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Martin Lindros iba camino del despacho del Viejo, con varias carpetas en la mano, para una reunión de urgencia, cuando sonó su móvil. Era Anne Held.

—Buenas tardes, señor Lindros. Ha habido un cambio de planes. Por favor, reúnase con el director en el Túnel.

—Gracias, Anne.

Lindros colgó y apretó el botón de bajada. El Túnel era el aparcamiento subterráneo que albergaba el parque de vehículos de la agencia, y por donde entraba y salía el personal de servicio que figuraba en las listas aprobadas por la CIA, bajo la atenta mirada de agentes armados y provistos de chalecos antibalas.

Bajó en ascensor hasta el Túnel, donde le enseñó su identificación a uno de los agentes de guardia. El aparcamiento era, en realidad, un enorme búnker de hormigón armado, a prueba de incendios y bombas. Había una sola rampa que conducía a la calle y que podía sellarse inmediatamente por ambos lados. El Lincoln blindado del Viejo aguardaba ronroneando sobre el cemento, con la puerta trasera abierta. Lindros agachó la cabeza al entrar y se sentó junto al director, en el mullido asiento de cuero. La puerta se cerró sin su ayuda y se bloqueó de forma automática. El chófer y el escolta le saludaron con una inclinación de cabeza y un instante después la mampara de separación subió, aislando a los pasajeros en el espacioso habitáculo trasero. Las ventanillas estaban tintadas de forma que nadie distinguiera el interior desde fuera, pero los pasajeros podían ver el exterior.

—¿Traes los dos dosieres?

—Sí, señor. —Lindros asintió al darle las carpetas.

—Buen trabajo, Martin. —El Viejo contrajo la cara—. Me ha convocado el POTUS. —«POTUS» era el acrónimo predilecto de los servicios de seguridad de Washington para llamar al presidente de Estados Unidos—. Teniendo en cuenta la crisis interna y externa en la que estamos metidos, la cuestión es hasta qué punto va a salir mal esta reunión.

La reunión salió, de hecho, muy mal. Para empezar, el Viejo no fue conducido al Despacho Oval, sino a la Sala de Guerra, tres pisos por debajo del nivel del suelo. Y, además, el presidente no estaba solo. Había otras seis personas sentadas alrededor de la mesa ovalada que ocupaba el centro de la habitación de hormigón armado, iluminada únicamente por las gigantescas pantallas que parpadeaban en las cuatro paredes y que mostraban, en vertiginosa sucesión, escenas cambiantes de bases militares, misiones de aviones espías y simulaciones digitales de situaciones de guerra.

El Viejo conocía a algunos de sus interlocutores; el presidente le presentó a los demás. De izquierda a derecha, el grupo empezaba por Luther LaValle, el zar de inteligencia del Pentágono, un hombre grande y cuadrado, con una cúpula agrietada a modo de frente y finas cerdas grises y aceradas en lugar de pelo. A su izquierda, el presidente le presentó a Jon Mueller, un alto cargo del Departamento de Seguridad Nacional, un espécimen cuyos ojos penetrantes y extrema quietud hicieron comprender al director el peligro en que se hallaba. El hombre sentado a su izquierda no necesitaba presentación: era Bud Halliday, el secretario de Defensa. Luego estaba el propio presidente, un hombre enjuto y atildado, de cabello gris, mirada franca y aguda inteligencia. A su izquierda se hallaba el consejero de Seguridad Nacional, moreno de pelo y de espaldas redondeadas, cuyos ojos brillantes e inquietos siempre le habían parecido los de un enorme roedor. La última persona por la derecha era un hombre con gafas llamado Gundarsson, que trabajaba para la Agencia Internacional de la Energía Atómica.

—Ya que estamos todos —comenzó el presidente sin el protocolo ni el discurso preliminar de costumbre—, vamos al grano. —Sus ojos se fijaron en el director de la CIA—. Estamos inmersos en una crisis de proporciones inauditas. Todos hemos sido informados de la situación, pero, dada su extrema fluidez, ¿te importaría ponernos al día, Kurt?

El Viejo abrió el dosier de Duyya.

