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Muta ibn Aziz sujetaba con fuerza el esbelto brazo de Katya Veintrop mientras el ascensor de acero inoxidable descendía hacia la planta nuclear de Duyya en Miran Shah.

—¿Voy a ver a mi marido? —preguntó Katya.

—Sí —respondió Muta ibn Aziz—, aunque le aseguro que el encuentro no hará feliz a ninguno de los dos.

La puerta del ascensor se abrió suavemente. Katya se estremeció al salir.

—Me siento como si estuviera en las entrañas del infierno —dijo al pasear la mirada por los pasillos de cemento desnudo.

La iluminación infernal no lograba afear su belleza, que Muta ibn Aziz, como todo buen árabe, había intentado ocultar con el mayor pudor posible. Era una mujer alta, esbelta, de grandes pechos, cabello rubio y ojos claros. Su piel, libre de impurezas, parecía resplandecer como si le hubiera sacado brillo. Una pequeña constelación de pecas salpicaba el puente de su nariz. Nada de aquello, sin embargo, afectaba a Muta ibn Aziz, que ignoraba a Katya con una rotundidad nacida y forjada en el desierto.

Durante el monótono y polvoriento viaje de ocho horas en Land Rover hasta Miran Shah, Muta había ocupado su mente con otras cosas. Había estado allí en otra ocasión, hacía tres años. Entonces fue con su hermano, Abbud ibn Aziz, y con el inteligentísimo y renuente doctor Costin Veintrop. Fadi les ordenó escoltar a Veintrop desde su laboratorio en Bucarest hasta Miran Shah, porque el buen doctor parecía incapaz de hacer solo el trayecto.

Veintrop estaba deprimido y amargado: le habían expulsado sumariamente de Integrated Vertical Technologies por delitos que aseguraba no haber cometido. Tenía razón, pero eso no venía al caso. Las acusaciones habían bastado para que cualquier empresa, universidad o programa de becas donde solicitara trabajo le cerrara sus puertas.

Entonces había aparecido Fadi con su apetitosa oferta. No se había molestado en disfrazar el objetivo de su propuesta; ¿para qué? El doctor se daría cuenta enseguida. Veintrop, naturalmente, se dejó seducir por el dinero. Pero resultó que además de un intelecto brillante también tenía escrúpulos. Así pues, Fadi había cambiado la zanahoria por el palo. Y el palo era Katya. Fadi había descubierto enseguida que Veintrop haría prácticamente cualquier cosa por proteger a su mujer.

—Su esposa está a salvo conmigo, doctor —le dijo Fadi cuando Muta ibn Aziz y su hermano se presentaron en Miran Shah con Veintrop—. Mucho más de lo que lo estaría en cualquier otro lugar del mundo. —Y para demostrárselo le enseñó un vídeo de Katya grabado unos días antes. En él, la mujer lloraba e imploraba a su esposo que fuera a buscarla. Veintrop también lloró. Luego, enjugándose las lágrimas, aceptó la oferta de Fadi. Pero todos vieron una sombra preocupante en la mirada del científico.

Después de que el doctor Senarz se llevara a Veintrop para que éste empezara a trabajar en los laboratorios de Miran Shah, Fadi se volvió hacia Muta ibn Aziz y su hermano Abbud.

—¿Hará lo que queremos? ¿Qué opináis?

Los hermanos hablaron al unísono y en consonancia.

—Hará todo lo que le pidamos mientras le demos con el palo.

