17
Provisto de un grueso delantal de goma y guantes de faena, Karim al Yamil tiró del cable que accionaba la motosierra y dijo, sirviéndose del estruendo de la máquina para ocultar el sonido de su voz:
—Llevamos una década planeando hacer estallar una bomba nuclear en una gran urbe de Estados Unidos. —No sospechaba que pudiera haber un micrófono oculto en el taller, pero su adiestramiento no le permitía relajar el estricto código de seguridad por el que se regía.
Se acercó al cadáver del detective Overton, colocado sobre una mesa de cinc, en el destartalado y fantasmagórico taller de chapa y pintura. Sobre sus cabezas chisporroteaban tres fluorescentes de luz violácea.
—Pero para asegurarnos el más alto porcentaje de éxito —dijo Anne—, necesitabas el respaldo de Jason Bourne cuando te convirtieras en Martin Lindros. Bourne jamás se habría prestado, desde luego, así que tuvimos que encontrar el modo de manipularle y servirnos de él. Dado que tengo acceso a su expediente, pudimos utilizar en nuestro provecho su única debilidad, su memoria, y sus muchas cualidades: su lealtad, su tenacidad, su fina inteligencia y también su paranoia.
Anne también se había envuelto en un delantal. Llevaba guantes y sostenía en una mano un martillo y en la otra un formón de boca ancha. Mientras Karim al Yamil se ocupaba de las piernas y los pies de Overton, ella colocó el formón en el hueco interior del codo izquierdo y asestó en el mango un golpe rápido y certero. El taller de chapa y pintura volvía a la vida, como en sus tiempos de alegre ajetreo.
—Pero ¿cuál fue el mecanismo detonador, lo que te permitió acceder al punto flaco de Bourne? —preguntó.
Él le lanzó una fina sonrisa mientras se concentraba en su horrenda tarea.
—Encontré la solución al documentarme sobre la amnesia: los amnésicos reaccionan violentamente en situaciones de intensa carga emocional. Teníamos que darle un buen susto, causarle un trauma que removiera sus recuerdos.
—¿Fue eso lo que hiciste cuando te dije que la mujer de Bourne había muerto de repente?
Karim al Yamil se pasó el antebrazo por la cara para quitarse un denso goterón de sangre.
—Como decimos los beduinos, la vida es sólo voluntad de Alá. El dolor hizo que el trastorno de memoria que sufre Bourne amenazara con desbordarse. Por eso te pedí que le ofrecieras una cura.
—Ahora lo entiendo. —Se apartó un momento para esquivar un estallido gaseoso—. Naturalmente, la cura tenía que proceder de su amigo Martin Lindros. Y yo le facilité a Lindros el nombre y la dirección del doctor Alien Sunderland.
—Pero en realidad la llamada nos llegó a nosotros —dijo Karim—. Citamos a Bourne un martes, el día de la semana que Sunderland y su personal no tienen consulta, y el doctor Costin Veintrop se hizo pasar por Sunderland.
—Es genial, amor mío. —Los ojos de Anne brillaban de admiración.
Arrojaron una por una las partes del cadáver a un gran barreño oval de acero galvanizado, como si aquello fuera el comienzo de un experimento en el laboratorio del doctor Frankenstein. Karim al Yamil observaba atentamente a Anne, pero ella no se puso pálida ni dio un solo respingo. Actuaba con una naturalidad que le complacía y al mismo tiempo no dejaba de sorprenderle. Ella tenía razón en una cosa: la había subestimado por completo. Lo cierto era que no estaba preparado para que una mujer mostrara las cualidades de un hombre. Estaba acostumbrado a su hermana, apocada y servil. Sarah había sido una buena chica, una joya para la familia; en su delgado cuerpo residía la honra de todos ellos. No merecía una muerte tan temprana. Ahora, la venganza era el único modo de recuperar el honor de la familia, sepultado junto a su cuerpo.
