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—¿Qué hacéis aquí? —gritó el terrorista que iba delante. Saltaba a la vista que estaba nervioso, lo que significaba que tenía orden de disparar a la menor provocación.
—Nos han mandado a…
—¡Acercaos a la luz! ¡No sois de los nuestros! ¡Soltad las armas!
Lindros levantó las manos. Convenía tomarse en serio la amenaza: les apuntaban con fusiles semiautomáticos.
—¡No disparéis! —dijo en árabe—. ¡No disparéis! —Dirigiéndose a Katya masculló—: Camina delante de mí. Haz exactamente lo que te diga. Y por Dios, pase lo que pase, no bajes las manos.
Echaron a andar hacia el terrorista, que se había agazapado. Sin perderle de vista, Lindros vigilaba también al otro, que se había quedado rezagado en el pasillo: en ese momento, era el verdadero problema.
—¡Alto! —gritó el terrorista cuando estaban a unos pasos de él—. ¡Daos la vuelta!
Katya obedeció. Mientras se volvía, Lindros sacó un bote de alcohol que había cogido de la enfermería, abrió el tapón y arrojó su contenido a la cara del terrorista.
—¡Al suelo! —gritó.
Katya se tiró al suelo y él pasó de un salto por encima de ella. Se abalanzó sobre el terrorista acuclillado, agarró su fusil y, apretando el gatillo, acribilló el pasillo. Varias balas dieron en el brazo y la pierna del otro hombre, lanzándole contra la pared. Devolvió el fuego, pero disparaba a ciegas. Lindros se deshizo de él con disparos breves y precisos.
—¡Vamos!
El otro terrorista, que seguía manoteándose la cara, recibió un golpe con la culata del fusil en la base del cráneo. Lindros registró rápidamente su ropa en busca de armas. Encontró una pistola y un cuchillo de hoja gruesa. Corrió por el pasillo con Katya tras él, recogió el fusil del otro hombre y se lo pasó a ella.
Se encaminaron hacia la sala de comunicaciones, que según Katya estaba doblando la esquina del pasillo, a la izquierda.
Dentro había dos hombres atareados con las máquinas. Lindros se acercó por la espalda al de la derecha, le puso la mano bajo la barbilla y, al sentir que se tensaba, le echó rápidamente la cabeza hacia arriba y hacia atrás, rompiéndole el cuello. El otro se giró y se levantó del asiento, pero Lindros le arrojó el cuchillo al pecho. Emitiendo un suave gorgoteo, se arqueó hacia atrás. Sus pulmones ya habían empezado a llenarse de sangre. Cuando todavía se deslizaba hacia el suelo, inerme, Lindros ocupó su asiento y empezó a manejar el sistema de comunicaciones.
—No te quedes ahí lloriqueando —ordenó a Katya—. Vigila la puerta. Dispara a todo lo que se mueva y sigue disparando hasta que se te acaben las balas.
El auricular de Feyd al Saud emitió un chasquido. Acercó la mano a él para apretárselo contra el oído. Luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Entendido. —Dirigiéndose a Bourne añadió—: Debemos regresar al puesto de mando. Enseguida.
Recorrieron los doscientos metros que les separaban del vehículo en muy poco tiempo. Dentro, el oficial de comunicaciones gesticulaba frenético. Al verlos, se arrancó los cascos y se acercó uno solo a la oreja izquierda para poder oírles y oír también lo que salía por los auriculares.
—Estamos recibiendo una señal procedente del interior de la planta —dijo atropelladamente en árabe—. Dice que se llama Martin Lindros y que…
Bourne se abalanzó hacia él, le quitó los cascos y se los puso.
—¿Martin? —dijo al micrófono—. Martin, soy Bourne.
—Jason… ¿vivo?
—Ya lo creo que sí.
—Fadi cree… muerto.
—Eso quiero que crea.
—¿… estás ahora?
—Aquí mismo, encima de ti.
—Dios. Estoy aquí con una mujer llamada Katya.
—¿Katya Veintrop?
Se oyó un breve rugido que podía ser una carcajada, durante la cual Fadi, que escuchaba la conversación a través del sistema auxiliar de comunicaciones, hizo una seña a Abbud ibn Aziz. Siguió escuchando. Su corazón latía como un martillo neumático. ¡Bourne estaba vivo! ¡Estaba vivo y estaba allí! ¡Oh, dulce venganza! ¿Acaso había algo mejor?
—Debí imaginarlo.
—Martin, ¿cuál es… situación?
—… derribado a varios elementos hostiles. Estamos bien armados. De momento, todo va bien.
Fadi vio que Abbud ibn Aziz empezaba a ordenar a sus hombres que se dirigieran hacia la sala de comunicaciones.
