10
Tras cruzar el río helado en dirección oeste-suroeste, se abatió sobre ellos la sombra de la empinada falda de la montaña. Tres soldados de Kabur que conocían aquella zona mejor que Zaim acompañaban a éste y a Bourne, a quien le ponía nervioso viajar con tanta gente; tanta según sus parámetros. Su metodología dependía del sigilo y la invisibilidad, cosas ambas extremadamente difíciles de lograr en aquellas circunstancias. Aun así, mientras avanzaban con paso enérgico, tuvo que reconocer que los hombres de Kabur apenas hacían ruido y que parecían concentrados en su misión, consistente en llevarles con vida hasta el campamento de Fadi.
Después de ascender paulatinamente desde la ribera oeste del río, el terreno se nivelaba durante un trecho, lo que indicaba que habían alcanzado una meseta boscosa. La montaña se erguía sobre ellos, cada vez más imponente: una pared casi vertical que, treinta metros más arriba, se proyectaba de repente hacia delante en un inmenso saledizo rocoso.
La nieve, que empezaba a arreciar cuando emprendieron el camino, se había convertido en una llovizna que no estorbaba su avance. Así pues, recorrieron los primeros dos kilómetros y medio sin contratiempos. Llegados a aquel punto, uno de los hombres de Kabur les indicó que se detuvieran y mandó a uno de sus compañeros que se adelantara para inspeccionar el terreno. Esperaron agachados entre los abetos susurrantes mientras seguía cayendo la nieve. La vanguardia de la tormenta había traído consigo un espantoso silencio que ahora cubría aquella zona como si la gigantesca cornisa rocosa absorbiera todos los ruidos de la falda de la montaña.
Cuando el amhara regresó y les indicó por señas que todo estaba despejado, volvieron a ponerse en marcha. Avanzaban a trompicones entre la nieve, con los ojos y los oídos bien abiertos. La meseta ascendía progresivamente a medida que se acercaba al saledizo, y el sendero se iba haciendo al mismo tiempo más pedregoso y más arbolado. Bourne entendía muy bien que Fadi hubiera instalado su campamento en aquellas cumbres.
Cuando llevaban recorrido medio kilómetro, el comandante de Kabur ordenó otra parada y mandó adelantarse de nuevo a su compañero. El amhara tardó más que antes en volver y al regresar se llevó aparte a su superior y mantuvo con él una encendida conversación. El lugarteniente de Kabur se apartó de él y se acercó a Bourne y Zaim.
—Tenemos la certeza de que el enemigo está ahí delante. Hay dos hombres al este de aquí.
—Debemos estar muy cerca de su campamento —dijo Bourne.
—No son guardias. Están batiendo el bosque sistemáticamente y se dirigen hacia aquí. —El comandante arrugó el ceño—. Me pregunto si saben que venimos.
—Imposible saberlo —dijo Zaim—. Y, en todo caso, hay que matarlos.
El comandante arrugó el ceño más aún.
—Son hombres de Fadi. Esto traerá consecuencias.
—Olvídalo —dijo Bourne bruscamente—. Iremos Zaim y yo.
—¿Me tomas por un cobarde? —El comandante sacudió la cabeza—. Nos han ordenado llevaros al campamento de Fadi y eso es lo que vamos a hacer.
A una señal suya, sus hombres se alejaron en dirección este.
—Nosotros tres seguiremos en la misma dirección que antes. Dejemos que mis hermanos hagan su trabajo.
Siguieron ascendiendo a marchas forzadas por la montaña, que se empinaba como si intentara tocar el enorme saliente. De momento había dejado de nevar y el sol asomaba por una hendidura entre las nubes caudalosas.
De pronto sonó una ráfaga de disparos que el eco repitió una y otra vez. Se detuvieron los tres y corrieron a agazaparse entre los árboles. Un instante después se oyó otra ráfaga; luego todo volvió a quedar en silencio.
