11
Anne Held vivía en Georgetown, en una casa de dos plantas, de estilo federal y ladrillo rojo, a tiro de piedra de Dumbarton Oaks. La casa tenía contraventanas negras, tejado de pizarra y un cuidado seto de alheña en la parte delantera. Había pertenecido a Joyce, su difunta hermana. Joyce y su marido, Peter, habían muerto tres años antes, cuando su avioneta se estrelló en la niebla camino de Martha’s Vineyard. Anne había heredado la casa, que de otro modo no habría podido permitirse.
La mayoría de las noches, cuando volvía a casa, no echaba de menos a su Amante. Para empezar, el director la hacía trabajar hasta muy tarde. Siempre había sido un trabajador incansable, pero desde que su esposa le había abandonado, hacía dos años, no tenía ningún motivo para abandonar su despacho. Además, una vez en casa, Anne se mantenía ocupada hasta el momento en que se tomaba un somnífero, se metía bajo las mantas y apagaba la luz de la mesilla de noche.
Con todo, había noches (como ésta) en las que no pensaba en otra cosa. Echaba de menos su olor, el tacto de sus miembros musculosos, el roce de su vientre plano sobre su piel, el placer exquisito que sentía cuando la tomaba, o cuando ella le tomaba a él. El vacío interior que le dejaba su ausencia era un dolor físico que sólo conseguía aliviar mediante el trabajo o el sueño inducido por los somníferos.
Su Amante. Tenía nombre, claro. Y mil apelativos cariñosos que ella le había puesto con el paso de los años. En su cabeza, en sus sueños, sin embargo, era siempre su Amante. Le había conocido en Londres, en una alegre fiesta consular: el embajador de no sé dónde celebraba su setenta y cinco cumpleaños y había invitado a sus seiscientas y pico amistades, entre ellas Anne. En aquel entonces ella trabajaba para el director del MI6, un viejo amigo de confianza del director de la CIA.
De pronto se sintió aturdida y un poco asustada. Aturdida por su cercanía, y asustada por el profundo efecto que aquel hombre surtía sobre ella. A sus veinte años, no carecía de experiencias con el sexo opuesto. Pero esas experiencias se limitaban a chicos imberbes. Su Amante era un hombre hecho y derecho. Anne le añoraba ahora tan intensamente que sentía un nudo en el pecho.
Tenía la garganta seca. Cruzó el recibidor y entró en la biblioteca, al otro lado de la cual se hallaba el pasillo que conducía a la cocina. No había dado más de tres o cuatro pasos cuando se paró en seco.
Nada estaba como lo había dejado. Aquella escena la sacó de golpe del abismo emocional en el que había caído. Sin apartar la vista de la habitación, abrió el bolso y sacó su Smith & Wesson J-frame. Tenía buena puntería; practicaba dos veces al mes en la sala de tiro de la CIA. No era muy aficionada a las armas, pero todo el personal de oficinas estaba obligado a entrenarse.
Así armada, miró a su alrededor con más detenimiento. No era que hubiera entrado un ladrón y lo hubiera revuelto todo. Era un trabajo pulcro y minucioso. De hecho, los cambios eran en su mayoría tan insignificantes que, de no haber sido tan neurótica, quizá le habrían pasado desapercibidos. Los papeles de su mesa no estaban tan bien ordenados como los había dejado, su vieja grapadora cromada estaba más torcida de la cuenta, sus lápices de colores se hallaban en orden ligeramente distinto y los libros de las estanterías estaban peor alineados que antes.
Inspeccionó primero todas las habitaciones y los armarios de la casa para asegurarse de que estaba sola. Luego comprobó las puertas y las ventanas. No había nada roto, ni dañado. Lo que significaba que o la persona que había entrado tenía un juego de llaves, o había forzado la cerradura. De esas dos posibilidades, la segunda parecía de lejos la más probable.
Regresó a la biblioteca y examinó lenta y metódicamente cada objeto de la habitación. Era importante para ella hacerse una idea de quién había entrado en su casa. Mientras iba de estantería en estantería, se imaginó a aquella persona acechándola, fisgando y hurgando entre sus cosas con intención de descubrir sus secretos más íntimos.
