20      

Matthew Lerner y Jon Mueller se habían conocido por casualidad diez años antes en un burdel de Bangkok. Tenían muchas cosas en común, además de su afición por las putas, la bebida y el asesinato. Al igual que Lerner, Mueller era un solitario, un genio autodidacta en análisis estratégico y organización táctica. En cuanto se conocieron, advirtieron el uno en el otro algo que les unía, pese a que Lerner era de la CIA y Mueller pertenecía por aquel entonces a la Agencia Nacional de Seguridad.

Lerner caminaba por la terminal del aeropuerto de Odesa, cada vez más cerca de su objetivo, pensando en Mueller y en todo lo que le había enseñado, cuando sonó su teléfono móvil. Era Weller, de la policía metropolitana de Washington, donde Lerner tenía algunos hombres en nómina.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lerner cuando reconoció la voz del sargento.

—He pensado que querrías saberlo. Overton ha desaparecido.

Lerner se quedó quieto, zarandeado por el ir y venir de los pasajeros que pasaban junto a él.

—¿Qué?

—No ha venido a trabajar. No responde al teléfono. No ha aparecido por casa. Se ha esfumado, Matt.

A Lerner le daba vueltas la cabeza. Vio pasar a un par de policías. Se detuvieron un momento a hablar con un compañero que venía en la dirección contraria; luego siguieron adelante, atentos a todo.

En medio del elocuente silencio, Weller se atrevió a apuntar una posdata.

—Overton estaba trabajando en un caso para ti, ¿no?

—Eso fue hace tiempo —mintió Lerner. Lo que Overton estuviera haciendo para él no era asunto de Weller—. Oye, gracias por la información.

—Para eso me pagas —respondió Weller antes de colgar.

Lerner agarró su pequeña maleta y se dirigió hacia un lado del pasillo de la terminal. El instinto le decía que Overton no sólo había desaparecido, sino que estaba muerto. La cuestión era ¿cómo había conseguido Anne Held que le mataran? Porque estaba seguro de que era Held quien se hallaba tras su muerte, tan seguro como de que estaba en el aeropuerto de Odesa.

Tal vez hubiera subestimado gravemente a aquella zorra. Estaba claro que la visita que Overton había hecho a su casa no la había intimidado en absoluto. Y que había decidido devolverle el golpe. Lástima que él estuviera tan lejos. Le habría encantado encararse con ella. Pero de momento tenía un pez más gordo que pescar.

Abrió su móvil y marcó un número de Washington que no aparecía en el listín telefónico. Esperó mientras la llamada pasaba por los filtros de seguridad habituales. Luego contestó una voz familiar.

—Hola, Matt.

—Hola, Jon. Tengo algo interesante para ti.

Jon Mueller se echó a reír.

—Todos tus encargos son interesantes, Matt.

Eso era cierto. Lerner le describió brevemente a Anne Held y le puso al corriente de la situación.

—Este giro de los acontecimientos te ha pillado por sorpresa, ¿no?

—La he subestimado —reconoció Lerner. Jon y él no tenían secretos el uno para el otro—. No lo hagas tú también.

—Entendido. Voy a quitarla de en medio.

—Hablo en serio, Jon. Esa zorra es de temer. Tiene recursos con los que no contaba. Nunca imaginé que pudiera liquidar a Overton. Pero no des un paso sin hablar primero con el secretario. Esto es cosa suya, es él quien tiene que decidir si seguimos adelante o no.

Pavlyna le estaba esperando al otro lado de los puestos de Aduanas e Inmigración. Lerner no había reparado en ello, pero con un nombre como aquél debería haberse dado cuenta de que era una mujer. Ahora era la jefa de la estación de la CIA en Odesa. Una mujer. Tomó nota de que debía hacer algo al respecto en cuanto volviera a Washington.

La doctora Pavlyna era bastante guapa, alta, imponente, de grandes pechos y cabello denso y negro, salpicado de gris, a pesar de que al mirarla a la cara resultaba evidente que no podía tener más de cuarenta años.

Atravesaron la terminal y salieron a una tarde mucho más cálida de lo que esperaba Lerner. Era la primera vez que visitaba Odesa. Esperaba encontrarse con el tiempo de Moscú, que por desgracia había tenido que sufrir varias veces.

