De la institución del Estado al conflicto de valores: rápido excurso en la modernidad
Desde el particular punto de vista de Weber, el valor representa uno de los conceptos clave que aglutina los diferentes aspectos del trabajo intelectual: el de científico histórico-social, el de filósofo de la política y el de aspirante a hombre político de su tiempo. La «cuestión de los valores» es un tema que está siempre presente en su obra, tanto en los ensayos metodológicos como en los más estrechamente relacionados con las consideraciones sobre la actualidad porque, en ambos casos, el científico está implicado de forma directa: por un lado, como estudioso de las dinámicas de afirmación histórica de determinados sistemas de valores, y por otro, como observador del comportamiento sociológico que de estos se deriva en las formas prácticas y contemporáneas de la existencia.
De hecho, Weber no considera los valores como conceptos dados y fijados a nivel trascendental, entidades metafísicas autoevidentes, ni tampoco como leyes subsistentes en el mundo sensible y, por tanto, fuera de cuestionamiento. Como hemos dicho aquí, los valores son «ideales» que existen «en relación» al hombre y son creados, establecidos y elegidos por este basándose en la posibilidad que ofrecen de dirigir las decisiones, es decir, no por «necesidad» sino por nivel de «complejidad». La afirmación de algunos valores sobre otros es el resultado de un proceso de conflictos individuales y colectivos que nacen y se manifiestan «en la» historia, razón por la que los valores no son inmutables e intemporales sino que están constantemente sujetos a transformaciones, sustituciones y zozobra junto con las perspectivas y los intereses que se contraponen en el ámbito de la elección. Solo en función de estas dinámicas y «en relación» al hombre y a sus elecciones contingentes, todos estos múltiples sistemas de valores pueden asumir un papel trascendente normativo —es decir, convertirse en ideales reguladores— ya que pueden definir las elecciones del hombre en ese contexto de acción concreto.
Así sucedió históricamente con la afirmación del Estado moderno primero en Occidente y luego como institución política extendida en el resto del mundo. A la hora de abordar el Estado en Economía y sociedad, Weber define sus características especiales y determinantes a nivel universal, incluyéndolo como uno más entre los otros tipos de entidad política existentes o posibles. Al ser la comunidad política una entidad que no siempre ha existido, sino que fue creada en un momento dado de la distinción en un determinado territorio de la acción social respecto a la acción económica a través de la organización de la violencia, durante la primera modernidad en Europa occidental algunos núcleos de poder político sencillamente ampliaron el monopolio de la violencia legítima a un territorio más vasto, en «competencia» y contra la resistencia de otros centros y estructuras de poder —en particular, en lo que respecta a la estructura del Estado moderno, esto se dio en detrimento de las estructuras rivales de la Iglesia y del Imperio—. A lo largo del tiempo, todo Estado que se consolidó de esta manera aumentó su dominio en su territorio por medio de una racionalización cada vez más acusada de los «aparatos» y sistemas de control, desde el administrativo y burocrático al jurídico y militar. Esto provoca en los Estados modernos la característica legión de funcionarios especializados en organizar y gestionar las relaciones entre dominados y detentadores del poder, miembros de un aparato —el de la burocracia— ordenados en una jerarquía piramidal construida según grados diferentes de especialización dentro del sistema burocrático general. Este sistema lleva poco a poco a que las actividades del Estado sean más continuadas, sistemáticas y eficientes, es decir, más racionales, hecho que establece la orientación expresamente política de la entidad estatal. Esto significa, en definitiva, sistematizar las relaciones estatales en los dos campos de control: el interno, el orden público y las relaciones entre los miembros dentro del grupo social, y el externo, la seguridad y la capacidad de cada Estado frente a los demás Estados y, asimismo, frente a entidades políticas de distinta tipología que intentan afirmarse contra la existente.
La «racionalización» cada vez mayor y más extendida en los distintos aspectos de gobierno y ordenamiento del territorio —a partir de las mejores interconexiones entre los aspectos jurídicos, administrativos y culturales de la sociedad— provoca en la historia de Europa occidental, desde la primera fase de la modernidad hasta la primera década del siglo XX, una configuración aún más peculiar del Estado. De acuerdo con el análisis de Weber, hay dos aspectos en particular que juegan un papel fundamental: la definición de un código de normas como la «constitución» y el reconocimiento cultural, jurídico y social de la «nación» como detentara sobredeterminada de la soberanía. Estos elementos se encuentran en estrecha relación con la sistematización de la participación en el servicio militar de los miembros del Estado y con la formación de una esfera pública en la que los dominados puedan ser representados y, por tanto, operar formalmente en la gestión compartida del poder. Esto ocurre por lo general mediante las formaciones políticas de los «partidos», los cuales compiten por la gestión de la administración pública según el sistema de distribución de la potencia legitimado por el sufragio.
