7      

Anne Held acorraló a Soraya en cuanto ésta regresó al cuartel general de la CIA.

—Al aseo de señoras —dijo en voz baja—, enseguida.

Una vez dentro del aseo del vestíbulo, Anne recorrió los servicios uno por uno para asegurarse de que estaban solas.

—Mi parte del trato —comenzó Soraya—. El nanotransmisor entró en contacto con fuego, lo que destruyó la mitad de los circuitos.

—Bueno, eso puedo decírselo al Viejo —dijo Anne—. Quiere la cabeza de Bourne… y lo mismo Lerner.

—Por lo que pasó con Cevik. —Soraya arrugó el entrecejo—. Pero ¿qué pinta Lerner en todo esto?

—Por eso te he traído aquí —contestó Anne enérgicamente—. Mientras estabas con Bourne, Lerner dio un golpe de Estado.

—¿Qué?

—Convenció al Viejo para que le nombrara director en funciones de Tifón.

—Ay, Dios —dijo Soraya—. Por si no lo teníamos ya suficientemente jodido.

—Me da la sensación de que todavía no has visto nada. Está empeñado en reorganizar la CIA por completo, y ahora que ha echado el guante a Tifón, lo pondrá todo patas arriba.

Alguien intentó entrar, pero Anne le disuadió.

—Esto está todo inundado —dijo con autoridad—. Pruebe arriba.

Cuando volvieron a quedarse solas, añadió:

—Lerner irá detrás de todo aquel de quien no se fíe. Y dada tu relación con Bourne, me apuesto lo que sea a que estás la primera de su lista. —Se acercó a la puerta—. Arriba ese ánimo, muñeca.

Sentado con la cabeza entre las manos, Bourne intentaba aclarar aquella descomunal pesadilla. El problema era que no tenía suficiente información. No podía hacer nada, salvo seguir adelante, intentar hallar a Lindros o, si ello no era posible (si su amigo ya estaba muerto), proseguir en aquella misión hasta encontrar y detener a Fadi y a Duyya antes de que llevaran a cabo su amenaza.

Por fin se levantó. Tras inspeccionar los restos de los Chinooks, rodeó el más cercano a la cueva y subió al que había llevado a Lindros hasta allí.

El interior parecía surrealista, como un cuadro de Dalí: charcos de plástico derretido, metales fundidos unos con otros. Todo abrasado hasta límites inimaginables. Aquello le interesó. A aquella altitud, no había suficiente oxígeno para sustentar un fuego de tal intensidad durante mucho tiempo, y menos aún para causar daños como aquéllos. El fuego debía tener otro origen: un lanzallamas.

Bourne rememoró el rostro de Hiram Cevik. Fadi se hallaba detrás de la emboscada. Lo moderno del armamento, la minuciosa coordinación de los ataques, el elevado nivel táctico necesario para eliminar a dos equipos punteros de la CIA: todas las pruebas apuntaban a él.

Pero otra duda le corroía. ¿Por qué se había dejado atrapar Fadi por la CIA? Se le ocurrían varias respuestas. La más probable era que quisiera hacerles llegar un mensaje: «Creéis que me tenéis en el punto de mira y no sabéis con quién estáis tratando». Bourne sabía que, hasta cierto punto, Fadi tenía razón: prácticamente no sabían nada de él. Pero era precisamente aquella bravuconada lo que podía proporcionarle el asidero que necesitaba. Su éxito procedía de su capacidad para meterse en la cabeza de sus adversarios. La experiencia le había enseñado que era imposible hacerlo con alguien que se mantenía entre las sombras. Pero ahora Fadi había salido a la luz de su campo de visión. Había mostrado la cara. Por primera vez, Bourne tenía una plantilla (por tosca e imprecisa que fuera) a partir de la cual comenzar su búsqueda.

Fijó toda su atención en el interior del Chinook. Contó cuatro esqueletos. Toda una revelación. Faltaban dos hombres. ¿Podían estar vivos? ¿Era Martin uno de ellos?