—Tiene suerte, señor Lerner —dijo la doctora Pavlyna mientras cruzaban una calle, camino del aparcamiento—. He tenido contacto con ese tal Bourne al que anda buscando. No contacto directo, ojo. Parece que está herido. Una herida de arma blanca en el costado. La herida es profunda, pero sus órganos vitales no se han visto afectados. Ha perdido mucha sangre.

—¿Cómo sabe todo eso si no ha estado en contacto directo con él?

—Por suerte, no está solo. Está con uno de los nuestros. Soraya Moore. Se presentó en mi casa anoche. Me dijo que Bourne estaba malherido, que por eso no había podido acompañarla. Le di antibióticos, suturas y esas cosas.

—¿Dónde están?

—No me lo dijo y yo no se lo pregunté. El procedimiento habitual.

—Es una lástima —dijo Lerner sinceramente. Se preguntaba qué demonios hacía Soraya allí. ¿Cómo sabía que Bourne estaba en Odesa, si no la había mandado Martin Lindros? Pero ¿qué motivos tenía Lindros para mandarla allí? Bourne trabajaba solo, todo el mundo lo sabía. Aquel encargo no tenía sentido. Le habría gustado llamar a Lindros para preguntarle por qué lo había hecho, pero no podía, claro está. Su presencia allí era un secreto; el Viejo se lo había dejado claro a la doctora Pavlyna al llamarla.

Se detuvieron junto a un Skoda Octavia RS plateado y nuevecito, una berlina deportiva, pequeña, pero eficaz. La doctora Pavlyna abrió las puertas y entraron.

—El director en persona me dijo que le ayudara en todo lo que estuviera en mi mano. —La mujer cruzó el aparcamiento y pagó el tíquet—. Desde entonces han sucedido algunas cosas. Al parecer, la policía está buscando a Bourne por la muerte de cuatro personas.

—Eso significa que tendrá que salir de Odesa enseguida, y con el mayor sigilo posible.

—Eso es lo que haría yo, desde luego. —Esperó a que se abriera un hueco entre el tráfico y arrancó.

La mirada alerta de Lerner se fijaba en todo cuanto le rodeaba.

—Esta ciudad es bastante grande. Seguro que hay muchas formas de salir de ella.

—Naturalmente. —La doctora Pavlyna asintió—. Pero Bourne podrá acceder a muy pocas. El aeropuerto, por ejemplo, está saturado de policías. No puede salir por ahí.

—No esté tan segura. Ese tipo es un puto camaleón.

La doctora se movió hacia la izquierda y aceleró al enfilar el carril de adelantamiento.

—Olvida usted que está malherido. La policía lo sabe, no sé cómo. Sería demasiado arriesgado.

—¿Cómo, entonces? —preguntó Lerner—. ¿En coche, en tren?

—Ninguna de las dos cosas. En ferrocarril no lograría salir de Ucrania. Y en coche tardaría mucho y correría demasiados riesgos. Controles de carretera y cosas así. Sobre todo, en su estado.

—Sólo nos queda el barco, entonces.

La doctora Pavlyna asintió.

—Hay un transbordador de pasajeros entre Odesa y Estambul, pero sólo hace el trayecto una vez por semana. Tendría que pasar cuatro días escondido hasta que salga el próximo. —Se quedó pensando un momento mientras pisaba el acelerador—. Odesa vive del comercio. Todos los días hay varios transbordadores y trenes de mercancías que salen de la ciudad hacia distintos destinos: Bulgaria, Georgia, Turquía, Chipre, Egipto… La seguridad es relativamente escasa. En mi opinión, ésa es de lejos su mejor alternativa.

—Pues más vale que lleguemos antes que él —respondió Lerner—, o le garantizo que le perderemos.

Yevgeny Feyodovich entró con paso decidido en el mercado de abastos de Privoz. Se fue derecho hacia el pasillo de los huevos, sin pararse, como solía, a charlar y fumar un cigarro con su círculo de amigos. Esa mañana no tenía tiempo para charlas, ni para nada que no fuera salir a toda leche de Odesa.

Magda, su socia en el tenderete, ya estaba allí. Era de su granja de donde procedían los huevos. El que ponía el capital era él.

—¿Ha venido alguien preguntando por mí? —inquirió al rodear el mostrador.

Ella estaba sacando los huevos de sus cajas y separándolos por tamaño y color.