—Martin, escucha… entrar a por ti.
—Ahora mismo tenemos que buscar un lugar más seguro.
—… acuerdo, pero… aguantad hasta que entre.
—Entendido.
—Martin, la central no está… sin ti. Maddy sigue preguntando… Te acuerdas de ella, ¿no?
—¿De Maddy? Cómo no.
—Bien. Aguantad. Corto.
Fadi tocó el receptor inalámbrico que llevaba en la oreja derecha y que le conectaba con los jefes de sus equipos.
—Ya sabemos qué ha sido del Sovereign —le dijo a Abbud ibn Aziz—. La presencia de Bourne explica el mensaje que he recibido de nuestra gente en Riad. Dos cazas despegaron al norte de Irán cuando un avión que respondía a las señas del Sovereign se negó a dar la contraseña de paso. No se ha sabido nada de ellos desde entonces.
Fadi salió al pasillo.
—Todo lo cual significa que Bourne logró de algún modo hacerse con el avión. Hemos de suponer que mató a Muta ibn Aziz y al piloto. —Abrazó a su compañero—. Valor, amigo mío. Tu hermano murió como un mártir, como todos ansiamos morir. Es un héroe.
Abbud ibn Aziz asintió solemne.
—Le echaré de menos. —Besó a Fadi en ambas mejillas—. El plan de contingencias ha sido activado —dijo—. Al ver que no llegaba el avión, yo mismo cargué la bomba en el helicóptero. El otro avión espera en Mazar-i-Sharif. He avisado a tu hermano. No puedes volar desde aquí y es preciso que te pongas en camino de inmediato. El plazo se cumple dentro de doce horas exactamente, cuando Karim al Yamil detone las cargas de C-4.
—Lo que dices es muy cierto, pero no puedo ignorar que Bourne sigue vivo. Y está aquí.
—Márchate. Yo me ocuparé de Bourne. Tú tienes una tarea mucho más importante…
Una ira ciega se apoderó de Fadi.
—¿Crees que puedo permitir que el hombre que asesinó a mi hermana a sangre fría escape sin venganza? He de matar a Bourne con mis propias manos. Con mis propias manos, ¿entiendes?
—Sí, por supuesto.
Abbud ibn Aziz sentía un violento chisporroteo en el cerebro. Intuía que sus peores miedos acababan de confirmarse: que, para Fadi, la misión de Duyya y su venganza personal y la de su hermano eran cosas distintas, desvinculadas entre sí. Hacía tiempo que le angustiaba el hecho de hallarse en el centro de aquella retorcida trama. Culpaba de ello a Muta ibn Aziz, cuya voz oía aún reprochándole la mentira que había levantado en torno a la muerte de Sarah ibn Ashef.
No tenía conciencia de que dentro de sí había también una brecha. Su indiferencia hacia la muerte probable de su hermano se debía a la crisis que estaban afrontando. Era responsabilidad suya, se decía como un mantra, que Fadi se centrara en el final de la partida, en la carta nuclear que Duyya (y sólo Duyya entre todas las organizaciones terroristas) podía poner sobre el tapete. Era incalculable la cantidad de tiempo, energías, dinero y contactos que habían invertido en aquel único objetivo. Que la obsesión de Fadi por vengarse lo pusiera en peligro resultaba intolerable.
Una súbita ráfaga de disparos en el interior de la planta los detuvo en seco.
—¡Lindros! —Fadi escuchó los chasquidos eléctricos de su auricular—. Seis bajas más. —Apretó los dientes, furioso—. Ocúpate de él y de la mujer de Veintrop.
Pero en lugar de dar marcha atrás, Abbud ibn Aziz corrió hacia la rampa de entrada. Si no podía convencer a Fadi con argumentos, tendría que eliminar la causa de su locura. Debía encontrar a Jason Bourne y matarle.
—Ahí están —dijo Tyrone.
Soraya y él vieron pasar por segunda vez un Chevy blanco junto al Ford. El coche se detuvo cerca de la esquina de la manzana y aparcó en doble fila. Salieron dos hombres. A Tyrone le parecieron idénticos de cara y físico a los árabes a los que había liquidado. Pero éstos eran más jóvenes. Iban vestidos de raperos.
Uno se quedó atrás, hurgándose los dientes con un palillo, y el otro se acercó sin prisa al Ford. Sacó del bolsillo una lámina metálica, fina y plana. Pegándose al coche negro, introdujo la lámina entre la ventanilla del conductor y el marco exterior. Con dos o tres movimientos rápidos forzó la cerradura de la puerta. La abrió y se deslizó ágilmente tras el volante.
—Las ocho —dijo Tyrone—. Hora de ponerse manos a la obra.
