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Bourne exhaló y se retorció. Al mismo tiempo apoyó las manos sobre los brazos de la carretilla y levantó primero el torso y luego las piernas por encima de ellos. Apoyó los pies en el antepecho de chapa del frontal de la cabina y se encaramó al parabrisas.

El policía dio marcha atrás con la carretilla para intentar arrojarle de allí, pero los brazos se habían quedado bloqueados.

Viendo una oportunidad, Bourne se giró. El policía sacó su pistola y le apuntó con ella, pero antes de que pudiera apretar el gatillo Bourne le propinó una patada y golpeó su cara con la puntera del zapato, y le dislocó la mandíbula partiéndosela.

Se apoderó de la pistola y asestó un puñetazo en el plexo solar al policía, que se dobló sobre sí mismo. A continuación, se dio media vuelta y saltó al suelo. Un lanzazo de dolor le subió por el costado izquierdo.

Luego echó a correr, dejó atrás la zona del control, se adentró en una pequeña arboleda y salió al otro lado. Cuando llegó junto a la carretera, varios kilómetros más allá del control policial, estaba exhausto. Pero allí estaba el Skoda destartalado, con la puerta del copiloto abierta. Demacrada y ansiosa, Soraya le observó desde el interior del coche mientras montaba. Él cerró la puerta y el vehículo se sacudió al arrancar.

—¿Estás bien? —preguntó ella, mirando alternativamente a Bourne y a la carretera—. ¿Qué diablos ha pasado?

—Tuve que recurrir al plan ce —dijo él—. Y luego al plan de.

—No había plan ce, ni tampoco de.

Bourne apoyó la cabeza en el asiento.

—A eso me refería.

—Lléveme a las dársenas de los transbordadores —dijo Lerner cuando llegaron a Ilyichevsk, bajo densos nubarrones—. Quiero echar un vistazo al primero que salga. Ahí es adonde se dirigirá Bourne.

—No soy de la misma opinión. —La doctora Pavlyna circulaba por las calles del puerto con la seguridad de quien lo ha hecho muchas otras veces—. El puerto tiene su propia policlínica. Le garantizo que Bourne necesitará pasarse por ella.

A Lerner, que no había aceptado órdenes de una mujer en toda su vida, le desagradaba tener que aceptar la sugerencia de la doctora. Le desagradaba, de hecho, que fuera ella quien condujera. Pero de momento todo estaba saliendo bien. Lo cual no impedía que la competencia de aquella mujer le pusiera de muy mal humor.

Ilyichevsk era enorme: un conglomerado de edificios feos y chatos, inmensos silos y almacenes de mercancías, instalaciones frigoríficas, depósitos de contenedores y monstruosas grúas Takraf sobre barcazas flotantes. Hacia el oeste había fondeados varios pesqueros de arrastre a la espera de descarga o reparación. El puerto, que formaba una especie de arco en torno a una ensenada natural del mar Negro, comprendía siete complejos de carga y descarga de mercancías. Seis de ellos estaban especializados en géneros tales como acero y lingotes de hierro, aceites tropicales, madera, hortalizas y aceites líquidos y fertilizantes; otro era un inmenso recargadero de grano. El séptimo estaba destinado a transbordadores y buques de transbordo rodado, es decir, buques cuyo espacio central albergaba enormes contenedores de ferrocarril y remolques de camiones que se apilaban en sus entrañas. Por encima de la gran bodega central se alzaba la zona que albergaba a los pasajeros, el capitán y gran parte de la tripulación. El principal inconveniente de estas embarcaciones era la inestabilidad intrínseca de su diseño. Si uno o dos centímetros de agua inundaban la cubierta de carga, el transbordador comenzaba a escorarse y se hundía. Aun así, ninguna otra nave cumplía tan eficazmente su propósito, de ahí que los buques de transbordo rodado siguieran usándose en toda Asia y Oriente Próximo.

La policlínica se hallaba más o menos a medio camino entre la terminal tres y la seis. Era un discreto edificio de tres plantas y diseño estrictamente funcional. La doctora Pavlyna llevó el coche hasta uno de sus lados y apagó el motor.

Se volvió hacia Lerner.

—Entraré yo. Así los de seguridad no pondrán pegas.

Cuando se disponía a abrir la puerta, él le agarró el brazo.