—No, esto ha estado más tranquilo que un cementerio.

—¿Por qué has dicho eso?

Algo en su tono de voz la hizo detenerse y levantar la vista.

—¿Se puede saber qué te pasa, Yevgeny Feyodovich?

—Nada. —Estaba ocupado recogiendo sus cosas.

—Ya. Pues cualquiera diría que has visto el sol en plena noche. —Puso los puños sobre sus anchas caderas—. ¿Y dónde te crees que vas? Hoy vamos a estar aquí hasta la noche.

—Tengo que ocuparme de un asunto de negocios —contestó él apresuradamente.

Ella le cortó el paso.

—No creas que puedes largarte así. Tenemos un acuerdo.

—Dile a tu hermano que te ayude.

Magda sacó pecho.

—Mi hermano es imbécil.

—Entonces este trabajo le viene que ni pintado.

La cara de Magda empezó a ponerse colorada. Yevgeny la apartó de un empujón y se alejó rápidamente, sin mirar atrás, haciendo caso omiso de sus gritos de indignación y de las miradas de los vendedores cercanos.

Esa mañana, cuando iba camino del mercado, le habían dado por teléfono la inquietante noticia de que Bogdan Iliyanovich había muerto de un disparo cuando conducía al moldavo Ilias Voda a la trampa que le había tendido Fadi, el terrorista. A él le habían pagado una buena suma por hacer de cebo, por atraer al objetivo (en este caso, a Voda) al lugar de encuentro. Hasta que recibió una llamada de un amigo suyo de la policía, ignoraba qué quería Fadi de Ilias Voda y que aquel asunto conllevaría múltiples asesinatos. Ahora Bogdan Iliyanovich estaba muerto, y tres hombres de Fadi y, para colmo, un policía habían corrido la misma suerte.

Yevgeny sabía que, si cogían a alguien, su nombre sería el primero en salir. Era la última persona de Odesa capaz de soportar una investigación policial en toda regla. Su medio de vida (su vida misma) dependía de que mantuviera el anonimato, de que siguiera moviéndose en la sombra. En cuanto la luz del foco cayera sobre él, sería hombre muerto.

Por eso tenía que huir, por eso se veía forzado a dejar atrás su pasado con la mayor urgencia y a establecerse en otro lugar; con suerte, fuera de Ucrania. Estaba pensando en Estambul, claro. El hombre que le había contratado para aquel maldito trabajo estaba en Estambul. Y dado que Yevgeny era el único que había salido con vida, tal vez le diera trabajo. Acudir a alguno de sus proveedores de drogas estaba descartado. Toda la red estaba en peligro. Lo mejor era cortar por completo sus lazos con ellos y empezar de nuevo. Además, Estambul era un territorio mucho más hospitalario para su negocio que cualquier otro que se le ocurriera, especialmente entre los que le quedaban más a mano.

Se abrió paso a toda prisa entre el gentío que empezaba a saturar los accesos al mercado. Le impulsaba un incómodo cosquilleo en la nuca, como si algún sicario le tuviera ya en su punto de mira.

Estaba pasando junto a un montón de cajas en las que pollos sin pico giraban como si ya estuvieran decapitados cuando vio que un par de policías avanzaban a duras penas entre el trasiego de los peatones. No le hizo falta preguntar qué hacían allí.

Justo cuando iba a escabullirse, una mujer salió de entre dos pilas de cajas. Con los nervios de punta, Yevgeny retrocedió sin querer y cerró los dedos en torno al mango de su pistola.

—La policía está aquí, te han tendido una trampa —dijo la mujer.

Tenía un ligero aire árabe, pero eso podía significar cualquier cosa. La mitad de la gente que conocía era medio árabe.

Ella le hizo una seña cargada de urgencia.

—Ven conmigo. Puedo sacarte de aquí.

—No me hagas reír. ¿Cómo sé que no trabajas para el SBU?

Comenzó a apartarse de ella y de los dos policías. Soraya sacudió la cabeza.

—Por ese lado te están esperando.

Él siguió adelante.

—No te creo.

Soraya le acompañó, abriéndose paso a empujones entre la apretada corriente humana, hasta que quedó un poco por delante de él. De pronto se detuvo y le hizo una seña con la cabeza. Yevgeny sintió que se le formaba una bola de hielo en el bajo vientre.