Las unidades Escorpión de la CIA tenían carácter militar. Todos los hombres llevaban placas que los identificaban como efectivos de una brigada del ejército que no existía en realidad. Recogió las cuatro placas lo más rápidamente que pudo. Les quitó la nieve, la ceniza y el hollín para leer los nombres, que figuraban en el paquete de datos que le había proporcionado Tifón y que, por tanto, había memorizado. Martin no estaba allí. El piloto (Jaime Cowell) tampoco se contaba entre los muertos.

Se acercó al lugar que había servido de sepultura a Escorpión Dos y descubrió los cincos esqueletos del equipo. A juzgar por el número de huesos dispersos, podía afirmarse que ninguno de ellos estaba en condiciones operativas cuando se estrelló el Chinook. Habían sido un blanco perfecto. Bourne hurgó en busca de sus placas.

De pronto detectó un leve movimiento entre las sombras del interior y el fugaz destello de unos ojos antes de que una cabeza se volviera. Metió la mano en el hueco que había bajo el panel de mandos. Sintió un dolor agudo en la mano y luego algo que se precipitaba sobre él borrosamente, tirándole hacia atrás.

Se puso en pie, siguió a aquella sombra fuera del fuselaje del Chinook y echó a correr tras ella mientras hacía señas a Davis de que no abriera fuego. Vislumbró la marca sangrante dejada por unos dientes en el dorso de su mano en el instante en que la sombra saltaba el murete de piedra del lado noreste de la meseta.

Se lanzó al aire, aterrizó de pie en lo alto del muro, se orientó y se abalanzó sobre la espalda de aquella figura.

Cayeron los dos rodando, pero Bourne le agarró con fuerza del pelo y tiró hacia atrás para verle la cara. Era un niño de no más de once años.

—¿Quién eres? —le preguntó Bourne en el dialecto amárico de la zona—. ¿Qué haces aquí?

El chico le escupió a la cara y comenzó a arañarle, intentando escapar. Bourne le sujetó las muñecas cruzadas a la espalda y le sentó al socaire del muro, donde no le diera el viento ululante. Estaba flaco como una pica; se le notaban los huesos de los pómulos, de los hombros y las caderas.

—¿Cuándo comiste por última vez?

No hubo respuesta. Al menos el zagal no volvió a escupirle, aunque posiblemente se debía a que estaba tan seco por dentro como la nieve que aplastaban sus pies. Bourne desenganchó su cantimplora con la mano libre y la abrió con los dientes.

—Voy a dejarte marchar. No quiero hacerte daño. ¿Quieres un poco de agua?

El chico abrió la boca de par en par, como un polluelo en el nido.

—Entonces tienes que prometerme que contestarás a mis preguntas. ¿Trato hecho?

El niño le miró un momento con sus ojos negros; luego asintió. Bourne le soltó las muñecas y el chico echó mano de la cantimplora, la inclinó y bebió el agua a grandes tragos, convulsivamente.

Mientras bebía, Bourne levantó paredes de nieve a ambos lados para conservar el calor de sus cuerpos. Recuperó la cantimplora.

—Primera pregunta: ¿sabes qué pasó aquí?

El chico negó con la cabeza.

—Tuviste que ver los fogonazos de las armas, las bolas de humo levantándose por encima de la montaña.

Una leve vacilación.

—Las vi, sí. —Tenía la voz aguda de una niña.

—Y te entró curiosidad, claro. Subiste aquí, ¿no?

El chico apartó la mirada, se mordió el labio.

Aquello no estaba funcionando. Bourne sabía que tenía que encontrar otro modo de ganarse la confianza del zagal.

—Me llamo Jason —dijo—. ¿Y tú?

Otro titubeo.

—Alem.

—Alem, ¿has perdido a alguien alguna vez? ¿Alguien a quien quisieras mucho?

—¿Por qué? —preguntó receloso.

—Porque yo sí. A mi mejor amigo. Por eso estoy aquí. Iba en uno de esos pájaros achicharrados. Necesito saber si le viste o si sabes qué le ocurrió.

Alem ya había empezado a negar con la cabeza.

—Se llama Martin Lindros. ¿Has oído a alguien mencionar su nombre?

Alem volvió a morderse el labio, que había empezado a temblarle ligeramente, y no de frío, pensó Bourne. Sacudió la cabeza.

Bajó los brazos y se puso nieve sobre el dorso de la mano, donde le había mordido Alem. Vio que el chico seguía con los ojos todos sus movimientos.

