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Muta ibn Aziz había empezado a recobrar el conocimiento durante la última parte de la persecución aérea. Bourne se dio cuenta de pronto de que se había puesto en pie. No podía soltar los controles para reducir al terrorista: tenía que encontrar otra forma de ocuparse de él.

El Sovereign se estaba acercando al final del desfiladero. Cuando Muta ibn Aziz apoyó el cañón de su pistola contra su oreja derecha, Bourne dirigió el avión hacia el pico que se alzaba en un extremo del paso montañoso.

—¿Qué haces? —preguntó Muta.

—Aparta la pistola —contestó, concentrado en el pico que se erguía ante ellos.

Muta miró por el parabrisas, hipnotizado.

—Sácanos de aquí.

Bourne mantuvo el morro del Sovereign enfilado hacia el pico.

—Nos vamos a matar los dos. —Muta se lamió los labios con nerviosismo. De pronto apartó la pistola—. ¡De acuerdo, de acuerdo! Pero…

Estaban muy cerca de la montaña.

—Tira la pistola al otro lado de la cabina —ordenó Bourne.

—¡Es demasiado tarde! —gritó Muta ibn Aziz—. ¡No vamos a conseguirlo!

Bourne agarraba con firmeza la palanca de mando. Con un grito de rabia, Muta arrojó la pistola al suelo.

Bourne tiró de la palanca. El Sovereign ascendió como una exhalación. El pico se acercaba vertiginosamente. Iban a pasar rozándolo. En el último instante, vio una brecha en el lado derecho, como si Dios hubiera alargado la mano para partir la montaña en dos. Viró lo justo; un poco más, y el risco les partiría la punta del ala derecha. Pasaron justo por encima de la cima de la montaña y luego, ascendiendo aún, dejaron atrás el desfiladero y salieron a cielo abierto.

Muta gateó en busca de la pistola. Bourne se lo esperaba. Ya había puesto el piloto automático. Se quitó el cinturón, saltó sobre la espalda del terrorista y le asestó un brutal puñetazo en los riñones. Muta dejó escapar un grito sofocado y se desplomó sobre el suelo de la cabina.

Bourne se apoderó rápidamente del arma y ató al terrorista con una bobina de cable que encontró en la taquilla del mecánico. Arrastró a Muta hasta el otro lado de la cabina, volvió a sentarse, desactivó el piloto automático y ajustó el rumbo un poco hacia el sur. Estaban en medio de Afganistán, camino de Miran Shah, el lugar que, situado nada más cruzar la frontera este de Pakistán, aparecía rodeado por un círculo en el mapa del piloto.

Muta ibn Aziz profirió una larga ristra de maldiciones beduinas.

—Bourne —añadió—, yo tenía razón. Esa historia de que habías muerto, fuiste tú quien la inventó.

Bourne le sonrió.

—¿Qué te parece si llamamos a todos por su nombre? Empecemos por Abu Gazi Nadir al Yamuh ibn Hamid ibn Ashef al Uahhib. Claro que «Fadi» es mucho más corto y conciso.

—¿Cómo sabes…?

—También sé que su hermano Karim ha suplantado a Martin Lindros.

Los ojos oscuros de Muta reflejaron su sorpresa.

—Y luego está la hermana, Sarah ibn Ashef. —Bourne observaba la expresión del enviado de Fadi con amarga satisfacción—. Sí, eso también lo sé.

Muta se puso pálido.

—¿Te dijo su nombre?

Bourne comprendió enseguida.

—Tú estabas en Odesa esa noche, cuando nos encontramos con nuestro contacto. Disparé a Sarah ibn Ashef cuando apareció corriendo en la plaza. Conseguimos escapar a duras penas de aquella ratonera.

—Tú te la llevaste —dijo Muta ibn Aziz—. Te llevaste a Sarah ibn Ashef.

—Todavía estaba viva —contestó.

—¿Dijo algo?

Muta había hablado con excesiva rapidez, y Bourne comprendió que estaba ansioso por conocer la respuesta. ¿Por qué? Allí pasaba algo más. Pero ¿qué era lo que se estaba perdiendo?

No sabía casi nada más, pero era esencial que el otro siguiera creyendo lo contrario. Decidió que lo mejor era no decir nada.

El silencio hizo mella en Muta, que se puso extremadamente nervioso.

—Dijo mi nombre, ¿verdad?

Bourne mantuvo una voz neutra.