—Tenemos que darnos prisa —dijo el comandante, y se levantaron para proseguir la marcha en dirección oeste-suroeste.
Un momento después oyeron trinar a un pájaro. Al poco rato, los dos soldados se reunieron con ellos. Uno estaba herido, pero de poca gravedad. Siguieron adelante con determinación, como una unidad bien cohesionada, con el explorador avanzando en cabeza.
Casi inmediatamente el terreno empinado se allanó y los árboles comenzaron a escasear. Cuando el explorador se puso de rodillas, pareció que había tropezado con una roca o con la raíz de un árbol. Luego la sangre salpicó la nieve, al recibir otro soldado un disparo en la cabeza. Los demás se pusieron a cubierto. Les habían sorprendido, pensó Bourne, porque los disparos procedían del oeste. La avanzadilla de dos hombres que se dirigía hacia ellos desde el este había sido una estratagema, parte de una pinza lanzada desde el este y el oeste. Bourne acababa de descubrir algo más sobre Fadi: que había corrido el riesgo de perder dos hombres para tender una emboscada al grupo al completo.
Los disparos seguían arreciando en descarga cerrada: era imposible deducir a cuántos hombres se enfrentaban. Bourne se apartó de Zaim y del comandante, que disparaban desde detrás de cualquier parapeto que encontraban. Dirigiéndose hacia su derecha, trepó por un talud empinado, tan abrupto que tuvo que buscar entre la nieve dónde apoyar pies y manos. Sabía que había sido un error permitir que los hombres de Kabur les acompañaran (ni siquiera quería la ayuda de Zaim), pero la cultura de los amharas hacía imposible rehusar dádivas como aquélla.
Al llegar a lo alto del risco, avanzó hasta su extremo, donde la roca caía a pico. Desde aquel punto elevado vio a cuatro hombres armados con fusiles y armas cortas. A pesar de la distancia, saltaba a la vista que no eran amharas. Tenían que formar parte de la célula terrorista de Fadi.
El problema ahora era de carácter logístico. Armado únicamente con una pistola, se hallaba en franca desventaja para enfrentarse a enemigos provistos de fusiles. El único modo de remediarlo era acercarse a ellos. Era un plan arriesgado, pero no había alternativa.
Bourne avanzó en círculo, aproximándose a ellos desde atrás. Enseguida comprendió que un simple ataque por la espalda estaba descartado. Habían apostado a un hombre para vigilar su retaguardia. Estaba sentado en una roca que había despejado de nieve y sostenía un Mauser SP66, un fusil de francotirador de fabricación alemana. El Mauser usaba munición de 7,62 x 51 milímetros y estaba equipado con una mira telescópica Zeiss Diavari de alta precisión. Todos estos detalles eran cruciales para el paso que se disponía a dar Bourne. Aunque el Mauser era un fusil excelente para disparar a un objetivo situado a larga distancia, tenía un cañón muy pesado y un cerrojo de manejo manual: era un arma pésima para disparar con prisas.
Bourne avanzó con sigilo hasta estar a quince metros del vigía; sacó entonces el cuchillo curvo que le había quitado al soldado amhara. Salió de su escondite y se dejó ver por el terrorista, que se levantó de un salto, ofreciéndole así un blanco perfecto. El hombre de Fadi estaba aún intentando apuntarle con el Mauser cuando Bourne arrojó el cuchillo. Éste se clavó hasta la empuñadura justo por debajo del esternón. Su hoja curva traspasó tejidos y órganos por igual. El terrorista comenzó a ahogarse en su propia sangre antes de caer a la nieve.
Bourne recuperó el cuchillo al pasar por encima del cadáver, limpió la hoja en la nieve y volvió a guardarlo en su funda. Luego recogió el Mauser y fue a buscar un sitio donde esconderse.
