. No, por favor.
Un sonido saturó sus oídos, como si de pronto le hubieran sumergido la cabeza en agua. Para cualquier otra persona, fue un ruido tan leve como una tos discreta; a él le sonó tan fuerte que pensó que el mundo se había partido en dos. Luego la bala penetró en su cerebro y ya no hubo nada más que un espantoso y total silencio.
—El problema ahora —dijo Soraya cuando Bourne y ella volvieron a colocar la rejilla en su sitio— es cómo llevarte a un médico.
En la playa se oían los gritos de los policías. Ahora había más. Seguramente habían atracado las lanchas en el club de yates para que sus efectivos pudieran sumarse a la cacería. En la zona que les permitía ver la rejilla se cruzaban potentes haces de luz. En la semioscuridad, Soraya pudo echar un primer vistazo a la herida.
—Es profunda, pero parece bastante limpia —le dijo—. Está claro que no ha perforado ningún órgano. Si no, estarías muerto. —La cuestión que la atormentaba, la que no podía responder, era cuánta sangre había perdido y, por tanto, cuánta resistencia le quedaba. Aunque, por otro lado, le había visto operar a pleno rendimiento durante treinta y seis horas seguidas con una bala alojada en el hombro.
—Era Fadi —dijo Bourne.
—¿Qué? ¿Está aquí?
—Fue él quien me apuñaló. El perro…
—Oleksandr. —Al oír su nombre, el bóxer aguzó las orejas.
—El hombre al que le ordenaste atacar era Fadi.
Estaban solos, aislados en medio de un entorno hostil, pensó Soraya. La playa estaba repleta de policías ucranianos, y ahora les perseguía también Fadi.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Dijo algo de vengarse. No sé de qué. No me creyó cuando le dije que no me acordaba.
Bourne estaba pálido y sudaba, pero Soraya sabía por experiencia propia lo fuerte que era, lo poderosa que era su determinación no sólo de sobrevivir, sino de triunfar a toda costa. Intentando imitar su fortaleza, le apartó de la rejilla y comenzaron a avanzar a trompicones por el túnel, apresuradamente, guiados tan sólo por un cono de luz de luna cada vez más débil.
El aire era polvoriento. Olía tan inerte como la piel mudada de una serpiente. A su alrededor, por todas partes, se oían pequeños crujidos y gemidos suaves, como si almas en pena intentaran hacerse escuchar. Allí donde la arenisca se había excavado parcialmente o se había rajado bajo el peso aplastante de la superficie, una tierra apelmazada cubría el suelo. Gruesos puntales de seis por seis, toscamente labrados y encofrados con hierro, se alzaban a intervalos regulares, atornillados a viguetas y brochales y ennegrecidos por el moho y por una costra de color rojo oscuro que los cubría aquí y allá. Los pasadizos olían a podredumbre, como si la tierra por la que discurrían estuviera sometida a un lento proceso de descomposición.
A Soraya se le encogía dolorosamente el estómago. ¿Qué había encontrado la policía? ¿Qué había pasado ella por alto? Santo cielo, que no fuera nada. Odesa era el escenario de su equivocación más grave, de una pesadilla que la perseguía día y noche. Ahora, el destino había vuelto a situarla allí, con Bourne. Y estaba decidida a enmendar su error.
Oleksandr avanzaba por delante de ellos con el hocico pegado al suelo, como si siguiera un rastro. Bourne le seguía sin quejarse. Tenía la impresión de que su pecho entero había estallado en llamas. Había tenido que recurrir a su adiestramiento para respirar hondo, de forma constante, por más que le doliera. Suponía que Soraya había encontrado el modo de salir a las cloacas, pero no notaba el hedor ni la humedad propias de las alcantarillas. Además, avanzaban cuesta arriba. Bourne recordó entonces que Odesa se había construido en su mayor parte con sillares de arenisca extraídos del subsuelo, lo que había creado una inmensa red de catacumbas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los partisanos se servían de ellas para lanzar ataques por sorpresa contra las tropas alemanas y rumanas que ocuparon la ciudad.