En la cultura de su padre, las mujeres estaban excluidas de todo aquello a lo que se dedicaban los hombres. Su madre era una excepción, claro. Pero ella no se había convertido al islam. Karim al Yamil no se explicaba por qué a su padre no le importaba, por qué no la había obligado a abrazar su fe. Su padre parecía disfrutar enormemente teniendo una esposa tan mundana, aunque debido a ello hubiera cosechado gran cantidad de enemigos entre los imanes y los musulmanes devotos. Karim entendía menos aún que eso tampoco pareciera importarle. Su madre lloraba a su hija muerta y él, el viejo tullido, sumido días tras día en la aflicción de su esposa, se veía obligado también a guardarle luto.
—¿Qué le hizo Veintrop a Bourne exactamente? —preguntó Anne.
Mientras cortaba sin inmutarse la articulación de una rodilla, Karim contestó:
—Veintrop es un genio de la amnesia, aunque no goce de reconocimiento público. Fue a él a quien consulté acerca del trastorno de memoria de Bourne. Utilizó una inyección de ciertas proteínas de síntesis química que él mismo había diseñado para estimular las sinapsis de determinadas partes del cerebro de Bourne, alterando así sutilmente su estructura y su funcionamiento. La estimulación artificial funciona a la manera de un trauma que, según demuestran los ensayos de Veintrop, puede alterar los recuerdos. La inyección de proteínas afecta a sinapsis concretas, creando así nuevos recuerdos. Y cada recuerdo está diseñado para desencadenarse en la cabeza de Bourne mediante ciertos estímulos externos.
—Yo a eso lo llamo lavado de cerebro —dijo Anne.
Karim asintió con un gesto.
—En cierto modo lo es, pero en una esfera totalmente nueva, que no implica coerción física, semanas de privación sensorial o tortura sistemática.
La bañera oval estaba casi llena. Karim le hizo una seña a Anne y ambos dejaron sus herramientas sobre el pecho de Overton, que, aparte de la cabeza, era casi lo único que quedaba de él.
—Ponme un ejemplo —dijo ella.
Agarraron las grandes asas del barreño y lo acercaron a un pozo seco que antaño había servido para deshacerse ilegalmente del aceite de motor usado.
—Ver a Hiram Cevik desencadenó en Bourne un recuerdo implantado: el de una táctica consistente en mostrar a un prisionero la libertad que había perdido como medio de hacerle hablar. Si no, no habría sacado a Fadi de la celda bajo ningún concepto. Su actuación consiguió dos cosas al mismo tiempo: permitió escapar a Fadi y convirtió a Bourne en sospechoso a ojos de su propia organización.
Volcaron el barreño. Su contenido desapareció en el pozo seco.
—Pero yo tenía la impresión de que un solo recuerdo implantado no bastaría para detener a Bourne —prosiguió Karim—, así que le dije a Veintrop que añadiera un factor de incomodidad física: un dolor de cabeza que le debilitase cada vez que se activara el recuerdo implantado.
Mientras llevaban el barreño a la mesa, Anne dijo:
—Eso lo tengo claro, pero ¿no fue un riesgo excesivo que Fadi en persona se dejara detener en Ciudad del Cabo?
—Todo lo que ideo, todo lo que hago, es intrínsecamente peligroso —respondió el hombre—. Estamos librando una guerra por el corazón, la mente y el futuro de nuestro pueblo. Para nosotros, el peligro excesivo no existe. En cuanto a Fadi, en primer lugar, se estaba haciendo pasar por el traficante de armas Hiram Cevik. Y, en segundo lugar, sabía que lo habíamos preparado todo para que Bourne le rescatara involuntariamente.
—¿Y si el método del doctor Veintrop no hubiera funcionado, o hubiera funcionado mal?
—Bueno, en ese caso te teníamos a ti, amor mío. Te habría dado instrucciones para liberar a mi hermano.