Ésa fue la última cosa en la que estuvieron de acuerdo durante aquella estancia de cuatro días en la ciudad de hormigón oculta bajo las agrestes y peladas montañas que formaban la frontera entre el oeste de Pakistán y Afganistán. Era fácil morir en los pasos de aquellas montañas: muchos morían, de hecho, por muy bien entrenados y armados que estuvieran. Miran Shah era el yermo mortífero en el que ningún representante del Gobierno o el ejército pakistaníes se atrevía a entrar. Los talibanes, Al Qaeda, la yihad islámica, fundamentalistas musulmanes de todo pelaje… Miran Shah estaba plagado de terroristas, muchos de ellos hostiles entre sí, pues una de las falacias propagadas con más éxito por los norteamericanos era que todos los grupos terroristas se hallaban coordinados y controlados por uno o dos hombres, o por un puñado, quizá. Aquello era ridículo: entre las distintas sectas había tal cantidad de enemistades antiguas, tal disparidad de objetivos, que se estorbaban las unas a las otras. Aun así, el mito persistía. Y Fadi, educado en Occidente y ducho en los principios de la comunicación de masas, había utilizado las mentiras de los norteamericanos en su contra para engrandecer la reputación de Duyya y la suya propia.

Mientras conducía a Katya por los pasillos, camino de su entrevista con Fadi y con su esposo, Muta ibn Aziz no tuvo más remedio que reflexionar sobre la esquirla fundamental que le había separado de su hermano. Su desacuerdo había surgido tres años antes, y el paso del tiempo sólo había logrado endurecer sus respectivas posiciones. Aquella esquirla tenía nombre: Sarah ibn Ashef, la única hermana de Fadi y Karim al Yamil. Su asesinato había cambiado la vida de todos ellos, engendrando secretos, mentiras e inquinas donde no los había. Su muerte había destrozado dos familias, tanto de forma evidente como soterrada. Desde aquella noche en Odesa, cuando Sarah agitó los brazos y cayó sobre los adoquines de la plaza, Muta ibn Aziz y su hermano habían terminado. Ambos actuaban, en apariencia, como si nada hubiera pasado, pero íntimamente sus opiniones nunca habían vuelto a coincidir. Estaban perdidos el uno para el otro.

Al doblar una esquina, Muta ibn Aziz vio que su hermano salía por una puerta abierta y le llamaba con una seña. Muta odiaba que hiciera aquello. Era el gesto que haría un profesor a un alumno al que iba a caerle una reprimenda.

—Ah, ya estás aquí —dijo Abbud ibn Aziz como si su hermano hubiera tomado un desvío equivocado y llegara tarde.

Muta ibn Aziz se esforzó por ignorarle y, pasando a su lado, hizo entrar a Katya por la puerta.

La habitación era espaciosa, aunque necesariamente de techo bajo. Estaba amueblada con perfecta funcionalidad: seis sillas de plástico moldeado, una mesa con tablero de chapa, armarios a lo largo de la pared de la izquierda, un lavabo y un hornillo eléctrico.

Fadi estaba de pie, frente a ellos. Tenía las manos sobre los hombros del doctor Veintrop, que se había sentado, no por gusto, en una de las sillas.

—¡Katya! —gritó Veintrop al verla. Su cara se iluminó, pero el brillo de sus ojos se extinguió rápidamente cuando intentó acercarse a ella y no pudo.

Ejerciendo la presión exacta para impedir que Veintrop se moviera, Fadi hizo una seña con la cabeza a Muta ibn Aziz, que soltó a la joven. Ella dejó escapar un grito inarticulado, corrió hacia su marido y se arrodilló frente a él.

Veintrop le acarició el pelo y la cara. Sus dedos se movían por sus facciones como si quisiera asegurarse de que no era un espejismo, o una doble. Había visto lo que el doctor Andursky había hecho con la cara de Karim al Yamil. ¿Qué le impedía hacerle lo mismo a una rusa cualquiera para convertirla en una Katya que sirviera a sus propósitos y le mintiera?

Desde que Fadi le había «reclutado», su umbral de paranoia se había vuelto extremadamente bajo. Todo formaba parte de una conspiración para esclavizarle. Y en eso no andaba muy desencaminado.

—Ahora que se han reencontrado, más o menos —le dijo Fadi al doctor Veintrop—, me gustaría que dejara de perder el tiempo. Tenemos un programa concreto que cumplir, y su reticencia no nos hace ningún bien.