En cierto sentido, parecía inevitable que ocurriera algo así, teniendo en cuenta a qué se dedicaba. Pero esa certeza no aliviaba el temor que le producía aquella violación de su vida privada. Estaba muy protegida, desde luego. Y era tan cuidadosa en casa como en la oficina. La persona que había entrado en su casa no habría encontrado nada de valor, de eso estaba segura. Era el hecho mismo lo que la angustiaba. La habían atacado. ¿Por qué? ¿Y quién? Preguntas sin respuesta inmediata.
Olvida ese vaso de agua, se dijo. Se sirvió un whisky escocés a palo seco y, mientras se lo bebía, subió a su dormitorio. Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. Pero la adrenalina que seguía circulando por su organismo no le permitía relajarse. Se levantó, se acercó a la cómoda y dejó sobre ella el anticuado vaso de whisky. De pie ante el espejo, se desabrochó la blusa y se la quitó. Entró en el vestidor y apartó una fila de blusas para alcanzar el perchero. Al levantar el brazo, se quedó inmóvil. Su corazón comenzó a latir como un martillo neumático, y sintió que una oleada de náuseas se apoderaba de ella.
Allí, colgada de la barra cromada del perchero, había una horca minúscula. Y atrapada en el nudo corredizo, tenso como si ciñera el cuello de un condenado, había una de sus bragas.
—Querían que les dijera qué sabía. Querían saber por qué les estaba siguiendo. —Martin Lindros apoyó la cabeza en el respaldo del asiento del avión, y entornó los párpados—. Me daban ganas de abofetearme. El que me interrogaba me dijo que me habían descubierto en Zambia. Yo ni me enteré.
—Es absurdo atormentarse por eso —dijo Bourne—. No estás acostumbrado al trabajo de campo.
Lindros sacudió la cabeza.
—Eso no es excusa.
—Martin —dijo Bourne suavemente—, ¿qué le ha pasado a tu voz?
Lindros hizo una mueca.
—Creo que estuve gritando durante días. No me acuerdo. —Intentó ahuyentar aquel recuerdo—. No vi nada.
Bourne tenía claro que su amigo seguía sumido en una especie de trauma postrescate. Martin le había preguntado dos veces por la suerte que había corrido Jaime Cowell, su piloto, como si no le hubiera oído la primera vez, o como si fuera incapaz de asimilar la noticia. Bourne había preferido no hablarle del segundo helicóptero; ya habría tiempo para eso más adelante. Habían ocurrido tantas cosas en tan poco tiempo que apenas habían tenido ocasión de hablar hasta ahora. Nada más despegar del Ras Dashén, Davis había llamado por radio al aeropuerto de Ambouli, en Yibuti, pidiendo un médico de la CIA. Lindros había pasado el vuelo tendido en una camilla, entrando y saliendo de un sueño espasmódico. Bourne nunca le había visto tan delgado. Tenía la cara demacrada y gris, y la barba alteraba su apariencia de la manera más inquietante: le hacía parecer uno de sus secuestradores.
Davis, un piloto de primera donde los hubiera, no sólo había logrado despegar, sino que había hecho pasar el helicóptero por el ojo de una aguja: una hendidura entre el viento ululante que formaba el costado de la borrasca. Siguió hábilmente aquella hendidura montaña abajo, hasta que el tiempo se despejó. Entre tanto, Lindros yacía a su lado, con la cara pálida y la máscara de oxígeno firmemente colocada en su sitio.
Durante el azaroso vuelo, Bourne procuró olvidarse de la cara podrida y agujereada del hermano de Alem. Le habría gustado enterrar al chico con sus propias manos. Había sido imposible, así que había hecho lo mejor que se le había ocurrido. Imaginando el túmulo de piedras que había levantado Davis, rezó en silencio una oración de difuntos, como había hecho meses antes junto a la tumba de Marie.
El médico de la CIA subió a bordo en cuanto tomaron tierra en Yibuti. Era un joven de semblante severo y cabello prematuramente gris. Tras pasar cerca de una hora examinando a Lindros, Bourne y él hablaron junto al helicóptero.
—Está claro que ha sufrido un fuerte maltrato —dijo el médico—. Hematomas, contusiones, una costilla fracturada… Y deshidratación, claro está. Lo bueno es que no hay síntomas de hemorragia interna. Le he puesto un gotero con suero y antibióticos, así que no se le podrá mover hasta dentro de una hora. Aproveche para asearse y comer algo proteínico.
El doctor había dedicado a Bourne un esbozo de sonrisa.