—Creo que conviene que vaya con usted.

Ella miró su mano un momento antes de decir:

—Está usted complicando las cosas. Déjeme ocuparme de esto. Yo conozco a la gente de aquí.

Lerner la apretó con más fuerza. Su sonrisa dejó al descubierto una hilera de grandes dientes.

—Si conoce a la gente, los de seguridad no pondrán ningún reparo, ¿no, doctora?

Ella le calibró largamente con la mirada, como si le viera por primera vez.

—¿Hay algún problema?

—En lo que a mí respecta, no.

La doctora Pavlyna desasió su brazo.

—Porque si lo hay, deberíamos aclararlo ahora. Estamos en plena misión y…

—Sé exactamente en qué situación estamos, doctora.

—… y las equivocaciones y los malentendidos pueden producir errores fatales.

Lerner salió del coche y echó a andar hacia la puerta principal de la policlínica. Un momento después, oyó el crujido de las botas de la doctora sobre la gravilla, antes de que saliera al asfalto y le alcanzara.

—Puede que le haya enviado el director, pero aquí la agente al mando soy yo.

—De momento —contestó él tranquilamente.

—¿Eso es una amenaza? —La doctora Pavlyna no vaciló. Los hombres, del talante que fueran, habían intentado intimidarla desde que era una niña. Se había llevado unos cuantos palos antes de aprender a defenderse con sus propias armas—. Está usted bajo mis órdenes. ¿Entendido?

Él se detuvo un momento delante de la puerta.

—Lo que entiendo es que tendré que vérmelas con usted mientras esté aquí.

—¿Ha estado casado alguna vez, Lerner?

—Casado y divorciado, por suerte.

—Por qué será que no me sorprende. —Cuando intentaba pasar a su lado, él volvió a agarrarla—. No le gustan mucho las mujeres, ¿verdad?

—Las que se creen hombres, no.

Tras dejar claro lo que quería decir, apartó la mano de su brazo.

Ella abrió la puerta, pero por un momento siguió cortándole el paso.

—Por el amor de Dios, mantenga la boca cerrada o pondrá en peligro mi seguridad. —Se apartó—. Eso hasta un bruto como usted puede entenderlo.

Con la excusa de ponerle al corriente de la misión, Karim al Yamil consiguió que el Viejo le invitara a desayunar. Tenía noticias que darle, desde luego, pero la misión era en sí misma una filfa, de modo que cualquier cosa que le dijera lo sería también. Por otro lado, era un placer darle filfa al director para desayunar. Karim al Yamil, por otra parte, tenía informes propios que digerir. Los recuerdos implantados por el doctor Veintrop habían conducido a Bourne hasta el punto de una emboscada. Pero éste se las había ingeniado de algún modo para matar a cuatro hombres y escapar de Fadi, no sin que antes éste le apuñalara en el costado. ¿Estaba Bourne vivo o muerto? Si hubiera tenido permitido jugar, Karim al Yamil habría apostado a que seguía con vida.

Al llegar a la planta más alta de la sede central de la CIA, obligó a su mente a adoptar de nuevo el papel de Martin Lindros.

El Viejo seguía comiendo en el sitio de siempre, incluso en plena crisis.

—Estar encadenado a la misma mesa, mirando el mismo monitor día tras día, puede volverlo a uno loco —comentó el director cuando Karim al Yamil se sentó frente a él. La planta estaba dividida en dos: en el ala oeste había un gimnasio de primera clase y una piscina olímpica; el ala este, cerrada completamente sobre sí misma, albergaba dependencias a las que sólo el Viejo tenía libre acceso. Era allí donde se encontraban ahora.

Aquélla era la sala a la que de cuando en cuando se invitaba a los siete jefes de departamento. Tenía el aspecto y el ambiente de un invernadero, con el suelo de gruesas baldosas de terracota y un alto nivel de humedad, óptimo para la conservación de una amplia variedad de orquídeas y plantas tropicales. La cuestión de quién se encargaba de cuidarlas era objeto de un sinfín de conjeturas y rocambolescas leyendas urbanas. Lo cierto era que nadie lo sabía, como nadie sabía quién ocupaba los diez o doce despachos, cerrados a cal y canto, que había en el ala este, en caso de que no estuvieran vacíos.