—No estoy perdiendo el tiempo —respondió Veintrop—. Los microcircuitos… —Se interrumpió e hizo una mueca cuando Fadi apretó de nuevo sus hombros.

Luego le hizo una seña a Abbud ibn Aziz, que salió de la habitación. Cuando regresó, iba acompañado del doctor Senarz, el físico nuclear.

—Doctor Senarz —dijo Fadi—, por favor, dígame por qué el artefacto nuclear que les ordené construir no está listo aún.

El doctor Senarz miró fijamente a Veintrop. Se había formado bajo el célebre científico nuclear pakistaní Abdul Qadir Jan.

—Mi trabajo está acabado —contestó—. He convertido el polvo de dióxido de uranio que me proporcionaron en uranio enriquecido, el metal necesario para la fabricación de una cabeza nuclear. Dicho de otra manera, tenemos el material fisionable. La cubierta también está terminada. Ahora sólo esperamos al doctor Veintrop. Su labor es crucial, como saben. Sin ella, no conseguirá el artefacto que pidió.

—Así pues, Costin, ése es el quid de la cuestión. —La voz de Fadi sonó calmada, suave, neutra—. Con su ayuda, mi plan tendrá éxito; sin ella, está condenado al fracaso. Una ecuación tan sencilla como elegante, por decirlo en términos científicos. ¿Por qué no me ayuda?

—El proceso es más difícil de lo que esperaba. —Veintrop no podía apartar los ojos de su mujer.

—¿Doctor Senarz? —intervino Fadi.

—El doctor Veintrop terminó las labores de miniaturización hace días.

—¿Qué sabe él de miniaturización? —protestó Veintrop con aspereza—. No es cierto.

—No quiero opiniones, doctor Senarz —replicó Fadi con la misma brusquedad.

Al ver que Senarz sacaba una libretita con tapa de cuero rojo, Veintrop dejó escapar un gemido involuntario. Alarmada, Katya se aferró a él con más fuerza.

El doctor Senarz mostró la libreta.

—Aquí están las notas privadas del doctor Veintrop.

—¡No tiene derecho! —gritó éste.

—Claro que lo tiene. —Fadi aceptó la libreta del doctor Senarz—. Usted me pertenece, Veintrop. Todo lo que haga, todo lo que piense, escriba o sueñe, es mío.

Katya gimió.

—Costin, ¿qué has hecho?

—Vender mi alma al diablo —masculló él.

Abbud ibn Aziz pareció captar un gesto de Fadi, porque tocó al doctor Senarz en el hombro y le condujo fuera de la habitación. El sonido que hizo la puerta al cerrarse sobresaltó a Veintrop.

—Muy bien —dijo Fadi con su voz más suave.

De pronto, Muta ibn Aziz sujetó a Katya por la nuca y la cintura, y la apartó de su marido. Al mismo tiempo, Fadi retuvo al doctor apretándolo contra la silla, de la que intentaba levantarse.

—No se lo preguntaré otra vez —dijo en el mismo tono suave, como un padre dirigiéndose a un hijo muy querido que se ha portado mal.

Muta ibn Aziz le propinó un golpe brutal en la nuca a Katya.

—¡No! —gritó Veintrop cuando su esposa cayó de bruces al suelo.

Nadie le prestó la menor atención. Muta ibn Aziz levantó a la joven, la sentó y le asestó un puñetazo tan fuerte que rompió su nariz perfecta. Un chorretón de sangre les salpicó a ambos.

—¡No! —chilló Veintrop.

Muta ibn Aziz aferró el cabello rubio de Katya y le asestó un puñetazo en su bello pómulo izquierdo. La joven sollozó. Las lágrimas corrían por su cara amoratada.

—¡Basta! —gritó Veintrop—. ¡Por amor de Dios, basta! ¡Se lo suplico!

Muta ibn Aziz retiró el puño ensangrentado.

