Templos del «espíritu» de la civilización occidental

Entre los años 1895 y 1905, el rey Leopoldo mandó construir una nueva estación de tren en pleno centro de Amberes. La Centraal Station es el símbolo de una nueva etapa para Bélgica: la de la campaña colonial en África y la de la centralidad que los mercados financieros y comerciales flamencos van adquiriendo poco a poco en la Europa moderna. En esta coyuntura de desarrollo nacional e internacional, la necesidad de una estación nueva y moderna, capaz de acoger el flujo de personas y mercancías que viajan por tierra flamenca, se une al deseo de monumentalizar el progreso económico en la arquitectura urbana y, en particular, en la de los edificios destinados a las actividades propias de la época capitalista. Son los años en que el suelo europeo se cubre de estaciones ferroviarias, edificios que albergan la nueva institución financiera de la Bolsa tribunales de justicia prisiones, teatros líricos, hospitales y manicomios. Estos últimos son la materialización urbana de la coacción al orden establecido por la modernización de los códigos —incluidos los de la educación escolar o la gestión sanitaria pública—, y la tendencia a lo monumental representa la dimensión material y ciudadana del «espíritu del capitalismo». En aquellos años, Weber escribe que el «espíritu del capitalismo» europeo occidental, tal y como se ha desarrollado a lo largo de la historia moderna, es la traducción secularizada de la «ética protestante», etapa transitoria y en gran medida avanzada de un proceso de transfiguración de las creencias primitivas mágico-rituales en comportamientos éticos orientados a lo racional. En esencia, el mundo moderno, liberado progresivamente de las fuerzas mágicas y luego de las sagradas —los espíritus y las divinidades—, vive en un presente dominado por la ciencia y la técnica que ha excluido lo ultramundano y ha sustituido la fe en lo inescrutable trascendental por la fe en aquello que se puede comprobar empíricamente. No obstante, el nuevo «espíritu del capitalismo» no es inmune a una tendencia religiosa ni a la aparición de entidades pseudodivinas a las que los hombres modernos, en el «desencantamiento del mundo», pueden dedicar su existencia y en las que depositar su fe en la salvación, incluso cuando esta se expresa en el éxito económico y en los negocios. Se da la circunstancia de que, para un edificio moderno y eficiente como la nueva estación central de Amberes, el soberano quiere que sus arquitectos se inspiren en el Panteón romano, a su vez inspirado en el griego. Así pues, tanto aquí como en la teoría genealógica weberiana, toma forma la continuidad en la era moderna del capital de los frutos culturales originados en la «cuna de la civilización» helénica. Por este motivo, en el punto central de máxima altura de la nueva construcción, el arquitecto Delacenserie manda levantar una cúpula inspirada en la del templo romano:

en los puntos elevados, desde donde los dioses del Panteón de Roma veían al visitante, en la estación de Amberes se introducen en orden jerárquico las divinidades del siglo XIX: la minería, la Industria, el tráfico, el comercio y el capital. Alrededor del vestíbulo […] hay fijados a media altura letreros de piedra con símbolos como gavillas de trigo, martillos cruzados, ruedas aladas y cosas por el estilo, mientras que el motivo heráldico de la colmena no simboliza […] la naturaleza puesta al servicio del hombre y tampoco la diligencia en cuanto virtud social, sino el principio de la acumulación capitalista. Y de entre todas estas figuras simbólicas […], la que está en la cumbre es el tiempo, representada por las agujas y la esfera

De manera que:

incluso a nosotros, los hombres de hoy, al entrar en el vestíbulo, (…) nos atrapa la sensación —como pretendía precisamente el arquitecto— de encontrarnos no tanto en un entorno profano, sino más bien en una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales[38].

En la introducción a su tratado sobre La ética protestante, Weber se pregunta, en tanto que «hijo de la civilización moderna europea»: «¿qué serie de circunstancias ha determinado que hayan surgido solo en Occidente ciertos hechos culturales sorprendentes […], los cuales parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal?». Entre estos hechos culturales, como escribe a continuación, está también la «solución del problema de la cúpula, cuyos fundamentos técnicos, sin embargo, se tomaron prestados de Oriente». Desde el punto de vista weberiano, la cúpula parecería simbolizar, en todo momento de la historia universal, la «horma de una organización burocrática especializada», en la cual se alojan los dioses que en esa época concreta gobiernan «todos los supuestos básicos de orden político, económico y técnico, y en especial, […] de la vida social»[39].