—El regreso del subdirector Lindros nos ha reportado nuevos datos sobre los movimientos de Duyya, además de subir mucho la moral de la agencia. Hemos constatado que Duyya estaba en la cordillera de Simien, en el noroeste de Etiopía, y tenemos confirmación de que estaban transportando uranio y artilugios susceptibles de utilizarse como detonadores de armas nucleares. El análisis de las últimas traducciones de las conversaciones telefónicas de Duyya nos ha permitido iniciar la localización exacta de la planta donde creemos que están enriqueciendo uranio.

—Excelente —dijo LaValle—. En cuanto tengan las coordenadas exactas, ordenaremos un ataque aéreo quirúrgico que mandará a esos hijos de puta de vuelta a la Edad de Piedra.

—Director —intervino Gundarsson—, ¿hasta qué punto estamos seguros de que Duyya dispone de medios para enriquecer uranio? A fin de cuentas, no sólo hacen falta conocimientos especializados; también se necesitan instalaciones provistas, entre otras cosas, de miles de centrifugadoras para conseguir el uranio enriquecido necesario para fabricar una sola bomba nuclear.

—No estamos seguros en absoluto —contestó el director enérgicamente—, pero ahora disponemos del testimonio del subdirector Lindros y del agente que le trajo a casa, que afirman que Duyya está traficando tanto con uranio como con detonadores.

—Todo eso está muy bien —dijo LaValle—, pero todos sabemos que la torta amarilla es abundante y barata. Y también que está muy lejos de ser un arma.

—Estoy de acuerdo. El problema es que los residuos que se han detectado nos llevan a creer que Duyya está traficando con polvo de dióxido de uranio —respondió el director—. Y a diferencia de la torta amarilla, el UO2 está sólo a un paso del uranio de uso armamentístico. Puede enriquecerse si se dispone de un laboratorio decente. Por eso debemos tomarnos extremadamente en serio los planes de Duyya.

—A no ser que sea todo una maniobra de desinformación —dijo LaValle obstinadamente. Era hombre acostumbrado a utilizar su innegable poder para exasperar a los demás. Y, lo que era peor, parecía disfrutar haciéndolo.

Gundarsson carraspeó sonoramente.

—Estoy de acuerdo con el director. La idea de que una red terrorista tenga en su poder dióxido de uranio resulta aterradora. No podemos desdeñar como desinformación una amenaza nuclear directa. —Introdujo la mano en el maletín que había a su lado y sacó un fajo de papeles que distribuyó entre los asistentes—. Un artefacto nuclear, sea o no una de las llamadas bombas sucias, tiene ciertas dimensiones, especificaciones y componentes que no varían. Me he tomado la libertad de componer una lista a la que he añadido esquemas detallados mostrando el tamaño, los parámetros y los posibles marcadores para su detección. Les sugiero que lo hagan llegar a los cuerpos de seguridad de todas las grandes ciudades del país.

El presidente manifestó su aprobación.

—Kurt, quiero que coordines la distribución.

—Enseguida, señor —contestó el director.

—Un momento, director —dijo LaValle—. Quisiera volver al asunto de ese otro agente al que ha hecho mención. Me refiero a Jason Bourne. Estuvo implicado en la huida de ese terrorista. Fue él quien sacó al prisionero de su celda sin la debida autorización, ¿no es así?

—Eso es estrictamente un asunto interno, señor LaValle.

—Creo que, en esta sala, al menos, la necesidad de ser sinceros ha de sobreponerse a cualquier rivalidad entre agencias —respondió el zar del espionaje del Pentágono—. Francamente, pongo en duda que debamos creer nada de lo que diga Bourne.

—Ya le ha dado problemas en otras ocasiones, ¿verdad, director? —preguntó el secretario Halliday.

El director parecía estar medio dormido. En realidad, su cerebro funcionaba a toda velocidad. Comprendió que el momento que estaba esperando había llegado. Se hallaba sometido a un ataque cuidadosamente orquestado.

—¿Y qué si es así?

Halliday esbozó una sonrisa.

—Con el debido respeto, director, yo diría que ese hombre es un estorbo para su agencia, para el Gobierno y para todos nosotros. Permitió que un sospechoso del más alto nivel escapara de manos de la CIA y, por si no bastara con eso, puso en peligro la vida de no sé cuántos ciudadanos inocentes. Creo que habría que encargarse de él, cuanto antes mejor.

El director desestimó las palabras del secretario con un gesto del dorso de la mano.