—No me haga pedírselo otra vez —dijo Fadi al oído del doctor—. No me obligue a desconfiar de usted, Costin.

—No, está bien. —Veintrop también sollozaba. Su corazón se estaba rompiendo en diez mil pedazos que no podría volver a juntar—. Haré lo que quieran. Tendré acabada la miniaturización dentro de dos días.

—Dos días, Costin. —Fadi le agarró del pelo y tiró de su cabeza hacia atrás para mirarle directamente a los ojos—. Ni un segundo más. ¿Entendido?

—Sí.

—De lo contrario, ni siquiera el doctor Andursky podrá arreglar lo que le haremos a Katya.

Muta ibn Aziz encontró a su hermano en la sala de operaciones del doctor Andursky. Era allí donde Karim al Yamil había recibido la cara de Lindros, y donde le habían sido implantados un nuevo iris, una pupila y, lo que era más importante, una retina que haría creer a los escáneres de la CIA que Karim al Yamil era Lindros.

Para alivio de Muta ibn Aziz, en el quirófano sólo estaba su hermano.

—Tenemos que decirle la verdad a Fadi. —Su voz sonó baja, apremiante.

Sin apartar la mirada del reluciente instrumental quirúrgico, Abbud ibn Aziz contestó:

—¿No se te ocurre otra cosa? Eso es lo mismo que me dijiste hace tres años.

—Las circunstancias han cambiado radicalmente. Tenemos el deber de decírselo.

—Discrepo por completo, igual que entonces —respondió Abbud ibn Aziz—. De hecho, tenemos el deber de impedir que Fadi y Karim al Yamil sepan la verdad.

—Ese argumento carece de lógica.

—¿De veras? El meollo de la cuestión sigue siendo el mismo que al principio. Con la muerte de Sarah ibn Ashef sufrieron una pérdida insoportable. ¿Debe haber más? Sarah ibn Ashef era una flor de Alá, la depositaria del honor de la familia, la hermosa virgen destinada a una vida dichosa. Es esencial que su recuerdo permanezca intacto. Nuestro deber es aislar a Fadi y a Karim al Yamil de distracciones exteriores.

—¡Distracciones! —exclamó Muta ibn Aziz—. ¿A la verdad sobre la muerte de su hermana lo llamas tú una distracción?

—¿Cómo lo llamas tú?

—Un desastre en toda regla, una desgracia peor que cualquier…

—¿Y eres tú quien va a revelarle la horrenda verdad a Fadi? ¿Con qué fin? ¿Qué esperas conseguir?

—Hace tres años, respondí a esa pregunta diciéndote que sólo quería contar la verdad —respondió Muta ibn Aziz—. Ahora su plan incluye vengarse de Jason Bourne.

—No veo razón para detenerles. Bourne es una amenaza para todos nosotros. También para ti. Tú estabas allí esa noche, igual que yo.

—La obsesión por vengar la muerte de su hermana los ha emponzoñado a ambos. ¿Y si no consiguen acabar con él?

—¿Con un solo hombre? —Abbud ibn Aziz se echó a reír.

—Tú estabas con Fadi las dos veces en Odesa. Dime, hermano, ¿logró matar a Bourne?

Abbud ibn Aziz reaccionó al oír el tono gélido de su hermano.

—Bourne estaba malherido. Fadi le siguió hasta las catacumbas de la ciudad. Dudo mucho que sobreviviera. Pero la verdad es que importa poco. Está incapacitado. No puede hacernos ningún daño. Es la voluntad de Alá. Lo pasado, pasado está. Y lo que haya de ocurrir, ocurrirá.

—Y yo te digo que mientras quepa la más remota posibilidad de que Bourne esté vivo, ninguno de los dos descansará. Seguirán distraídos. Mientras que si les decimos…

—¡Silencio! ¡Es la voluntad de Alá!