Soraya iba preparada: encendió una potente linterna que llevaba sujeta a la muñeca. A Bourne no le tranquilizó lo que vio. Las catacumbas eran muy viejas. Y, lo que era peor aún, estaban muy descuidadas: necesitaban urgentemente un apuntalamiento. En algunas zonas se veían obligados a pasar por encima de montones de rocas y escombros, lo que frenaba de forma considerable su avance.
Oyeron tras ellos un chirrido metálico, como si una enorme rueda oxidada se pusiera en marcha. Se pararon y se volvieron a medias.
—Han encontrado la rejilla —dijo Soraya—. No había forma de volver a colocar los tomillos que la sujetaban. La policía está en el túnel.
—Es un poli. —Karim al Yamil sostenía en la mano la cartera abierta de Overton—. Un detective de la policía metropolitana, nada menos.
Anne había acercado el coche de Overton al lugar donde yacía apoyado contra la pared del edificio. Los ladrillos de color claro estaban manchados de sangre.
—Está claro que le pagaba Lerner —dijo ella—. Debió de ser él quien entró en mi casa. —Miró su cara tosca y caballuna—. Me apuesto algo a que se lo pasó en grande.
—La cuestión que hay que resolver —dijo Karim al Yamil al levantarse— es a cuántos más como él tiene Lerner en nómina.
Señaló con la cabeza y Anne abrió el maletero. Karim al Yamil se agachó y levantó a Overton, gruñendo.
—Demasiados donuts y hamburguesas.
—Como todos los norteamericanos —respondió Anne mientras le veía meter el cuerpo en el maletero y cerrar la puerta. Luego se apartó del volante y se acercó a la manguera del jardín, cuyo soporte estaba atornillado a la pared de ladrillo. Abrió el grifo y regó la pared para limpiar la sangre de Overton. No sentía remordimientos por su muerte. Al contrario: el derramamiento de sangre la hacía sentir que dentro de su pecho latía otro corazón, lleno de odio por la sociedad occidental: por su derroche, por el egoísmo de los ricos y los privilegiados, por aquella famosocracia tan empeñada en perpetuarse que era sorda, ciega e insensible a la miseria. Imaginaba que aquel sentimiento la había acompañado siempre. Su madre, a fin de cuentas, había sido primero modelo y luego editora de Town & Country. Su padre había nacido en el seno de la aristocracia adinerada. No era de extrañar que su vida hubiera estado repleta de chóferes, mayordomos, secretarios personales, aviones privados, temporadas de esquí en Chamonix y discotecas en Ibiza, todo dentro de los límites marcados por los guardaespaldas de sus padres. Personas que hacían todo lo que uno debía hacer por sí mismo. Era todo tan superficial, tan ajeno a la realidad… Una cárcel de la que estaba deseando escapar. Su rebeldía manifiesta había sido su modo de expresar ese odio. Pero era Yamil quien la había hecho racionalizar lo que intentaban decirle sus emociones. La ropa que llevaba puesta (carísimos diseños a la última moda) formaba parte de su tapadera. Por debajo, la piel le picaba como si estuviera cubierta de hormigas rabiosas. De noche se la quitaba a toda prisa y no volvía a mirarla hasta que volvía a vestirse por la mañana.
Con aquellos pensamientos bulléndole en la cabeza, volvió a montar en el coche. Karim al Yamil se sentó a su lado. Ella salió a la avenida Massachusetts sin vacilar.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Deberías volver a la CIA —dijo Karim al Yamil.
—Tú también —contestó ella. Luego le miró a los ojos—. Yamil, cuando me reclutaste no era una idealista con la cabeza llena de pájaros que quería batallar contra la desigualdad y la injusticia.
Sé que eso fue lo que pensaste de mí al principio. Dudo que entonces te dieras cuenta de que tenía cerebro y podía pensar por mí misma. Espero que ahora sí lo sepas.