—Viene alguien —dijo Katya.
Lindros se acercó, la cogió de la mano y salió corriendo de la sala de comunicaciones. Oyó gritos tras ellos.
—Sigue tú —la conminó—. Espérame al otro lado de la esquina.
—¿Qué vas a hacer? ¿Por qué te paras?
—Jason me dio un mensaje cifrado. Eso significa dos cosas. Una, que sabía que estaban oyendo nuestra conversación. Y dos, que tiene un plan. Tengo que facilitarle la entrada —dijo—. Debo distraerles; es lo que más necesita Jason.
Ella manifestó su asentimiento; en su mirada se percibía el miedo. Cuando desapareció, Lindros se dio la vuelta y vio aparecer a los primeros terroristas. Sofocó su deseo de disparar y esperó, quieto como un muerto. Sólo cuando el grupo entero apareció en el pasillo y comenzó a avanzar despacio hacia la sala de comunicaciones abrió fuego, eliminándolos a todos con una ráfaga fulminante.
Luego, antes de que llegaran otros, se giró y corrió tras Katya. Al verlo, una expresión de palpable alegría se reflejó en la cara de ella.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó mientras corrían hacia un tramo de toscas escaleras de cemento.
—Lejos de donde nos buscan —contestó Lindros.
Habían llegado al nivel inferior, donde los laboratorios y el quirófano se sucedían formando una pulcra cuadrícula. Lindros notó que todos los laboratorios tenían muros de doble grosor y que había dos gruesas puertas de separación entre el quirófano y las salas donde se procesaba material nuclear.
—Tenemos que encontrar un sitio donde escondemos.
La puerta estaba tan bien escondida que no necesitaba cerradura.
Bourne se hallaba de pie junto a su borde, solo. Feyd al Saud había protestado con vehemencia, como era de esperar, pero al final había entrado en razón. Bourne, francamente, no creía que tuviera elección. Un ataque frontal con sus hombres equivaldría a un suicidio. En cambio, siguiendo su plan, tendrían alguna oportunidad.
La puerta era perfectamente lisa. No tenía asas, ni ningún otro medio visible para abrirla. Tenía, por tanto, que abrirse electrónicamente para que entraran y salieran los vehículos, mediante un mando a distancia que pudiera activarse desde el interior de los vehículos mismos. Y eso significaba que había un receptor situado en la puerta o cerca de ella.
Tardó unos instantes en encontrar el cajetín que albergaba el receptor. Le quitó la tapa, siguió los circuitos e hizo un puente al que le interesaba. El mecanismo era hidráulico. La trampilla se abrió suavemente hacia arriba, sin hacer ruido, dejando al descubierto una rampa de hormigón manchado de aceite: la misma rampa, Bourne estaba seguro, por la que habían desaparecido los vehículos captados por el satélite IKONOS. Descolgó de su hombro el fusil semiautomático, lo asió, listo para disparar, y comenzó a descender.
La luz refleja del sol se extinguió muy pronto, dejándole en penumbra. Sabía que no había modo bueno de encarar aquello. Suponía que Fadi había escuchado su conversación con Martin y que, por tanto, habría alguien esperándole al final de la rampa.
Entonces oyó disparos y comprendió que Lindros había conseguido distraer al enemigo. Se arrojó al suelo de cemento y, aovillándose, bajó el resto de la rampa rodando.
Se incorporó pegado a una pared, levantó el fusil y escudriñó el pasillo tenuemente iluminado que se abría ante él. No vio a nadie, ni distinguió movimiento alguno. Aquello no le sorprendió: le hizo recelar más que nunca.
Avanzó agazapado contra la pared. Allí delante, las bombillas de baja potencia empotradas a intervalos regulares a ambos lados de la pared daban luz suficiente para que distinguiera la disposición de aquella parte de la planta.
Inmediatamente a su derecha se abría la entrada al aparcamiento subterráneo. Distinguió de forma vaga la silueta de numerosos vehículos todoterreno aparcados en filas, a la manera del ejército. Justo delante de él se extendía un pasillo más estrecho que parecía bajar hacia el centro de la planta.
Al seguir avanzando vio algo con el rabillo del ojo. Un leve destello metálico, como de un arma. Viró hacia la derecha y se lanzó hacia el aparcamiento.
Al instante, una ráfaga de balazos levantó esquirlas de cemento del suelo que se le clavaron en la mejilla. Los disparos procedían del interior del aparcamiento. Se encendieron unos faros y su fulgor le dejó inmóvil. Al mismo tiempo, un motor emitió un tosido profundo y gutural y, con un chirrido de neumáticos, uno de los todoterrenos se abalanzó hacia él a toda velocidad.