26
El barrio en el que Nesim Hatun andaba en tratos de los que Bourne aún no sabía nada recibía su nombre del sultán Ahmet I, quien, durante la primera década del siglo diecisiete, construyó la Mezquita Azul en el corazón de la ciudad que los europeos del diecinueve llamaban Stamboul. Aquél era el centro del antaño inmenso Imperio bizantino, que, en su época de mayor esplendor, se extendía desde el sur de España hasta Bulgaria o Egipto.
El Sultanahmet moderno no había perdido ni su arquitectura espectacular ni su poder de subyugación. Formaba su centro una loma llamada el Hipódromo, con la Mezquita Azul a un lado y Hagia Sophia, construida un siglo antes, al otro. Un parquecillo enlazaba los dos templos. Actualmente, la zona de mayor ajetreo se concentraba en los aledaños de Akbiyik Caddesi, la avenida de la Mezquita Blanca, cuyo extremo norte desembocaba en el palacio de Topkapi. La ancha avenida estaba flanqueada de tiendas, bares, cafés, tiendas de alimentación y restaurantes, y los miércoles por la mañana servía de escenario a un mercado callejero.
Cuando apareció entre el bullicioso gentío que se agolpaba en Akbiyik Caddesi, Bourne apenas parecía él mismo. Llevaba el atuendo tradicional turco y la mandíbula oculta por una barba poblada.
Se detuvo junto a un puesto ambulante, compró simit (pan de sésamo) y yogur amarillo claro y fue comiendo mientras miraba atentamente a su alrededor. Los buscones ejercían su turbio oficio, los comerciantes pregonaban los precios de sus mercancías, los vecinos de la ciudad regateaban y los turistas caían sistemáticamente desplumados por la astucia de los turcos. Hombres de negocios provistos de teléfonos móviles, críos fotografiándose con sus teléfonos móviles y adolescentes haciendo sonar la música estridente que acababan de descargar en sus teléfonos móviles. Risas y lágrimas, sonrisas enamoradas, furiosos gritos de reyerta. Aquel hervidero de vida y emociones humanas alumbraba la avenida como un cartel de neón cuyo brillo traspasaba las aromáticas vaharadas de los braseros sobre los que se doraban, chisporroteando, los kebabs de cordero y verdura.
Al acabar de comer, Bourne se fue derecho a una tienda de alfombras y escogió un tapete de rezo por cuyo precio regateó amablemente con el dueño. Cuando se marchó, quedaron ambos satisfechos con el trato que habían hecho.
La Mezquita Azul, a la que Bourne se dirigía con el tapete bajo el brazo, estaba rodeada por seis estilizados minaretes. Ello tenía su origen en un error. El sultán Ahmet I le dijo a su arquitecto que quería que la mezquita tuviera un minarete de oro. En turco, «oro» se dice altin, pero el arquitecto entendió mal y construyó alti («seis») minaretes. Aun así, a Ahmet I le gustó el resultado, porque en aquella época ningún otro sultán tenía una mezquita con tantos minaretes.
La mezquita, como correspondía a tan espléndido edificio, tenía numerosas puertas. Los visitantes entraban en su mayoría por la fachada norte; los musulmanes, en cambio, entraban por la oeste. Bourne se detuvo nada más cruzar la puerta, se quitó los zapatos y los dejó a un lado, en una bolsa de plástico que le dio un muchacho. Se cubrió la cabeza y a continuación se lavó los pies, la cara, el cuello y los antebrazos en un pilón de piedra. Al entrar en la mezquita propiamente dicha, extendió su tapete sobre el suelo de mármol cubierto de alfombras y se arrodilló sobre él.
El interior del templo, decorado al estilo de Bizancio, estaba repleto de abigarradas cenefas, tallas de filigrana, coronas de lámparas de orfebrería, inmensas columnas pintadas de azul y oro y magníficas vidrieras de cristal emplomado cuyos cuatro pisos se alzaban hasta el firmamento de la bóveda central. El poderío que irradiaba todo ello resultaba tan irrebatible como conmovedor.
Bourne dijo sus oraciones con la frente pegada al tapete que había comprado. Sus plegarias eran absolutamente sinceras: sentía los siglos de historia labrados en aquellas piedras, en aquel mármol, en el pan de oro y el lapislázuli con los que se había construido y adornado con fervor la mezquita. La espiritualidad adoptaba muchas formas, recibía numerosos nombres, pero todos ellos hablaban directamente al corazón en un idioma tan viejo como el mismo tiempo.