—Físicamente, se pondrá bien. Pero aún no puedo evaluar los daños mentales y anímicos. La evaluación oficial tendrá que esperar hasta que volvamos a Washington, pero entre tanto puede echarme usted una mano. Distráigalo durante el viaje de vuelta, si puede. Tengo entendido que son buenos amigos. Háblele de las cosas que han hecho juntos, a ver si descubre si ha sufrido alguna alteración.
—¿Quién te interrogaba? —preguntó Bourne ahora, sentado junto a Lindros en el avión de la CIA.
Su amigo cerró los ojos un momento.
—Su líder, Fadi.
—Así que Fadi en persona estaba allí, en el Ras Dashén.
—Sí. —Un leve escalofrío recorrió a Lindros como una ráfaga de viento—. Ese cargamento era demasiado importante para dejarlo en manos de un subalterno.
—Entonces lo descubriste antes de que te capturaran.
—Descubrí lo del uranio, sí. Llevaba conmigo detectores de radiactividad. —Su mirada se deslizó hacia la ventanilla del avión, más allá de la cual sólo había negrura—. Al principio pensaba que Duyya andaba detrás de los detonadores. Pero en realidad no tenía sentido. ¿Porque para qué querían interruptores de alto voltaje si no…? —Otro suave espasmo recorrió su cuerpo—. Hay que dar por sentado que lo tienen todo, Jason. Los detonadores y, lo que es peor, los medios para enriquecer el uranio. Debemos asumir que están construyendo una bomba nuclear.
—Es la misma conclusión que saqué yo.
—Y no se trata de una de esas bombas sucias que sólo destruirían un par de manzanas. Es una bomba atómica de verdad, con potencia suficiente para devastar una gran urbe e irradiar las zonas colindantes. Por amor de Dios, ¡estamos hablando de millones de vidas!
Martin tenía razón. Bourne había llamado al Viejo desde Yibuti, mientras el médico examinaba a Lindros, para informarle brevemente del estado de éste, de su situación y, más concretamente, de lo que habían descubierto sobre Duyya y su capacidad de llevar sus amenazas a la práctica. De momento, sin embargo, lo único que podía hacer era calibrar el estado mental de su amigo.
—Háblame de los días que has pasado secuestrado.
—No hay mucho que contar, en realidad. La mayor parte del tiempo tuve la cabeza tapada con una capucha. Lo creas o no, llegué a temer que me la quitaran, porque era entonces cuando me interrogaba Fadi.
Bourne sabía que patinaba sobre una capa de hielo muy fina. Pero tenía que descubrir la verdad, aunque no le gustara oírla.
—¿Sabía que eras de la CIA?
—No.
—¿Se lo dijiste tú?
—Le dije que era de la Agencia Nacional de Seguridad y me creyó. No tenía motivos para dudarlo. Para esa gente, todas las agencias de espionaje norteamericanas son iguales.
—¿Quería información sobre el despliegue de personal o los objetivos de la agencia?
Lindros sacudió la cabeza.
—Como te decía, lo que le interesaba era saber por qué les estaba siguiendo y qué sabía.
Bourne vaciló un momento.
—¿Lo averiguó?
—Sé adónde quieres ir a parar, Jason. Estaba convencido de que, si me derrumbaba, Fadi me mataría.
Bourne se quedó callado. Lindros respiraba agitadamente. Tenía la frente manchada de sudor. El médico le había advertido que, si se pasaba de la raya, si le presionaba demasiado, podía producirse una reacción adversa.
—¿Quieres que llame al médico?
Lindros sacudió la cabeza.
—Dame un minuto. Enseguida estaré bien.
Bourne se dirigió a la despensa y calentó comida para ambos. No había auxiliares de vuelo a bordo, sólo el doctor, el piloto de la CIA y un copiloto armado en la cabina. Al regresar a su asiento, ofreció un plato a su amigo y se sentó. Pasó un rato comiendo en silencio. Después notó que Lindros se había calmado lo suficiente para empezar a picotear la comida de su plato.
—Cuéntame qué ha pasado en mi ausencia.
—Ojalá tuviera buenas noticias. La verdad es que tu gente cogió a ese traficante de Ciudad del Cabo que le vendió los detonadores a Duyya.
—Sí, Hiram Cevik.
Bourne sacó la PS3, abrió la foto de Cevik y se la enseñó.
—¿Es él?
—No —contestó Lindros—. ¿Por qué?