—¿Podemos volver al asunto que nos ocupa, señor presidente? Duyya…

—El secretario Halliday tiene razón —insistió LaValle—. Estamos en guerra con Duyya. No podemos permitimos el lujo de dejar que se nos escape uno de sus líderes. Y dado que así ha sido, ¿tendría la amabilidad de decirnos qué pasos está dando su agencia para ocuparse de Jason Bourne?

—El señor LaValle ha dado en el clavo, director —dijo el secretario Halliday en su más untuosa imitación de Lyndon Johnson, al estilo texano—. Esa chapuza en el puente de Arlington nos puso a todos un ojo morado y elevó la moral de nuestros enemigos justo cuando menos podíamos permitírnoslo. Además de convertir en víctima colateral a uno de sus propios hombres… —Chasqueó los dedos—. ¿Cómo se llamaba?

—Timothy Hytner —contestó.

—Eso es, Hytner —continuó el secretario como si confirmara su respuesta—. Con el debido respeto, director, si yo estuviera en su lugar, estaría mucho más preocupado por la seguridad interna de lo que parece estar usted.

Aquello era lo que estaba esperando el director. Abrió la carpeta más fina de las dos que Martin Lindros le había dado en el Túnel.

—Lo cierto es que acabamos de concluir la investigación interna del asunto que el señor secretario ha traído a colación. Aquí está la conclusión irrefutable. —Giró la página de arriba sobre la mesa y vio que Halliday la cogía con cautela—. Mientras el secretario de Defensa lee, resumiré las conclusiones para el resto de los presentes. —El director entrelazó los dedos y se inclinó hacia delante como un profesor dirigiéndose a sus alumnos—. Hemos descubierto que teníamos un topo dentro de la CIA. ¿Su nombre? Timothy Hytner. Fue Hytner quien cogió la llamada de Soraya Moore informando de que el prisionero iba a salir de la celda. Y fue también él quien llamó a los cómplices del prisionero para preparar su huida. Por desgracia para él, le mató un disparo destinado a la señorita Moore.

El director miró uno por uno a los reunidos en torno a la mesa de la Sala de Guerra.

—Como les decía, nuestra seguridad interna está bajo control. Ahora podemos centrar toda nuestra atención en lo que la exige: desmantelar a Duyya y llevar a sus miembros ante la justicia.

Su mirada se clavó por fin en el secretario Halliday y permaneció fija en él un buen rato. Estaba seguro de que era de éste de quien procedía aquel ataque. Le habían advertido de que el secretario y LaValle querían invadir la esfera tradicionalmente reservada a la CIA; por ese motivo había hecho circular aquellos rumores sobre sí mismo. Durante los seis meses anteriores, en reuniones en el Capitolio, en almuerzos y cenas con colegas y rivales, se había fingido agotado por momentos, y había simulado accesos de aturdimiento, depresión o desorientación momentánea. Quería dar la impresión de que lo avanzado de su edad le estaba pasando factura; de que no era el mismo de siempre. De que al fin era vulnerable al ataque político.

Como consecuencia de ello, tal y como esperaba, la intriga había salido por fin a la luz. Una cosa le preocupaba, sin embargo: ¿por qué no había intervenido el presidente para atajar el ataque contra él? ¿Había fingido demasiado bien? ¿Habían convencido los conspiradores al presidente de que se estaba convirtiendo en un incompetente incapaz de seguir al frente de la CIA?

La llamada llegó cuando pasaban exactamente doce minutos de la medianoche. Bourne levantó el teléfono y oyó una voz de hombre que le citaba en una esquina a tres manzanas del hotel. Había tenido horas para prepararse. Cogió su abrigo y salió.

La noche era templada, con muy poca brisa. De vez en cuando, un jirón de nubes cruzaba la luna creciente, que estaba realmente muy hermosa: muy blanca, muy nítida, como vista a través de un telescopio.

