El significado de la vocación científica y las condiciones contemporáneas de la acción social

Dos son las vocaciones a las que puede aspirar la ciencia y por tanto el científico. En primer lugar, la labor de evaluar de manera práctico-empírica la relación entre los valores asumidos por la acción con vistas al objetivo y los medios escogidos conscientemente (incluso subjetivamente) basándose en el cálculo de las consecuencias que pueden derivar de la elección de esos valores para alcanzar el objetivo mismo. Solo así el científico social —y el filósofo «frustrado por la política»— puede generar a partir de las posibles valoraciones prácticas directrices para una acción política racional. Aquí vuelve a ser útil la distinción entre «relación de valores» y «juicio de valor» que Weber ya abordó metodológicamente con respecto al estudio de los temas específicos de toda investigación histórico-social, principalmente cuando estos se presentan como acontecimientos dirimentes para la contención o resolución de los problemas en la realidad. En esta forma de ayuda técnico-crítica consiste, pues, el otro significado de la ciencia en la praxis cotidiana que, imprevisible y múltiple, no puede considerarse entendida una vez y para siempre. La distinción neta y más veces subrayada por Weber entre «juicio de valor» e investigación objetiva de las ciencias sociales es, en efecto, un aspecto de ese frente aún abierto entre él y las demás escuelas teóricas en torno a la radicalización del pensamiento científico en la experiencia general de desencantamiento del mundo.

Como se ha dicho, Weber define este fenómeno como la «intelectualización» de la ciencia, es decir, el saber deviene ideológico y se da como verdad absoluta. Weber identifica, entre otras cosas, en esta expansión de ideales éticos y científicos absolutos una de las causas de la degeneración política y cultural de Alemania, que se manifiesta en la influencia directa de las presuntas valoraciones empíricas de la ciencia social —en especial, la del «socialismo de cátedra» de Schmoller— sobre la orientación económica de la administración del Estado alemán y de la tendencia ideológica de las masas sociales.

Junto a este desvío interesado del ordenamiento liberal nacional por parte de algunos colegas representantes de la racionalización intelectual de la experiencia, Weber teme también otras «degeneraciones» de signo político totalmente opuesto que llegan de las corrientes pangermanistas y conservadoras más extremas de una determinada «inteligencia» militarista y nacionalista del período más crítico con el final de la guerra y la salida política de Alemania del primer conflicto mundial. Ante la gravedad de las contingencias, una pregunta filosófica y personal —que le hace Tolstói en persona— lo encierra en la trama de la neutralidad valorativa de su doctrina como un animal impedido en la expresión de su instinto primario: la vocación por la ciencia en la praxis política. Si las ciencias histórico-sociales no pueden expresar un juicio de valor, construyendo sobre este una forma de código nomológico general, ello no excluye, como ya hemos dicho, que aquellas puedan proponer una «crítica técnica de los valores». Por consiguiente, si es posible un juicio de valor por parte del científico, este no irá dirigido a la naturaleza de los medios y de los fines en sí mismos sino a la idoneidad o no de estos respecto a las premisas racionalmente consideradas por el sujeto en relación a su objetivo, es decir; basándose en una valoración política, en tanto que va destinada a detectar la coherencia de esa acción racional orientada a la sociedad entendida como campo de relaciones interindividuales.

Podemos por tanto, si hemos entendido bien nuestra misión […] obligar al individuo —o al menos ayudarle— a darse cuenta del sentido de su propia acción. No creo que sea demasiado poco, incluso para la vida puramente personal[64].

Esta recuperación del maestro Heinrich Rickert despoja definitivamente el esquema de valores de su manto trascendental, es decir, de esa aura normativa teorizada como absoluta y diferente de la decisión arbitraria del individuo. Para Rickert, de hecho, el juicio de valor es posible gracias al carácter absoluto, indiscutible, ontológico y dado a priori de un orden codificado y nomológico de valores válidos y activos en la realidad con independencia del esfuerzo o de la elección inmanente, mundana, arbitraria del hombre que está sometido a ellos a pesar de sí mismo.