—Mi hermano mayor murió hace seis meses —dijo Alem un momento después.

Bourne siguió apelmazando la nieve sobre su mano. Mejor actuar con naturalidad, se dijo.

—¿Qué le pasó?

Alem acercó las rodillas al pecho y cruzó los brazos sobre ellas.

—Le sepultó un desprendimiento de rocas, el mismo que dejó tullido a mi padre.

—Lo siento —dijo Bourne sinceramente—. Oye, sobre ese amigo mío… ¿Y si está vivo? ¿Querrías que muriera?

Alem pasaba los dedos por entre los cascotes helados de la base del muro.

—Vas a pegarme —masculló.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Me he llevado algo. —Movió la cabeza hacia los helicópteros—. De allí.

—Lo único que me preocupa es encontrar a mi amigo. Te lo prometo, Alem.

Sin mirar a Bourne, el chico sacó un anillo. Él lo cogió y lo levantó a la luz del sol. Reconoció el escudo con un libro abierto en cada cuadrante: la insignia de la Universidad de Brown.

—Es el anillo de mi amigo. —Se lo devolvió con cuidado al chico—. ¿Puedes enseñarme dónde lo encontraste?

Alem le llevó al otro lado del muro y avanzó por entre la nieve a trompicones, hasta un lugar a unos doscientos metros de los helicópteros. Se arrodillaron ambos.

—¿Aquí?

Alem se lo confirmó.

—Estaba debajo de la nieve, medio enterrado.

—Como si lo hubieran pisado para meterlo en la tierra —concluyó Bourne en su lugar—. Pero tú lo encontraste.

—Vine con mi padre. —Alem apoyó las muñecas sobre las rodillas huesudas—. Para rebuscar.

—¿Qué encontró tu padre?

El chaval se encogió de hombros.

—¿Puedes llevarme con él?

El chaval miró el anillo que sostenía en su palma mugrienta. Cerró los dedos sobre él, volvió a guardárselo en el bolsillo. Luego miró a Bourne.

—No le diré nada —susurró—. Te lo prometo.

Alem asintió con un gesto y se levantaron. Bourne pidió a Davis antiséptico y una venda para su mano. Luego abandonó el pequeño y sombrío prado de alta montaña y siguió al chico por una senda de pendiente vertiginosa que serpeaba por la ladera helada del Ras Dashén.

Anne no bromeaba al decir que Lerner estaba furioso. Había dos agentes con cara de pocos amigos esperando a Soraya cuando salió del ascensor en el piso de Tifón. Soraya sabía que para estar allí necesitaban autorizaciones emitidas por Tifón. Lo cual significaba que las cosas iban de mal en peor.

—El director en funciones, el señor Lerner, desea hablar con usted —dijo el de la izquierda.

—Debe acompañarnos —añadió el de la derecha.

Ella se dirigió a ellos en su tono más ligero y seductor.

—¿Creéis que puedo arreglarme un poco primero, chicos?

El de la izquierda, el más alto, respondió:

—El director en funciones ha ordenado que suba sin pérdida de tiempo.

Idiotas, eunucos, o ambas cosas. Soraya se encogió de hombros y fue con ellos. En realidad, no podía hacer otra cosa. Mientras avanzaba por el pasillo entre aquellas dos columnas andantes, procuró tranquilizarse. Lo mejor que podía hacer era conservar la cabeza mientras a su alrededor todo el mundo la perdía. No cabía duda de que Lerner iba a pincharla, de que haría todo lo posible por acorralarla. Había oído contar cosas sobre él, y Lerner llevaba, ¿cuánto?, ¿seis meses en la CIA? Sabía que le despreciaba y se ensañaría con ella como un dentista sádico extrayéndole una muela.

Al fondo del pasillo se encontró con el despacho de la esquina. El más alto de los dos agentes tocó a la puerta con los nudillos encallecidos, con un breve redoble militar. Luego abrió y se apartó para dejarla entrar. Pero su doble y él no se marcharon. Entraron en el despacho tras ella, cerraron la puerta y dieron un paso atrás, como si sostuvieran la pared con sus hombros musculosos.