Era la primera vez, desde luego, que Karim al Yamil visitaba la Ronda del Jerbo, como se llamaba a la sala en el seno de la agencia. ¿Y ello por qué? Porque el director tenía tres jerbos en jaulas contiguas. En cada una de ellas, un jerbo daba vueltas sin cesar, confinado en una rueda. Igual que los agentes de la CIA.

Los pocos jefes de departamento que hablaban de sus desayunos con el Viejo afirmaban que observar las evoluciones de los jerbos le relajaba. Como mirar los peces de una pecera. Entre los agentes, sin embargo, se especulaba con la idea de que el director obtenía un placer perverso al recordarse que la labor de la CIA, como la del Sísifo de la antigua Grecia, no tenía fin ni recompensa.

—Aunque en realidad —estaba diciendo el Viejo— el trabajo mismo puede volverlo a uno loco.

En la mesa, sobre un almidonado mantel blanco, había dos servicios de porcelana, un cestillo con cruasanes y magdalenas y dos jarras, una con café fuerte y recién hecho, y otra con té Earl Grey, el preferido del Viejo.

Karim al Yamil se sirvió café, que tomaba solo. Al director le gustaba el té con leche y azúcar. No había camarero, pero un carrito colocado junto a la mesa mantenía caliente el desayuno.

Karim al Yamil sacó sus papeles y preguntó:

—¿Desea que dé comienzo al informe o esperamos a Lerner?

—Lerner no va a venir —contestó el director enigmáticamente.

Karim al Yamil comenzó:

—Las unidades Escorpión han recorrido ya tres tercios del itinerario hacia su destino en la región de Shabwah, en el sur de Yemen. Un destacamento de marines ha sido desplazado a Yibuti. —Miró su reloj—. Hace veinte minutos estaban en Shabwah, esperando a recibir órdenes de los comandantes de Escorpión.

—Excelente. —El director volvió a llenar su taza y removió la leche y el azúcar—. ¿Alguna noticia sobre la localización exacta de las transmisiones?

—He puesto a dos equipos de Tifón a analizar distintos paquetes de datos. Ahora mismo estamos razonablemente seguros de que las instalaciones de Duyya se encuentran dentro de un radio de unos ochenta kilómetros.

El director observaba el ajetreo de los jerbos en sus jaulas.

—¿No es posible afinar más?

—El principal inconveniente son las montañas. Tienden a distorsionar las señales y a reflejarlas. Pero estamos en ello.

El Viejo asintió distraídamente.

—Señor, si me permite preguntárselo, ¿en qué está pensando?

Por un momento pareció que el Viejo no le había oído. Luego volvió la cabeza y sus ojos astutos se clavaron en los de Karim al Yamil.

—No sé, pero tengo la sensación de que algo se me escapa. Algo importante.

Karim al Yamil reguló su respiración y fingió una leve preocupación.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor? Tal vez se trate de Lerner…

—¿A qué viene hablar de Lerner ahora? —preguntó el director con cierta brusquedad.

—Nunca hemos hablado del hecho de que ocupara mi puesto en Tifón.

—Tú no estabas, y Tifón no tenía director.

—¿Y puso usted en la brecha a un recién llegado?

El director dejó estrepitosamente su taza sobre la mesa.

—¿Estás cuestionando mis decisiones, Martin?

—Claro que no. —Cuidado, pensó Karim al Yamil—. Pero fue muy raro verle en mi silla cuando volví.

El Viejo arrugó el entrecejo.

—Sí, ya lo veo.

—Y ahora, en medio de esta crisis, no aparece por ningún lado.

—Trae el desayuno, ¿quieres, Martin? —dijo el director—. Tengo hambre.

Karim al Yamil abrió el carrito y sacó dos platos con huevos fritos y beicon. Tuvo que esforzarse por controlar las náuseas. Nunca había logrado acostumbrarse a los derivados del cerdo, ni a los huevos fritos con mantequilla. Al poner un plato delante del director dijo:

—Entiendo, claro está, que todavía se desconfíe un poco de mí después de lo que ha pasado.

—No es eso —contestó el Viejo, de nuevo con un asomo de brusquedad.

Karim al Yamil dejó su plato sobre la mesa.

—¿Qué es, entonces? Le agradecería que me lo dijera. Esos misterios en torno a Matthew Lerner hacen que me sienta como si se me intentara mantener al margen.