La originalidad de la tesis weberiana consiste en haber identificado un aspecto inédito entre los ya considerados por otras tesis socioeconómicas formuladas al respecto. Junto a los factores típicos del capitalismo moderno ya existentes, Weber señala el «espíritu» del capitalismo, una mentalidad económica específica cuyos orígenes se remontan a los enunciados éticos del protestantismo ascético.

«Recuerda que…»: los aforismos de B. Franklin

  • Recuerda que el tiempo es dinero;
  • Recuerda que el crédito es dinero;
  • Recuerda que el dinero es por naturaleza fecundo y prolífico;
  • Recuerda que el buen pagador gobierna la bolsa de otro[40].

Centrándose en las máximas «predicadas» por Benjamín Franklin (1706-1790), en los aforismos Recuerda que, Weber da la definición general de lo que se debe entender por espíritu del capitalismo: el impulso adquisitivo de dinero y cada vez más dinero por parte del individuo, entendido no como medio para satisfacer sus necesidades materiales, sino como fin y objetivo de la vida misma. Este summum bonum desprovisto de todo fin eudemonístico y hedonista —tener dinero para satisfacer necesidades materiales, placeres y deseos de todo tipo— está aparentemente no solo privado de utilidad para la investigación de la felicidad, sino también, en cierto sentido, es «irracional» respecto a la inversión de la relación natural medios-fines. De hecho, es posible —lo presionan sus colegas sociólogos— reconocer de manera empírica en la historia universal, también de pueblos no occidentales, una larga tradición «precapitalista» de ganancia por ganancia, un impulso hacia la consecución de beneficios cada vez mayores, cosa que no solo invalidaría la teoría weberiana sobre el nacimiento del capitalismo en la primera modernidad (siglos XVIXVII), sino que pondría de manifiesto incluso la naturaleza irracional respecto a las demás expresiones espontáneas y «naturales» de la racionalidad humana. En pocas palabras, ¿no sería, al contrario de lo que afirma Weber, la persecución del impulso de la ganancia por la ganancia una actividad irracional del hombre y no la dirección a la acción racional de la que, en cambio, habla el sociólogo de Érfurt? Ante esta aparente incongruencia en su consideración de las razones por las que los hombres deben hacer dinero, Weber vuelve a dejar hablar a los aforismos del estatista estadounidense: ¿por qué buscar cada vez más ganancia si luego el dinero no se gastará para satisfacer los deseos ni para obtener un bienestar cada vez mayor? «Si ves a un hombre solícito en su profesión, ese puede presentarse ante los reyes» (es decir. Dios), responde Franklin, educado en la confesión estrictamente calvinista de su padre.

Esta es la piedra angular de las investigaciones del sociólogo alemán sobre los orígenes del capitalismo occidental: la adquisición de dinero y la acumulación por la acumulación lícita y pacífica son el resultado y la expresión del éxito profesional de los hombres en su ascesis laica intramundana en la que la ética calvinista educó a los hombres desde la primera modernidad, y que coincidió con la difusión de la doctrina de la iglesia reformada de Martin Lutero (1483-1546). Sin la esperanza de descifrar la voluntad divina, y al no contar con ningún instrumento de mediación con esta —en la versión protestante del cristianismo no hay sacramentos, ritos, plegarias ni penitencias con las que ganarse la salvación en el más allá, pues esta ya está predeterminada por Dios—, lo único que le queda al hombre es concentrarse en su mundanidad, la cual se lleva a cabo y se define exclusivamente en el trabajo y en la «vocación» por la actividad profesional.