Bourne se quedó en la esquina con los brazos colgando a los lados. Durante el día y medio transcurrido desde su encuentro con Yevgeny, no había hecho otra cosa que ver monumentos. Había paseado incansablemente, lo que le había permitido comprobar quién le seguía, cuántos eran y cuánto duraban sus tumos. Había memorizado sus caras, podría haberlos distinguido entre una multitud de un centenar o un millar de personas, de haber sido necesario. Había tenido tiempo de sobra de observar su metodología, así como sus costumbres. Podía imitarlos a todos. Con una cara distinta, podría haber sido uno de ellos. Pero para eso necesitaba tiempo, y el tiempo escaseaba. Una cosa le inquietaba: había veces en que estaba seguro de que sus perseguidores desaparecían: estaban entre tumo y turno, o él mismo les daba esquinazo por diversión, simplemente por pasar el rato. Durante esos intervalos, su instinto animal, afinado hasta el límite, le decía que había alguien más vigilándole. ¿Uno de los guardaespaldas de Lemontov? No lo sabía, porque no había podido verle ni una sola vez.

El gorgoteo de un motor diésel resonó tras él. No se volvió. Un marshrutka (un microbús de línea) se detuvo delante de él con un espantoso chirrido. Sus puertas se abrieron desde dentro y Bourne montó.

Se encontró de frente con los ojos de ágata de Bogdan Iliyanovich. Sabía que no debía preguntarle a dónde iban.

El marshrutka les dejó al comienzo del Bulevar Francés. Caminaron por los adoquines, bajo aquellas altísimas acacias que tan bien conocía su memoria. Al final de la calle empedrada se levantaba la terminal de un teleférico que llevaba a la playa. Bourne había estado allí antes, estaba seguro de ello.

Bogdan se dirigió hacia la terminal. Bourne estaba a punto de seguirle cuando un sexto sentido le hizo volverse. Notó que el chófer no había dado marcha atrás. Estaba arrellanado en su asiento, con el teléfono móvil pegado a la mejilla. Sus ojos se movían a izquierda y a derecha, sin posarse en Bourne, ni en Bogdan.

Como una atracción de feria, el teleférico estaba compuesto por cabinas para dos personas, pintadas de color caramelo, que colgaban en vertical de un chirriante cable de acero. El cable estaba tendido muy por encima de una zona verde, llena de árboles y densos matorrales, por la que serpenteaban estrechos senderos y empinadas escaleras y que desembocaba en la playa de Otrada. En pleno verano, la playa se llenaba de bañistas morenos y adoradores del sol, pero en aquella época del año, y a aquella hora del día, mientras el viento que soplaba del lado del mar azotaba la arena húmeda, estaba casi desierta. Bourne se asomó por encima de la barandilla de hierro y, estirando el cuello, vio que un gran bóxer atigrado retozaba entre la espuma verde clara que iluminaba la luna mientras su dueño (un hombre flaco, con un sombrero de ala ancha sobre la cabeza y las manos metidas en los enormes bolsillos de un abrigo de tweed que le venía grande) le paseaba por la playa. Una caótica algarabía en ruso resonó a través de unos pequeños altavoces y cesó de pronto.

—Date la vuelta. Los brazos a la altura de los hombros.

Bourne hizo lo que le ordenaba Bogdan. Notó que le cacheaba con sus grandes manos, buscando armas o algún artefacto con el que grabar la transacción y atrapar a Lemontov. Bogdan gruñó y se apartó. Encendió un cigarrillo y se desentendió de él.

Cuando entraron en la terminal del teleférico, Bourne vio detenerse un coche negro. Salieron cuatro sujetos. Hombres de negocios vestidos con trajes baratos del este de Europa. Pero parecían incómodos con aquel atuendo. Miraron a su alrededor, se estiraron y bostezaron, y luego echaron otro vistazo en torno, durante el cual todos ellos fijaron su mirada en él. Otra sacudida recorrió a Bourne: aquello también había sucedido antes.

Uno de los hombres sacó una cámara digital y empezó a hacer fotos a los otros. Se rieron y comenzaron a gastar bromas de hombres.

Mientras aquellos tipos bromeaban y se comportaban como turistas, Bourne y Bogdan esperaron que la cabina de color manzana caramelizada llegara a la terminal de cemento. Bourne se puso de espaldas al grupo.

—Bogdan Iliyanovich, nos han seguido.

—Claro que nos han seguido, aunque me sorprende que lo menciones.

—¿Por qué?

—¿Me tomas por tonto? —Bogdan sacó su Mauser y le apuntó tranquilamente—. Son de los tuyos. Te lo advertimos. No habría segunda oportunidad. Aquí está la cabina. Monta, tovarich. Te mataré cuando estemos sobre el parque.