Cuando acabó, se levantó y enrolló su tapete. Se quedó un rato en la mezquita, dejándose embargar por el reverbero de su semiquietud. El susurro sibilante de la seda y el algodón, el suave zumbido de las plegarias dichas en voz baja, la corriente soterrada que formaban los murmullos, todos los ruidos y los movimientos humanos iban a parar a la gran cúpula de la mezquita, donde giraban como granos de azúcar en un café denso y delicioso cuyo sabor alteraban sutilmente.
En realidad, mientras parecía absorto en su piadosa contemplación, observaba furtivamente a quienes estaban acabando sus plegarias. Vio que un hombre mayor, de barba entrecana, enrollaba su alfombra y caminaba despacio hacia las filas de zapatos. Bourne llegó a los suyos mientras aquel anciano se calzaba.
El hombre, que tenía un brazo atrofiado, le miró mientras se ponía los zapatos.
—Es usted nuevo aquí, señor —dijo en turco—. No le había visto nunca.
—Acabo de llegar, señor —contestó Bourne con una sonrisa respetuosa.
—¿Y qué le trae por Estambul, hijo mío? Salieron por la puerta oeste.
—Estoy buscando a un pariente —dijo Bourne—. Se llama Nesim Hatun.
—Un nombre bastante corriente —contestó el hombre—. ¿Sabe algo más de él?
—Sólo que tiene un negocio, no sé cuál, aquí, en Sultanahmet —respondió Bourne.
—Ah, entonces quizá pueda ayudarle. —El hombre entornó los ojos al sol—. Hay un Nesim Hatun que lleva junto a sus doce hijos el Miraj Hammam, en Bayramfirini Sokak, una calle no muy lejos de aquí. Es muy fácil llegar.
Bayramfirini Sokak (la calle del Horno de fiesta, a medio camino de Akbiyik Caddesi) era algo más tranquila que las bulliciosas avenidas de Estambul. Con todo, las voces chillonas de los mercaderes, la cantinela de los vendedores de comida ambulantes, la peculiar algarabía propia del regateo, se concentraban en la callejuela como una niebla densa. Tan empinada como la ladera de un monte, Bayramfirini Sokak bajaba hasta el mar de Mármara y daba cobijo a una serie de pequeñas pensiones y al hammam de Nesim Hatun, el hombre que, a instancias de Fadi, había contratado a Yevgeny Feyodovich para que condujera a Bourne al matadero en una playa de Odesa.
La puerta del hammam era de madera oscura y gruesa, labrada con cenefas bizantinas. Estaba flanqueada por dos vasijas de piedra de tamaño colosal, usadas en un principio para guardar el aceite de las teas. El conjunto formaba una entrada impresionante.
Bourne escondió su bolso de cuero tras la vasija de la izquierda. Abrió luego la puerta y penetró en la penumbra del zaguán. El griterío constante de la ciudad cesó de pronto y el silencio de un bosque nevado le envolvió. Pasó un momento antes de que el pitido que sentía en los oídos se desvaneciera. Se hallaba en un patio hexagonal en cuyo centro había una fuente de mármol que arrojaba agua con grácil elegancia. Por los cuatro costados había delgadas columnas que sostenían arcos labrados, más allá de los cuales se adivinaba una serie de recónditos y frondosos jardines y pasillos silenciosos iluminados por la luz de las lámparas.
Podría haber sido el atrio de una mezquita o de un monasterio del medievo. Como en todos los edificios islámicos de importancia, la arquitectura era primordial. Debido a la prohibición coránica de representar en efigie a Alá o a cualquier ser vivo, los artesanos islámicos encauzaban su afán escultórico hacia el edificio mismo y sus muchos ornamentos.
No por azar el hammam recordaba a una mezquita. Ambos eran lugares de culto y reunión. Los baños ocupaban un lugar especial en la vida de los musulmanes, por basarse en gran medida su liturgia religiosa en la purificación del cuerpo.
Un tellak, un masajista, recibió a Bourne. Era un joven delgado, con la cara de un lobo.
—Quisiera hablar con Nesim Hatun. Tenemos un socio en común: Yevgeny Feyodovich.
El tellak no dio muestras de reconocer el nombre.
—Veré si mi padre puede recibirle.
Soraya se disponía a encender su teléfono móvil mientras cruzaba la zona de seguridad del aeropuerto nacional de Washington cuando vio que Anne Held la saludaba con la mano. Al abrazarla sintió una oleada de alivio.
—Cuánto me alegro de que hayas vuelto —dijo Anne.