—Te dije que es una trampa, Yevgeny Feyodovich.

—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Cómo sabes que la policía va detrás de mí?

—Por favor, no hay tiempo. —Le tiró de la manga—. ¡Rápido, por aquí! Es tu única esperanza de escapar.

Yevgeny hizo un gesto de asentimiento. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella le llevó de nuevo al laberinto de las cajas de pollos, y se metió entre ellas. Tenían que caminar de lado para meterse por sus estrechas callejuelas. Pero los montones de cajas, que se alzaban muy por encima de sus cabezas, impedían que los policías que pululaban por el mercado les vieran.

Por fin salieron a la calle y echaron a andar a contracorriente, apretando el paso. Yevgeny vio que se dirigían hacia un Skoda viejo y destartalado.

—Sube detrás, por favor —dijo ella enérgicamente al deslizarse tras el volante.

Presa de una especie de pánico ciego, Yevgeny Feyodovich obedeció: abrió con esfuerzo la puerta y montó en el coche. Cerró de golpe y ella se apartó del bordillo. Fue entonces cuando el hombre reparó en que había otra persona sentada junto a él, sin moverse.

—¡Ilias Voda! —Su voz sonó lúgubre.

—Esta vez te has metido en un buen lío. —Jason Bourne le quitó la pistola y el cuchillo.

—¿Qué? —Yevgeny Feyodovich se quedó perplejo al verse desarmado, pero más aún al ver lo pálido y demacrado que estaba Voda.

Bourne se volvió hacia él.

—En Odesa la has cagado a lo grande, tovarich.

Deron decía a menudo que Tyrone podía ser como un perro con un hueso. Cuando una idea se le metía entre ceja y ceja, no podía (o no quería) quitársela de la cabeza hasta que daba con la solución. Eso le había pasado con las dos personas a las que había visto descuartizar el cuerpo del policía y prender fuego al taller de chapa y pintura. Siguió el inevitable revuelo posterior como un fan rabioso de American Idol. Llegaron los bomberos y luego la policía. Pero dentro del edificio de bloques de cemento no quedaba nada, excepto polvo y cenizas. Además, aquello era el distrito noreste; o sea, que a nadie le importaba un carajo. La pasma se dio por satisfecha en menos de una hora y, exhalando un suspiro de alivio colectivo, se marchó pitando a buscar refugio en las zonas blancas de la ciudad.

Pero Tyrone sabía lo que había pasado. Nadie se lo había preguntado, claro. Ni él les habría dicho nada, si se hubieran molestado en interrogarle. De hecho, ni siquiera llamó a Florida para contárselo a su amigo Deron.

En el mundo donde él vivía, si estabas jugando al baloncesto y uno del equipo contrario se cagaba en ti, en tu hermana, en tu novia o en lo que fuera, primero le dabas una paliza y luego le quitabas la navaja. Así, a los diez u once años se ganaba uno un respeto que aumentaba exponencialmente el día que algún colega te pasaba una pipa con el número de serie borrado y la culata sujeta con cinta aislante.

Luego había que usarla, claro, porque uno no quería ser un pringao, un quiero y no puedo con el que nadie quería juntarse o, peor aún, un retrasado. En realidad, no era tan difícil, porque como uno jugaba al Postal 2 o al Soldier of Fortune ya tenía cierta experiencia en eso de volarle la tapa de los sesos a la gente. Sólo había que tener cuidado después para que tu carrera no se acabara con el primer muerto.

Y, sin embargo, Tyrone tenía la insidiosa sensación de que las cosas no tenían por qué ser así. Estaba Deron, claro, que había nacido y se había criado en el barrio. Pero él tenía una madre normal y un padre que le quería. En cierto modo, Tyrone no entendía, y menos aún podía racionalizar, la sospecha de que aquellas cosas influían en algo. Luego Deron se marchó a estudiar al mundo de los blancos y todo el mundo, incluido el propio Tyrone, echó pestes de él. Pero cuando volvió se lo perdonaron todo porque vieron que no les había abandonado, como temían. Por eso le querían más aún y eran una piña cuando había que protegerle.