A las 17:33 el director estaba en la biblioteca, donde le encontró Lerner. La biblioteca era una sala grande y aproximadamente cuadrada, con techos de doble altura. Pero no contenía libros. Ni un solo volumen. Todos los datos, informes, comentarios, notas tácticas y estratégicas (en suma, todos los conocimientos compilados por los jefes de departamento y los efectivos de la CIA, pasados y presentes) se hallaban digitalizados y almacenados en los inmensos discos duros interconectados de un servidor informático especial. Había dieciséis terminales distribuidas alrededor de la sala.

El Viejo había accedido a los archivos sobre Abu Sarif Hamid ibn Ashef al Uahhib, una misión montada por Alex Conklin, la única, que él supiera, en la que Bourne había fracasado. Hamid era el propietario de una multinacional dedicada al refino de petróleo y la fabricación de sustancias químicas y fundición de metales: hierro, cobre, plata, acero y cosas parecidas. La compañía, Integrated Vertical Technologies, tenía su sede en Londres, donde el saudí se había instalado al casarse en segundas nupcias con una inglesa de clase alta llamada Holly Cargill, que le había dado dos hijos y una hija.

La CIA (Alex Conklin, en concreto) había señalado a Hamid ibn Ashef como objetivo. A su debido tiempo, Conklin había enviado a Bourne a eliminarle. Éste le había seguido hasta Odesa, pero allí habían surgido complicaciones. Había disparado al saudí, pero no había logrado matarle. Hamid ibn Ashef tenía a su disposición una extensa red de agentes, y había logrado escabullirse. Bourne, por su parte, apenas había logrado salir vivo de la ciudad.

Lerner carraspeó. El Viejo se dio la vuelta.

—Ah, Matthew, siéntate.

Acercó una silla y se sentó.

—¿Abriendo viejas heridas, señor?

—Estoy interesado en el caso Hamid ibn Ashef. Intentaba averiguar qué fue de la familia. ¿Vive el padre o está muerto? Si vive, ¿dónde está? Poco después del chasco de Odesa, se hizo cargo de la empresa su hijo pequeño, Karim al Yamil. Algún tiempo después, el mayor, Abu Gazi Nadir al Yamuh, desapareció sin dejar rastro, seguramente para cuidar de Hamid ibn Ashef. Sería lo normal, según las tradiciones tribales saudíes.

—¿Y la hija? —preguntó Lerner.

—Sarah ibn Ashef. Es la pequeña de la familia. Tan poco religiosa como su madre, que sepamos. Nunca ha aparecido en nuestros radares, por razones obvias.

Lerner se inclinó un poco hacia delante.

—¿Su interés por la familia obedece a algo en particular?

—Es un cabo suelto que tengo atravesado. El único fracaso de Bourne, y teniendo en cuenta lo que está sucediendo, últimamente pienso mucho en el fracaso. —Se quedó allí sentado un momento, con la mirada fija a lo lejos, rumiando sus pensamientos—. Le dije a Lindros que cortara todo contacto con Bourne.

—Una decisión acertada, señor.

—¿De veras? —El director le miró sombríamente—. Yo creo que fue un error. Un error al que quiero poner remedio. Martin está trabajando noche y día, movilizando a Tifón para encontrar a Fadi. Tú tienes otra misión. Quiero que encuentres a Bourne y que acabes con él.

—¿Señor?

—No te hagas el tonto conmigo —dijo el director en tono cortante—. Te he visto ascender por el escalafón de la CIA. Sé lo eficaz que eras cuando estabas en activo. No será el primero al que liquides. Y lo que es más importante: puedes sacarle información a una piedra.

Lerner no dijo nada, lo que en cierto modo equivalía a asentir. Pero, a pesar de su silencio, su mente trabajaba a mil por hora. Así que por eso me ha promocionado, pensó. Al Viejo no le importa reorganizar la CIA. Quiere servirse de mi experiencia. Quiere que alguien de fuera se encargue de la única misión que no puede confiarle a uno de sus hombres.

—Prosigamos, pues. —El Viejo levantó el dedo índice—. Estoy harto de ese cabrón insolente. Ha hecho lo que le ha dado la gana desde que llegó. A veces pienso que somos nosotros los que trabajamos para él. Piensa en cómo sacó a Cevik de la celda. Tenía sus motivos, puedes estar seguro, pero nunca nos dirá cuáles eran por propia voluntad. Como tampoco sabemos qué pasó en Odesa.