Abbud ibn Aziz nunca había hablado a su hermano pequeño con tanta inquina. Muta ibn Aziz sabía que lo que se interponía entre ellos era la muerte de Sarah ibn Ashef, un asunto en el que ambos pensaban, pero al que jamás se referían en voz alta. El silencio era mala cosa: envenenaba el pozo de su amor fraterno. Muta ibn Aziz lo sabía, y tenía la fuerte convicción de que algún día aquel silencio premeditado les destruiría a ambos.

Sintió, no por primera vez, que una oleada de desesperanza se apoderaba de él. En momentos como aquél sentía que estaba atrapado; que, hiciera lo que hiciera, tomara el camino que tomara, su hermano y él estaban condenados al fuego del infierno reservado a los inicuos. La ilaha illallah. ¡No quiera Alá que el Fuego nos toque!

Como si quisiera subrayar los lúgubres pensamientos de su hermano, Abbud ibn Aziz se reiteró en la postura que había adoptado la noche que murió Sarah.

—Lo de Sarah ibn Ashef queda entre nosotros —sentenció tajantemente—. Me obedecerás sin rechistar, como has hecho siempre. Como tienes que hacer. No somos individuos, hermano, somos eslabones en la cadena familiar. La ilaha illallah. El destino de uno es el destino de todos.

El hombre sentado con las piernas cruzadas a la cabecera de la mesa de madera, cargada de cosas, observaba a Fadi sólo con un ojo: el izquierdo. El otro, cubierto por una venda blanca de algodón egipcio, era un cráter ennegrecido.

Fadi se quitó los zapatos y cruzó el suelo de cemento. En Miran Shah, todos los suelos, las paredes y los techos eran de cemento y parecían idénticos. Se sentó a un lado de la mesa.

De un frasco de cristal, sacó un puñado de granos de café tostados hacía horas. Los echó en un almirez dorado, cogió la mano y los molió hasta convertirlos en polvo fino. Había una cafetera de cobre sobre el fuego de un hornillo portátil. Fadi vertió el agua de una jarrita en la cafetera y encendió el hornillo. Un círculo de llamas azules lamió la base de la cafetera.

—Hacía bastante tiempo —dijo Fadi.

—¿De veras esperas que beba contigo? —preguntó el verdadero Martin Lindros.

—Espero que te comportes como una persona civilizada.

Lindros rio amargamente y se tocó el vendaje del ojo con la punta del dedo índice.

—Sería el único, entonces.

—Toma un dátil —dijo Fadi, empujando hacia él un plato ovalado lleno de dátiles secos—. Están muy buenos mojados en esta mantequilla de cabra.

En cuanto el agua comenzó a hervir, volcó el almirez y echó en ella el café molido. Acercó luego una tacita cuyo contenido olía a semillas de cardamomo recién molidas. Observaba atentamente el hervir del café. Un segundo antes de que espumara, apartó la cafetera del fuego y con los dedos de la mano derecha añadió una pizca de polvo de semillas de cardamomo; después vertió la preparación en un recipiente semejante a una pequeña tetera. Un trozo de fibra de palma metido en el pitorro impedía que los posos salieran con el líquido. Fadi dejó la cafetera a un lado y sirvió el qahwah ‘Arabiyah, el café arábigo, en dos minúsculas tazas sin asas. Sirvió primero a Lindros, como hacían los beduinos con sus invitados de honor, a pesar de que ningún beduino se había sentado nunca en una jaima como aquélla: inmensa, subterránea y construida en hormigón de medio metro de espesor.

—¿Qué tal le va a tu hermano? Espero que ver con mi ojo le dé otra perspectiva. Tal vez así no esté tan obsesionado con la destrucción de Occidente.

—¿De veras quieres hablar de destrucción, Martin? Hablemos, entonces, de cómo los norteamericanos imponen la exportación de una cultura plagada de decadencia, propia de un populacho estragado que lo quiere todo inmediatamente y que ya no comprende el significado de la palabra «sacrificio». Hablemos de la ocupación estadounidense de Próximo Oriente y de la destrucción premeditada de nuestras tradiciones ancestrales.