Oyó entonces una sucesión de disparos en ráfagas cortas y largas, como un código morse que fuera desgranando la muerte de los combatientes. Echó a correr hacia la posición que ocupaban los terroristas, pero habían empezado a moverse. Tiró el Mauser y sacó la Makarov.
Al avanzar al descubierto por el borde del risco, vio justo debajo de él al comandante tendido en la nieve, en medio de un charco de sangre. Luego, mientras avanzaba poco a poco, aparecieron dos terroristas. Disparó a uno al corazón por la espalda. El otro se volvió y abrió fuego. Bourne se agachó tras una roca.
Se oyeron más disparos en ráfagas entrecortadas, un sonido espolvoreado que el saliente rocoso recogía y arrojaba como un rayo a sus oídos. Bourne se puso de rodillas, y tres disparos rebotaron en una roca cercana, lanzando chispas al aire.
Se movió ostensiblemente hacia su derecha para atraer los disparos y se arrastró luego boca abajo hacia su izquierda, hasta que tuvo a la vista uno de los hombros del terrorista. Disparó dos veces y oyó un gruñido de dolor. Entonces se levantó y avanzó sin esconderse, y cuando el terrorista asomó la cabeza apuntándole directamente con su Makarov, Bourne le disparó limpiamente entre los ojos.
Siguió adelante, en busca del tercer terrorista. Le encontró retorciéndose en la nieve, con la mano en la tripa. Sus ojos brillaron al ver a Bourne y, curiosamente, el espectro de una sonrisa cruzó su cara. Luego, en un último espasmo, arrojó una bocanada de sangre y sus ojos se nublaron.
Bourne echó a correr. Encontró a Zaim a menos de treinta metros de allí. El amhara estaba de rodillas. Tenía dos disparos en el pecho. Bizqueaba de dolor, pero mientras Bourne avanzaba hacia él dijo:
—No, déjame. Estoy acabado.
—Zaim…
—Sigue tú. Encuentra a tu amigo. Llévatelo a casa.
—No puedo dejarte aquí.
El hombre compuso una sonrisa.
—Todavía no lo entiendes. No me arrepiento de nada. Porque mi hijo va a ser enterrado. Eso es lo único que pido.
Con un último y largo estertor, cayó de lado y no volvió a moverse.
Bourne se acercó a él por fin y, arrodillándose, le cerró los ojos. Después siguió hacia el campamento de Fadi. Quince minutos más tarde, tras cruzar serpenteando bosquecillos de abetos cada vez más densos, vio un grupo de tiendas militares levantadas en una zona llana que, a juzgar por los tocones resecos de los árboles, había sido despejada hacía tiempo.
Agachado junto al tronco de un árbol, observó el campamento: nueve tiendas, tres fogatas para cocinar y una letrina. El problema era que no veía a nadie. El campamento parecía desierto.
Se levantó, dispuesto a hacer su ronda de reconocimiento en torno al lugar. Pero en cuanto abandonó el refugio de las ramas bajas del abeto, los balazos comenzaron a levantar la nieve a su alrededor. Divisó al menos a media docena de hombres.
Y echó a correr.
—¡Aquí arriba! ¡Por aquí! ¡Deprisa!
Al levantar la mirada, Bourne vio a Alem tendido en un lecho de roca cubierto de nieve. Buscó dónde apoyar el pie y se encaramó al saliente. El chico se apartó del borde y se quedó a su lado mientras, tumbado boca abajo, Bourne veía cómo se desplegaban en su busca los hombres de Fadi.
Luego, siguiendo el ejemplo de Alem, se pegó más al fondo del lecho rocoso. Cuando los terroristas se alejaron y ellos pudieron ponerse en pie, Alem dijo:
—Han llevado a tu amigo a otro sitio. Debajo de la cornisa hay unas cuevas. Le han llevado allí.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Bourne cuando comenzaron a trepar.
—¿Dónde está mi padre? ¿Por qué no está contigo?
—Lo siento, Alem. Le han matado de un disparo.