—¿Por qué iba a decirlo?

—Lo dijo, ¿verdad? —Muta estaba fuera de sí, se retorcía de un lado para otro en un vano intento de desatarse—. ¿Qué más dijo?

—No me acuerdo.

—Tienes que acordarte.

Muta ibn Aziz había picado el anzuelo. Ahora, Bourne sólo tenía que recoger sedal.

—Un médico me dijo una vez que las descripciones de cosas que había olvidado, aunque fueran sólo fragmentarias, podían destrabar mi memoria.

Se estaba acercando a la frontera. Bourne comenzó a descender gradualmente hacia los escarpados riscos de la cadena montañosa que servía de escondrijo a muchos de los grupos terroristas más peligrosos del mundo.

Muta le miraba con incredulidad.

—A ver si me aclaro. Quieres que te ayude. —Soltó una risa sin ganas—. Ni lo sueñes.

—Muy bien. —Bourne fijó su atención en los accidentes del terreno, que empezaban a mostrarse a grandes rasgos—. Has sido tú quien ha preguntado. A mí, en realidad, me da igual.

La cara de Muta se contrajo primero hacia un lado y luego hacia el otro. Se hallaba sometido a una enorme presión, y Bourne se preguntó por qué. Aparentaba indiferencia, pero tenía la impresión de que debía subir la apuesta, así que anunció:

—Quedan seis minutos para aterrizar, un poco menos, quizá. Más vale que te sujetes lo mejor que puedas. —Le miró y se echó a reír—. Aunque ya estás bien atado.

—No fue un accidente —confesó entonces Muta.

—Lamentablemente —dijo Karim—, LaValle tenía razón.

El director dio un respingo. Estaba claro que no quería seguir oyendo malas noticias.

—Tifón suele aprovechar las transmisiones de la CIA para mandar mensajes codificados.

—Así es, señor. Pero después de muchas indagaciones, he descubierto tres comunicaciones clandestinas para las que no encuentro explicación.

Estaban sentados el uno junto al otro en el sexto banco del lado derecho del arco de la iglesia metodista de la calle Dieciséis Noroeste. Tras ellos, fijada al respaldo, había una placa que decía: «En este banco se sentaron codo con codo el presidente Franklin D. Roosevelt y el primer ministro Winston Churchill durante la celebración de la misa de Navidad de 1941». Lo que significaba que el oficio religioso tuvo lugar apenas tres semanas después de que los japoneses atacaran Pearl Harbor. Corrían entonces tiempos difíciles para Estados Unidos. En cuanto a Gran Bretaña, gracias a aquella dolorosa catástrofe consiguió un aliado de vital importancia. Para el Viejo, aquél era un lugar cargado de significado. Era allí adonde iba a rezar, a meditar, a armarse de fuerza moral para afrontar las siniestras y complicadas tareas que a menudo tenía que asumir.

Mientras miraba el dosier que le había pasado su lugarteniente, comprendió sin asomo de duda que le aguardaba otra de aquellas tareas.

Soltó un largo suspiro, abrió la carpeta. Y allí estaba, negro sobre blanco, la pavorosa verdad. Aun así, levantó la cabeza y dijo con voz temblorosa:

—¿Anne?

—Me temo que sí, señor. —Karim procuraba mantener las manos con las palmas hacia arriba, sobre el regazo. Tenía que parecer tan abatido como el Viejo. La noticia había sacudido al director hasta la médula de los huesos—. Los tres mensajes procedían de una PDA de su propiedad. Una PDA no autorizada por la CIA, de la que no teníamos conocimiento hasta ahora. Parece que también pudo introducir datos falsos para implicar a Tim Hytner.

El director guardó silencio un rato. Habían estado hablando en voz baja, debido a la excelente acústica de la iglesia, pero cuando volvió a hablar Karim tuvo que inclinarse para oírle.

—¿De qué índole eran esos mensajes?

—Se enviaron a través de una frecuencia codificada —contestó Karim—. He puesto a trabajar a mis mejores agentes para descifrarla.

El Viejo asintió distraídamente.

—Buen trabajo, Martin. No sé qué haría sin ti.

En ese instante aparentaba su edad y algunos años más. Con la traición de su querida Anne, una chispa vital se había apagado dentro de él. Estaba encorvado, con los hombros alzados, como si presintiera un nuevo mazazo.

—Señor —sugirió Karim suavemente—, tenemos que tomar medidas inmediatas.