En los actos positivos y materiales de ganancia con los que el espíritu del capitalismo moderno se manifiesta en el trabajo del individuo y en su vida diaria en la tierra, la doctrina reformada reconoce las señales de la «predestinación» para la salvación divina, de por sí más indescifrable e inconquistable. El trabajo así orientado a la ganancia define la transformación de las actividades artesanales, rurales y comerciales hasta entonces existentes en un tipo de «empresa» más específico y estructurado que adopta la racionalización de las lógicas tradicionales. Weber no ignora las formas de empresa capitalista que históricamente han habitado Europa hasta la edad moderna, pero en ellas la lógica de «la adquisición por la adquisición» no parece tener ningún tipo de «enfoque» ético ni racional hacia un beneficio lícito, sistemático y continuado —pensemos, por ejemplo, en las «agencias» de prestamistas y magnates de las finanzas encaminadas de modo exclusivo al lucro personal o a las compañías «de aventura» comerciales o, incluso, mercenarias con fines especulativos o militares—. Al referirse a algunos estudios estadísticos realizados en Alemania sobre la formación escolástica de los jóvenes en función de su confesión religiosa, Weber fija un punto de partida en su construcción teórica: entre católicos y protestantes —y judíos, dedicados en especial a las actividades especulativas y de «usura»— existe una clara diferencia entre cuántos se inscriben en institutos de formación técnica e industrial —trabajadores especializados para la empresa— y cuántos prefieren una formación clásica. La balanza se inclina notablemente hacia la instrucción especializada en la empresa cuando se trata de jóvenes generaciones de confesión protestante, sobre todo en el contexto histórico-social contemporáneo de las investigaciones realizadas por Weber sobre el tema. A lo largo de la historia de Alemania durante la primera modernidad —mientras la doctrina protestante comienza a crecer en las comunidades de las áreas rurales y artesanales y cuando aún el Estado es una administración imperial jurídicamente centralizada de carácter absoluto y políticamente «tradicionalista»—, la mentalidad dominante es aquella influida por la doctrina antimaterialista católica de la Iglesia romana. Obviamente, incluso en este sistema «precapitalista» y «tradicional», los emprendedores —tanto de la artesanía corporativa como del «capitalismo de aventura»— están motivados por un determinado «espíritu», el de las relaciones clientelares con el poder político y el de la especulación irracional, factores poco sólidos para el desarrollo causal del capitalismo moderno occidental observado en la contingencia. Se basan en la mentalidad católica dominante por la que, en el plano estrictamente religioso —para aquellos que siguen los preceptos doctrinales al pie de la letra—, el beneficio por el beneficio y la mundanidad de la acción humana son manifestaciones amorales y peligrosas para la salud del alma. Para el católico, al poder rezar, participar en ceremonias y, en particular, asegurarse la incertidumbre del más allá mediante penitencias, indulgencias, así como sacramentos y «obras de caridad», no existe ninguna condición real de ventaja en el hecho de dedicar su existencia terrenal a la adquisición por la adquisición, así como tampoco la persecución ascética de la «vocación» profesional representa una posibilidad mundana de reconocer una señal cualquiera de la «predestinación» divina para la salvación. En el siglo XVIII, mientras la Europa meridional todavía constituye el terreno de adaptación de la ética económica católica, una filosofía «puramente terrenal» de corte protestante ya había empezado a invertir los países más desarrollados por el capitalismo en los que el progreso en el ámbito de la técnica y de la ciencia aplicado en las plantas industriales había encontrado un espíritu «más adecuado» para las formas económicas del capitalismo. Pero ¿cuándo y cómo fue posible este ajuste del espíritu?

En un momento de su argumentación, Weber imagina que este «espíritu» educado según la ética protestante desde el principio de la Reforma anima a la acción a un joven emprendedor determinado, que «iluminado» se marcha de la ciudad al campo para escoger cuidadosamente entre los campesinos a los tejedores que formará como trabajadores especializados de la empresa. Siguiendo una serie de comportamientos innovadores respecto a la tradición empresarial estática heredada del período «precapitalista», este joven experimenta a la vez el control del trabajo de sus nuevos operarios —la organización racional del trabajo básicamente libre— y las dinámicas entre demanda y oferta en el mercado al que destina sus productos. Así pues, esta «transformación externamente invisible, pero decisiva para la fijación del nuevo espíritu en la vida económica», no es obra de «especuladores temerarios y sin escrúpulos», sino de:

hombres forjados en la ruda escuela de la vida, precavidos y audaces a un mismo tiempo, mesurados y constantes, con plena y devota entrega a lo propio, con ideas y «principios» estrictamente burgueses[41].