Ahora, sentado debajo del árbol, frente al armazón abrasado de M&N Chapa y Pintura, Tyrone encaraba la destrucción de su sueño de convertir el taller en la guarida de su banda y la idea pavorosa de que aquel sueño le traía en realidad sin cuidado. Miraba fijamente la pared de cemento renegrida y vacía, y pensaba que no era muy distinta de su vida.

Sacó su móvil. No tenía el número de la espía. ¿Cómo podía contactar con ella, decirle que tenía…? ¿Cómo lo llamaba Deron? Información privilegiada para ella. Sí, él y sólo él. Si se veían, si volvía a pasear con él. Se obligó a creer que eso era lo único que quería de ella. Aún no se sentía capaz de afrontar la verdad.

Llamó a información. El único número de la CIA que figuraba en la guía era el de la oficina de relaciones públicas. Tyrone era consciente de que aquello sonaba a broma, pero marcó de todos modos. De nuevo, la vida no le había dejado elección.

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó un joven blanco en tono puntilloso y crispado.

—Quería que me pasara con una agente con la que hablé hace un par de días —dijo Tyrone, avergonzándose por primera vez de su acento arrabalero.

—¿Cómo se llama la agente?

—Soraya Moore.

—Un momento, por favor.

Tyrone oyó algunos chasquidos y de pronto se puso paranoico. Se levantó y echó a andar calle abajo.

—¿Señor? ¿Podría darme su nombre y su número, por favor?

La paranoia se apoderó de él por completo. Apretó el paso como si de ese modo pudiera escapar de aquella pregunta.

—Sólo quiero hablar con…

—Si me da su nombre y su número, me encargaré de que la agente Moore reciba el mensaje.

Tyrone se sintió de pronto encerrado en un mundo del que no sabía nada.

—Dígale solamente que sé quién la mandó seguir.

—Disculpe, señor, ¿cómo ha dicho?

Tyrone tuvo la impresión de que su ignorancia estaba siendo utilizada como un arma contra la que se veía impotente. Su mundo se hallaba deliberadamente oculto dentro de otro más vasto. Antes se sentía orgulloso de ello. Ahora, de repente, se daba cuenta de que era un defecto.

Repitió lo que había dicho y colgó. Asqueado, arrojó el teléfono a una alcantarilla y tomó nota de que debía decirle a DJ Tank que le comprara otro. El suyo le quemaba las manos.

—Entonces, ¿quién eres de verdad? —preguntó Yevgeny Feyodovich con infinita desconfianza.

—¿Acaso importa? —replicó Bourne.

—Supongo que no. —Yevgeny miraba por la ventanilla mientras circulaban por la ciudad. Cada vez que veía un coche patrulla o un policía a pie se le tensaban los músculos—. Ni siquiera eres moldavo, ¿no?

—Tu amigo, Bogdan Iliyanovich, intentó matarme. —Bourne observó atentamente la cara de su interlocutor y añadió—: No pareces sorprendido.

—Hoy nada me sorprende —respondió Yevgeny Feyodovich.

—¿Quién te contrató? —preguntó Bourne con firmeza.

Yevgeny giró bruscamente la cabeza.

—No esperarás que te lo diga.

—¿Fue Fadi, un saudí?

—No conozco a ningún Fadi.

—Pero conocías a Edor Vladovich Lemontov, un narcotraficante ficticio.

—En realidad, nunca dije que le conocía. —Yevgeny Feyodovich miró a su alrededor. A juzgar por la posición del sol, se dirigían hacia el suroeste—. ¿Adónde vamos?

—A un matadero.

Yevgeny aparentó tranquilidad.

—Rezaré mis plegarias, entonces.

—Como gustes.

Soraya conducía deprisa, pero sin saltarse el límite de velocidad. No les convenía llamar la atención de un coche patrulla. Por fin dejaron atrás los suburbios de Odesa y comenzaron a ver filas y filas de enormes fábricas, almacenes de mercancías y depósitos ferroviarios.

Un poco más allá había un tramo de unos tres o cuatro kilómetros en el que había surgido un pueblecito cuyas casas y almacenes parecían minúsculos y discordantes en medio de las monstruosas edificaciones que la flanqueaban. Cuando casi habían llegado a su extremo, Soraya tomó una calle lateral de la que poco después se apoderaba la vegetación, tanto natural como artificial.