Soraya estiró el cuello y miró alrededor.
—¿Te han seguido?
—Claro que no. Lo he comprobado.
Soraya echó a andar junto a ella hacia la salida de la terminal. Notaba un desagradable hormigueo nervioso. Una cosa era actuar contra el enemigo en una misión de campo, y otra muy distinta volver a casa sabiendo que había una víbora en el nido. Comenzó a trabajar sus emociones como haría cualquier buena actriz, pensando en una tragedia ocurrida hacía mucho tiempo: el día en que Ranger, su perro, murió atropellado delante de ella. Ah, aquí llegan las lágrimas, pensó.
El semblante de Anne se cubrió de preocupación.
—¿Qué te ocurre?
—Jason Bourne ha muerto.
—¿Qué? —Anne estaba tan sorprendida que se detuvo en medio del atestado vestíbulo—. ¿Qué ha pasado?
—El Viejo mandó a Lerner a matarle como si fuera su sicario personal. Lucharon. Acabaron matándose el uno al otro. —Soraya sacudió la cabeza—. Si he vuelto, es porque quiero vigilar de cerca al hombre que se está haciendo pasar por Martin Lindros. Tarde o temprano cometerá algún error.
Anne la mantenía a distancia, estirando el brazo.
—¿Estás segura de eso que dices sobre Lindros? Acaba de dirigir un ataque en toda regla contra la planta nuclear de Duyya en el sur de Yemen. Ha quedado totalmente destruida.
La sangre inundó la cara de Soraya.
—¡Dios mío, yo tenía razón! Por eso se ha tomado Duyya tantas molestias para infiltrarse en la CIA. Si Lindros dirigió el ataque, puedes estar segura de que esa planta era un engaño. La CIA se equivoca si cree que ha desactivado la amenaza.
—En ese caso, cuanto antes volvamos al cuartel general, mejor, ¿no crees? —Anne le pasó un brazo por los hombros y la condujo a toda prisa por las puertas eléctricas, hacia la gélida humedad del invierno de Washington. El resplandor de los monumentos inundados de luz dibujaba majestuosas filigranas en las nubes negras y bajas. Anne llevó a Soraya a un Pontiac de la CIA y se sentó tras el volante.
Se unieron a la larga cola de vehículos que circulaban como peces en torno a un arrecife, camino de la salida. En el trayecto a Washington, Soraya se inclinó un poco hacia delante y miró por el retrovisor lateral. Era una costumbre adquirida hacía mucho tiempo. Miraba por el retrovisor sistemáticamente, aunque no estuviera desempeñando una misión. Vio tras ellas un Ford negro, pero no le dio importancia hasta que miró por segunda vez. El Ford iba un coche por detrás de ellas, pero no se apartaba del carril derecho. No dijo nada aún, pero cuando volvió a mirar y el Ford seguía allí, pensó que, dadas las circunstancias, tenía motivos de sobra para deducir que las estaban siguiendo.
Se volvió hacia Anne para decírselo y la vio mirar por el retrovisor. Sin duda ella también se había fijado en el Ford negro. Pero al ver que no decía nada ni intentaba perderlo, sintió que se le encogía el estómago. Intentó calmarse diciéndose que, a fin de cuentas, Anne era la ayudante del Viejo. Estaba acostumbrada al trabajo de oficina: desconocía los rudimentos del trabajo de campo.
Se aclaró la garganta.
—Creo que nos están siguiendo.
Anne puso el intermitente y se movió al carril de la derecha.
—Será mejor que vaya más despacio.
—¿Qué? No. ¿Qué haces?
—Si frenan, sabremos si…
—No, no, tienes que acelerar —dijo Soraya—. Aléjate de ellos lo más deprisa que puedas.
—Quiero ver quién va en ese coche —contestó Anne, aminorando aún más la marcha al tiempo que viraba hacia el arcén.
—Estás loca.
Soraya echó mano del volante, pero retrocedió bruscamente al ver que Anne tenía en la mano una pistola Smith & Wesson, pequeña y compacta.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo?
Estaban cruzando el arcén hacia el quitamiedos metálico.
—Después de lo que me contaste, no quería salir de la oficina desarmada.
—¿Sabes usar eso?
El Ford negro se apartó de la carretera y se detuvo tras ellas. Dos hombres de tez oscura salieron del coche y echaron a andar hacia ellas.
—Hago prácticas de tiro dos veces al mes —contestó Anne, apoyando el cañón de la pistola contra su sien—. Ahora, sal del coche.
—Anne, ¿qué estás…?