El «relativismo» de los valores de Weber, es decir, el ser adecuados y escogidos o inadaptados y denegados por el individuo basándose en su conformidad con los fines de la acción, no solo no anula la credibilidad de la acción social así establecida —y por tanto, del estudio sociológico aplicable a ella— sino que, además, le permite al científico, así como al sujeto que los elige, comprobar y juzgar la validez a partir de los datos empíricos relativos a la realización —o al fracaso— de la acción humana dirigida subjetivamente en este sentido.

Desconectada metodológicamente el «juicio de valor» de la «relación de valores», la acción social —inteligible en su resultado empírico gracias a la investigación sociológica— puede llegar a ser prácticamente más válida y común porque está basada en la relación medios-fines en términos de realización. Al hacerlo, Weber, refiriéndose en todo momento a las condiciones de posible conexión entre ciencia y política, intenta hacer de la sociología no una ciencia del juicio ni tampoco una disciplina ideológica del Estado, o la «verdad» revelada por un profeta o por un redentor, sino más bien un método para la autovaloración empírica del individuo sobre los «costes» materiales que comporta esa elección respecto a los valores y a los medios implicados: la ciencia se convierte en «instrumento» político de toma de posesión del hombre en la realidad. Así, la jaula de la trascendencia normativa puede abrirse para dejar salir al hombre a la luz y dejarle actuar realmente con libertad de elección según el «conocimiento del significado de lo que es deseado» ofrecido por los resultados empíricos de la sociología. De hecho:

La ciencia puede procurarle la «convicción» de que todo «obrar» y, naturalmente, según las circunstancias, el «no obrar», significa para sus consecuencias «ponerse de parte» de determinados valores y, por consiguiente —cosa que hoy se reconoce con singular agrado— por lo regular «contra otros». La elección que haya de hacerse es de su incumbencia[65].

En este umbral de elección y de «liberación» de la acción es donde se abre la puerta de la antinomia fundamental sobre la que se sustenta la acción voluntaria del hombre en la creación y en la afirmación de algunos valores sobre otros, es decir, la política, ese ámbito de las relaciones sociales en que los individuos entran en competición para conseguir el poder legítimo. En una época sin Dios y sin profetas, los hombres deben escoger por sí solos lo que es correcto hacer y lo que no y, principalmente, deben darle sentido por sí solos al mundo y a la existencia, dedicándose con «pasión», «responsabilidad» y «amplitud de miras» a las acciones, a las elecciones y a las decisiones que la vida les impone a diario. Sobre estas últimas expresiones, la precisión empírica de la acción como objetivo de la existencia política del individuo, se construyen las bases éticas de la política como profesión.

En la conferencia del mismo nombre de 1919, Weber reitera junto a las categorías y a las formas fundamentales del poder, el tema de la política como «vocación», precisamente basándose en la uniformidad que el modelo de la «ciencia como profesión» y el modelo ético-económico del Beruf tienen con respecto al espacio de acción social políticamente orientado. Reconstruido a toda prisa el recorrido que llevó formalmente de los señoríos medievales a la contemporaneidad del Estado moderno, Weber subraya el papel que este marco peculiar de la acción política desempeña en la definición cada vez más clara y evidente de las relaciones de poder entre los hombres, y entre estos y los aparatos de control del poder establecido. Así pues, la atención de Weber, tanto en la conferencia primero como en el posterior ensayo, se concentra en la posición de los detentadores del poder, o sea, aquellos para los que la política es una profesión y no una «oportunidad».

