Weber, un sismógrafo de la crisis de la modernidad
«Soy miembro de la clase burguesa, me siento parte de ella y me han educado según su visión del mundo y sus ideales»: así se presenta Weber en un fragmento del «discurso inaugural» de Friburgo de 1895. Estas palabras, tan repetidamente destacadas por estudiosos y críticos del pensador alemán[4], sugieren la adhesión de Weber a la vocación profesional, ética y política del sistema de valores de la Alemania liberal-conservadora, religiosa y burguesa de finales del XIX.
La presencia embarazosa de su padre, Max, jurista y miembro nacional-liberal del Parlamento alemán, las actividades sociales de la madre, Helene, profundamente culta y religiosa, forman la consciencia de Weber desde su infancia para experimentar en la realidad cotidiana las manifestaciones sociales y culturales de la humanidad de su época. Su educación primaria, unida a su formación académica y a las visitas de estudiosos y políticos en la casa paterna deja en él la impronta de los valores de aquella Weltanschauung[5]. Pero, en general, si se analizan desde el punto de vista de la doctrina de las ciencias sociales que Weber construirá a lo largo de sus estudios, todos estos factores contribuyen también a conformarlo con los intereses y preguntas que hacen de él un observador crítico con las contradicciones emergentes de esa visión del mundo.
Él mismo se describe —y lo describen en varias biografías— como un espíritu irresistiblemente volcado a la que desde su adolescencia se manifiesta como una vocación por la investigación histórica y social, por la comprensión de la realidad cultural y la acción política como instrumento de mejora de lo establecido. La crisis personal e intelectual no solo demuestra la coincidencia entre biografía intelectual y orientación de la existencia en Weber, sino que pone de relieve el carácter existencialista propio de la Weltanschauung weberiana, transformada con los años, y gracias a las conquistas de la investigación y de la dedicación intelectual, en el tejido vivo de la sociedad alemana en estado de agitación y en el contexto de la política internacional.
A caballo entre un siglo y otro, estos dos terrenos se enfrentan a fenómenos accidentales, acontecimientos y dinámicas ambiguas y a menudo en oposición. Los contrastes sociales y económicos se hacen más evidentes, las antinomias entre diferentes sistemas de valores suscitan choques y transformaciones políticas que el hombre y el estudioso Weber interpreta como señales superficiales del terremoto de la época que se está preparando en lo más profundo de su tiempo. En este sentido, como sucede con otras figuras clave del pensamiento y de la filosofía modernos igualmente sensibles a las señales subterráneas e invisibles de las crisis en curso —de Friedrlch Nietzsche a Jacob Burckhardt, hasta Aby Warburg—, también Weber puede asociarse con la definición de «sismógrafo» de las transformaciones violentas de la modernidad. En su posición de observadores y eruditos coherentes con los movimientos histórico-sociales y culturales del tiempo presente, es decir, todos expuestos a las variaciones del equilibrio entre las diferentes secciones del terreno cultural en el que se apoyan, perciben antes y con mayor intensidad las señales de lo que empieza a moverse bajo la superficie. La definición de «sismógrafo» aplicada a estos estudiosos trata, por tanto, de describir una condición epistemológica y biográfica por la que el propio cuerpo del observador se vuelve instrumento de reverberación de las crecientes sacudidas de un terremoto histórico[6].
En las conciencias de estos lúcidos observadores-visionarios, dichas vibraciones que se van aproximando a la superficie de lo real se manifiestan bajo la forma de verdaderas crisis nerviosas, neurosis que marcan su existencia de la misma manera que la punta de los sismógrafos dibuja sobre el papel la marca gráfica irrefutable de la catástrofe ya en marcha Existencialista y defensor del uso de la imaginación en el método de las ciencias histérico-sociales, pues, Max Weber también se ajusta a esta definición, que se manifestará en la crisis nerviosa que sufre en el otoño de 1897. Solo un año antes se había trasladado a la Universidad de Heidelberg, pero la enfermedad lo obliga a suspender el trabajo académico. Hasta aproximadamente 1901 padece un estado agudo de agotamiento que lo obliga a permanecer sentado durante días enteros con la mirada fija en el vacío a través de la ventana de casa
Al igual que los demás pensadores y, en particular, paralelamente al ilustre estudioso alemán y contemporáneo suyo Aby Warburg (18661929), aun viviendo en la época aparentemente pacífica y prometedora de la Alemania imperial e industrial de finales del siglo XIX, Weber se ve arrollado por la perturbación de la angustia y de las tensiones que suscita el avance a un ritmo incontrolado de la modernidad sobre la falla geológica del siglo XX europeo. En estas pocas conciencias aisladas ya se siente la crisis existencial de la condición histórica moderna; el «malestar en la cultura» que en Freud se convierte en enfermedad del siglo XX[7].
Estas dos características —la reacción a los deslizamientos de la época y el interés por las condiciones existenciales de la humanidad en su «ser en el mundo»— hacen de Weber uno de los «sismógrafos» más lúcidos de la crisis, incluso de la crisis científica, y, por consiguiente, uno de los partidarios más convencidos de las investigaciones lógicas aplicadas a las ciencias humanas y sociales de la cultura (las Kulturwissenschaften).
La neurosis de Weber, a caballo entre los dos siglos, al igual que la de Warburg cuando estalló la primera guerra mundial, es la propagación en su conciencia crítica de las violentas transformaciones que la radicalización de la modernización social dicta a cada aspecto de la realidad.
La lógica analítica y la experimentación empírica, aplicada a determinados aspectos de la vida en su significado cultural específico, revelan en Weber y Warburg una fuerte afinidad intelectual con la fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938). Weber escribe:
La premisa trascendental de toda ciencia de la cultura no consiste en que encontremos plena de valor una determinada «cultura», o cualquier cultura en general, sino en que somos hombres de cultura, dotados de la capacidad y la voluntad de tomar conscientemente posición ante el mundo y de conferirle sentido[8].
A la vanguardia desde el principio en lo tocante a la reconstrucción de la Europa de posguerra, trabaja sin tregua en la redefinición de Alemania y de la asamblea europea de Estados nacionales en la permanente «ebullición de contrastes, no solo económicos o de clase, sino de temperamento y de ideas […]».
Como se manifestaron a nivel psíquico personal, un nihilismo subterráneo y una conciencia trágica del peligro para la historia de la humanidad y del Occidente moderno vibran en la superficie de su compromiso intelectual en los años de la consulta para la firma del armisticio de Versalles (1919), sin que ninguna resolución logre reconfortarlo. Acostumbrado a la manifestación de la neurosis cultural moderna, «prevé, de hecho, resueltos los contrastes económicos, otros conflictos de poder y de prerrogativas» como intrínseco «destino de la razón»[9].