El director asintió, pero tenía la mirada perdida, fija en ideas y recuerdos que su compañero no podía adivinar.

—Creo que deberíamos solucionar esto discretamente —prosiguió Karim—. Solos usted y yo. ¿Qué me dice?

Los ojos acuosos del Viejo se posaron en la cara de su lugarteniente.

—Sí, una solución discreta, desde luego. —Hablaba en un susurro. Se le quebró la voz al decir «solución».

Karim se puso de pie.

—¿Vamos?

El director levantó la mirada hacia él. Un negro pavor flotaba detrás de sus ojos.

—¿Ahora?

—Sería lo mejor, señor. Para todos. —Ayudó al Viejo a levantarse—. No está en la oficina. Supongo que estará en casa.

Acto seguido, entregó una pistola al director.

Katya regresó a la enfermería pasadas un par de horas para ver cómo evolucionaba la inflamación del cuello de Lindros. Se arrodilló junto al catre bajo en el que yacía el prisionero y comenzó a manipular tan desmañadamente el vendaje que a ella misma se le saltaron las lágrimas.

—No se me da bien —musitó, como para sí—. No se me da nada bien.

Mientras la observaba, Lindros recordó cómo había acabado su conversación. Se preguntaba si debía decir algo, o si sólo conseguiría ahuyentarla si abría la boca.

—He estado pensando en lo que me dijo antes —manifestó Katya tras un largo y tenso silencio.

Le miró por fin a los ojos. Los suyos eran de un asombroso tono gris azulado, como el cielo justo antes de que estalle una tormenta.

—Y ahora creo que Costin quería que Fadi me hiciera daño. ¿Por qué? ¿Por qué quería que me pegaran? ¿Porque temía que le dejara? ¿Porque quería que viera lo peligroso que es el mundo sin él? No lo sé. Pero no tenía que… —Se llevó una mano al pómulo y el contacto de las delicadas yemas de sus dedos le hizo dar un respingo—. No tenía por qué dejar que Fadi me hiciera daño.

—No —contestó Lindros—. No debió permitírselo. Tú lo sabes.

Ella se mostró de acuerdo.

—Entonces ayúdame —prosiguió Lindros—. Si no, ninguno de los dos saldrá vivo de aquí.

—No sé… no sé si puedo.

—Entonces yo te ayudaré. —El cautivo se incorporó—. Si me ayudas, te ayudaré a cambiar. Pero tienes que querer. Tienes que estar dispuesta a arriesgarlo todo.

—Todo… —Le lanzó una sonrisa tan llena de remordimientos que casi le rompió el corazón—. Nací sin nada. Crecí sin nada. Y luego, por un encuentro casual, lo tuve todo. Por lo menos eso fue lo que me dijeron, y durante un tiempo lo creí. Pero en cierto modo esa vida era peor que no tener nada. Al menos, la nada era real. Entonces apareció Costin. Prometió sacarme de esa ficción. Así que me casé con él. Pero su mundo era igual de falso que el mío, y pensé: ¿Dónde está mi sitio? En ninguna parte.

Conmovido, Lindros tocó fugazmente el dorso de su mano.

—Los dos somos unos inadaptados.

Katya volvió un poco la cabeza para mirar a los guardias.

—¿Conoce un modo de salir de aquí?

—Sí —respondió Lindros—, pero tendremos que hacerlo juntos. —Vio miedo en sus ojos, pero también un destello de esperanza.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó ella por fin.

Anne estaba haciendo las maletas cuando oyó en la calle, frente a su casa, el motor de un coche potente. El ruido cesó en el instante en que levantaba la cabeza. Estuvo a punto de seguir con su tarea, pero su sexto sentido, o su paranoia, la empujó a cruzar el dormitorio de la segunda planta y a asomarse a la ventana.

Vio el negro coche blindado del director. El Viejo salió de él seguido por Yamil. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿A qué habían ido a su casa? ¿Había conseguido Soraya hablar con el Viejo, contarle su traición? Pero no, Yamil estaba con él. Él no permitiría que Soraya se acercara a la sede de la CIA, y mucho menos que tuviera acceso al Viejo.

Pero ¿y si…?

Dejándose llevar por su instinto, corrió a la cómoda, abrió el segundo cajón y hurgó en él hasta que encontró la Smith & Wesson que había guardado en su escondite habitual al volver del distrito noreste.