El individuo político «ocasional» es en realidad aquel que expresa su acción estrictamente política en la práctica del voto, en la afirmación de un principio contra otros en momentos circunstanciales o en situaciones particulares, casuales, con frecuencia no continuadas. Id político «de profesión», por el contrario, es aquel que vive «para» y «de» la política. Al igual que para todas las construcciones de tipos ideales, también en este caso Weber señala la posibilidad de que los criterios de comportamiento del político de profesión se encuentren con los del político ocasional, y viceversa. Pasando incluso por alto directamente las cuestiones relativas a la Alemania de la posguerra y a las condiciones de reconstrucción política interna —estamos en los años de la constitución de la República de Weimar— y exterior —la conferencia de Versalles es el principal acontecimiento público internacional—, Weber termina concentrando su reflexión teórica en las principales características de la situación política vigente. De hecho, una vez distinguido el burócrata, que administra a partir de reglas y de manera cada vez más racional la cosa pública en el Estado moderno presente, del político de profesión, que es aquel «llamado» a tomar posición ética orientada al objetivo —posiblemente al bien colectivo—, se desprende que el fundamento de esta distinción se encuentra en las tres cualidades específicas de la profesión política: la «pasión», la «responsabilidad» y la «amplitud de miras». Si se las observa con atención, estas tres cualidades son además las que en el modelo ideal básico de la acción social weberiana establecen el carácter de racionalidad orientado al objetivo: la «pasión» respecto al interés que dirige el individuo hacia un fin; la «responsabilidad» como criterio para el estudio de las condiciones de viabilidad de la acción en función de ese objetivo específico: la «amplitud de miras» necesaria para calcular los costes y las consecuencias de la acción más allá del fin predefinido y respecto a la reacción posible de los otros. Para el político de profesión, no obstante, cada una de estas cualidades queda invalidada si no está basada en el desapego. Al contrario de lo que ocurre con un individuo, para el político es preferible que no exista ninguna forma de afecto por el objetivo, de preocupación ética por los medios, sino solo por los fines, los cuales, en el «mejor de los mundos posibles», deberían reflejar el bien común, o al menos el de la mayoría de los miembros del grupo social.

Uno de los obstáculos para la materialización del tipo ideal del político de profesión descrito por Weber es la vanidad personal. Esta crítica va dirigida, en el pensamiento subliminal de la conferencia del sociólogo, a la gran mayoría de políticos de profesión que habitan los centros de mando a nivel nacional e internacional. En particular, Weber revela algunas consideraciones sobre el marco político alemán y sobre la preocupación que, incluso en su papel de consejero para la constitución de la nueva República, además de para la negociación diplomática de París, lo compromete ante el futuro que se espera que sea no el «florecimiento del verano —después del invierno de guerra—, sino una noche polar de gélida oscuridad y sombras, sea cual sea el grupo que ahora resulte exteriormente victorioso»[66].

De esta transición en adelante, lo que nació como una intervención teórica sobre la profesión política —una crítica «técnica de los valores» de la vocación política— se convierte en una breve disertación sobre la relación misma entre ética y política, o mejor dicho, sobre la posibilidad —y la conveniencia— de que esta profesión se base en un ethos de comportamiento. Una vez más, Weber se posiciona a medio camino entre dos escuelas esenciales de pensamiento incompatibles: el cinismo puro de la acción política, que desde Maquiavelo en adelante recorre la vía del «fin justifica los medios», y el idealismo kantiano de la persecución de un orden ético trascendental, de una «convicción» o de una «intención» que se sitúa en el origen de la elección, pero que hace referencia al sujeto agente como un dato «interior». La primera la define Weber como «ética de la responsabilidad»: el hombre político valora la acción a partir de las consecuencias reales, exteriores, que esta produce, y a partir también de los medios efectivos adecuados para la consecución del objetivo. La de la «convicción» es, por el contrario, una ética de las creencias y de los convencimientos interiores del sujeto agente, que sobredetermina la acción sin ninguna preocupación ni por la naturaleza de sus medios y de sus tiñes ni por la idoneidad y la eficacia de la relación misma entre medios y fines.