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El valeroso corazón de Feyd al Saud abrigaba la convicción, cada vez más firme, de que algún día (no enseguida; tal vez ni siquiera mientras él viviera) ganarían la guerra contra los beduinos empeñados en prenderle fuego al mundo a fin de destruir su país. Serían precisos grandes sacrificios, una determinación inquebrantable, una voluntad de hierro, así como alianzas poco convencionales con infieles como Jason Bourne, que había visto un atisbo de la mentalidad árabe y comprendía lo que había presenciado. Harían falta, sobre todo, paciencia y perseverancia durante los reveses que sufrirían inevitablemente. Días como aquél serían su recompensa.

Tras hacer estallar otra serie de cargas de C-4 para desviar el curso del río subterráneo, sus hombres penetraron en la planta de Duyya por el agujero abierto por la explosión. Feyd al Saud aguardaba al borde del helipuerto camuflado, que parecía el lecho de un pozo de fondo plano. Por encima de él, el agujero practicado en las rocas se ensanchaba al acercarse a su boca, cubierta con material de camuflaje diseñado expresamente para hacerla indiscernible de los peñascos que la rodeaban.

El agua había remitido: los enormes desagües abiertos en el nivel inferior de la planta se la habían tragado al fin.

Justo delante de Feyd al Saud, en una plataforma elevada que la inundación había dejado intacta, aguardaba el helicóptero que, estaba seguro de ello, debía llevar a Fadi el líder terrorista y al artefacto nuclear a su cita con la muerte. Uno de sus hombres vigilaba al piloto.

Aunque ansiaba saber qué había sido de Bourne, se resistía, como era lógico, a dejar el artefacto al cuidado de otros. Además, el hecho de que él estuviera allí, en lugar de estar viendo cómo despegaba el helicóptero y cómo Fadi escapaba en él, hablaba con elocuencia de la victoria de Bourne. Aun así, había mandado a sus hombres en busca de su amigo. Deseaba compartir aquel momento con él.

El sujeto que le llevaron, sin embargo, era un hombre mayor que Bourne, con la frente amplia y despejada, la nariz prominente y gafas de montura metálica con un cristal roto.

—Os pido a Jason Bourne y me traéis esto. —El enfado de Feyd al Saud disimuló su alarma. ¿Dónde estaba Jason? ¿Yacía herido en alguna parte, en las entrañas anegadas de aquel horrible agujero? ¿Seguía con vida?

—Este hombre dice que se llama Costin Veintrop —señaló el jefe de equipo.

Al oír su nombre entre aquella atropellada andanada de árabe, el recién llegado se presentó:

—Doctor Veintrop. —Y añadió algo en un árabe tan malo que no se entendió.

—Hable inglés, por favor —le instó Feyd al Saud con su impecable acento británico.

Veintrop pareció visiblemente aliviado.

—Menos mal que han venido. Mi mujer y yo estábamos prisioneros.

Feyd al Saud le miraba, mudo como la Esfinge.

Veintrop carraspeó.

—Por favor, déjeme marchar. Tengo que encontrar a mi esposa.

—Dice usted que es el doctor Costin Veintrop. Afirma que estaba retenido aquí junto a su esposa. —La creciente preocupación de Feyd al Saud por la suerte de su amigo le volvía aún más puntilloso—. Sé quién estaba prisionero aquí, y no era usted.

Acobardado, Veintrop se volvió hacia el hombre que le había llevado hasta allí.

—Katya, mi mujer, está en la planta. ¿Puede decirme si la han encontrado?

El jefe del grupo imitó a su jefe y se limitó a mirar a Veintrop en pétreo silencio.

—Dios mío —gimió el científico, volviendo sin darse cuenta, empujado por la angustia, a su lengua materna, el rumano—. Dios de los cielos.

Impertérrito, Feyd al Saud le lanzó una mirada de desprecio antes de volverse al oír movimiento tras él.

—¡Jason!

Al ver a su amigo, corrió hacia la entrada del helipuerto. Bourne iba acompañado de otro grupo de hombres de Feyd al Saud. Entre varios sostenían a un hombre alto y fornido cuya cabeza parecía haber pasado por una picadora de carne.

—¡Alá! —gritó Feyd al Saud—. ¿Fadi está vivo o muerto?

—Muerto —contestó Bourne.

—Jason, ¿quién es este hombre?

—Mi amigo Martin Lindros.

—¡Increíble! —El jefe de seguridad llamó de inmediato al médico de su grupo—. Jason, el artefacto nuclear está en el helicóptero. Parece increíble, pero está dentro de un maletín negro muy fino. ¿Cómo se las arregló Fadi para hacer algo así?