Lerner estaba sorprendido. Se preguntaba si había subestimado al Viejo.

—No querrá decir que no se interrogó debidamente a Bourne.

El director pareció ofendido.

—Naturalmente que sí, como a todos los implicados. Pero dijo que no recordaba nada: ni una puta cosa. Martin le creyó, pero yo no.

—Deme su autorización, y yo le sacaré la verdad, señor.

—No te engañes, Lerner. Bourne preferirá matarse a darte información.

—Si algo he aprendido en este oficio es que todo el mundo acaba por romperse.

—Bourne no. Créeme. No, le quiero muerto. Tendré que conformarme con eso.

—Sí, señor.

—Ni una palabra a nadie, tampoco a Martin. He perdido la cuenta de cuántas veces ha salvado a Bourne del verdugo. Pero esta vez no, joder. Me dijo que había cortado el contacto con Bourne. Ahora, ve tú a buscarle.

—Entendido. —Lerner se levantó enérgicamente.

El director levantó la cabeza.

—Y, Matthew, hazte un favor. No vuelvas sin información.

Lerner le miró fijamente, sin vacilar.

—¿Y entonces?

El Viejo sabía distinguir un desafío. Se recostó en la silla, estiró los dedos y juntó las yemas como si reflexionara.

—Puede que no consigas lo que quieres —respondió—, pero quizá sí lo que te hace falta.

Bourne subió a la estrecha cabina y Bogdan le siguió. La cabina salió de la terminal y comenzó a avanzar suspendida sobre el empinado barranco de caliza.

—Creía que esos hombres eran vuestros —dijo Bourne.

—No me hagas reír.

—Estoy solo, Bogdan Iliyanovich. Sólo quiero hacer negocios con Lemontov.

Se sostuvieron la mirada un momento. Había entre ellos una animosidad tan intensa que se dejaba sentir como una tercera parte. El abrigo de lana de Bogdan apestaba a moho y a tabaco. Tenía caspa en las solapas.

El monótono movimiento de los rodamientos de la cabina hacía chirriar el cable. En el último momento, los cuatro hombres saltaron a las dos últimas cabinas. Seguían armando jaleo, como si estuvieran borrachos.

—No sobrevivirás a una caída desde esta altura —comentó Bogdan tranquilamente—. Nadie sobreviviría.

Bourne miró a los hombres que armaban jaleo.

El mar estaba agitado. Los petroleros cruzaban lentamente el puerto, pero los transbordadores permanecían en reposo, como las gaviotas. A lo lejos, la luz de la luna escarchaba las crestas de las olas.

Cuando llegaron a la playa, el bóxer seguía retozando. Levantó la cabeza mientras correteaba por la arena gris. Tenía el morro cuadrado manchado de espuma y trocitos de algas marinas. Ladró una vez y su dueño le mandó callar y acarició su flanco al pasar bajo un embarcadero de madera cuyos pilotes verdosos hacía crujir la marea. A la izquierda había un esquelético laberinto de postes: sostenían parte de la zona ajardinada, socavada por el mar en algún momento del pasado. Más allá se levantaba la hilera de oscuros quioscos, bares y restaurantes que servían a las muchedumbres de veraneantes. Siguiendo la suave curva de la playa, quizás a un kilómetro en dirección sur, se hallaba el club de yates, cuyas luces ardían como el resplandor de un pueblecito.

Los cuatro hombres del teleférico habían llegado a la playa.

Bogdan dijo:

—Hay que hacer algo.

En cuanto acabó de hablar, Bourne comprendió que aquello era otra prueba. Le bastó una mirada para saber que los hombres habían desaparecido de golpe. Sabía, naturalmente, que tenían que estar aún en la playa. Tal vez estaban en el armazón de madera que sostenía parte de la ladera de la colina, o en alguno de los quioscos.

Extendió la mano.

—Dame la Mauser. Iré tras ellos.

—¿Crees que voy a darte una pistola? ¿O que voy a creerme que vas a dispararles? —Bogdan escupió—. Si hay que ir de caza, vamos los dos.

Bourne inclinó la cabeza en señal de aprobación.