—Éste es el hombre al que detuvieron en Ciudad del Cabo y llevaron a Washington. Escapó, pero antes uno de sus hombres mató a Tim Hytner de un disparo.
—Menuda mierda. Hytner era un buen hombre. —Lindros tocó la pantalla de la PS3—. ¿Y éste quién es?
—Creo que es Fadi.
Lindros parecía incrédulo.
—¿Le atrapamos y se nos escapó?
—Me temo que sí. Aunque, por otra parte, es la primera pista que tenemos sobre su verdadero aspecto.
—Déjame ver. —Lindros miró la fotografía con detenimiento. Pasado un rato dijo—: ¡Dios mío, es Fadi!
—¿Estás seguro?
Lindros hizo un gesto de asentimiento.
—Estaba allí cuando nos atacaron. En la foto lleva un montón de maquillaje, pero reconozco la forma de su cara. Y esos ojos. —Asintió de nuevo mientras le devolvía la PS3—. Es Fadi, sí.
—¿Puedes hacerme un retrato robot?
Lindros dijo que sí con la cabeza. Bourne se levantó y un momento después volvió con un cuaderno y un puñado de lápices que había pedido al copiloto.
Mientras Lindros dibujaba, él le habló de algo que había notado en la actitud de su amigo.
—Martin, tengo la impresión de que quieres decirme algo más.
Lindros apartó la mirada del cuaderno.
—Seguramente no es nada, pero… —Sacudió la cabeza—. Cuando estaba a solas con otro de los que me interrogaban, un tal Abbud ibn Aziz, que por cierto es la mano derecha de Fadi, salía siempre a relucir el mismo nombre: Hamid ibn Ashef.
—No le conozco.
—¿De veras? Creía haber visto su nombre en tu expediente.
—Si es así, sería en alguna misión montada por Alex Conklin. Pero no recuerdo si participé en ella.
—Me estaba preguntando por qué Abbud ibn Aziz quería información sobre esa misión en concreto. Supongo que ya nunca lo sabré. —Lindros bebió un largo trago de agua. Estaba cumpliendo las órdenes del médico: descansar y rehidratarse—. Jason, puede que todavía esté un poco desorientado, pero no estoy en estado de choque. Sé que los de arriba van a hacerme pasar por toda una batería de pruebas para evaluar cómo estoy.
—Volverás al trabajo, Martin.
—Espero que sepas que vas a tener un peso esencial en esa decisión. A fin de cuentas, tú eres quien mejor me conoce. La CIA tendrá que guiarse por tu criterio.
Bourne no pudo evitar echarse a reír.
—Eso sí que sería un cambio.
Lindros respiró hondo y, al soltar el aire, dejó escapar un leve silbido de dolor.
—Al margen de todo eso, quiero que me prometas una cosa.
Bourne escudriñó su cara en sombras, en busca de alguna señal que indicara que Lindros sabía lo que de verdad querrían averiguar los mandamases de la CIA: si le habían lavado el cerebro, convirtiéndole en una bomba de relojería humana, en un arma que utilizar contra la propia agencia. Él había tenido presente esa posibilidad en todo momento mientras buscaba a su amigo. ¿Qué sería peor?, se preguntaba. ¿Encontrar muerto a Martin, o descubrir que se había pasado al enemigo?
—La rígida organización de Duyya, casi empresarial, sus reservas aparentemente ilimitadas de armamento moderno, el hecho de que Fadi se haya educado en Occidente, la suma de todos esos factores distingue a este grupo de cualquier otra red terrorista a la que nos hayamos enfrentado antes —prosiguió Lindros—. Construir una planta de enriquecimiento de uranio es tremendamente caro. ¿Quién tiene tanto dinero para repartir? Imagino que algún cártel. Dinero procedente de la droga cosechada en Afganistán o Colombia. Cierra ese grifo, acaba con los que les facilitan el dinero, y acabarás con sus posibilidades de enriquecer uranio y de hacerse con armamento de última generación. No hay mejor forma de mandarlos de nuevo a la Edad de Hierro. —Bajó la voz—. Creo que en Botsuana descubrí el rastro del dinero de Duyya, y que ese rastro conduce a Odesa. Tengo un nombre: Lemontov. Edor Vladovich Lemontov. Según los datos que recabé en Uganda, Lemontov tiene su base allí.
Sus ojos brillaron: el antiguo entusiasmo había vuelto.