—Haz lo que te digo.
Soraya asintió.
—Está bien. —Apartándose, empujó hacia abajo la manija para abrir. Al ver que Anne miraba hacia la puerta, le asestó un golpe con el brazo izquierdo, levantándole el derecho. La pistola se disparó y el balazo abrió un agujero en el techo del Pontiac.
Golpeó a Anne a un lado de la cara con el codo doblado. Alertados por el disparo, los hombres corrieron hacia el Pontiac. Soraya los vio acercarse e, inclinándose sobre el cuerpo tendido de Anne, abrió la puerta y la empujó fuera.
En el momento en que los hombres llegaban a la parte trasera del Pontiac con las pistolas en alto, se deslizó tras el volante, metió la marcha y pisó el acelerador. Rebotó por el arcén un momento y luego, viendo un hueco en el tráfico, salió a la carretera haciendo chillar y humear las ruedas del Pontiac. Al echar un último vistazo, vio a los hombres correr hacia el Ford negro. Pero lo que hizo que las manos le temblaran sobre el volante fue ver que llevaban a Anne Held entre los dos y que la ayudaban a subir a su coche.
Nesim Hatun estaba reclinado en un banco de madera labrada cubierto por un mullido montón de cojines de seda, bajo las frondas rumorosas de su amada palmera. Iba metiéndose dátiles frescos en la boca, uno a uno, masticaba pensativamente, se tragaba la pulpa dulzona y escupía los huesos, afilados como puntas de lanza, en un plato llano. Junto a su brazo derecho había una mesita octogonal sobre la que descansaba una bandeja de plata con una tetera y un par de vasitos de cristal.
Cuando su hijo llevó a Bourne (que se había quitado la barba antes de entrar en los baños turcos) a la sombra de la palmera, Hatun volvió la cabeza sin que su cara de buitre llegara a alterarse. Sus ojos aceitunados, sin embargo, no ocultaron su curiosidad.
—Merhaba, amigo mío.
—Merhaba, Nesim Hatun. Me llamo Abu Bakr.
Hatun se rascó la pequeña y afilada barba.
—Tocayo del compañero de Mahoma, nuestro profeta.
—Te pido mil disculpas por turbar la paz de tu espléndido jardín.
Nesim Hatun asintió, complacido por los buenos modales de su invitado.
—Mi jardín no es más que un mísero rincón de tierra. —Despidió a su hijo e hizo una seña al recién llegado—. Por favor, acompáñame, amigo mío.
Bourne extendió el tapete de rezo de modo que los rayos dorados del sol que se colaban entre las palmas hicieran brillar sus hilos de seda.
Hatun se quitó una babucha y apoyó el pie descalzo sobre la alfombra.
—Una bella muestra del arte de la hilatura. Te doy las gracias por este presente inesperado, amigo mío.
—Un obsequio indigno de ti, Nesim Hatun.
—Bueno, Yevgeny Feyodovich nunca me hizo un regalo así. —Levantó los ojos y los clavó en Bourne—. ¿Cómo está nuestro mutuo amigo?
—Cuando le dejé —contestó Bourne—, había liado una buena. La cara de Hatun quedó petrificada.
—No sé de qué me hablas.
—Entonces permíteme explicártelo —dijo con suavidad—. Yevgeny Feyodovich hizo exactamente lo que le pagaste por hacer. ¿Que cómo lo sé? Porque llevé a Bourne a la playa de Otrada. Le conduje a la trampa que Fadi tenía preparada para él. Para eso me contrató Yevgeny Feyodovich, y yo cumplí.
—Tengo un problema, Abu Bakr, y es el siguiente. —Hatun echó el torso hacia delante—. Yevgeny Feyodovich jamás habría contratado a un turco para ese trabajo.
—Claro que no. Bourne habría sospechado enseguida.
Hatun le escudriñó con su cara de buitre.
—Así pues, la cuestión es quién eres tú.
—Me llamo Bogdan Iliyanovich —dijo Bourne, identificándose como el hombre al que había matado en la playa de Otrada. Llevaba puestos los postizos que había comprado en la tienda de disfraces de Beyoglu, y la forma de su mandíbula y sus mejillas había cambiado drásticamente. Sus dientes delanteros sobresalían un poco.
—Hablas un turco excelente, para ser ucraniano —comentó Hatun con cierto desdén—. Y ahora supongo que tu jefe quiere la otra mitad de su salario.
—Yevgeny Feyodovich no está en condiciones de recibir nada. En cuanto a mí, quiero lo que me he ganado.