Se sobresaltó al oír sonar el timbre en la planta de abajo, a pesar de que estaba sobre aviso. Escondió la pistola en la cinturilla, a la espalda, salió de su dormitorio y bajó las escaleras de madera bruñida, camino de la puerta principal. A través de los rombos de cristal amarillo traslúcido vio las siluetas de aquellos dos hombres que tanto peso habían tenido en su vida adulta.

Exhaló lentamente, agarró el pomo metálico, compuso una sonrisa y abrió la puerta.

—Hola, Anne. —El Viejo pareció devolverle como un reflejo su sonrisa forzada—. Siento mucho venir a molestarte, pero ha surgido algo urgente… —De pronto comenzó a titubear.

—No es molestia —contestó ella—. Me vendrá bien tener compañía.

Retrocedió y entraron en el pequeño vestíbulo de suelo de mármol. Sobre una mesita oval, de delicadas patas torneadas, había un esbelto jarrón de esmalte lleno de lirios de invernadero. Anne les condujo al cuarto de estar, con sus sofás de seda colocados el uno frente al otro, a ambos lados de una chimenea de piedra blanca con vetas rojas y repisa de madera. Les ofreció asiento, pero todos parecían preferir quedarse en pie. Los visitantes no se quitaron el abrigo.

Anne no se atrevía a mirar a la cara a Yamil por miedo a lo que podía ver en ella. La cara del Viejo, por otra parte, tampoco era mucho mejor. Estaba lívida, y la piel le colgaba floja de los huesos. ¿Desde cuándo estaba tan viejo?, se preguntó Anne. ¿Cómo había pasado el tiempo? Parecía ayer cuando aún era una estudiante alocada en una facultad de Londres y ante ella se extendía un futuro radiante e infinito.

—Imagino que le apetecerá un té —dijo dirigiéndose a la cara momificada del Viejo—. Y tengo una lata de sus galletas de jengibre favoritas en la despensa. —Sin embargo, su intento de aparentar normalidad no dio resultado.

—No, nada, gracias, Anne —replicó el director—. No queremos nada ninguno de los dos. —Parecía sufrir, como si intentara contrarrestar los efectos de un cálculo en el riñón o de un tumor. Sacó de su abrigo una carpeta enrollada. Mientras la alisaba sobre el respaldo de uno de los sofás, dijo—: Me temo que acabamos de descubrir algo terrible. —Su dedo índice se movió sobre la hoja impresa como sobre el tablero de una güija—. Lo sabemos, Anne.

La mujer sintió que le asestaban un golpe mortal. Apenas podía respirar. Aun así, preguntó con voz perfectamente normal:

—¿Qué es lo que saben?

—Todo lo tuyo. —El director no se atrevía a mirarla a los ojos—. Sabemos que has estado comunicándote con el enemigo.

—¿Qué? Yo no…

El director levantó por fin la mirada y la traspasó con sus ojos implacables. Anne conocía aquella expresión aterradora; la había visto dirigida hacia otros a quienes el Viejo había tachado de su lista. Personas a las que no había vuelto a ver, de las que nunca más había tenido noticia.

—Sabemos que eres el enemigo. —Su voz estaba llena de rabia y repulsión. Anne sabía que no había nada que le mereciera más desprecio que un traidor.

Sus ojos se dirigieron automáticamente hacia Yamil. ¿Qué estaba pensando? ¿Por qué no salía en su defensa? Y entonces, al ver su cara inexpresiva, lo comprendió todo: comprendió cómo la había seducido con su presencia física y sus soflamas filosóficas. Comprendió cómo la había utilizado. Era carne de cañón, tan prescindible como cualquier otro miembro de su red.

Lo que más le dolió fue que debería haberlo sabido. Debería haber adivinado sus intenciones desde el principio. Pero estaba tan segura de sí misma, tan deseosa de rebelarse contra la rancia y relamida aristocracia de la que procedía… Él se había dado cuenta de lo ansiosa que estaba por arrojar un saco de mierda a la cara de sus padres. Se había aprovechado de su resentimiento, lo mismo que de su cuerpo. Ella había cometido traición por él. Iba a ser cómplice del asesinato de un sinfín de personas. Dios mío, Dios mío…

Se volvió hacia Yamil y dijo:

—Follar conmigo era lo de menos, ¿verdad?