Oleksandr les estaba esperando en el jardín delantero de su dueño y entrenador, un amigo de Soraya que en aquel momento no parecía estar en casa. El bóxer levantó la cabeza cuando el destartalado Skoda enfiló la entrada. La dacha que se alzaba tras él, situada en una pequeña cañada, era de tamaño mediano y estaba aislada de las casas vecinas por una densa arboleda de cipreses y abetos.

Cuando Soraya detuvo el coche, Oleksandr se levantó y se acercó al trote. Al verla salir del coche, la saludó con un ladrido.

—Dios mío, qué pedazo de bestia —masculló Yevgeny Feyodovich.

Bourne le sonrió.

—Bienvenido al matadero. —Agarró al ucraniano del cuello de la chaqueta y le sacó a rastras del asiento trasero.

Al ver una cara desconocida, Oleksandr levantó las orejas, se sentó y comenzó a gruñir. Enseñó los dientes.

—Permíteme presentarte a tu verdugo. —Bourne empujó a Yevgeny Feyodovich hacia el perro.

El ucraniano pareció anonadado.

—¿El perro?

Oleksandr le arrancó la cara a Fadi —comentó Bourne—. Y no ha comido desde entonces.

Yevgeny Feyodovich se estremeció. Cerró los ojos.

—Ojalá estuviera en otra parte.

—Eso querríamos todos —dijo Bourne sinceramente—. Dime quién te contrató.

Yevgeny Feyodovich se enjugó la cara sudorosa.

—Me matará, seguro.

Bourne señaló al bóxer con la mano.

—Así vas preparándote.

Justo en ese momento, como habían acordado, Soraya hizo una seña a Oleksandr. El perro se abalanzó hacia Yevgeny, que se apartó con un grito agudo, casi risible.

En el último momento, Bourne agarró al perro por el collar y le contuvo. La maniobra le costó más de lo que esperaba. Una oleada de dolor recorrió su cuerpo partiendo de la herida del costado. Se dio cuenta, sin embargo, de que Soraya le observaba y leía en su cara como en un libro abierto.

—Yevgeny Feyodovich —dijo, irguiéndose—, como ves Oleksandr es grande y fuerte. Se me está cansando la mano. Dispones de cinco segundos antes de que le suelte.

El ucraniano, cuya mente era acicateada por la adrenalina liberada por el terror, tardó sólo tres en decidirse.

—Está bien, aparta de mí a ese perro.

Bourne echó a andar hacia él, tirando de Oleksandr. Vio que Yevgeny abría tanto los párpados que se le veía por completo el blanco de los ojos.

—¿Quién te contrató?

—Un hombre llamado Nesim Hatun. —El ucraniano no quitaba ojo al bóxer—. Trabaja en Estambul, en el distrito de Sultanahmet.

—¿Dónde exactamente? —preguntó Bourne.

Yevgeny se encogió y se apartó de Oleksandr, al que Bourne había dejado que se levantara sobre las patas traseras. Era tan alto como el ucraniano.

—No lo sé. Te lo juro. Te he dicho todo lo que sé.

En cuanto Bourne soltó su collar, Oleksandr salió disparado como una flecha. Yevgeny Feyodovich gritó. En la bragueta de sus pantalones apareció una mancha cuando cayó al suelo.

Un momento después, Oleksandr estaba sentado sobre su pecho, lamiéndole la cara.

—En lo que a puertos de mercancías se refiere, hay básicamente dos posibilidades —dijo la doctora Pavlyna—: Odesa e Ilyichevsk, a unos siete kilómetros al suroeste.

—¿Usted qué opina? —preguntó Matthew Lerner. Iban en el coche de la doctora, camino del extremo norte de Odesa, donde se hallaban las dársenas.

—El de Odesa está más cerca, claro —reconoció ella—. Pero no hay duda de que la policía lo estará vigilando. Ilyichevsk, por otro lado, tiene su atractivo sencillamente porque está más alejado del dispositivo de búsqueda. Seguro que hay menos presencia policial, si es que hay alguna. Además, es un puerto más grande y con más trasiego, y los transbordadores salen con más frecuencia.

—A Ilyichevsk, entonces.

Ella cambió de carril, preparándose para tomar un desvío hacia el sur.

—El único problema que tendrán serán los controles de carreteras.

Soraya abandonó la carretera principal y comenzó a circular por calles apartadas, e incluso por callejones por los que apenas cabía el Skoda.