—Tienes dudas.
—Yamil, el islam ortodoxo va en contra de las mujeres. Los hombres como tú os criais convencidos de que las mujeres deben cubrirse la cara y la cabeza. Que no deben recibir educación, que no deben pensar por su cuenta, y que Alá se apiade de ellas si empiezan a pensar en la independencia.
—A mí no me educaron así.
—Gracias a tu madre, Yamil. Hablo en serio. Fue ella quien te salvó de creer que era justo lapidar a una mujer por pecados imaginarios.
—El pecado del adulterio no es imaginario.
—Lo es para los hombres.
Él se quedó callado, y ella se rio suavemente. Pero era una risa triste, teñida de desengaños y de una desilusión que brotaba de lo más profundo de su ser.
—No es sólo un continente lo que nos separa, Yamil. ¿No es lógico que sienta pánico cuando nos separamos?
Karim al Yamil la miró. Por alguna razón, le resultaba imposible enfadarse con ella.
—No es la primera vez que hablamos de este tema.
—Ni será la última.
—Aun así, dices que me quieres.
—Y te quiero.
—A pesar de los que tú consideras mis pecados.
—Pecados no, Yamil. Pero todos tenemos nuestros puntos flacos, incluso tú.
—Eres peligrosa —dijo él sinceramente.
Anne se encogió de hombros.
—No soy muy distinta a las mujeres musulmanas, salvo porque soy consciente de mi fortaleza.
—Eso es precisamente lo que te hace peligrosa.
—Sólo para el statu quo.
Se quedaron callados un momento. Nadie se había atrevido a presionarle tanto como ella. Pero eso estaba bien. Nunca le había halagado para conseguir influencia y poder, como la mayoría de las personas que le rodeaban. En momentos como aquél, deseaba poder introducirse en su mente, porque Yamil nunca le decía qué estaba pensando, ni siquiera lo dejaba traslucir por su expresión o sus gestos. Era una especie de enigma; por eso, en parte, se había sentido atraída por él al principio. Los hombres eran por lo general transparentes. Pero Yamil no.
Al final, Anne posó suavemente la mano sobre la suya.
—¿Ves cómo somos como un matrimonio? Para bien o para mal, estamos juntos en esto. Hasta el final.
Él se quedó mirándola un momento.
—Conduce en dirección este-sureste. Hacia la calle Ocho Noreste, entre la L y la avenida West Virginia.
A Fadi le habría gustado volarle la cabeza de un tiro al teniente Kove, pero ello habría conducido a toda clase de complicaciones que no podía permitirse. Se contentó, en cambio, con representar su papel a rajatabla.
No le costó trabajo: era un actor nato. Su madre, que había percibido su talento con el instinto infalible de las madres, le apuntó a la Royal Theatrical Academy a los siete años. A los nueve era un intérprete consumado, lo cual le vino muy bien cuando sus posturas se radicalizaron. Reunir seguidores (ganarse el corazón y la mente de los pobres, de los oprimidos, de los marginados y los desesperados) era, en definitiva, cuestión de carisma. Fadi sabía muy bien en qué consistía ser un gran líder: importaba muy poco cuál fuera tu filosofía, siempre y cuando supieras cómo venderla. Ello no le convertía en un cínico: ningún radical que mereciera ese nombre podía serlo. Sencillamente, significaba que había aprendido la lección crucial de la manipulación propagandística.
Aquella idea hizo asomar una sonrisa a sus labios carnosos mientras seguía con la mirada el vaivén de las linternas de la policía.
—Estas catacumbas tienen dos mil kilómetros de longitud —dijo el teniente Kove, intentando ser de utilidad—. Forman un verdadero enjambre hasta el pueblo de Nerubaiskoye, a media hora en coche de aquí.