—¡Piénsalo, Jason! Hasta ahora, el único medio realista de destruir una red de terrorismo islámico era intentar infiltrarse en ella. Una táctica tan difícil que nunca ha tenido éxito. Ahora, por primera vez, tenemos otra alternativa. Un medio tangible de desmantelar desde fuera la red terrorista más peligrosa del mundo.
»De eso puedo ocuparme yo. Pero en cuanto a la persona que les facilita el dinero, sólo me fío de ti. Necesito que vayas a Odesa lo antes posible, que encuentres a Lemontov y que acabes con él.
La laberíntica casona de piedra rústica se había construido hacía más de un siglo. Desde entonces, había tenido tiempo de sobra de acomodarse entre las suaves colinas de Virginia. Tenía ventanas abuhardilladas, tejado de pizarra y un alto muro de piedra que rodeaba por completo la finca y cuya verja de hierro se abría electrónicamente. Los vecinos decían que era propiedad de un viejo escritor que vivía recluido y que, si alguien se tomaba la molestia de consultar la copia de las escrituras que figuraba en el ayuntamiento, a cincuenta kilómetros de allí, vería que había comprado la casa veintidós años antes por la suma de 240 000 dólares, después de que las autoridades del condado cerraran el manicomio. Aquel escritor, decían, tenía un punto de paranoico. ¿Por qué, si no, estaba electrificado el muro? ¿Y por qué había un par de dóbermans flacos y perpetuamente hambrientos vagando por los jardines, husmeando y gruñendo con aire amenazador?
En realidad, la finca era propiedad de la CIA. Los agentes veteranos, los que estaban al tanto de su existencia, la llamaban Casa Lóbrega porque era allí donde la agencia les sometía a interrogatorio después de una misión. Se contaban chistes macabros sobre ella porque su sola existencia les llenaba de temor. Allí fueron conducidos Bourne y Lindros una gélida mañana de invierno, tras su llegada al aeropuerto de Dulles.
—Ponga la cabeza ahí. Eso es.
El agente de la CIA apoyó la mano en la nuca de Martin Lindros, como había hecho un momento antes con Jason Bourne.
—Mire al frente, por favor —prosiguió— y procure no parpadear.
—He hecho esto mil veces —refunfuñó Lindros.
El agente no le hizo caso; encendió el lector de retina y observó los dígitos mientras el aparato escaneaba el centro del ojo derecho. Tras tomar su fotografía, el lector comparó automáticamente el dibujo de la retina con el que figuraba en sus archivos. Coincidían a la perfección.
—Bienvenido a casa, subdirector. —El agente sonrió y le tendió la mano—. Ya puede entrar en Casa Lóbrega. Segunda puerta a la izquierda. Señor Bourne, usted, la tercera a la derecha.
Les indicó con la cabeza el ascensor que la CIA había hecho instalar al comprar la finca. Como era él quien lo controlaba, las puertas estaban abiertas y la cabina les esperaba pacientemente. Dentro del reluciente habitáculo de acero inoxidable no hacían falta números, ni botones que pulsar. Aquel ascensor iba solamente al subsótano, donde la madriguera de toscos pasillos de cemento, claustrofóbicas habitaciones sin ventanas y misteriosos laboratorios poblados por un auténtico batallón de médicos especialistas y psicólogos les aguardaba como en una cámara de los horrores medieval.
En la CIA todo el mundo sabía que, cuando te llevaban a Casa Lóbrega, era porque algo se había torcido irremediablemente. Aquélla era la morada transitoria de tránsfugas, agentes dobles, incompetentes y traidores.
Después no volvía a oírse a hablar de aquella gente, cuya suerte era una fuente inagotable de rumores pavorosos en el seno de la agencia.
Al llegar al subsótano, Bourne y Lindros salieron al pasillo, que olía vagamente a ácido y a limpiador. Se miraron un momento cara a cara. No había nada más que decir. Se estrecharon las manos como gladiadores a punto de salir al coso ensangrentado, y se separaron.
En la habitación de la tercera puerta a la derecha, Bourne se sentó en una silla metálica atornillada al suelo de cemento. Los largos fluorescentes de una lámpara industrial cubierta con rejilla de acero zumbaban en el techo como un tábano contra el cristal de una ventana. Su luz dejaba ver una mesa de metal y otra silla metálica, ambas fijadas al suelo. En un rincón había un váter de acero inoxidable parecido a los de las prisiones y un pequeño lavabo. Fuera de eso, la habitación estaba desnuda, salvo por un espejo empotrado en la pared, a través del cual podría observarle la persona que tuviera asignado su interrogatorio.