Encendió la motosierra y descuartizó lo que quedaba del cadáver. Los restos fueron a parar al pozo seco.
—Por suerte no hizo falta poner en práctica esa parte del plan.
—Suponíamos que Soraya Moore llamaría al director pidiendo permiso para que Bourne sacara de la celda a Fadi —dijo Anne—. Pero llamó a Tim Hytner para decirle que se reuniera con ella fuera, en el jardín. Le dijo dónde estaría Fadi exactamente. Y como yo estaba controlando todas sus llamadas, pudisteis poner en marcha el resto del plan de huida.
Karim cogió una lata de gasolina, le quitó el tapón y vertió un tercio del contenido en el pozo seco.
—Alá incluso nos brindó la cabeza de turco perfecta: Hytner.
Vació lo que quedaba de la lata de gasolina dentro del coche. Ningún equipo forense hallaría nada de valor allí. Señaló la entrada trasera y se fue apartando del coche mientras dejaba un rastro de gasolina en el suelo.
Se acercaron ambos al amplio fregadero de sílice, se quitaron los guantes y se lavaron la sangre de brazos y mejillas. Luego se desataron los delantales y los tiraron al suelo.
Cuando estaban en la puerta, Anne dijo:
—Todavía queda por resolver lo de Lerner.
Karim al Yamil manifestó su aprobación.
—Tendrás que andarte con ojo hasta que decida qué hacer con él. De Lerner no podemos encargarnos como nos hemos encargado de Overton.
Encendió una cerilla y la arrojó a sus pies. La llama azul se inflamó con un susurro y se deslizó velozmente hacia el coche.
Anne abrió la puerta y salieron ambos a la oscuridad del gueto.
Tyrone los estuvo observando mucho antes de que M&N Chapa y Pintura estallara en llamas. Había estado agazapado sobre un muro de piedra, entre las densas sombras de un viejo roble cuyas ramas retorcidas se extendían formando una bóveda semejante al nido de Medusa. Se había levantado la capucha del chándal negro y estaba allí sin hacer nada, esperando a que DJ Tank le llevara unos guantes porque hacía un frío del carajo.
Estaba soplándose las manos cuando vio detenerse el coche delante de la puerta ruinosa del taller. Hacía meses que le había echado el ojo a aquel sitio. Confiaba en que estuviera abandonado y quería convertirlo en base de operaciones de su pandilla. Pero hacía un mes y medio le habían dicho que se veía movimiento por allí a altas horas de la noche, cuando los negocios legales estaban cerrados, y se había ido con DJ Tank a echar un vistazo.
En efecto, había gente dentro. Dos hombres con barba. Y lo que era aún más interesante: había otro tío con barba apostado fuera. Cuando el de la puerta se volvió, Tyrone vio claramente el brillo de una pistola en su cintura. Sabía quiénes llevaban barbas como aquéllas: los judíos ortodoxos o los árabes extremistas.
Cuando DJ Tank y él dieron la vuelta al edificio y miraron discretamente por una ventana mugrienta, aquellos hombres estaban equipando el taller con latas, herramientas y máquinas. Aunque habían restablecido el suministro eléctrico, saltaba a la vista que no pensaban hacer mejoras y, al marcharse, cerraron la puerta delantera con un enorme candado que el ojo experto de Tyrone reconoció enseguida como irrompible.
Pero estaba la puerta de atrás, escondida en un estrecho callejón y cuya existencia casi nadie conocía. Tyrone, en cambio, sabía que estaba allí. No había prácticamente nada en su territorio que él no supiera, o de lo que no pudiera enterarse en un abrir y cerrar de ojos.