A Soraya se le cayó el alma a los pies. En un abrir y cerrar de ojos, Lerner se había apropiado del despacho de Lindros y había guardado Dios sabía dónde todos sus efectos personales. Las fotos estaban vueltas del revés, de cara a la pared, como si se hallaran ya en el exilio.

El director en funciones estaba sentado ante el escritorio de Lindros, con el robusto culo en la silla de su predecesor, hojeando una carpeta verde pálido (un DOA: dosier de operación en activo) mientras atendía las llamadas de Lindros como si fueran suyas. Eran suyas, se recordó Soraya, y enseguida se deprimió. Deseaba que regresara, rezaba para que Bourne le encontrara y le trajera de vuelta, vivo. ¿Qué, si no, iba a esperar?

—Ah, señorita Moore. —Lerner colgó el teléfono—. Me alegro de que haya vuelto con nosotros. —Sonrió, pero no le ofreció asiento. Estaba claro que quería que siguiera de pie, como una alumna llevada ante el subdirector para recibir un castigo—. ¿Se puede saber dónde ha estado?

Soraya había llamado desde el móvil para informar; sabía que Lerner estaba al corriente de sus movimientos. Por lo visto, el subdirector quería que confesara personalmente. Pensó que era uno de esos hombres para los que el mundo estaba constituido por una serie de cajas del mismo tamaño en las que podían meterlo todo pulcramente, cada cosa en su cubículo. De ese modo se convencía de forma errónea de que podía controlar la caótica realidad.

—He estado acompañando a la madre y a las hermanas de Tim Hytner en Maryland.

—Hay ciertos procedimientos —dijo Lerner secamente—. Y si existen, es por algo. ¿O no se le había ocurrido?

—Tim y yo éramos amigos.

—Es una presunción por su parte creer que la CIA no podía encargarse de eso a su modo.

—Conozco a su familia. Era preferible que se enteraran por mí. Les facilité las cosas.

—¿Cómo? ¿Mintiéndoles? ¿Diciéndoles que Hytner era un héroe, en vez de un inepto que se dejó usar por el enemigo?

Soraya se esforzaba por conservar la calma. Se odiaba a sí misma por dejarse intimidar por aquel hombre.

—Tim no estaba hecho para la acción. —Enseguida comprendió que había cometido un error táctico.

Lerner cogió la carpeta verde.

—Y pese a ello afirma usted por escrito en su informe que fue el propio Jason Bourne quien le hizo meterse en este embrollo.

—Tim estaba intentando descifrar el código que encontramos al registrar a Cevik, el hombre al que ahora conocemos como Fadi. Bourne quería utilizarlo para hacerle hablar.

El semblante de Lerner se tensó como un tambor. A Soraya, sus ojos le parecían orificios de bala: negros, letales, a punto de entrar en erupción. Aparte de eso, parecía un hombre bastante corriente.

Podría haber sido el dependiente de una zapatería, o un oficinista de mediana edad. Pero de eso se trataba, suponía. Un buen agente operativo debía quedar relegado al olvido nada más visto.

—A ver si me aclaro, señorita Moore. ¿Está defendiendo a Jason Bourne?

—Fue Bourne quien identificó a Fadi. Nos ha dado el punto de partida para…

—Es curioso que hiciera esa presunta identificación después de que mataran a Hytner y de dejar escapar a Cevik.

Soraya no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Está diciendo que no cree que Cevik sea Fadi?

—Estoy diciendo que lo único que tiene es la afirmación de un delincuente cuya palabra vale tan poco como quepa imaginar. Es extremadamente peligroso permitir que los sentimientos personales alteren nuestro criterio profesional.

—Estoy segura de que ése no es el…

—¿A quién informó de su excursión a casa de los Hytner?

Soraya intentó que sus bruscos cambios de tema no le hicieran perder el equilibrio.

—No tenía a quién informar.

—Pues ahora sí lo tiene. —Cerró enfáticamente la carpeta—. Permítame un consejo, señorita Moore: no vuelva a descarriarse. ¿Entendido?

—Entendido —contestó ella escuetamente.

—Lo dudo. Verá, ha estado usted ausente varios días, así que se ha perdido una importante reunión de personal. ¿Quiere que se la resuma?

—Desde luego —contestó ella entre dientes.