—Ya que te importa tanto, Martin, voy a hacerte una propuesta.

El Viejo hizo una pausa para masticar un pedazo de beicon con huevo, tragó y se limpió con impostada elegancia los labios grasientos.

Karim al Yamil casi se compadeció del verdadero Martin Lindros, que había tenido que aguantar aquel comportamiento ofensivo. Y a nosotros nos llaman bárbaros.

—Sé que ahora mismo tienes mucho trabajo —prosiguió por fin el director—, pero si encontraras el modo de hacer discretamente algunas averiguaciones en mi nombre…

—Dígame qué o a quién.

El director juntó trozos de huevos y colocó encima, limpiamente, un tercio de una loncha de beicon.

—Últimamente vengo recibiendo noticias, a través de ciertos canales secretos, de que tengo un enemigo en Washington.

—Después de tantos años —comentó Karim al Yamil—, tiene que haber una lista de cierta longitud.

—Claro que la hay. Pero éste es especial. Debo advertirte que extremes las precauciones. Es muy poderoso.

—Confío en que no sea el presidente —dijo Karim al Yamil en broma.

—No, pero está muy cerca. —El Viejo estaba absolutamente serio—. El secretario de Defensa, Ervin Reynolds Halliday, al que todos sus lameculos llaman Bud. Dudo mucho que tenga verdaderos amigos o algo que se le parezca.

—¿Quién los tiene en esta ciudad?

El director soltó una risilla, lo cual era raro en él.

—Tienes razón. —Se metió el tenedor en la boca y movió la comida hacia un carrillo para seguir hablando—. Pero tú y yo somos amigos, Martin. O casi, en cualquier caso. Así que esto queda entre nosotros.

—Puede contar conmigo, señor.

—Lo sé, Martin. Lo mejor que he hecho estos últimos diez años ha sido ascenderte a lo más alto de la CIA.

—Le agradezco que confíe en mí, señor.

El director no dio señales de haber oído su respuesta.

—Después de que Halliday y LaValle, su leal perro de presa, intentaran tenderme una emboscada en la Sala de Guerra, hice algunas averiguaciones. Y descubrí que han estado montando en secreto brigadas de espionaje paralelas. Están invadiendo nuestro terreno.

—Lo que significa que tenemos que pararles los pies.

El Viejo entrecerró los párpados.

—Así es, Martin. Pero por desgracia pretenden atacar en el peor momento posible: cuando Duyya planea un golpe a gran escala.

—Quizá sea premeditado, señor.

El director pensó en la encerrona de la Sala de Guerra. No había duda de que tanto Halliday como LaValle intentaban humillarle delante del presidente. Recordó de nuevo que el presidente se había mantenido al margen, contemplando cómo se desarrollaba aquel duelo ante sus ojos. ¿Estaba ya de parte del secretario de Defensa? ¿Quería que el Pentágono se hiciera cargo de la CIA? El Viejo se estremeció al pensar que los militares tomaran el control de la llamada inteligencia humana. ¿Quién podía imaginar qué libertades se tomarían LaValle y Halliday, investidos con aquel nuevo poder? Había una buena razón para mantener separados la CIA y el Pentágono. Sin esa separación de poderes, se estaría a un paso del estado policial.

—¿Qué está buscando?

—Trapos sucios. —El director tragó saliva—. Cuantos más, mejor.

Karim al Yamil asintió.

—Necesitaré a alguien…

—A quien quieras. Di un nombre.

—Anne Held.

El director se sorprendió.

—¿Mi Anne Held? —Sacudió la cabeza—. Elige a otra persona.

—Ha dicho que quería discreción. No puedo servirme de un agente. O Anne, o nada.

El director le miró fijamente para ver si husmeaba un farol. Pero por lo visto no pudo.

—Trato hecho —dijo.

—Ahora explíqueme lo de Matthew Lerner.

El Viejo le miró a los ojos.

—Se trata de Bourne.

Tras un largo momento de tenso silencio, durante el cual sólo se oyó el chirrido de las ruedas impulsadas por los doce minúsculos pies de los jerbos, Karim al Yamil preguntó con calma:

—¿Qué tiene que ver Matthew Lerner con Jason Bourne?