—Pero seguramente no se podrá pasar por todas. —Fadi se había fijado en los puntales de madera rajada y podrida, en las paredes que se abombaban de forma alarmante en algunas zonas, en los pasadizos bloqueados por cascotes.
—No, señor —dijo el teniente Kove—. Se hacen visitas guiadas por la zona del museo de Nerubaiskoye, pero entre las personas que se aventuran por su cuenta en las catacumbas, hay un porcentaje altísimo de muertos y desaparecidos.
Fadi percibía el nerviosismo creciente de los tres policías que el teniente Kove había escogido para acompañarles. Se dio cuenta de que éste seguía hablando para calmar su propia angustia.
Cualquier otro se habría dejado contagiar por el nerviosismo de sus compañeros, pero Fadi era incapaz de sentir miedo. Se enfrentaba a las situaciones nuevas y peligrosas con la acerada confianza de un escalador. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que pudiera fracasar. Y ello no porque no valorara la vida, sino porque no temía la muerte. Para sentirse vivo, era necesario ponerse en situaciones extremas.
—Si ese hombre está herido, como me ha dicho, no puede llegar muy lejos —dijo el teniente Kove, aunque no estaba claro si se dirigía a Fadi o a sus asustadizos acompañantes—. Conozco un poco este sitio. Tan cerca del mar, las catacumbas son especialmente proclives a derrumbarse. Además hay que tener cuidado con las pozas de barro. En algunos puntos hay tantas filtraciones que el agua ha socavado por completo el suelo. Esas pozas son especialmente peligrosas porque actúan como arenas movedizas. Pueden tragarse a un hombre en menos de un minuto.
El teniente se interrumpió de repente. Se habían quedado todos quietos. El hombre que iba delante se volvió a medias hacia ellos. Les indicó con un gesto que había oído algo más adelante. Esperaron, sudando.
Entonces volvió a oírse un suave arañar, como de cuero rozando piedra. ¿El tacón de una bota?
El semblante del teniente había cambiado. De pronto parecía un perro de caza que ha olfateado su presa. Asintió y siguieron avanzando en silencio.
Anne llevó el coche del detective Overton por barrios cada vez más deprimidos, pasando sin detenerse por cruces con semáforos quemados y señales cubiertas de pintadas obscenas. Era ya plena noche; el ceniciento crepúsculo del invierno había quedado atrás, junto con las pulcras hileras de casas, las calles limpias, los museos y los monumentos. Aquélla era otra ciudad de otro planeta, pero Karim al Yamil la conocía bien y se sentía a gusto en ella.
Recorrieron la calle Ocho hasta que Karim al Yamil señaló un bloque de cemento muy ancho que todavía conservaba un letrero visible: «M&N Chapa y pintura». Siguiendo sus indicaciones, Anne se desvió hacia una explanada de cemento resquebrajado y detuvo el coche delante de las puertas metálicas del taller.
Karim dio un salto. Mientras avanzaban por la explanada, miró detenidamente a su alrededor. Quedaban pocas farolas y las sombras se habían adensado. Una luz espasmódica les llegaba de los coches que pasaban por la calle L Noreste hacia el norte y por la avenida West Virginia hacia el sur. Sólo había dos o tres coches aparcados en la manzana, ninguno de ellos cerca de donde estaban. Las aceras estaban despejadas; las ventanas de las casas, a oscuras.
Al Yamil abrió un gran candado con una llave que sacó de debajo de un trozo de cemento roto. Subió el cierre de la puerta y le hizo una seña a Anne. Ella puso el coche en marcha y al llegar a su lado, bajó la ventanilla.
—Ultima oportunidad —dijo él—. Puedes irte ahora.
Ella no dijo nada, ni se apartó del volante.
El hombre escudriñó sus ojos en busca de la verdad, a la luz de luciérnaga de los coches que pasaban por la calle. Luego le indicó que entrara en el taller abandonado.
—Remángate, entonces. Hay que ponerse manos a la obra.
—Les estoy oyendo —susurró Soraya—. Pero todavía no veo luz. Eso es buena señal.