Bourne estiró el brazo hacia él, pero el chico dio un respingo. Con la mirada absorta, se apartó de la roca.
—Si te sirve de consuelo, hizo todo lo que pudo. —Bourne se agachó junto a él—. Murió en paz. Le prometí que enterraría a tu hermano.
—¿Puedes hacer eso?
Asintió.
—Sí, creo que sí.
Los ojos oscuros del chico recorrieron su cara. Luego hizo un gesto de reconocimiento y siguieron ascendiendo en silencio. Había empezado a nevar otra vez, y la densa cortina blanca de la nieve parecía apartarlos del resto del mundo. Amortiguaba, además, todos los sonidos, lo cual era al mismo tiempo bueno y malo para ellos: camuflaría los ruidos que hicieran al moverse, pero haría lo mismo con los de sus perseguidores.
Alem, sin embargo, avanzaba resueltamente delante de Bourne. Seguía un surco que cruzaba en diagonal la enorme cornisa rocosa. Pisaba con firmeza, sin perder pie. Menos de quince minutos después alcanzaron la cumbre.
Treparon ambos por su abrupta superficie.
—Hay chimeneas que bajan hasta las cuevas —dijo—. Mi hermano y yo solíamos jugar al escondite aquí. Sé por qué chimenea hay que bajar para llegar hasta donde está tu amigo.
Bourne vio, a pesar de la nieve, que la cornisa estaba cubierta de agujeros que marcaban la entrada a chimeneas verticales, vestigios de una glaciación tan potente que había horadado el material granítico de la montaña.
Se inclinó sobre uno de los agujeros, apartó la nieve acumulada y se asomó a él. La luz no llegaba hasta el fondo, pero el pozo parecía tener unos doscientos metros de longitud.
—Tus enemigos estaban vigilando —comentó Alem a su lado.
—Sí, me lo dijo tu padre.
El chico inclinó la cabeza. Estaba claro que no le sorprendía.
—Sacaron a tu amigo del campamento para que no le encontraras.
Bourne se echó hacia atrás y contempló al muchacho.
—¿Por qué me cuentas eso ahora? Suponiendo que sea verdad, claro.
—Han matado a mi padre. Ahora creo que es lo que querían desde el principio. ¿Qué les importamos nosotros a ellos, qué les importa si morimos o quedamos tullidos, mientras se salgan con la suya? Me aseguraron que mi padre estaría a salvo, que le protegerían, y yo fui tan tonto que les creí. Así que, ahora, que les jodan. Quiero ayudarte a rescatar a tu amigo.
Bourne no dijo nada, ni se movió.
—Sé que debo demostrarte que soy de fiar, así que bajaré yo primero. Si es una trampa, si tus sospechas son ciertas, si creen que vas a usar la chimenea, me matarán a mí. Y tú estarás a salvo.
—No importa lo que hayas hecho, Alem. No quiero que te hagan daño.
El rostro del chico reflejó un momento su confusión. Estaba claro que era la primera vez que un desconocido se interesaba por su bienestar.
—Te he dicho la verdad —dijo—. Los terroristas no saben nada de estas chimeneas.
Tras vacilar un momento, Bourne dijo:
—Puedes demostrarme tu lealtad hacia tu padre y hacia mí, pero no así. —Hurgó en su bolsillo y sacó un pequeño objeto octogonal de goma dura, de color gris oscuro, en el centro del cual había dos botones, uno negro y uno rojo.
Al ponerlo en la mano de Alem, dijo:
—Necesito que bajes de la cornisa y que te dirijas hacia el sur. Estoy seguro de que te encontrarás con algunos hombres de Fadi. En cuanto los veas, aprieta el botón negro. Cuando estés a cien metros de ellos, aprieta el botón rojo y arrójales esto con todas tus fuerzas. ¿Lo has entendido?
El chico miró el octógono.
—¿Es un explosivo?
—Ya sabes que sí.
—Cuenta con ello —dijo Alem solemnemente.