Bourne miró torvamente a Veintrop un momento.

—Hola, doctor Sunderland. ¿O debería decir Costin Veintrop?

Éste dio un respingo.

Feyd al Saud levantó las cejas.

—¿Conoces a este hombre?

—Nos hemos visto una vez —respondió Bourne—. El doctor es un científico de gran talento, experto en diversas disciplinas. Entre ellas, la miniaturización.

—Entonces fue él quien fabricó los circuitos que hicieron posible que la bomba cupiera en un maletín. —Feyd al Saud tenía una expresión sumamente sombría—. Dice que su mujer y él estaban prisioneros.

—Estaba prisionero —insistió Veintrop—. Usted no lo entiende, yo…

—Ahora ya sabes quién es —dijo Bourne, cortando su respuesta—. En cuanto a su esposa…

—¿Dónde está? —gimió Veintrop—. ¿Lo sabe? ¡Quiero a mi Katya!

—Katya está muerta —contestó Bourne sin rodeos, casi brutalmente. No sentía lástima por el hombre que había conspirado con Fadi y Karim para destruirle de dentro afuera—. Me salvó la vida. Intenté salvarla, pero la riada se la llevó.

—¡Eso es mentira! —dijo Veintrop, muy pálido, casi gritando—. ¡La tiene usted! ¡La tiene usted!

Bourne le sujetó un brazo y le llevó a la sala de la que había salido. Tras la inundación, el equipo saudí estaba colocando en fila los cadáveres que encontraban. Katya estaba junto a Fadi. Tenía la cabeza torcida en un ángulo extraño.

Veintrop dejó escapar un gemido que sonó casi inhumano. Al ver que caía de rodillas, Bourne sintió una punzada de dolor por la bella joven que se había sacrificado para que él pudiera matar a Fadi. Al parecer, ansiaba tanto como él la muerte de su secuestrador.

La mirada de Bourne se deslizó sobre el cadáver del líder terrorista. Sus ojos, todavía abiertos, parecían mirarle con furia cargada de odio. Sacó su móvil. Se agachó y tomó varias fotografías del rostro de Fadi. Cuando acabó, se levantó y llevó a Veintrop a rastras al helipuerto.

Se dirigió a Feyd al Saud:

—¿El piloto está dentro del helicóptero?

El jefe de seguridad saudí asintió con la cabeza.

—Lo tenemos vigilado. —Señaló con la mano—. Y ése es el maletín.

—¿Está seguro de que ésa es la bomba? —preguntó Veintrop.

Feyd al Saud miró a su artificiero, que asintió con un gesto.

—La he abierto. Es una bomba nuclear, sí.

—Bien, entonces —dijo Veintrop con una extraña vibración en la voz—, si estuviera en su lugar, yo volvería a mirar. Puede que no hayan visto todo lo que hay dentro.

Feyd al Saud miró a Bourne, que inclinó la cabeza.

—Ábrela —le ordenó el jefe de seguridad a su hombre.

El artificiero puso el maletín con cuidado sobre el suelo de cemento y abrió la tapa.

—Mire en el lado izquierdo —insistió Veintrop—. No, más cerca del fondo.

El saudí estiró el cuello y luego retrocedió involuntariamente.

—Hay un temporizador activado.

—Se activó cuando abrió el maletín sin usar el código.

Bourne identificó aquella vibración en la voz de Veintrop: era una nota de triunfo.

—¿Cuánto queda? —preguntó Feyd al Saud.

—Cuatro minutos y treinta y siete segundos.

—Yo creé el circuito —comentó Veintrop—. Puedo desactivarlo. —Los miró a ambos—. A cambio, quiero mi libertad. Nada de juicios, ni de negociaciones. Una nueva vida con todos los gastos pagados.

—¿Eso es todo? —Bourne le golpeó tan fuerte que Veintrop rebotó contra la pared. Volvió a agarrarle al rebotar—. Dadme un cuchillo.

Feyd al Saud sabía lo que era preciso hacer. Le pasó lo que había pedido.

Nada más cogerlo, Bourne hundió la hoja justo por encima de la rodilla de Veintrop.

El científico chilló.

—¿Qué ha hecho? —Comenzó a llorar incontrolablemente.

—No, doctor, es usted quien lo ha hecho. —Bourne se agachó junto a él, sin perder de vista el cuchillo ensangrentado—. Tiene menos de cuatro minutos para desactivar el temporizador.

Tumbado de espaldas, Veintrop se sujetaba la rodilla herida y se mecía adelante y atrás.