El director dejó el tenedor y el cuchillo.

—Sé lo que ha significado Bourne para ti, Martin. Tienes una relación muy estrecha con él, aunque para mí sea algo inexplicable. Pero lo cierto es que es el peor de los venenos para la CIA. Por consiguiente, he mandado a Matthew Lerner a que lo elimine.

Por un momento, Karim al Yamil no pudo creer lo que estaba oyendo. ¿El director había mandado a un asesino a matar a Bourne? ¿Se proponía despojarles a su hermano y a él de la satisfacción de una venganza que llevaban tanto tiempo esperando y que habían planeado con extrema meticulosidad? No. No podía permitirlo.

La rabia asesina (como llamaba su padre al viento del desierto) se apoderó de su corazón, lo calentó y lo batió hasta forjar con él una espada. Aquel torbellino íntimo sólo se dejó entrever en la breve dilatación de sus orificios nasales, pero su interlocutor había vuelto a empuñar los cubiertos y no reparó en ello.

Karim al Yamil cortó sus huevos y vio esparcirse las yemas. Había un punto de sangre sobre la satinada superficie de una de ellas.

—Ésa es una decisión muy drástica —dijo cuando logró dominar por completo sus emociones—. Le dije que me desharía de él.

—Lo estuve pensando y decidí que no era la solución más adecuada.

—Debió acudir a mí.

—Sólo habrías intentado disuadirme —contestó el director enérgicamente. Saltaba a la vista que le satisfacía lo bien que había manejado una situación delicada—. Ahora ya es demasiado tarde. No puedes impedirlo, Martin, así que ni siquiera lo intentes. —Se limpió la boca—. El bien común impera sobre los deseos del individuo. Lo sabes tan bien como yo.

Karim al Yamil pensó en el extremo peligro que entrañaba lo que había desencadenado el director. Además de un peligro para su venganza, la presencia de Lerner era una carta de la baraja con la que ni Fadi ni él habían contado. El cambio de escenario amenazaba la ejecución de su plan. Fadi le había dicho (a través de mensajes codificados que aprovechaban las comunicaciones de la CIA con el extranjero) que había logrado apuñalar a Bourne. Si no le quitaban de en medio, Lerner podía enterarse y, como era lógico, intentaría descubrir la identidad del responsable. O, si descubría que Bourne ya había muerto, querría saber quién le había asesinado. En cualquier caso, aquello podía traer peligrosas complicaciones.

Apartándose de la mesa, Karim al Yamil dijo:

—¿Ha considerado la posibilidad de que Bourne mate a Lerner?

—Si traje a Lerner a bordo, fue por su reputación. —El Viejo cogió su taza, vio que el té se había enfriado y volvió a dejarla sobre la mesa—. Ya no hay hombres como él. Es un asesino nato.

Igual que Bourne, pensó Karim al Yamil con una amargura que quemaba como ácido.

Soraya vio gotas de sangre fresca en el asiento del coche.

—Parece que se te ha saltado algún punto —dijo—. No te recuperarás si no te atiende enseguida un médico.

—Olvídalo —respondió Bourne—. Tenemos que salir de aquí enseguida. El cordón policial va a estrecharse. —Recorrió el puerto con la mirada—. Además, ¿dónde vamos a conseguir un médico aquí?

—Hay una policlínica en el puerto.

Soraya condujo por las calles de Ilyichevsk y aparcó junto a un edificio de tres plantas, al lado de un Skoda Octavia último modelo. Notó que Bourne hacía una mueca de dolor al salir del coche.

—Será mejor que usemos la entrada lateral.

—Así no nos libraremos de los guardias de seguridad —dijo él. Abrió el forro de su abrigo y sacó un pequeño paquete sellado con plástico. Lo rajó, extrajo de él un nuevo fajo de documentos y los hojeó brevemente, a pesar de que durante el vuelo había memorizado toda la documentación falsificada por Deron—. Me llamo Mykola Petrovich Tuz. Soy teniente general del DZND, el departamento del SBU encargado de la lucha antiterrorista y la defensa del Estado. —Se acercó a ella y la agarró del brazo—. Esto es lo que vamos a hacer: tú eres mi prisionera, una terrorista chechena.

—En ese caso, más vale que me cubra la cabeza con un pañuelo —dijo Soraya.