—Bien. No me moveré hasta que oiga la explosión. Luego bajaré por la chimenea.
—La explosión les hará salir. —Alem se levantó para marcharse—. Cuando hayas bajado dos tercios de la chimenea, verás una bifurcación. Toma el túnel de la derecha. Cuando llegues al final, dobla a la derecha. Estarás a cincuenta metros de donde tienen encerrado a tu amigo.
Bourne le vio cruzar a gatas la cima de la cornisa y desaparecer entre los ventisqueros de la ladera sur. Un instante después llamó a Davis por el teléfono vía satélite.
—Tu posición está en peligro —dijo—. ¿Has visto movimiento? ¿Alguna novedad?
—Esto está tranquilo como una tumba —respondió el piloto—. ¿Puedes decirme una hora aproximada de regreso? Se está formando un frente en el noroeste.
—Eso he oído. Mira, necesito que salgas de ahí. Pasé por un prado alpino a unos trece o catorce kilómetros al noroeste de donde estás. Dirígete allí. Pero primero quiero que entierres el cadáver de la cueva. No podrás cavar, así que usa piedras. Haz un túmulo. Reza una oración. Ah, y otra cosa: ponte el traje antirradiación que vi en la cabina.
Bourne volvió a la tarea que tenía entre manos. Tenía que confiar en que Alem le hubiera dicho la verdad. Pero aun así debía tomar precauciones, por si se equivocaba. En lugar de esperar la detonación, como le había dicho al chico, se introdujo inmediatamente en la chimenea y comenzó a descender por ella. El muchacho podía estar entregando la granada a uno de los hombres de Fadi en aquel mismo instante. Al menos así no estaría donde el chico creía que estaba.
Bourne bajó por la chimenea de roca apoyándose con rodillas, tobillos y codos. La presión que ejercía con ellos era lo único que impedía que se precipitara por el conducto hasta el suelo rocoso.
Tal y como le había dicho Alem, la chimenea se bifurcaba en un punto situado a unos dos tercios de su longitud. Bourne se quedó un momento suspendido sobre la bifurcación, ponderando lo imponderable. O creía al chico o no le creía, era así de sencillo. Aunque, naturalmente, no tenía nada de sencillo. En lo tocante a motivaciones e impulsos humanos, nada era sencillo.
Tomó el ramal de la derecha. A poca distancia de allí, el túnel se estrechaba ligeramente y en algunos puntos le costó seguir avanzando. En una ocasión tuvo que hacer un giro de cuarenta y cinco grados para que pasaran sus hombros. Al final, sin embargo, salió al suelo de la cueva. Con la Makarov en la mano, miró a un lado y a otro. No había terroristas emboscados, pero una estalagmita de metro y medio de alto (un depósito calizo causado por el agua rica en mineral que bajaba por la chimenea) emergía del suelo de la caverna.
Bourne la partió de una patada medio metro por encima de su base. Cogió el trozo que había arrancado y se dirigió a la derecha siguiendo la pared de la caverna. Poco después, el pasadizo se curvaba hacia la izquierda. Bourne aminoró el paso; luego se agachó.
Al asomarse a la esquina vio a uno de los hombres de Fadi en pie, con un fusil Ruger semiautomático apoyado en la cadera. Esperó mientras respiraba hondo, lentamente. El terrorista se movió y Bourne pudo ver a Martin Lindros. Atado y amordazado, estaba apoyado contra un fardo de lona. Se le aceleró el pulso. Martin estaba vivo.
No tuvo, sin embargo, tiempo de evaluar el estado de su amigo: en ese mismo instante, el eco de una explosión retumbó en la cueva. Alem se había redimido: había hecho estallar la granada de Deron, como le había prometido.
Aquel tipo volvió a moverse, impidiéndole ver a Lindros. Otros dos terroristas se reunieron con el primero, que se puso a hablar rápidamente en árabe por un teléfono vía satélite, intentando decidir qué hacían. Así pues, Fadi había dejado tres hombres custodiando al prisionero. Bourne tenía ya un dato crucial.