—Aun así —dijo Bourne—, no descarto que nos encontremos con un control de aquí a Ilyichevsk.

Habían dejado a Yevgeny Feyodovich en el jardín delantero de la casa, custodiado por Oleksandr. Tres horas después, cuando ya no les importara que estuviera libre, el amigo de Soraya le dejaría marchar.

—¿Cómo te encuentras? —Soraya circulaba por calles estrechas flanqueadas de almacenes. Aquí y allá, a lo lejos, veían la entrada y las grúas flotantes del puerto de Ilyichevsk, que se elevaban como cuellos de dinosaurio. Aquella ruta era más larga, pero también más segura que la carretera principal.

—Estoy bien —contestó Bourne, pero ella sabía que era mentira. Seguía teniendo la cara muy pálida y desencajada por el dolor y respiraba entrecortadamente, sin inhalar apenas.

—Me alegra saberlo —dijo ella en tono cargado de ironía—. Porque, nos guste o no, dentro de unos tres minutos vamos a encontrarnos con un control.

Bourne miró hacia delante. Había varios coches y camiones parados en fila, a la espera de pasar por el hueco que habían dejado dos vehículos policiales blindados aparcados en perpendicular en medio de la calzada, de modo que sus formidables costados, parecidos a los de un tanque, miraran hacia el flujo del tráfico. Dos policías con uniforme antidisturbios interrogaban a los ocupantes de los coches, se asomaban a los maleteros o echaban un vistazo a la trasera y a los bajos de los camiones. Procedían despacio, con el rostro en tensión, minuciosa y sistemáticamente. No dejaban nada al azar, saltaba a la vista.

Soraya sacudió la cabeza.

—No hay modo de salir de aquí, no puedo tomar ninguna ruta alternativa. Tenemos el mar a la derecha y la carretera a la izquierda. —Miró por el retrovisor de su lado y, entre el atasco que iba formándose tras ellos, distinguió otro coche de policía—. Ni siquiera puedo dar la vuelta sin riesgo de que nos detengan.

—Ha llegado el momento de recurrir al plan B —observó Bourne adustamente—. Tú vigila a los polis de detrás, que yo me encargo de los de delante.

Valery Petrovich volvía a su puesto después de vaciar la vejiga en la pared de ladrillo de un edificio. A su compañero y a él les habían encargado asegurarse de que ningún vehículo de los que esperaban para pasar el control intentaba dar media vuelta. Iba pensando con cierta repugnancia en aquella misión de tres al cuarto; le preocupaba que se la hubiera encasquetado su sargento, al que, a decir verdad, había ganado mil doscientos rublos jugando a los dados y a las cartas. Aquel cabrón de su sargento era muy vengativo. Mira lo que le había hecho al pobre Mijail Arkanovich por comerse sin querer sus pierogi, y eso que estaban asquerosos, según le había comentado amargamente el susodicho.

Estaba sopesando diversas formas de poner remedio a sus males cuando vio que alguien salía a hurtadillas de un viejo Skoda, a siete coches de la cabecera de la fila. Lleno de curiosidad, Valery Petrovich siguió las fachadas de los almacenes sin quitar ojo a aquella silueta. Acababa de distinguir que era un hombre cuando se escabulló por un callejón lleno de basuras, entre dos edificios. El policía miró a un lado y a otro y notó que nadie había reparado en él.

Pensó un segundo en usar el walkie-talkie para alertar a su compañero de que había visto algo sospechoso. Ése fue el tiempo que tardó en darse cuenta de que aquello era justo lo que necesitaba para congraciarse con su sargento. No iba a perder aquella oportunidad dejando que otro atrapara al fugitivo al que les habían mandado a buscar. No pensaba convertirse en otro Mijail Arkanovich, así que, sacando la pistola, se relamió como un lobo a punto de lanzarse sobre una presa desprevenida, y aceleró el paso.

Bourne ya había decidido cuál era la mejor ruta para sortear el control; le había bastado con echar un vistazo detrás de la fila de almacenes. En circunstancias normales, no habría habido problema. Pero las circunstancias distaban de ser normales. Le habían herido otras veces en acto de servicio, desde luego. Muchas, en realidad. Pero rara vez tan gravemente. Había empezado a sentirse febril cuando iban en el coche, hacia la casa del dueño del perro. Ahora sentía escalofríos. Le ardía la frente y tenía la boca seca. Necesitaba descansar y volver a tomar antibióticos (una buena dosis) para desembarazarse de la debilidad que le había provocado la cuchillada.

