Ética de la responsabilidad: un arma política sobre la mesa de Versalles
Entre 1914 y 1919, el mundo es un complejo sistema de alianzas políticas y acuerdos económicos de un extremo a otro del continente europeo y del «resto del mundo». Un sistema dirigido aún por el modelo de los acuerdos posnapoleónicos de 1815 y creado mediante la práctica diplomática de los equilibrios cruzados. En esta incongruencia entre la realidad geopolítica y el dictado diplomático es donde se encuentran las razones de lo que se definió como la «responsabilidad/culpa» alemana de la guerra. El proceso de retroceso de los imperios centrales —Alemania y Austria-Hungría— frente a la afirmación de las nuevas «potencias modernas» —Estados Unidos en primer lugar— está, de hecho, en el origen del regenerado militarismo alemán, manifestado en la agresión a la Bélgica neutral contra cualquier principio refrendado por el dictado diplomático. La catástrofe a la que Alemania y Austria arrastran a Europa es, por tanto, suficiente para construir las dos caras jurídicas del nuevo principio de ética política nacional e internacional de la «responsabilidad de guerra». Por una parte, está la culpa de Alemania por haberla desencadenado y haberla abordado desde la perspectiva de agresiones ilegítimas, y por otra, la responsabilidad moral de los aliados, que luchan «para defenderse a sí mismos [sic] contra la agresión y la dominación militar prusiana […], garantía más completa y más eficaz contra la posibilidad de que esta casta no vuelva a perturbar la paz de Europa» (D. Lloyd George en la Cámara de los Comunes, diciembre de 1916). Por primera vez, y auspiciada por la Sociedad de Naciones, la resolución del conflicto tiene lugar por vía jurídica y no en el campo de batalla. En Versalles se firma el juicio inapelable de culpabilidad de Alemania, de sus aliados y de sus gobernantes, y se define el implacable sistema sancionador (Art. 231. Los gobiernos aliados y asociados declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todos los daños y pérdidas infligidos a los gobiernos aliados y asociados y a sus súbditos a consecuencia de la guerra (que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados).
Se ha debatido durante mucho tiempo si el peso de las sanciones y de la deuda impuestas a Alemania (que no fue saldada hasta 2010) influyó (y, si lo hizo, hasta qué punto) en las dinámicas sucesivas: en la afirmación del nacionalsocialismo y, por tanto, en el estallido del segundo conflicto mundial. Parece tener lugar una vez más en la moderna Europa desfigurada por la contienda lo que el historiador francés François Guizot declaró en la fractura cultural entre los siglos XVIII y XIX, esto es, que en la política exterior es donde se manifiestan «las pasiones vulgares e ignorantes de los príncipes y de los pueblos». Es «el teatro favorito de la violencia bruta» y «del egoísmo negligente» de los gobiernos, «tan indiferentes al bien y al mal, tan ligeros, tan perversos, tan quiméricos». Y en ningún otro ámbito son los pueblos «tan ignorantes de sus verdaderos intereses, están tan preparados para no ser más que instrumentos y engañados». Fatales y totalmente ciegos frente a los escenarios futuros ya evidentes, y sordos a los llamamientos de intelectuales y diplomáticos, los «políticos de profesión», representantes de las potencias asociadas, se mantienen en la contingencia de los números lucrativos de las severas sanciones. Mientras, en la Alemania de posguerra, los sentimientos más conflictivos y profundos de venganza y las estrategias más abyectas de reafirmación nacional empiezan a nutrirse de la depresión económica y social.
Así pues, las normas de la «ética de la responsabilidad» empleadas como arma política de doble filo —y tan obstaculizadas por Weber durante la negociación internacional— son las que articulan la transición del prolongado siglo XIX de las guerras napoleónicas unificadoras, de las reivindicaciones territoriales más tarde traducidas en la «guerra sin sangre» de los mercados y de los capitales al breve siglo XX de la «guerra civil europea». De nuevo, el Weber científico (y) político de la modernidad teoriza y reconoce en su época los actores de la «lucha mortal» jamás adormecida del espíritu de conquista territorial en la base del Estado moderno como institución legítima del uso de la fuerza Solo que antes, esa fuerza, encarnada por el carisma de un caudillo «romano» y un Führer pangermanista buscará su legitimación en un «sistema de valores» asimismo construido pseudocientíficamente sobre la aniquilación física y burocratizada de cualquier competidor que se halle en el campo de la política, de la existencia y del mundo.