Tras tomar una decisión, los terroristas formaron un triángulo defensivo: un hombre en una punta, junto a la entrada de la cueva, y dos separados detrás de Lindros, cerca de donde Bourne estaba agazapado.
Bourne dejó la Makarov. No podía permitirse usar un arma de fuego. El ruido atraería inmediatamente al resto de los hombres de Fadi. Se levantó y plantó bien los pies sobre el suelo. Sujetando la estalagmita con una mano, sacó el cuchillo de hoja curva. Arrojó primero el cuchillo, que se hundió hasta la empuñadura en la espalda del guardia de atrás, a la izquierda. Cuando el otro se volvió, Bourne arrojó la estalagmita como si fuera una lanza. La clavó en la garganta del terrorista, atravesándola limpiamente. El hombre arañó la estalagmita un momento mientras se tambaleaba. Después se desplomó sobre su compañero.
El terrorista del otro extremo se había girado y le apuntaba con su Ruger, así que inmediatamente levantó las manos y comenzó a andar hacia él.
—¡Alto! —dijo en árabe el terrorista.
Pero Bourne ya había echado a correr. Llegó hasta él cuando el tipo le miraba aún con los ojos dilatados por la impresión. Apartó el cañón del Ruger y le golpeó en la nariz con el canto de la mano, haciendo saltar sangre y trozos de cartílago. Después le rompió la clavícula de un golpe. El terrorista cayó de rodillas y se tambaleó, aturdido. Jason le quitó el Ruger de las manos y le asestó un golpe en la sien con la culata. El hombre se desplomó, inmóvil.
Bourne ya se había alejado. Cortó la cuerda que unía las manos y los tobillos de Lindros. Cuando su amigo estuvo en pie, le quitó la mordaza.
—Tranquilo —dijo—. ¿Estás bien?
Lindros se lo confirmó con un gesto.
—De acuerdo. Voy a sacarte de aquí inmediatamente.
Mientras lo llevaba por el mismo camino por el que él había llegado, le desató las muñecas. Martin tenía la cara hinchada y descolorida, los efectos más visibles de su tormento. ¿A qué sufrimientos físicos y mentales le había sometido Fadi? Bourne había sido torturado más de una vez. Sabía que algunas personas aguantaban mejor la tortura que otras.
Pasaron junto al tocón de la estalagmita rota y llegaron a la chimenea.
—Tenemos que subir —dijo Bourne—. Es la única salida.
—Haré lo que tenga que hacer.
—No te preocupes. Yo te ayudaré.
Cuando se disponía a introducirse en la chimenea, Lindros le tocó el brazo.
—Jason, nunca perdí la esperanza. Sabía que me encontrarías —dijo—. Nunca podré darte las gracias como te mereces.
Bourne le apretó el brazo un momento.
—Anda, vamos. Sígueme.
Tardó más en subir que en bajar. Para empezar, trepar era mucho más difícil y cansado. Y, en segundo lugar, estaba Lindros. En varias ocasiones tuvo que parar y retroceder un metro o dos para ayudar a su amigo a superar un tramo especialmente difícil de la chimenea. Y al pasar por una parte en la que el conducto se estrechaba, tuvo que cargar físicamente con él.
Por fin, tras treinta minutos angustiosos, salieron a la cima de la cornisa. Mientras Martin recuperaba la respiración, Bourne observó el tiempo. El viento había cambiado de dirección. Ahora soplaba del sur. La nieve caía dispersa, con un leve repiqueteo. Saltaba a la vista que no volvería a arreciar: el frente se había alejado. Esta vez, los demonios ancestrales del Ras Dashén se habían apiadado de ellos.
Bourne ayudó a Lindros a levantarse y juntos emprendieron la marcha hacia el helicóptero.