Cuando los hombres se marcharon, forzó la cerradura de la puerta de atrás y entró con DJ Tank. ¿Qué encontró? Un batiburrillo de herramientas eléctricas que no le revelaron nada sobre aquellos hombres o sus intenciones. Las latas, en cambio, eran otra historia. Las inspeccionó una por una: trinitrotolueno, pentrita, bisulfuro de carbono, octógeno… Sabía lo que era el TNT, desde luego, pero los demás no le sonaban de nada. Llamó a Deron y él se lo dijo: salvo el bisulfuro de carbono, eran todos explosivos de alta potencia. La pentrita, también conocida como PETN, se usaba como núcleo de espoletas de detonación. El octógeno, también llamado HMX, era un explosivo a base de polímero enlazado, tan estable como el C-4. A diferencia del TNT, no era sensible al movimiento ni a la vibración.
Desde esa noche, aquel incidente resonaba en su cabeza como el berrido de un niño. Quería comprender qué decía aquel niño, por eso había estado vigilando el taller de chapa y pintura, y esa noche su vigilancia había dado fruto.
En medio del local había una mesa de cinc, y encima de ella un muerto. Un hombre y una mujer con delantales y guantes de goma lo estaban descuartizando como a un ternero. ¡A qué cosas se prestaba la gente! Tyrone sacudió la cabeza mientras DJ Tank y él miraban por el cristal manchado de la ventana lateral. Sintió entonces un leve cosquilleo punzante en la nuca. ¡Conocía la cara del muerto tumbado en la mesa! Era el tipo que había seguido a la espía un par de días antes, ese del que ella dijo que iba a encargarse.
Tyrone siguió mirando trabajar al hombre y la mujer, pero tras la impresión que se llevó al reconocer al muerto dejó de prestar atención a lo que hacían. Prefirió aprovechar la ocasión para memorizar sus caras. Tenía la sensación de que a la espía le interesaría mucho lo que se traían entre manos aquellos dos.
Luego la noche se iluminó de pronto. Tyrone sintió un intenso calor en la mejilla y las llamas comenzaron a salir a borbotones del edificio.
Tyrone estaba familiarizado con el fuego (o más concretamente con los incendios provocados), de modo que no pudo decir que se llevara una fuerte impresión, pero sí que aquello le afligió: ya no podría sacarle partido al taller de chapa y pintura. Pero entonces se le ocurrió una idea y le susurró algo a DJ Tank.
La primera vez que entraron, el local estaba repleto de todo tipo de explosivos y acelerantes. Si aquellas sustancias hubieran seguido allí, la explosión habría hecho saltar por los aires el edificio entero, y de paso a ellos dos.
Pero si los explosivos no estaban dentro, ¿dónde coño estaban?, se preguntaba Tyrone.
El secretario de Defensa E. R. Bud Halliday no comía a una hora fija, ni de día, ni de noche. Pero a no ser que el presidente le convocara para deliberar o para tomarle el pulso al Senado, a no ser que tuviera que departir con el vicepresidente o con la Junta de Jefes de Estado Mayor, Bud Halliday siempre comía en el coche. Salvo para las necesarias paradas técnicas de diversa índole, su limusina no descansaba nunca: como un tiburón, surcaba constantemente, imperturbable, las calles y avenidas de Washington.
Matthew Lerner disfrutaba de ciertos privilegios en presencia del secretario, uno de los cuales consistía en comer con él, como se disponía a hacer esa tarde. En el mundo que se extendía más allá de los cristales tintados, aún era temprano para la cena. Pero aquél era el mundo del secretario, y allí era hora de cenar.
Tras rezar una breve plegaria, acometieron sus platos de barbacoa texana: grandes costillas de ternera de un rojo intenso y satinado, frijoles cocidos con trocitos de chiles picantes y (como única concesión al reino de las hortalizas) unas patatas fritas. Lo regaron todo con varias botellas de cerveza Shiner Blonde, elaborada con orgullo en Fort Worth, como decía Bud.
Cuando acabó de comer, el secretario se limpió las manos y la boca, cogió otra botella de Blonde y se recostó en su sillón.
—Así que el director te contrató para que fueras su asesino particular.