—Nadie va a mirarte, y menos aún a hacerte preguntas —respondió Bourne—. Estarán muertos de miedo.

Abrió la puerta y la empujó sin contemplaciones delante de él. Casi inmediatamente, el conserje llamó a un guardia de seguridad.

Bourne sacó su acreditación del DZND.

—Teniente general Tuz —dijo con aspereza—. Me han apuñalado y necesito un médico. —Vio que el guardia miraba a Soraya—. Está detenida. Una terrorista suicida chechena.

El guardia de seguridad se puso lívido.

—Acompáñeme, teniente general.

Habló por el walkie-talkie y los condujo por varios pasillos hasta una consulta libre, típica de las urgencias de un hospital.

Señaló la camilla.

—He avisado al gerente de la clínica. Póngase cómodo, teniente general. —Visiblemente impresionado por el rango de Bourne y la presencia de la detenida, sacó su arma y apuntó a Soraya—. No se mueva de ahí mientras atienden al teniente general.

Bourne soltó el brazo de la joven y le hizo una seña casi imperceptible con la cabeza. Ella se acercó a un rincón de la sala y se sentó en una silla de patas metálicas mientras el guardia intentaba vigilarla sin mirarla a la cara.

—Un teniente general del SBU —dijo el gerente de la policlínica desde detrás de su mesa—. No puede ser el hombre al que buscan.

—Eso tendremos que juzgarlo nosotros —dijo Matthew Lerner en ruso pasable.

La doctora Pavlyna le lanzó una mirada torva antes de volverse hacia el gerente.

—Ha dicho que tiene una herida de arma blanca.

El gerente asintió.

—Eso me han dicho.

La doctora Pavlyna se levantó.

—Entonces creo que debería verle.

—Iremos los dos —dijo Lerner. De pie junto a la puerta, irradiaba oleadas de una especie de energía invisible, como un caballo de carreras en la puerta de salida.

—No es conveniente. —La intencionalidad con la que habló la doctora Pavlyna tenía un énfasis especial para Lerner.

—Estoy de acuerdo. —El gerente se levantó y rodeó la mesa—. Si el paciente es de veras quien dice ser, seré yo quien cargue con las culpas por romper el protocolo.

—Aun así, voy a acompañar a la doctora —dijo Lerner.

—Me veré obligado a llamar a seguridad —replicó el gerente con firmeza—. El teniente general no sabrá quién es usted, ni qué hace aquí. De hecho, podría ordenar que le detuvieran o hasta que le peguen un tiro. Y no pienso permitir que eso pase en mi clínica.

—Quédese aquí —dijo la doctora Pavlyna—. Le avisaré en cuanto compruebe quién es.

Lerner no dijo nada cuando la doctora Pavlyna y el gerente salieron del despacho, pero no tenía intención de quedarse de brazos cruzados mientras la doctora se hacía cargo de la situación. Ella ignoraba qué hacía él en Odesa y por qué buscaba a Jason Bourne. No dudó ni por un instante de que el paciente era Bourne. ¿Un teniente general de la policía secreta ucraniana allí, y con una herida de arma blanca en el costado? Imposible.

No iba a consentir que la doctora Pavlyna lo echara todo a perder. Lo primero que le diría Pavlyna a Bourne era que habían mandado a alguien a buscarle desde Washington. Y eso pondría de inmediato a Bourne en estado de alerta. Se largaría antes de que Lerner pudiera atraparle. Y esta vez sería mucho más difícil dar con él.

El problema inmediato era que no sabía dónde estaba el paciente. Salió a la puerta, abordó a la primera persona que vio y le preguntó dónde estaban atendiendo al teniente general. La joven le indicó el camino. Él le dio las gracias y echó a andar por el pasillo. Iba tan concentrado que no vio que la muchacha descolgaba un teléfono interno colgado de la pared y pedía que le pasaran con el gerente.

—Buenas tardes, teniente general. Soy la doctora Pavlyna —dijo ella en cuanto entró en la sala de reconocimiento. Dirigiéndose al gerente, añadió—: Éste no es nuestro hombre.

Sentado en la camilla, Bourne no advirtió nada en su mirada que indicara que estaba mintiendo, pero al ver que miraba a Soraya dijo:

—No se acerque a mi detenida, doctora. Es peligrosa.