—Fadi sabe que estoy herido —dijo Bourne—. Sabe que no puedo escapar.
—Pero no sabe nada de mí —contestó ella.
—¿Qué te propones?
Ella acarició el pelo atigrado de Oleksandr y el animal frotó el hocico en su rodilla. Habían llegado a una bifurcación en la que el pasadizo de la catacumba se dividía formando una Y. Sin vacilar un momento, Soraya les condujo por el túnel de la izquierda.
—¿Cómo me encontraste?
—Siguiéndote, como a cualquier objetivo.
Así que era a Soraya a quien había sentido tras él incluso cuando los hombres de Yevgeny Feyodovich bajaban la guardia.
—Además —añadió ella—, conozco esta ciudad de arriba abajo.
—¿Por qué?
—Era la jefa de nuestra estación aquí cuando tú llegaste.
—¿Cuando yo…?
Los recuerdos inundaron su mente de inmediato.
Marie viene hacia él en un lugar con grandes acacias y calles empedradas. Se siente un intenso olor mineral en el aire, como a marejada. Una brisa húmeda levanta su cabello, que ondea tras ella como una bandera.
—Puedes conseguirme lo que quiero. Tengo fe en ti —le dice él.
Hay miedo en los ojos de Marie, pero también valor y determinación.
—Volveré pronto —dice—. No te defraudaré.
Bourne se tambaleó, asaltado por aquella visión. Las acacias, la calle empedrada: era la llegada a la terminal del teleférico. La cara, la voz… No era Marie con quien hablaba. Era…
—¡Soraya!
Ella le agarró con fuerza; temía que hubiera perdido tanta sangre que no pudiera seguir.
—¡Eras tú! Cuando estuve en Odesa hace años, estabas aquí.
—Era la agente de la CIA aquí. No querías saber nada de mí, pero al final no te quedó elección. Para llegar a tu objetivo, necesitabas la información que nos proporcionaba mi contacto.
—Recuerdo haber hablado contigo bajo las acacias del Bulevar Francés. ¿Qué hacía aquí? ¿Qué demonios pasó? Ese recuerdo me está desquiciando.
—Te contaré lo que no sepas.
Él tropezó. Soraya le incorporó con firmeza.
—¿Por qué no me dijiste que habíamos trabajado juntos cuando entré en el centro de operaciones de Tifón?
—Quería hacerlo…
—La cara que pusiste…
—Casi hemos llegado —dijo ella.
—¿Adónde?
—Al sitio donde nos escondimos la otra vez.
Habían recorrido cerca de un kilómetro siguiendo el ramal de la izquierda. En aquella zona el túnel parecía estar en pésimas condiciones. Los puntales estaban resquebrajados y el agua se filtraba por todas partes. La catacumba parecía emitir un terrible gruñido, como si fuerzas desconocidas se empeñaran en destruirla.
Bourne vio que Soraya le había llevado hacia un hueco en la pared de la izquierda. No era una bifurcación, sino una parte de la pared que el agua había erosionado, como una ensenada excavada por la marea. Enseguida, sin embargo, descubrieron que el hueco estaba lleno de cascotes casi hasta arriba.
Bourne vio trepar a Soraya por el montículo y arrastrarse boca abajo por la abertura que quedaba entre la parte de arriba y el techo. La siguió, a pesar de que cada vez que daba un paso, cada vez que levantaba un brazo, sentía una nueva punzada de dolor en el costado. Cuando logró colarse por el hueco de arriba, el cuerpo entero parecía palpitarle al ritmo del corazón.
Soraya le llevó por un recodo, hacia la derecha, y salieron a lo que sólo podía llamarse una habitación, con una plataforma de tablones que servía de cama cubierta con una fina manta. Frente a ella había otros tres tablones más pequeños, clavados entre dos pilares de madera, sobre los que se veían varias botellas de agua y algunas latas de comida.