—¿Qué hay… qué hay de mis condiciones?

—Éstas son las mías. —Bourne movió la hoja y Veintrop gritó de nuevo.

—¡De acuerdo, de acuerdo!

Bourne levantó la vista.

—Ponle el maletín delante.

Cuando su orden fue acatada, añadió:

—Todo suyo, doctor. Pero le aseguro que voy a observar cada movimiento que haga.

Se levantó y vio que Feyd al Saud le miraba fijamente, con los gruesos labios proyectados hacia fuera en un silencioso silbido de alivio.

Bourne observó cómo Veintrop manipulaba el temporizador. Tardó algo más de dos minutos, según su reloj. Al acabar, se echó hacia atrás, abrazándose la rodilla.

Feyd al Saud indicó con una seña al artificiero que echara un vistazo.

—Los cables están cortados —observó el saudí—. El temporizador está inactivo. No hay riesgo de detonación.

Veintrop había vuelto a mecerse mecánicamente.

—Necesito un calmante —dijo con voz apagada.

Feyd al Saud mandó llamar a su médico y se dispuso a tomar posesión del artefacto nuclear. Bourne llegó antes que él.

—Voy a necesitarlo para llegar hasta Karim.

El jefe de seguridad frunció el ceño.

—No entiendo.

—Voy a tomar la ruta que habría tomado Fadi para llegar a Washington —precisó Bourne en un tono que no admitía discusión.

Aun así, Feyd al Saud no dio su brazo a torcer.

—¿Lo crees sensato, Jason?

—Me temo que en este momento no hay sitio para la sensatez —contestó Bourne—. Karim se ha colocado en una situación de tal poder dentro de la CIA que es prácticamente intocable. Tengo que acercarme a él por otra vía.

—Entonces espero que tengas un plan.

—Yo siempre tengo un plan.

—Está bien. Mi médico se ocupará de tu amigo.

—No —respondió Bourne—. Martin viene conmigo.

Feyd al Saud reconoció de nuevo el tono acerado de su voz.

—Entonces diré a mi médico que os acompañe.

—Gracias —dijo Bourne.

Feyd al Saud y Jason ayudaron a Martin Lindros a subir al helicóptero. Mientras Bourne daba órdenes al piloto de Fadi, el jefe de seguridad saudí ordenó salir a su guardia del helicóptero y se arrodilló para ayudar al médico a acomodar a Lindros lo mejor posible.

—¿Cuánto tiempo le queda? —dijo Feyd al Saud en voz baja. Estaba claro que Lindros agonizaba.

El médico alzó los hombros.

—Una hora, más o menos.

Bourne había acabado de hablar con el piloto y éste ocupó su asiento.

—Necesito que hagas algo por mí.

Feyd al Saud se levantó.

—Tú dirás, amigo mío.

—Primero, necesito un teléfono. El mío está muerto.

Uno de los saudíes pasó un teléfono al jefe de seguridad. Bourne insertó en él el chip que contenía todos los números de su agenda.

—Gracias. Ahora quiero que llames a tus contactos en el Gobierno de Estados Unidos y les digas que el avión que voy a tomar es saudí y va en misión diplomática. En cuanto hable con el piloto te mandaré el plan de vuelo. No quiero problemas con Aduanas e Inmigración.

—Considéralo hecho.

—Luego quiero que llames a la CIA y les digas lo mismo, pero dales una hora estimada de llegada cuarenta minutos posterior a la que te dé cuando el piloto haya comprobado las condiciones meteorológicas.

—Pero si llamo a la CIA alertaré al impostor…

—Sí —dijo Bourne—. Eso es.

Feyd al Saud contrajo la cara, preocupado.

—Estás jugando a un juego muy peligroso, Jason. —Tras advertir a su amigo, le abrazó calurosamente—. Alá te ha dado alas. Que Él te proteja en tu misión.

Besó a Bourne en ambas mejillas y después, inclinándose, salió del helicóptero. El piloto pulsó un interruptor que retiró la cubierta de camuflaje del helipuerto. Cuando estuvo seguro de que el personal de tierra se había retirado del rotor, encendió el motor.

Bourne se arrodilló junto a Lindros y tomó su mano. Martin abrió su ojo, parpadeando. Le miró, sonrió con lo que le quedaba de boca y apretó con fuerza su mano.

Bourne sintió que se le saltaban las lágrimas. Haciendo un esfuerzo, las refrenó.

—Fadi ha muerto, Martin —dijo, haciéndose oír por encima del estruendo cada vez más fuerte—. Has cumplido tu deseo. Eres un héroe.