Esperó dos horas con la única compañía del zumbido de los fluorescentes. Después la puerta se abrió bruscamente. Entró un agente y se sentó al otro lado de la mesa. Sacó una pequeña grabadora, la puso en marcha, abrió una carpeta sobre la mesa y empezó a interrogarle.
—Cuénteme lo más detalladamente que pueda lo que ocurrió desde el momento en que llegó a la cara norte del Ras Dashén hasta el momento en que despegó con el sujeto a bordo del helicóptero.
Mientras Bourne hablaba, el interrogador no le quitaba ojo. Era un hombre de mediana edad, estatura media, frente alta y abombada y cabello fino y escaso. Tenía el mentón huidizo y ojos de zorro. No miró de frente a Bourne ni una sola vez: le observaba de soslayo, como si de ese modo pudiera penetrar en sus pensamientos o, como mínimo, intimidarle.
—¿En qué estado estaba el sujeto cuando le encontró?
El interrogador le estaba pidiendo que repitiera lo que Bourne ya le había dicho. Era un procedimiento estándar, una forma de distinguir la verdad de la mentira. Si un individuo mentía, su relato cambiaba tarde o temprano.
—Estaba atado y amordazado. Parecía muy delgado, mucho más que ahora, como si sus secuestradores le hubieran alimentado mínimamente.
—Imagino que el ascenso de vuelta al helicóptero se le hizo muy penoso.
—Lo que más le costó fue empezar. Pensé que quizá tendría que llevarle a hombros. Tenía los músculos agarrotados y una resistencia prácticamente nula. Le di un par de barras proteínicas y eso ayudó. Pasada una hora caminaba con más firmeza.
—¿Qué fue lo primero que dijo? —preguntó el interrogador con falsa blandura.
Bourne sabía que cuanto más despreocupada sonara una pregunta más importancia tenía para el interrogador.
—«Haré lo que tenga que hacer».
El interrogador sacudió la cabeza.
—Me refiero a cuando le vio a usted. Cuando le quitó la mordaza.
—Le pregunté si estaba bien…
El interrogador miró el techo como si se aburriera.
—¿Y qué dijo exactamente?
Bourne mantuvo una expresión pétrea.
—Asintió. No dijo nada.
El interrogador parecía perplejo, señal segura de que intentaba tenderle una trampa.
—¿Y eso por qué? Lo lógico sería que hubiera dicho algo, después de pasar más de una semana secuestrado.
—La situación era peligrosa. Cuanto menos habláramos en ese momento, mejor. Él lo sabía.
El interrogador le miraba de nuevo con el rabillo del ojo.
—Entonces, lo primero que dijo fue…
—Le dije que teníamos que trepar por la chimenea para escapar y me contestó: «Haré lo que tenga que hacer».
El interrogador parecía incrédulo.
—Está bien, dejemos eso. En su opinión, ¿cuál era su estado mental en ese momento?
—Parecía encontrarse bien. Aliviado. Quería salir de allí.
—¿No estaba desorientado? ¿No mostró ningún síntoma de amnesia? ¿No dijo nada extraño, algo fuera de lugar?
—No, nada de eso.
—Parece muy convencido, señor Bourne. ¿No tiene usted mismo problemas de memoria?
Bourne sabía que su interlocutor intentaba que picara el anzuelo, y se relajó. Aquél era el último recurso, la treta que se usaba cuando se agotaban todas las vías para desmontar una historia.
—De acontecimientos del pasado. Mis recuerdos de ayer, de la semana pasada, del último mes son claros como el agua.
El interrogador preguntó sin vacilar un momento:
—¿Le hicieron un lavado de cerebro al sujeto? ¿Le han convertido a su causa?
—El hombre del otro lado del pasillo es el Martin Lindros de siempre —contestó Bourne—. En el vuelo de regreso, hablamos de cosas que sólo sabíamos él y yo.
—Sea más concreto, por favor.
—Confirmó la identidad de Fadi, el líder terrorista. Hizo un boceto de él para mí. Un inmenso paso adelante para nosotros. Antes, Fadi era solamente una cifra. Y me dijo el nombre de la mano derecha de Fadi, Abbud ibn Aziz.