En último lugar, otra característica determinante del Estado moderno «evolucionado» de Europa occidental es la interconexión cada vez más intensa entre los aparatos, las normas y las diferentes esferas de racionalidad de la acción: política, social y económica. Según el sistema de valores concurrente que se impone sobre los demás, el Estado puede sacar más o menos beneficios para su propio funcionamiento general. En efecto, no quiere decir que una mayor especialización de los aparatos administrativos y una mayor racionalización científica supongan necesariamente un mayor beneficio para el Estado y para el grupo social que lo habita. Weber apoya esta postura pensando, principalmente, en las extremas consecuencias de la competición, en la realidad de su época, entre la radicalización de las formas del capitalismo por un lado, como tipo de acción económica racionalizada en su máximo nivel en relación con el objetivo de la ganancia y despojado de los valores éticos del protestantismo de sus orígenes, y la radicalización de la burocratización integral propia del socialismo real, la cual aliena al individuo en su autonomía de elección y en el libre albedrío de su voluntad solitaria y de la iniciativa individual. El control siempre mayor y profundo por parte de los aparatos burocráticos de la Alemania posguillermina a la que mira Weber abarca precisamente también aquellas instituciones para la acción social, política y económica, como los partidos y las empresas.
Este fenómeno, más que favorecer los derechos de los miembros del Estado y la grandeza de la nación, tanto en las formas militares y políticas del crecimiento de su poder en el mundo como en el refuerzo de las instituciones de la representación parlamentaria, agrava, por el contrario, el conflicto entre las posiciones internas, sobre todo aquellas marginadas por la hegemonía adquirida históricamente por las estructuras formales del Estado. Se reabren así frentes de acción de los tipos «superados» de dominación política, y especialmente la carismática, ya que —como se ha podido ver— la racionalización y la burocratización extremas de Occidente, dirigidas al control de los hombres sobre la realidad natural y social, no pueden responder de manera global las preguntas existenciales del individuo sobre su felicidad y las expresiones de su voluntad individual.
Es al final de esta consideración general donde la mirada de Weber al presente y al futuro de la Alemania y la Europa occidentales se vuelve pesimista, aunque no del todo desesperada. Si bien reconoce el progresivo refuerzo que los fenómenos de racionalización, burocratización e intelectualización de la realidad le están aplicando a los barrotes de contención de la «jaula de hierro» que paraliza al individuo y su acción libre, Weber no rechaza, es más, cree convenientes muchas de las conquistas debidas a la «selección» de la Weltanschauung del moderno Estado capitalista occidental sobre otros competidores.
En primer lugar, considera los progresos del sistema jurídico-económico del liberalismo individualista. Luego, la sistematización de las estructuras de organización social y, por último, el estímulo de la investigación y de la ciencia, fenómenos estos de ordenamiento legítimo del caos asociado a la naturaleza humana y propio de la realidad por sí misma. Sin embargo, tras esta serie de conquistas, se revelan al mismo tiempo las antinomias de la modernidad, es decir, la naturaleza efectiva y material de la lucha continua por la afirmación de un principio sobre otros, los cuales no son eliminados por la victoria ajena, sino que permanecen dormidos o fuera de escena, listos para reaparecer en el terreno de juego. En resumidas cuentas, para Weber la realidad es el campo de batalla de una «lucha mortal» e irreconciliable entre los dioses rivales de lo que, retomando una observación de Stuart Mill, considera un «politeísmo absoluto» de valores en conflicto estructural, puesto que aceptar «servir» a Dios excluye la posibilidad de servir también al demonio[60]. De aquí derivan tanto el carácter conflictivo de la condición humana en el mundo como el carácter dramático del destino de la libertad de elección y de afirmación del hombre en la historia, el «sino de una época cultural que se ha nutrido del árbol de la ciencia»[61]. Solo que:
el fruto del árbol de la ciencia, fruto inevitable aunque molesto para la comodidad humana, no consiste en otra cosa que en tener que conocer esa antítesis y por tanto tener que considerar que cada acción importante, e incluso la vida como un todo —si esta no debe ocurrir por sí misma como un acontecimiento natural, sino llevarse a cabo deliberadamente— representa una concatenación de decisiones finales, mediante las cuales el alma (al igual que para Platón) escoge su propio destino —es decir, el sentido de su acción y de su ser[62].
De lo que se deduce la famosa pregunta que el escritor ruso Lev Tolstói le plantea a la ciencia empírica que domina el mundo moderno pero que se revela incapaz de responder a preguntas ético-existenciales fundamentales del individuo, a saber: «¿Qué debemos hacer? ¿Cómo debemos vivir?»[63]. Volviendo a reflexionar sobre el sentido de la ciencia ante el destino antitético del hombre y de sus elecciones, Weber intenta diseñar el perfil de la persona que, comprendiendo su tiempo, puede aspirar a la «vocación» de actuar conscientemente y hacer lo mejor: el científico (y el) político.