Eso fue lo último que dijo, y no llegó a oír su respuesta, en caso de que Yamil tuviera intención de darle alguna, porque el director sacó su pistola y le disparó tres veces a la cabeza. Seguía teniendo una puntería excelente, a pesar de los años.

Los ojos ciegos de Anne seguían fijos en Yamil cuando se desplomó.

—Maldita sea. —El Viejo se volvió. Su voz estaba llena de veneno—. Maldita sea.

—Yo me encargaré del cadáver —propuso Karim—. Emitiré una nota de prensa con una historia conveniente. Y llamaré a sus padres.

—No —dijo el director cansinamente—. Eso es responsabilidad mía.

Karim se acercó a su ex amante, que yacía acurrucada en medio de un charco de sangre. La miró. ¿En qué pensaba? En que tenía que subir al piso de arriba y abrir el segundo cajón de la cómoda. Entonces, al dar la vuelta al cadáver con la puntera del pie, vio que había tenido suerte. No tendría que entrar en su habitación, después de todo. Dio gracias a Alá para sus adentros.

Se puso unos guantes de látex y sacó la Smith & Wesson de la cinturilla de Anne. Pensó que no había tenido presencia de ánimo para defenderse. Y al mirarla a la cara un momento, intentó sentir un ápice de emoción por aquella infiel. Pero no sintió nada. Su corazón latía al mismo ritmo que siempre. No podía decir que la echaría de menos. Anne Held había cumplido con su papel, incluso le había ayudado a descuartizar a Overton. Lo cual significaba, sencillamente, que él había elegido bien. Anne era una herramienta que él había afinado para usarla contra sus enemigos. Nada más.

Se levantó, irguiéndose a horcajadas sobre el cuerpo desmadejado de Anne. El director seguía de espaldas a él.

—Señor —dijo—, creo que debería ver esto.

El Viejo respiró hondo. Se enjugó los ojos humedecidos por las lágrimas.

—¿Qué, Martin? —preguntó al volverse.

Y empuñando la Smith & Wesson de Anne Held, Karim le atravesó limpiamente el corazón con una bala.

«No fue un accidente».

Bourne se las arregló para ignorar aquella revelación fingiéndose concentrado en la rutina previa al aterrizaje. Estaban sobrevolando Zhauar Kili, un conocido foco de Al Qaeda hasta que el ejército estadounidense lo bombardeó en noviembre de 2001. Por fin preguntó:

—¿Qué no fue un accidente?

—La muerte de Sarah ibn Ashef. No fue un accidente. —Muta ibn Ashef jadeaba, aterrorizado y aliviado a un tiempo. ¡Cuánto había deseado confesarle a alguien aquel secreto abominable, que había crecido en torno a su corazón como la concha que una ostra excreta capa a capa, convertido con el tiempo en algo feo!

—Claro que fue un accidente —aseveró Bourne. Tenía que insistir: era el único modo de mantener el hechizo, de hacer que Muta ibn Aziz siguiera hablando—. Lo sé mejor que nadie. Fui yo quien le disparó.

—No, no fuiste tú. —Muta ibn Aziz comenzó a morderse el labio inferior con los dientes de arriba—. Tu compañera y tú estabais demasiado lejos para dar en el blanco. Fuimos mi hermano y yo quienes disparamos.

Bourne se volvió hacia él con una mirada cargada de escepticismo.

—Te lo estás inventando.

Muta ibn Aziz pareció ofendido.

—¿Por qué iba a inventármelo?

—¿Quieres que te haga una lista? Estás intentando engañarme otra vez. Lo hicisteis para que Fadi y su hermano fueran a por mí. —Frunció el ceño—. ¿Acaso nos habíamos visto antes? ¿Te conozco? ¿Tu hermano y tú tenéis algo contra mí?

—No, no, no. —Estaba enfadado, como quería Bourne—. La verdad es… Casi no puedo decirlo…

Se volvió un momento y aguzó los sentidos. Se estaban acercando a Miran Shah, el lugar señalado por el piloto. Estaba en el centro de un valle estrecho (un desfiladero, mejor dicho, ahora que lo veía) entre dos montañas, justo al otro lado de la agreste y boscosa frontera oeste de Pakistán.