El interrogador le hizo unas cuantas preguntas más, la mayoría de las cuales ya había formulado de otra manera. Bourne respondió con paciencia a todas ellas. No iba a permitir que nada alterara su calma.
La sesión llegó a su fin tan bruscamente como había empezado. Sin darle las gracias ni ofrecerle explicaciones, el interrogador apagó la grabadora, recogió sus notas y salió de la habitación.
Siguió otro periodo de espera que sólo interrumpió un agente más joven para llevarle una bandeja de comida. El tipo salió sin decir palabra.
Eran poco más de las seis de la tarde, según el reloj de Bourne (el interrogatorio había durado todo el día), cuando volvió a abrirse la puerta.
Bourne, que creía estar preparado para cualquier cosa, se llevó una sorpresa al ver aparecer al director. El Viejo se quedó allí parado largo rato, mirándole. Bourne vio en su semblante un reflejo del conflicto de emociones que constreñía su garganta. Le había costado un gran esfuerzo entrar allí, y lo que había ido a decirle se le había atascado en el buche como la espina de un pez.
Por fin dijo:
—Ha cumplido su promesa. Ha traído a Martin a casa.
—Martin es amigo mío. No iba a dejarle en la estacada.
—Bourne, usted sabe que desearía no haberle conocido, no es ningún secreto. —El Viejo sacudió la cabeza—. Pero la verdad es que es usted un puto enigma.
—Hasta para mí mismo.
El director parpadeó varias veces. Luego dio media vuelta y salió, dejando la puerta abierta. Bourne se levantó. Suponía que era libre de irse, igual que Martin. Eso era lo único que importaba. Martin había pasado la exhaustiva batería de pruebas y test psicológicos a la que le habían sometido. Ambos habían sobrevivido a su paso por Casa Lóbrega.
Sentado en la silla del director de Tifón, tras la mesa del director de Tifón, Matthew Lerner comprendió que algo iba mal en cuanto oyó el aplauso. Se apartó de su terminal, donde había estado diseñando un nuevo sistema de catalogación para los archivos informáticos de Tifón.
Se levantó, cruzó el despacho y abrió la puerta. Vio entonces a Martin Lindros rodeado por los miembros del equipo de Tifón, que, cuando no estaban jaleándole con sus aplausos, sonreían, reían y le estrechaban la mano con entusiasmo.
Lerner apenas podía creer lo que estaba viendo. Aquí llega César, pensó con amargura. ¿Y por qué el director no ha tenido a bien informarme de su regreso? Con una mezcla de envidia y repulsión, vio cómo el general pródigo avanzaba triunfalmente hacia él sin apresurar el paso. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás muerto?
Con no poco esfuerzo, compuso una sonrisa y le tendió la mano.
—Todos aclaman al héroe en su regreso.
Lindros le devolvió la sonrisa con la misma acerada ironía.
—Gracias por mantener mi silla caliente, Matthew.
Pasó junto a Lerner y entró en su despacho. Luego se quedó allí parado, haciendo inventario.
—¿Cómo? ¿No has mandado dar una nueva mano de pintura? —Cuando Lerner le siguió, añadió—. Antes de que subas, quiero un informe verbal.
Lerner hizo lo que le pedía mientras recogía sus efectos personales. Cuando acabó, Lindros dijo:
—Te agradecería que dejaras el despacho tal y como lo encontraste, Matthew.
Lerner le miró con ira durante una fracción de segundo; después volvió a colocar las fotografías, las láminas y recuerdos que había quitado con la esperanza de no volver a verlos. Como buen comandante, sabía cuándo abandonar el campo de batalla. Tenía el convencimiento de que aquello era una guerra, y apenas acababa de empezar.
El teléfono de Lindros sonó tres minutos después de que Lerner abandonara las oficinas de Tifón. Era el Viejo quien llamaba.
—Apuesto a que es un placer estar sentado detrás de esa mesa.
—No sabe cuánto —contestó Lindros.
—Bienvenido a casa, Martin. Y lo digo de todo corazón. Has confirmado las intenciones de Duyya, y eso no tiene precio.
—Sí, señor. Ya he ideado un plan paso a paso para detenerlos.