—Eso parece —contestó Lerner.
El secretario estaba acalorado; sus mejillas brillaban con una encantadora pátina de grasa de ternera.
—¿Alguna idea al respecto?
—Nunca me ha arredrado un trabajo, ni un desafío —dijo Lerner.
Bud bajó la mirada hacia la hoja de papel que Lerner le había dado al entrar en la limusina. Ya la había leído, claro; volvía a mirarla buscando provocar un efecto en su interlocutor, lo cual se le daba muy bien.
—No ha sido fácil, pero he averiguado dónde está Bourne. Las cámaras de seguridad del aeropuerto Kennedy captaron su imagen. —Levantó la vista y absorbió un hilillo de ternera que se le había quedado entre las muelas—. Tendrás que ir a Odesa. Muy lejos del cuartel general de la CIA.
Lerner sabía que el secretario quería decir que aquella misión iba a apartarle de la que le había encargado en un principio.
—No necesariamente —dijo—. Voy a hacerlo por el Viejo, así que estará en deuda conmigo y ambos lo sabremos. Podré utilizar este asunto para presionarle.
—¿Y Held?
—Tengo a alguien de confianza vigilándola. —Lerner rebañó la salsa densa y especiada con un trozo de pan de molde—. Un hijoputa muy terco. Para hacerle soltar su presa, habría que matarle.
Bourne volvió a soñar, sólo que esta vez sabía que no era un sueño. Estaba reviviendo un fragmento de su memoria, otra pieza que encajaba en aquel rompecabezas: en un sucio callejón de Odesa, Soraya se arrodilla a su lado. Él nota en su voz un arrepentimiento cargado de amargura:
—Ese cabrón de Tariq ibn Said me ha engañado desde el principio —dice ella—. Era Nadir al Yamuh, el hijo de Hamid ibn Ashef. Fue él quien me dio la información que nos ha metido en esta ratonera. La he jodido, Jason.
Bourne se sienta. Hamid ibn Ashef. Tenía que encontrar a su objetivo y matarle de un disparo. Órdenes de Conklin.
—¿Sabes dónde está ahora Hamid ibn Ashef?
—Sí, y esta vez la información es auténtica —dice Soraya—. Está en la playa de Otrada.
Oleksandr se removió y frotó su negro y chato hocico contra el muslo de Bourne.
Éste parpadeó para desvanecer el recuerdo que tenía ante los ojos e intentó concentrarse en el presente. Debía de haberse quedado dormido, a pesar de que tenía intención de mantenerse alerta. Oleksandr había montado guardia por él.
Al incorporarse sobre la tarima de la minúscula celda subterránea, vio el siniestro granulado de la oscuridad. El bóxer tenía el pelo del cuello erizado. Alguien se acercaba.
Sobreponiéndose a una oleada de dolor, Bourne descolgó las piernas por un lado de la plataforma. Era demasiado pronto para que volviera Soraya. Apoyado en la pared, se puso en pie y se quedó allí un momento, sintiendo el cuerpo cálido y musculoso del perro pegado a él. Seguía estando débil, pero había aprovechado bien el tiempo, meditando para recuperar energías y respirando profundamente. La pérdida de sangre había mermado sus fuerzas, pero aún era capaz de dominarlas.
El cambio de luz era todavía muy tenue, pero Bourne pudo confirmar que aquella claridad no procedía de un punto fijo. Subía y bajaba, lo que significaba que alguien avanzaba hacia él por el túnel sosteniendo una linterna.
A su lado, expectante y con el pelo del cuello de punta, Oleksandr se lamió los belfos. Bourne le acarició entre las orejas, como había visto hacer a Soraya. ¿Quién era ella, en realidad?, se preguntaba. ¿Qué había significado para él? Los signos sutiles que había percibido en ella al entrar en las oficinas de Tifón y que entonces le habían parecido tan extraños cobraban ahora sentido. Soraya esperaba que se acordara de ella, que recordara el tiempo que habían pasado allí. ¿Qué habían hecho? ¿Y por qué después de aquello la habían apartado del servicio activo?