La revolución provocada por este ejército de valientes no es ciertamente un camino pacífico, sino que se origina en la lucha y en la competencia del mercado, que a algunos les da fruto en forma de capitales que pueden reinvertir, mientras que a otros los destina al fracaso. En esta primera batalla por la afirmación de un sistema de valores —el de la ética económica protestante— por encima de otros «de moda» o, sencillamente, «tradicionales», Weber ve la primera fase de la «selección» del espíritu capitalista más adecuado para las condiciones actuales. La racionalización de la ganancia destinada a la acumulación y la inversión de capitales de forma continuada y sistemática producen, en esta particular coyuntura histórico-social, la sustitución de la vida cómoda y tranquila del empresario tradicional y conservador de su propio status con una:

rigurosa sobriedad de aquellos que trabajaban y ascendían porque ya no querían gastar, sino enriquecerse, o de quienes, manteniéndose apegados al antiguo estilo, se vieron en la imperiosa necesidad de reducir su plan de vida[42].

Dentro del ámbito alemán, Weber refleja los datos de la coincidencia entre el enriquecimiento de gran parte de las ciudades alemanas y su conversión, en el siglo XVI, al protestantismo que, como se ha mencionado, no supone la abolición del predominio religioso en la vida sino, en relación con el catolicismo hasta entonces dominante, propone un nuevo tipo de dominio caracterizado por la racionalización de la dedicación profesional al éxito en la vida terrena:

Al interferir cada vez más en los asuntos del mundo (ascetismo laico mundano), crece al mismo tiempo el aprecio de la importancia del trabajo profesional[43].

Una vez alcanzado el nivel actual de «adaptación» de la «vocación» profesional al sistema económico dominante, el espíritu del capitalismo ya no necesita descansar conscientemente sobre las bases religiosas de la ética protestante, es decir, los coetáneos de Weber actúan en sentido capitalista moderno e industrial sin inspirarse en principios de la confesión protestante o, si lo hacen, sin ser conscientes totalmente de que sus actividades profesionales y empresariales están de algún modo influenciadas por ellos. Este aspecto tan evidente en la sociedad contemporánea ayuda a Weber a responder las dudas surgidas en torno a la adopción del mismo espíritu del capitalismo por parte de individuos de confesión católica o aconfesionales. La «victoria» de la ética económica protestante sobre las demás —de la que procede la difusión del capitalismo moderno incluso en países y comunidades distintas de las protestantes— demuestra en sí misma la eficacia de sus prescripciones respecto a las otras y, al mismo tiempo, el nivel de «secularización» de la modernidad, la cual es a tal nivel capitalista, industrializada y racionalizada que ya no necesita ni preceptos religiosos ni obligaciones profesionales basadas en códigos éticos. El resultado de esta victoria se manifiesta realmente, en la época en que vive Weber, con la secularización de la ética protestante en la que se basaba en su origen el espíritu del capitalismo, y que ahora se presenta en los términos de una Weltanschauung laica: una mentalidad caracterizada por intereses político-comerciales y político-sociales. La victoria de este espíritu sobre los demás se refleja así, de manera aún más evidente, en el tipo de instituciones estatales nacionales y liberales que comienzan, con el siglo XX, a establecerse en aquellos países donde la economía está monopolizada por las empresas capitalistas y, aún más, en la masificación burguesa de los individuos que habitan las naciones y alientan las actividades económicas.

Sigue habiendo una pregunta sin respuesta en relación a la masiva adopción de la racionalidad económica por parte de esas «clases capitalistas» tradicionales, «acomodadas» en el mínimo esfuerzo por la máxima ganancia, en la moderación de las costumbres de la moral católica y contrarios al apego mundano al beneficio. ¿Cómo fue posible que un considerable porcentaje de individuos tan bien establecidos en la irracionalidad de los objetivos de sus actividades se pusiera a disposición de las provocaciones del espíritu de un capitalismo racional, metódico y dedicado a la acumulación para la inversión? Con los argumentos utilizados hasta aquí, Weber aclara las condiciones de la «selección» del «espíritu» del capitalismo moderno por encima de sus competidores históricos, pero es su «surgimiento lo que se explica»[44].