Descansar estaba descartado, por supuesto. Y, respecto a los antibióticos, no tenía claro dónde podía conseguirlos. De no haber tenido motivos urgentes para marcharse de Odesa podría haber recurrido a la doctora de la CIA. Pero de eso también podía olvidarse.

Estaba en la explanada que había detrás de los almacenes. Una ancha carretera pavimentada daba acceso a la hilera de muelles de carga. Aquí y allá había semirremolques y camiones frigoríficos, con la trasera pegada a los muelles o aparcados al ralentí en un extremo de la carretera, esperando a que regresaran sus conductores.

Al avanzar hacia la zona paralela al control situado al otro lado de los edificios de su izquierda, pasó junto a un par de carretillas elevadoras y esquivó unas cuantas que, cargadas con grandes cajas, circulaban entre los muelles de carga.

Vio la figura de su perseguidor (un policía) recortada contra una de ellas. Sin aflojar el paso, se subió penosamente a una plataforma de carga y, pasando entre dos pilas de cajas, penetró en un almacén. Observó que todos los operarios llevaban tarjetas de identificación del puerto.

Encontró el camino al vestuario. Hacía tiempo que había empezado el tumo, y la habitación alicatada estaba desierta. Recorrió las filas de taquillas forzando las taquillas al azar. En la tercera encontró lo que buscaba: un uniforme de mantenimiento. Al ponérselo sintió que su costado irradiaba una serie de punzadas dolorosas. Buscó con cuidado, pero no encontró ninguna tarjeta. Sabía, sin embargo, cómo solucionarlo. Al salir se rozó con un trabajador que entraba y masculló una disculpa. Se puso la tarjeta que le había robado mientras se dirigía a toda prisa a la plataforma de carga.

Echó un vistazo a su entorno inmediato, pero no vio ni rastro de su perseguidor. Avanzó sorteando las cabinas vacías de los camiones cuyas mercancías estaban siendo descargadas en los muelles de cemento, donde cada caja, cada barril o contenedor se cotejaba con su correspondiente manifiesto de carga o carta de flete.

—¡Alto! —gritaron tras él—. ¡Deténgase ahora mismo! —Vio al policía sentado al volante de una de las carretillas elevadoras vacías.

El hombre puso el vehículo en marcha y se dirigió hacia él.

Aunque la carretilla no era muy rápida, Bourne estaba en desventaja. El avance de la carretilla le había aprisionado en un espacio relativamente estrecho, flanqueado a un lado por los camiones aparcados y a otro por una franja de edificios de cemento visto que, semejantes a búnkeres, albergaban las oficinas de los almacenes.

Había mucho trasiego y todo el mundo estaba demasiado atareado para fijarse en la carretilla descarriada y en su presa, pero eso podía cambiar en cualquier momento.

Bourne dio media vuelta y echó a correr, pero fue perdiendo terreno con cada paso que dio: no sólo la carretilla avanzaba a toda velocidad, sino que el dolor le paralizaba. Esquivó a la máquina una, dos veces, y al raspar un muro de cemento los brazos de la carretilla hicieron saltar una lluvia de chispas.

Estaba cerca del extremo de los muelles de carga más próximo al control de carretera. En el último muelle había un enorme semirremolque. Sólo podía hacer una cosa: correr directamente hacia un lado de la cabina del camión y meterse debajo en el último instante. Lo habría logrado, de no ser porque en el último segundo los músculos sobrecargados de su pierna izquierda cedieron al dolor.

Tropezó y chocó contra la cabina. Un segundo después, las puntas de los brazos de la carretilla se clavaron en la chapa pintada, a ambos lados de él, inmovilizándole. Intentó agacharse, pero no pudo. Los brazos de la máquina le sujetaban firmemente.

Luchó por rehacerse, por desembarazarse de un dolor tan paralizante que le impedía pensar. Entonces el policía cambió de marcha y la carretilla avanzó de nuevo. Sus brazos se hundieron en el costado del semirremolque, apretando a Bourne contra el camión.

Un momento después quedaría aplastado entre la carretilla y el semirremolque.