—Bien hecho —dijo el director—. Reúne a tu equipo y sigue adelante con la misión, Martin. Hasta que resolvamos esta crisis, tu misión es la de la CIA. A partir de este momento, tienes acceso ilimitado a todos los recursos de la agencia.
—Cumpliré con mi deber, señor.
—Cuento con ello, Martin —dijo el director—. Esta noche podrás informarme durante la cena. A las ocho en punto.
—Lo estoy deseando, señor.
El director carraspeó.
—Bueno, ¿qué piensas hacer con Bourne?
—No entiendo, señor.
—A mí no me vengas con ésas, Martin. Ese hombre es un peligro y los dos lo sabemos.
—Me ha traído a casa, señor. Dudo que otro hubiera podido hacerlo.
El Viejo se sacudió las palabras de Lindros.
—Estamos en medio de una crisis nacional de proporciones y gravedad sin precedentes. Lo último que nos hace falta es una bala perdida. Quiero que te libres de él.
Lindros se removió en la silla mientras miraba por la ventana los balines plateados de una lluvia gélida. Anotó mentalmente que debía comprobar si el vuelo de Bourne iba a retrasarse. En medio del silencio creciente, dijo:
—Voy a necesitar que me aclare eso.
—Ah, no, no, nada de eso. De todos modos, ese hombre tiene siete vidas. —El director se quedó callado un momento—. Sé que habéis forjado una especie de vínculo, pero eso no es sano. Créeme, lo sé. Piensa que enterramos a Alex Conklin hace tres años. Es peligroso que alguien se acerque demasiado a él.
—Señor…
—Si te sirve de algo, te estoy pidiendo una última prueba de lealtad, Martin. Que continúes al frente de Tifón depende de ello. No hace falta que te recuerde que hay alguien pisándote los talones. A partir de este instante, cortarás todos tus vínculos con Jason Bourne. Bourne no recibirá más información, ni de tu oficina ni de ninguna otra del edificio. ¿Está claro?
—Sí, señor. —Lindros cortó la conexión.
Cogió el teléfono inalámbrico, se levantó y se acercó a la ventana. Al apoyar la mejilla en el cristal, sintió que el frío se apoderaba de él. Seguía sintiendo dolores y molestias que traspasaban sus huesos, y una jaqueca que nunca se disipaba por completo y de la que no había dicho nada a los médicos de la CIA. Todo ello le recordaba vivamente lo que había sucedido, lo largo que había sido aquel viaje.
Marcó un número y se acercó el teléfono al oído.
—¿El vuelo de Bourne va a salir a su hora? —Asintió al oír la respuesta—. Bien. ¿Está en el aeropuerto? ¿Le has visto? Excelente, vuelve aquí. Eso es. —Cortó la comunicación. Pasara lo que pasara, Bourne iba camino de Odesa.
Martin regresó a su mesa, encendió el intercomunicador y le dijo a su secretaria que organizara inmediatamente una conferencia telefónica con todos los agentes de Tifón en el extranjero. Una vez hecho esto, encendió el altavoz de la sala de reuniones, donde había convocado una reunión urgente de todo el personal de Tifón. Les puso al corriente de los datos que tenía sobre la amenaza terrorista y a continuación les explicó su plan a grandes rasgos. Dividió a su equipo en grupos de cuatro y les asignó tareas que, según les dijo, debían emprender de inmediato.
—A partir de ahora, las demás misiones quedan congeladas —les dijo—. Encontrar y detener a Duyya es nuestra prioridad absoluta. Hasta que lo logremos, todos los permisos quedan cancelados. Acostumbraos a estas cuatro paredes, muchachos. Estamos en estado de emergencia y vamos a trabajar día y noche.
Cuando vio que sus órdenes se cumplían satisfactoriamente, se fue al apartamento de Soraya para aclarar el lío que había armado Matthew Lerner. En el coche abrió su móvil GSM cuatribanda y marcó un número de Odesa.
Cuando respondió una voz conocida, dijo:
—Ya está. Bourne llega desde Múnich mañana por la tarde, a las cuatro cuarenta hora local. —Se saltó un semáforo en rojo y torció a la derecha. El bloque de apartamentos de Soraya estaba a tres manzanas de allí—. Le mantendrás vigilado, como acordamos… No, sólo quería asegurarme de que no cambiabas de planes de improviso. Está bien, entonces. Bourne irá al quiosco, porque es allí donde cree que Lemontov tiene su cuartel general. Mátale antes de que averigüe la verdad.