—Ya había estado aquí, sé cómo moverme. Sígueme. —Empezaron a cruzar la playa, alejándose en diagonal de la orilla. Bourne se metió en el laberinto agachando la cabeza, cogió un madero y golpeó con él uno de los postes para ver si aguantaba. Miró a Bogdan para ver si protestaba, pero éste sólo se encogió de hombros. A fin de cuentas, él tenía la Mauser.

Avanzaron por entre las sombras del laberinto, agachándose aquí y allá para no golpearse la cabeza con las vigas más bajas.

—¿Estamos cerca del punto de encuentro con Lemontov? —susurró Bourne.

Bogdan le miró con recelo.

Bourne presentía que el encuentro iba a producirse en uno de los barcos anclados en el puerto deportivo. Volvió a escudriñar las sombras. Sabía que delante de él estaba el primero de los quioscos: el que había visitado una vez.

Avanzaron despacio, Bourne siempre un paso por delante de Bogdan. La luz de la luna, que se reflejaba en la arena, estiraba sus dedos blancos hacia aquel mundo subterráneo de pilotes cuadrados, enormes riostras y vigas transversales. Caminaban más o menos en paralelo al muelle, y Bourne sabía que estaban muy cerca del quiosco.

Con el rabillo del ojo, vio un movimiento confuso y furtivo. No cambió de dirección, no volvió la cabeza, sólo movió los ojos. Al principio, sólo vio un prieto entramado de vigas. Luego, entre los ángulos del armazón, distinguió un arco: una curva que sólo podía ser humana. Uno, dos, tres. Los identificó a todos. Les estaban esperando, desplegados entre las sombras como una telaraña perfectamente colocada.

Sabían que se dirigía hacia allí como si pudieran leerle el pensamiento. Pero ¿cómo? ¿Se estaba volviendo loco? Era como si sus recuerdos le impulsaran a tomar decisiones que sólo conducían al error y al peligro.

¿Qué podía hacer ahora? Se detuvo y comenzó a retroceder, pero enseguida sintió el cañón de la pistola de Bogdan en su costado, instándole a seguir adelante. ¿Estaba Bogdan metido en aquello? ¿Formaba parte el ucraniano de una conspiración destinada a atraparle?

De pronto echó a correr hacia la izquierda, en dirección a la playa. Mientras corría, torció el torso y arrojó el madero a la cabeza de Bogdan. El ucraniano lo esquivó sin dificultad, pero tardó en disparar, y Bourne pudo esconderse tras un poste un instante antes de que una bala de la Mauser le arrancara una esquina.

Giró a la derecha y corrió luego hacia la izquierda con todas sus fuerzas, dando con la pierna derecha pasos más largos que con la izquierda para que Bogdan no pudiera predecir hacia dónde iría. Otro disparo, éste algo más separado de su objetivo.

Un tercer disparo abrió un rasgón en su abrigo, que ondeaba movido por la carrera. Luego alcanzó los primeros pilotes del embarcadero y se deslizó entre las sombras.

Bogdan Iliyanovich respiraba agitadamente mientras corría tras el hombre que se hacía llamar Ilias Voda. Iba con la lengua fuera por hundirse en la arena, cada vez más cenagosa a medida que se acercaba al embarcadero. Tenía los zapatos llenos de arena y los bajos del abrigo mojados.

El agua estaba helada. No quería adentrarse más en ella, pero de pronto divisó a su presa y siguió adelante. El agua le llegó a las rodillas y lamió luego sus muslos. Empezaba a costarle avanzar.

De pronto, un fuerte ruido le hizo girarse hacia su izquierda. Pero su larguísimo abrigo empapado de agua le frenaba. Se tambaleó y en ese instante, exhausto, comprendió por qué había corrido Voda hacia allí: le había atraído premeditadamente hacia el agua para que el abrigo le impidiera moverse con libertad.

Soltó una sarta de maldiciones, pero se interrumpió súbitamente, como si se mordiera la lengua. A la luz de la luna, vio a tres de los hombres de negocios corriendo a toda velocidad hacia él con las pistolas en alto.

Cuando intentó escapar, el que iba delante apuntó y disparó.

Bourne les vio antes que Bogdan. Estaba a punto de abalanzarse sobre el ucraniano cuando el primer disparo arrancó un trozo del pilote más próximo. Bogdan estaba volviéndose hacia él cuando resbaló. Bourne le levantó y le hizo volverse, de forma que quedara entre los hombres armados y él.