—Supongo que esas tradiciones incluyen la voladura de efigies religiosas, como hicieron los talibanes en Afganistán. Y la lapidación de mujeres que comenten adulterio mientras sus amantes quedan impunes.

—Yo soy un beduino saudí: tengo tan poco que ver como tú con los talibanes. En cuanto a las adúlteras, hay que tener en cuenta la ley islámica. No somos individuos, Martin. Formamos parte de una unidad familiar. La honra de una familia reside en sus hijas. Si nuestras hermanas se corrompen, su vergüenza repercute en toda la familia hasta que se elimina a la adúltera.

—¿Matar a quien es de tu misma sangre? Es inhumano.

—¿Porque vosotros no lo hacéis? —Fadi hizo un gesto con la cabeza—. Bebe.

Lindros se llevó la taza a los labios y se bebió el café de un trago.

—Hay que beberlo a sorbitos, Martin. —Fadi volvió a llenarle la taza y se bebió luego el suyo en tres breves sorbos, saboreándolo. Cogió un dátil con la mano derecha, lo mojó en la olorosa mantequilla y se lo metió en la boca. Masticó despacio, pensativamente, y escupió el hueso largo y plano—. Te sentaría bien probar uno. Los dátiles son deliciosos, y muy nutritivos. ¿Sabes que Mahoma desayunaba dátiles todos los días? Nosotros hacemos lo mismo, porque nos acerca a sus ideales.

Lindros le miraba fijamente, rígido y silencioso, como si le vigilara.

Fadi se limpió la mano derecha en un pañito.

—¿Sabes?, mi padre hacía café de la mañana a la noche. Es el mayor cumplido que podría hacérsele, a él o a cualquier beduino. Significa que se es un hombre generoso. —Volvió a llenar su taza de café—. Pero mi padre ya no hace café. De hecho, no puede hacer nada más que mirar al vacío. Mi madre le habla, pero él no contesta. ¿Sabes por qué, Martin? —Apuró la taza en otros tres sorbos—. Porque se llama Abu Sarif Hamid ibn Ashef al Uahhib.

Al oír esto, el ojo bueno de Lindros se contrajo ligeramente.

—Sí, así es —prosiguió Fadi—. Hamid ibn Ashef. El hombre al que Jason Bourne fue a matar por orden tuya.

—Así que por eso me capturaste.

—¿Eso crees?

—Esa misión no fue cosa mía, necio. En aquel momento ni siquiera conocía a Jason Bourne. Su jefe era Alex Conklin, y Conklin está muerto. —Lindros comenzó a reírse.

Sin previo aviso, Fadi se abalanzó sobre él por encima de la mesa y le agarró de la pechera. Le zarandeó tan violentamente que a Lindros le castañetearon los dientes.

—Te crees muy listo, Martin. Pero vais a pagar por ello, Bourne y tú.

Le agarró por la garganta como si quisiera arrancarle la tráquea. Disfrutaba visiblemente de sus jadeos.

—Me han dicho que Bourne sigue vivo, aunque por los pelos. Pero aun así sé que moverá cielo y tierra para encontrarte, sobre todo si cree que también me encontrará a mí.

—¿Qué… qué vas a hacer? —Lindros respiraba trabajosamente; apenas logró articular las palabras.

—Voy a darle la información que necesita para encontrarte aquí, en Miran Shah, Martin. Y cuando lo haga, te sacaré las entrañas delante de sus narices. Y después me pondré con él.

Pegó su cara a la de Lindros y miró su ojo izquierdo como si pretendiera encontrar en él todo lo que le ocultaba.

—Al final, Bourne deseará morir, Martin. No me cabe duda. Pero la muerte tardará en llegarle. Antes de morir, me aseguraré de que contemple la destrucción nuclear de la capital de Estados Unidos.