—Pues dicho en dos palabras —añadió Lerner afablemente—, voy a cambiar la misión de Tifón.

—¿Qué?

—Verá, señorita Moore, lo que esta agencia necesita es más acción y menos mirarse el ombligo. Lo que los extremistas islámicos piensen o sientan nos debe traer sin cuidado. Nos quieren muertos. Así que vamos a ir al mar Rojo a patearles el culo. Es así de sencillo.

—Con su permiso, señor, esta guerra no tiene nada de sencillo. No es como otras…

—Dese por enterada, señorita Moore —le espetó Lerner tajantemente.

A Soraya empezaban a revolvérsele las tripas. Aquello no podía estar pasando. Todos los planes de Lindros, todo su arduo trabajo, se irían por el desagüe. ¿Dónde estaba Lindros cuando le necesitaban? ¿Aún vivía? Soraya tenía que creer que sí. Pero de momento era aquel monstruo quien tenía la sartén por el mango. Por suerte, al menos, el interrogatorio había terminado.

Lerner puso los codos sobre la mesa y juntó las yemas de los dedos.

—Me pregunto —dijo, cambiando de tema otra vez— si podría aclararme una cosa. —Movió la carpeta arriba y abajo como si fuera un dedo amonestador—. ¿Cómo se las han arreglado para cagarla de esa manera?

Ella se quedó muy quieta, a pesar de la rabia que recorría su cuerpo. Lerner la había inducido a creer que la entrevista había concluido. Y, de hecho, estaba empezando. Soraya comprendió que estaba dando rodeos en torno al verdadero motivo por el que la había mandado llamar.

—Permitió usted que Bourne sacara a Hiram Cevik de la celda. Estaba allí cuando se escapó Cevik. Ordenó la intervención de los helicópteros. —Dejó caer el dosier sobre la mesa—. ¿Me equivoco en algo?

Soraya pensó un momento en quedarse callada, pero no quería darle esa satisfacción.

—No, en nada —dijo en tono apagado.

—Era usted la agente encargada de custodiar a Cevik. La responsable.

No había nada que alegar. Soraya cuadró los hombros.

—En efecto.

—Hay motivos sobrados para despedirla, ¿no le parece, señorita Moore?

—No lo sé.

—Ése es el problema. Que debería saberlo. Igual que debía saber que Cevik no podía salir de su jaula.

Dijera lo que dijera ella, Lerner encontraba un modo de volverlo en su contra.

—Le ruego me disculpe, pero tenía órdenes de la oficina del director de facilitarle las cosas a Bourne todo lo posible.

Lerner se quedó mirándola un momento. Luego hizo un gesto casi paternal.

—¿Qué coño hace de pie? —preguntó.

Soraya se sentó en una silla, delante de él.

—Respecto al tema de Bourne. —Sus ojos se clavaron en ella—. Parece usted una experta.

—Yo no diría tanto.

—Su historial dice que trabajó con él en Odesa.

—Supongo que puede decirse que conozco a Jason Bourne mejor que muchos agentes.

Lerner se arrellanó en su silla.

—Imagino que no creerá conocer su oficio al dedillo, señorita Moore.

—No. No.

—Entonces confío plenamente en que nos llevaremos bien y en que acabará por tenerme la misma lealtad que a Martin Lindros.

—¿Por qué habla de Lindros como si estuviera muerto?

Lerner no le prestó atención.

—De momento, debo hacer frente a la situación que tenemos entre manos. Como agente al mando, la huida de Cevik es responsabilidad suya. Así pues, no me queda más remedio que pedirle su dimisión.

A Soraya se le puso el corazón en la garganta.

—¿Mi dimisión? —logró decir a duras penas.

Lerner la taladró con la mirada al contestar:

—Una dimisión quedará mejor en su expediente. Eso hasta usted debe comprenderlo.

Soraya se levantó de un salto. Lerner había jugado con ella hábilmente y con toda crueldad, lo cual la enfurecía aún más. Odiaba a aquel hombre y quería que se enterara. Si no, no le quedaría ni una pizca de autoestima.

—¿Quién coño se ha creído que es, viniendo aquí y avasallando a todo el mundo de esa manera?

—Se acabó, señorita Moore, hemos terminado. Recoja sus cosas. Está despedida.