—Son de la otra vez —dijo Soraya al ayudarle a subir a la cama elevada sobre el suelo.
—No puedo quedarme aquí —protestó Bourne.
—Sí puedes. No tenemos antibióticos y necesitas una buena dosis, cuanto antes mejor. Voy a ir a pedírselos a la doctora de la CIA. La conozco y me fío de ella.
—No esperes que me quede aquí tumbado.
—Oleksandr se quedará contigo. —Frotó el reluciente hocico del bóxer—. Dará su vida por ti, ¿verdad que sí, hombrecito mío? —El perro pareció entenderla. Se acercó a Bourne y se quedó allí sentado, con la puntita rosa de la lengua asomando entre los colmillos.
—Esto es una locura. —Bourne descolgó las piernas por el borde de la cama improvisada—. Iremos juntos.
Soraya se quedó mirándole un momento.
—Está bien. Vamos.
Bourne se bajó de la plataforma y se puso en pie. O lo intentó, porque sus rodillas cedieron en cuanto soltó los tablones. Soraya le cogió y volvió a ponerle en la cama.
—Olvidémoslo, ¿de acuerdo? —Acarició distraídamente con los nudillos de la mano el espacio entre las orejas triangulares de Oleksandr—. Voy a volver a la bifurcación. Tengo que tomar el túnel de la derecha para llegar a la doctora, pero haré ruido suficiente para que crean que somos los dos y me sigan. Los alejaré de ti.
—Es muy peligroso.
Ella esperó un momento.
—¿Alguna otra idea?
Él negó con la cabeza.
—Está bien, no tardaré mucho, te lo prometo. No voy a dejarte aquí.
—Soraya…
Ella le miró de perfil, vuelta ya para irse.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Soraya vaciló una fracción de segundo.
—Pensé que era mejor que no recordaras hasta qué punto la había cagado.
Bourne la vio marcharse, con el eco de sus palabras resonando aún en su cabeza.
Después de quince minutos de marcha por un terreno escarpado llegaron a un cruce.
—Estamos en una de las bifurcaciones principales —dijo el teniente Kove mientras las linternas sondeaban el arranque de la Y.
A Fadi no le gustaban las dudas. Para él, la indecisión era señal de debilidad.
—Entonces necesitamos alguna idea clara de por dónde seguir, Kove. —Sus ojos se clavaron en los del policía—. El experto es usted. Así que hable de una vez.
En presencia de Fadi era casi imposible expresar una opinión en contra o permanecer inactivo. Kove contestó:
—El túnel de la derecha. Es el que elegiría yo si estuviera en su lugar.
—Muy bien —dijo Fadi.
Entraron en el túnel de la derecha. Entonces oyeron de nuevo aquel ruido, un arañar de cuero sobre piedra; más claro esta vez, se repetía a intervalos regulares. No había duda de que oían el eco de unos pasos en el túnel. Estaban ganando terreno a su presa.
Con férrea determinación, Kove instó a sus hombres a seguir adelante.
—¡Vamos, deprisa! Le cogeremos enseguida.
—Un momento.
La fría voz de la autoridad los hizo detenerse en seco.
—¿Señor?
Fadi se quedó pensando un momento.
—Necesito una de esas linternas. Ustedes sigan por aquí. Yo voy a ver qué encuentro en el túnel de la izquierda.
—Señor, no creo que sea sensato. Como le he dicho…
—No necesito que me digan las cosas dos veces —contestó Fadi secamente—. Ese criminal es muy listo. Puede que esos ruidos sean una maniobra de distracción, un modo de apartamos de su rastro. Si ha perdido tanta sangre, le cogerán con toda probabilidad en el túnel de la derecha. Pero no puedo pasar por alto esa otra posibilidad.
Sin decir más, cogió la linterna que le ofrecía uno de los hombres de Kove, retrocedió hasta el vértice de la Y y tomó el pasadizo de la izquierda. Un momento después tenía en la mano el cuchillo de hoja curva.