Una emoción inidentificable pareció apoderarse de Nesim Hatun. Sirvió té dulce y caliente y le pasó un vaso a Bourne.
Después de que bebieran ambos dijo:
—Quizá convendría que alguien viera esa herida que tienes en el costado izquierdo.
Bourne miró las gotas de sangre que manchaban su ropa.
—Un rasguño. No es nada.
Nesim Hatun se disponía a contestar cuando el hijo que había llevado a Bourne hasta allí apareció de nuevo y le hizo una seña sin decir nada.
Se levantó.
—Discúlpame un momento, por favor. Tengo un asunto pendiente que atender. Te aseguro que no tardaré. —Siguió a su hijo a través de un arco y desapareció tras un biombo de celosía.
Pasado un momento, Bourne se levantó y se puso a pasear como si admirara el jardín. Cruzó así el mismo arco y se detuvo junto al biombo, al otro lado del jardín. Oyó a dos hombres hablar en voz baja. Uno era Nesim Hatun. El otro…
—… usar un mensajero, Muta ibn Aziz —dijo Nesim Hatun—. Como tú mismo has dicho, estando tan avanzado el plan no convenía que interceptaran ninguna comunicación por móvil. Y ahora me dices que eso es precisamente lo que ha ocurrido.
—Era una noticia vital para nosotros —contestó Muta ibn Aziz—. Fadi ha contactado con su hermano. Jason Bourne ha muerto. —Muta ibn Aziz dio un paso hacia el otro—. Siendo así, tu papel en este asunto ha terminado.
Muta ibn Aziz abrazó a Hatun y le besó en las mejillas.
—Me marcho esta noche, a las ocho en punto. Voy derecho a ver a Fadi. Muerto Bourne, no habrá más retrasos. La partida está a punto de acabar.
—La ilaha ill allah —musitó Hatun—. Vamos, amigo mío, te acompaño a la puerta.
Bourne dio media vuelta, cruzó el jardín sin hacer ruido, recorrió rápidamente el pasillo y salió del hammam.
Soraya pisaba a fondo el acelerador, consciente de que estaba en un apuro. Sin perder de vista el espejo retrovisor, sacó su móvil y lo encendió. Se oyó un suave pitido. Tenía un mensaje. Marcó y recibió el mensaje de Bourne sobre Anne.
Sentía un regusto amargo en la boca. Así pues, Anne era el topo, en efecto. ¡La muy zorra! ¿Cómo ha podido? Golpeó el volante con el puño. ¡Ojalá se vaya al infierno!
Al dejar el teléfono oyó un estrépito metálico, notó una horrenda sacudida y tuvo que luchar para que el Pontiac no se estrellara con un camión que circulaba por el carril contiguo.
—¡Qué coño…!
Un Lincoln Aviator, grande y amenazador como un tanque Abrams M1, la había embestido de costado. Ahora estaba delante de ella. Frenó sin previo aviso y Soraya chocó contra él. Sus luces de freno no funcionaban, o habían sido desconectadas a propósito.
Dio un bandazo, se cambió de carril y se colocó en paralelo al Aviator. Intentó ver quién conducía, pero los cristales tintados eran tan oscuros que ni siquiera distinguió una silueta.
El Aviator se abalanzó hacia ella y aplastó con el costado las puertas derechas del Pontiac. Soraya pulsó una y otra vez los botones del elevalunas, pero las ventanillas estaban atascadas. Cambió el pie derecho por el izquierdo sobre el pedal del acelerador y golpeó la puerta abollada con el talón del pie derecho. No se movió. También estaba atascada. Llena de angustia, volvió a enderezarse tras el volante. El corazón le latía a toda prisa, el pulso le retumbaba en los oídos.
El Aviator se había adelantado y zigzagueaba entre el tráfico, como había hecho ella, hasta que se perdió de vista. Soraya tenía que salir de la autopista. Empezó a buscar señales que indicaran la salida más próxima. Estaba a tres kilómetros. Sudando copiosamente, se cambió al carril de la derecha para estar preparada cuando llegara al desvío.
De pronto, el Aviator apareció rugiendo por su izquierda y se abalanzó contra ella, abollando las puertas de ese lado. Estaba claro que se había regazado entre el tráfico para poder acercarse a ella por detrás. Soraya pulsó el elevalunas e intentó mover el tirador, pero la ventanilla y la puerta estaban también atascadas. Ya no se abriría ninguna. Estaba atrapada, presa en el interior del Pontiac lanzado a toda velocidad.