Estas dos tipologías éticas de la acción política son, como ya sabemos, completamente ideales y, para Weber, también impensables en una acción práctica en la realidad que quiera ser eficaz en la resolución de los problemas y en la dirección pragmática de la cosa pública. Escribe Weber sin ambages:
No es que la ética de la convicción coincida con la falta de responsabilidad y la ética de la responsabilidad con la falta de convicción. En absoluto nos referimos a esto. Existe una diferencia abismal entre obrar según la máxima de la ética de la convicción, la cual —en términos religiosos— ordena: «El cristiano obra bien y pone el resultado en manos de Dios», y la acción según la máxima de la ética de la responsabilidad, según la cual hay que tener en cuenta las consecuencias (previsibles) de las propias acciones.[67]
Efectivamente, si bien parecen antinómicas en la teoría sociológica y en la orientación ideológica de los propios actores políticos —pensemos en el ejemplo weberiano más práctico y actual que enfrenta ideológicamente la acción por convicción del sindicalista (antieconómico) y la acción por responsabilidad del empresario (capitalista monopolista)—, en la realidad es conveniente, para Weber, que se integren y se completen, porque por sí solas, tanto la ética de lo ideal como la de la praxis, no pueden responder a las preguntas y a los problemas propios de la complejidad del desorden desencantado del mundo moderno.
En el panorama tan preocupante y desilusionado trazado en algunos bocetos de su tiempo, Weber deja entrever el pesimismo que alimenta la actualidad posguillermina alemana y las previsiones sobre el éxito del experimento forzado de la República de Weimar. Acaba así por desear también el surgir en esta extrema burocratización de toda esfera de la existencia de una figura carismática que se exprese contra la racionalización y el desencantamiento en nombre de una vocación política que sea, en cierto sentido, revolucionaria, y haga saltar los barrotes de la «jaula de hierro». Solo una personalidad capacitada y que inspire confianza y dedicación a las masas públicas lograría desmantelar la rígida organización, el control y la inmovilidad sociopolítica que Weber ve ya tan difusos y tan profundamente radicados en el presente como para solo poder ser superados por un acontecimiento o un personaje extraordinario.
Con demasiada frecuencia, las conclusiones del discurso político de Weber han sido asociadas por la crítica —incluso las posteriores a la muerte del autor— con los acontecimientos de la Alemania hitleriana y la historia europea entre los años veinte y la segunda guerra mundial. La política dominada por regímenes de carácter carismático, responsables de los peores horrores que jamás haya vivido Occidente en nombre de una combinación peculiar de una ética de la convicción y un orden burocrático del Estado —en especial en el monopolio legítimo y en el uso despiadado de la violencia total destinada al exterminio— pareció en realidad el espacio de la realización de las previsiones pesimistas de Weber, al igual que en otros casos, el de la continuación de sus teorías políticas en la realidad. O sea, por un lado, se ha dicho que Weber era un pesimista irrevocable, para quien las degeneraciones de la modernidad pueden resolverse solo en la utópica «remitificación» del mundo desencantado o en la recuperación de una ética religiosa de la historia pasada universal, capaz de volver a gobernar la acción de la desorientada humanidad. Por otro, se le ha acusado poco menos de ser uno de los intelectuales del nacionalsocialismo y del fascismo y precursor «científico» de Hitler y otros dictadores del siglo pasado.
Estas dos consideraciones —sobre todo cuando las realizan representantes de las ciencias histórico-sociales— son contrarias tanto a la diferenciación weberiana entre constatación empírica y juicio de valor, como al principio fundamental de la neutralidad de valoración de la ciencia sociológica que Weber teorizó y llevó a la práctica con su labor y vocación de científico, para no escabullirse en ningún momento del examen de la realidad, incluso cuando esta se le presentaba como extremadamente desagradable. En este caso, también en la manifestación de la antinomia personal científica del conocimiento histórico-social y filosófico del siglo XIX, Weber se reafirma como pensador «típico» de una idea de modernidad.