La luz ya no era informe. No disponía de más tiempo para reflexionar sobre su memoria rota. Era hora de actuar. Pero, cuando empezó a moverse, una oleada de vértigo le hizo tambalearse. Se agarró a la pared de piedra al sentir que le flaqueaban las rodillas. La luz se intensificó, y no pudo hacer nada más.
Fadi avanzaba por el túnel de la izquierda con el oído atento al más leve ruido. Cada vez que oía algo, volvía la luz hacia el sonido, pero sólo veía ratas de ojos rojos que se escabullían sacudiendo la cola. Tenía una intensa sensación de haber dejado un asunto pendiente. La idea de que su padre (aquel hombre inteligente, robusto y poderoso) hubiera quedado reducido a un pelele babeante que, atado a una silla de ruedas, miraba hacia el gris infinito, le hacía arder las entrañas. Y la culpa era de Bourne, de él y de la mujer. No muy lejos de allí, Bourne había estado a punto de matar a su padre. Fadi no se engañaba respecto a él. Jason Bourne era un verdadero mago: cambiaba de apariencia, surgía de la nada, misteriosamente, y del mismo modo volvía a esfumarse. Era él, de hecho, quien había inspirado sus camaleónicos cambios de identidad.
El objetivo de su vida había cambiado desde el momento en que Bourne incrustó una bala en la espina dorsal de su padre. La bala causó una parálisis instantánea y el trauma provocó un derrame cerebral que privó a su progenitor del habla y de la capacidad de pensar con coherencia.
Fadi había interiorizado su filosofía extremista. En lo tocante a sus seguidores, nada había cambiado. Pero él sabía que en su fuero interno se había operado una transformación. Desde que Jason Bourne había dejado lisiado a su padre, ansiaba infligirles a él y a Soraya Moore el mayor daño posible antes de matarlos: ése era su objetivo íntimo. La idea de que murieran rápidamente le resultaba intolerable. Él lo sabía, y también lo sabía su hermano, Karim al Yamil. La muerte en vida de su padre les había unido como ninguna otra cosa. Se habían convertido en dos cuerpos con una sola mente consagrada a la venganza. Y a ese propósito habían dedicado su prodigioso intelecto.
Fadi (nacido Abu Gazi Nadir al Yamuh ibn Hamid ibn Ashef al Uahhib) pasó junto a un agujero practicado en el túnel, a su izquierda. Allá adelante, la luz de la linterna alumbraba pasadizos a derecha e izquierda. Avanzó varios metros por ambos lados, pero no encontró ningún rastro.
Pensó que a fin de cuentas se había equivocado y, dando media vuelta, volvió hacia la bifurcación. Apretó el paso para alcanzar al teniente Kove y sus hombres. Necesitaba ansiosamente estar allí, participar en la cacería. Siempre cabía la posibilidad de que, en el calor de la batalla, los demás olvidaran su orden expresa de no matar a Bourne.
Acababa de pasar junto al agujero en el pasadizo cuando se detuvo. Se volvió y sondeó la oscuridad con la linterna. No vio nada fuera de lo normal, pero se adentró en el agujero de todos modos. Enseguida llegó al montón de escombros. Vio las paredes abombadas, las grietas en la pared de piedra, los puntales de madera chirriante. Aquel sitio era un desastre; saltaba a la vista que corría peligro de derrumbarse.
Al alumbrar los escombros, vio que había un pequeño hueco entre el montículo y el techo del túnel. Estaba calculando si era lo bastante ancho para que un hombre se deslizara por él cuando el eco de un disparo recorrió las catacumbas.
¡Le han encontrado!, pensó. Giró sobre sus talones, salió al pasadizo principal y echó a correr hacia la bifurcación.