—Por favor, túmbese, teniente general. —Cuando Bourne obedeció, la doctora se puso unos guantes de cirujano, le abrió la camisa ensangrentada y comenzó a retirar el vendaje cubierto de sangre—. ¿Esto se lo hizo ella?

—Sí —contestó Bourne.

La doctora Pavlyna palpó la herida para determinar hasta qué punto le dolía.

—Quien le cosió hizo un trabajo de primera. —Miró a Bourne a los ojos—. Por desgracia, se ha movido usted demasiado. Voy a tener que volver a coser la zona de la herida que se ha abierto.

El gerente le mostró dónde estaba el instrumental y abrió el armario cerrado con llave en el que se guardaban los fármacos. La doctora eligió una caja del segundo estante, cortó catorce píldoras y las envolvió en un trozo de papel resistente.

—También quiero que se tome esto. Una dos veces al día, durante una semana. Es un potente antibiótico de amplio espectro que le protegerá de infecciones. Por favor, tómeselas todas.

Él aceptó el paquete y se lo guardó.

La doctora Pavlyna puso sobre la mesa un bote de antiséptico, gasas, una aguja e instrumental de sutura. Luego cargó una jeringuilla.

—¿Qué es eso? —preguntó Bourne, receloso.

—Un anestésico. —Introdujo la aguja en su costado y presionó el émbolo. Volvió a fijar la mirada en los ojos de Bourne—. No se preocupe, teniente general, no es más que anestesia local. Le quitará el dolor sin entorpecerle física o mentalmente.

Mientras comenzaba la cura, el teléfono de la pared zumbó discretamente. El gerente lo descolgó y escuchó un momento.

—Está bien, entendido. Gracias, enfermera. —Volvió a colgar el aparato.

—Doctora Pavlyna —dijo—, parece que su amigo no ha podido refrenar su impaciencia. Viene para acá. —Se acercó a la puerta—. Yo me ocupo de él.

El gerente salió.

—¿Qué amigo? —preguntó Bourne.

—No hay por qué preocuparse, teniente general —respondió la doctora Pavlyna. Le lanzó otra mirada cargada de sentido—. Un amigo suyo, de la sede central.

De camino a la consulta donde estaban atendiendo al herido, Lerner pasó por tres salas de reconocimiento. Se tomó la molestia de asomarse a las tres. Tras comprobar que eran idénticas, memorizó su disposición: dónde estaban la camilla, las sillas, los armarios, el lavabo… Conociendo la reputación de Bourne, dudaba de que tuviera más de una ocasión de volarle los sesos.

Sacó su Glock y fijó el silenciador al extremo del cañón. Habría preferido no tener que usarlo, porque reducía la precisión y el alcance de la pistola. Pero en aquel entorno no tenía elección. Si quería cumplir su misión y salir vivo del edificio, tenía que matar a Bourne con el mayor sigilo posible. Desde el momento en que el director le había encargado aquella tarea, había sabido que no tendría oportunidad de torturarle para sacarle información. Ni en aquel entorno hostil, ni seguramente en ninguna otra parte. Además, el mejor modo de ocuparse de Bourne era matarle con la mayor rapidez y eficacia posible, sin darle ocasión de contraatacar.

En ese momento, el gerente dobló la esquina y le miró con reproche.

—Disculpe, pero le pedí que se quedara en mi despacho hasta nuevo aviso —dijo al hallarse cara a cara con Lerner—. Debo pedirle que regrese a…

Lerner le asestó un fuerte golpe en la sien izquierda con el extremo del silenciador. El gerente se desplomó, inconsciente. Lerner le agarró por la parte de atrás del cuello de la camisa, le llevó a rastras hasta una de las consultas vacías y le dejó detrás de la puerta.

Sin pensárselo dos veces volvió al pasillo y recorrió sin tropiezos el resto del camino. Al llegar junto a la puerta cerrada, dejó que la diáfana quietud que acompañaba al acto de matar se apoderara de su mente. Agarró el pomo de la puerta con la mano libre, lo giró hasta donde pudo y lo sujetó con firmeza. El ansia asesina lo envolvía, había penetrado en él.

Soltó el pomo, abrió la puerta de un puntapié y, cruzando el umbral de una zancada, disparó tres veces contra el ocupante de la camilla.