El cielo, de un azul profundo y penetrante, estaba despejado, y a aquella hora del día el resplandor del sol era mínimo. Las montañas de roca volcánica, de color marrón grisáceo, de la cuenca del río Kurram (caliza, calcedonia oscura y esquisto verde) parecían desnudas, áridas, despojadas de vida. Bourne estudió los alrededores. Escudriñó las laderas rugosas de las montañas del sur y el oeste en busca de cuevas, la cara este del desfiladero al acecho de casamatas, y también la norte, entre las faldas encrespadas de las colinas, quebradas por un barranco pedregoso y umbrío. Pero no había ni rastro del complejo nuclear de Duyya, nada que pareciera fabricado por la mano del hombre, ni siquiera una choza o un campamento.

Estaba descendiendo demasiado deprisa. Redujo la velocidad del Sovereign, vio la pista delante de él. A diferencia de la que le había servido para despegar, aquélla era de asfalto. Seguía sin haber indicios de presencia humana, y menos aún de un moderno laboratorio de investigación. ¿Se había equivocado de sitio? ¿Era aquélla otra de las innumerables estratagemas de Fadi? ¿Era, de hecho, una trampa?

Era ya demasiado tarde para preocuparse por eso. Había bajado el tren de aterrizaje y los alerones. Había reducido la velocidad al mínimo.

—Estás bajando demasiado —dijo Muta ibn Aziz con repentino nerviosismo—. Vas a tocar tierra demasiado pronto. ¡Sube! ¡Por el amor de Dios, sube!

Bourne sobrevoló el extremo de la pista haciendo descender el Sovereign hasta que las ruedas tocaron el asfalto. Habían tomado tierra y rodaban por la pista de aterrizaje. Apagó los motores, dejó el interior prácticamente sin energía. Vio entonces unas sombras que se acercaban a toda velocidad por su derecha.

Sólo tuvo tiempo de pensar que Muta ibn Aziz debía de haber advertido a la gente de Miran Shah sirviéndose de su móvil; un instante después, el mamparo de estribor estalló hacia dentro con un horrible estruendo. El Sovereign se estremeció y cayó de rodillas como un elefante herido. Las ruedas delanteras y los puntales del tren de aterrizaje habían saltado por los aires.

Los fragmentos levantados por la explosión hicieron picadillo el instrumental de la cabina de mando. Se rompieron los mandos, las palancas fueron arrancadas de cuajo. De las planchas destrozadas del techo colgaban manojos de cables. Muta ibn Aziz, que estaba en el lado del avión que se había combado hacia dentro, yacía en el suelo, atado, bajo un enorme trozo del fuselaje. Sujeto por el cinturón de seguridad al otro lado de la cabina, Bourne había escapado con un sinfín de cortes y contusiones. Pese a estar aturdido, le pareció que sufría también una leve conmoción cerebral.

El instinto le obligó a despejar la oscuridad que acechaba los márgenes de su visión y, levantando los brazos, se quitó el cinturón. Se acercó tambaleándose a Muta ibn Aziz. Una tundra helada de cristales rotos crujía bajo sus pies. Respiraba un aire saturado de agujas de metal rotas, fibra de vidrio y plástico recalentado.

Al ver que Muta respiraba aún, apartó el trozo de fuselaje achicharrado, todavía caliente. Cuando se arrodilló, sin embargo, vio que tenía alojado en las entrañas un fragmento de metal del tamaño y la forma aproximados de la hoja de una espada.

Miró a Muta y le abofeteó con fuerza. Abrió los ojos parpadeando, fijó la mirada con dificultad.

—No me lo he inventado —dijo con voz débil y aguda. La sangre le salía por la boca y le corría por la barbilla hasta encharcarse en el hueco de su garganta, oscura y con olor a cobre.

—Te estás muriendo —dijo Bourne—. Dime qué pasó con Sarah ibn Ashef.

Una lenta sonrisa se extendió por la cara de Muta.

—Así que quieres saberlo. —Su aliento sonaba como el chillido de una bestia prehistórica al entrar y salir de sus pulmones perforados—. Te importa la verdad, al fin y al cabo.

—¡Dímelo! —le gritó Bourne.

Agarró a Muta ibn Aziz y le tiró de la pechera de su camisa, intentando sacarle la respuesta por la fuerza. Pero en ese momento un grupo de terroristas atravesó la grieta abierta en el fuselaje. Le apartaron del enviado de Fadi, que tosía, agonizante.

Entonces se desató el caos: un agolpamiento de cuerpos, un tumulto de voces en árabe, órdenes cortantes y secas respuestas. Le arrastraron medio inconsciente por el suelo ensangrentado y le sacaron a los yermos desolados de Miran Shah.