Otro apuntó y disparó. La bala se hundió en el hombro izquierdo de Bogdan, empujando su cuerpo hacia atrás y a la izquierda. Bourne estaba preparado; había adoptado, de hecho, la postura de un experto en artes marciales: los pies separados el ancho de las caderas, las rodillas ligeramente flexionadas, el torso relajado y, por tanto, listo para el siguiente movimiento. Su fuerza procedía del bajo vientre. Dio de nuevo la vuelta a Bogdan para utilizarle como escudo. Los tres hombres estaban muy cerca, casi en la orilla, formando un triángulo. Los veía claramente a la luz fría de la luna.

Otra bala dio al ucraniano en el abdomen, haciéndole doblarse. Bourne le irguió, levantó la Mauser y apuntó sirviéndose del brazo y la mano del propio Bogdan. Apretó el gatillo con el dedo índice sobre el del ucraniano. El hombre de la derecha, el que estaba más cerca, se tambaleó y cayó de bruces. Otra bala dio a Bogdan en el muslo, pero para entonces Bourne había hecho ya otro disparo. El tipo del medio salió despedido hacia atrás con los brazos extendidos.

Bourne arrastró al ucraniano hacia la derecha. Otras dos balas pasaron a escasos centímetros de la cabeza de Bogdan. El hombre que quedaba se acercó zigzagueando bruscamente mientras disparaba, pero el oleaje era cada vez más fuerte y apenas lograba mantener el equilibrio. Bourne le pegó un tiro entre los ojos.

Después sintió un movimiento animal y una ligera sacudida cuando Bogdan sacó la pistola que llevaba sujeta debajo del abrigo. Había perdido la otra en el agua negra, llena de algas e hilillos de su propia sangre. Bourne le asestó un golpe con el canto de la mano y la pistola voló de la mano del ucraniano y desapareció en el agua revuelta.

Bogdan levantó las manos y le apretó el cuello con la fuerza de quien ve cerca la muerte. Una ola hizo caer a Bourne de rodillas. Su atacante intentó aplastar con los pulgares el cartílago de su garganta, pero él descargó un golpe con el canto de la mano en una de sus heridas de bala. El ucraniano gritó y echó la cabeza hacia atrás.

Bourne se levantó, tambaleándose, y asestó un último golpe que tumbó a Bogdan, lanzándole hacia atrás. Se golpeó la cabeza con un pilote y escupió sangre.

Miró a Bourne un momento. Una sonrisilla curvó las comisuras de su boca.

—Lemontov —dijo.

En la playa sólo se oía el fragor de las olas al estrellarse contra los pilotes. No se oyó el zumbido ronco del motor de un barco, ni ningún otro ruido reconocible hasta que el bóxer dejó escapar un ladrido lloroso, como si estuviera asustado.

Entonces Bogdan comenzó a reírse con un gorgoteo.

Bourne le sujetó por las solapas del abrigo.

—¿Qué tiene tanta gracia, Bogdan Iliyanovich?

—Lemontov. —La voz del ucraniano sonaba débil, insustancial, como el aire escapando de un globo. Ponía los ojos en blanco, pero logró decir una última cosa—: No hay ningún Lemontov.

Mientras el cadáver se hundía en el agua, Bourne percibió una presencia que salía de la oscuridad y se lanzaba hacia él. Se volvió hacia la izquierda. ¡El cuarto hombre!

Demasiado tarde. Sintió un dolor ardiente en el costado y a continuación una ráfaga de calor. Su atacante comenzó a remover el cuchillo. Bourne le empujó con ambas manos y el cuchillo que tenía clavado en el costado se soltó, escupiendo un chorro de sangre.

—Es cierto, ¿sabes? —dijo el hombre—. Lemontov es un fantasma que invocamos para atraerte hasta aquí.

—¿Quiénes?

Su agresor se acercó. La luz de la luna, que se colaba entre las planchas del embarcadero, desveló una cara extrañamente familiar.

—No me reconoces, Bourne. —Su sonrisa era tan salvaje como venenosa.

El norteamericano se sobresaltó al reconocerle por el boceto que Martin Lindros había dibujado para él.

—Fadi.